JAUCHARI
(El
demonio negro)
La silueta se recorta en el lindero señalado por el “roce”. “Coqui” ladra afanosamente, desde el lugar donde se encuentra, cerca al corredor
—¿Por qué ladra así “Coqui”? —pregunta Abraham.
—¡No lo sé! —responde su hermano Moisés—, ¿qué es lo que pasa?
—¡Señora!, ¡señora! —grita el intruso.
Los dos hermanos salen del gallinero y corren hacia la casa, gritando alternadamente:
— ¡Mamá!, ¡mamá!
Del interior de la vivienda aparece una mujer de mediana edad y se queda observando el sembrío de hortalizas, en cuyo extremo está el hombre.
—Entren
a la casa niños, es un vecino del pueblo.
Levantado
la voz, Graciela pregunta:
—¿Qué
desea señor?
—¡Vengo
a conversar! —responde el hombre, en voz alta
—¿Sobre
qué será?... ¡Acérquese!. Moisés agarra al “Coqui”, no vaya a morder al señor.
A la
indicación de Graciela, el recién llegado se acerca y se puede visualizar su
rostro, bajo el ala de su raído sombrero.
—¡Ah!...
es usted don Simón.
—¡Sí
doña Graciela!, vengo a conversar con don Gaspar.
—¿Con
Gaspar?, no está, ha viajado.
—¿No
está el caballero?
—No,
don Simón, Gaspar ha viajado a Pangoa ayer. Probablemente esté de vuelta hoy a
mediodía. ¿Sobre qué será que quiere usted conversar?
—Bueno,
en el pueblo me he enterado que se está vendiendo el arriendo. Yo quisiera
saber, ¿cuál es el precio?
—¿Vendiéndose
el arriendo?, ¿cuál arriendo?, ¿éste, mi propiedad?
—¡Si,
doña Graciela!, ¡así se comenta en el pueblo!
—¡No,
don Simón!, —¿qué locura es esa? ¡Ni
siquiera lo hemos pensado!
—¿Está
segura de eso? —pregunta imprudentemente el visitante.
—¡Claro
don Simón! ¿Qué motivo tendría yo para mentirle? —responde Graciela,
visiblemente alterada, y añade—: ¡Pero si desea puede hablar con mi esposo; él
estará aquí en la tarde!
—Oh no,
no es para tanto, tampoco para que se moleste. De repente a él se la ha
ocurrido la idea y lo ha dicho en algún momento.
Graciela
se queda pensando, planta la mirada en el rostro de don Simón y dice con tono
enérgico:
—¡Imposible!...¡Yo lo sabría, mis hijos lo sabrían!; pero como le digo él estará hoy en la tarde. Hable con él y salga de dudas.
—Está bien, doña Graciela, volveré a visitarla más tarde —Pasea la mirada por el cafetal y, volviendo la mirada a Graciela, añade—: ya está madurando bonito el café. Va a necesitar mano de obra.
—Falta
todavía —responde Graciela—, pero ya está previniendo Gaspar, en parte, para
eso ha viajado.
—¡Que
bien!, previniendo las cosas salen bien doña Graciela. Gracias por recibirme.
No le quito más su tiempo. Los visitaré más tarde.
—¡Está
bien don Simón, hasta luego! —dice, cortantemente, Graciela sin dejar que don
Simón termine la frase.
El sol
atenaza con sus rayos las feraces tierras del valle, creando un vaho cálido y
húmedo que circula entre los cafetales y la salvaje
floresta.
Ha
pasado el mediodía cuando Graciela y sus hijos después de un frugal almuerzo,
se disponen a volver a sus tareas en el campo.
—¡Doña
Graciela!
La
llamada, que sorprende a los dueños de casa, se ha escuchado casi a las puertas
de la misma.
—¿Cómo
ha llegado aquí? —pregunta casi cuchicheando Graciela—, ¿por qué no ladró
“Coqui”.
—Se
habrá ido al monte —reparó Abraham—, a veces se va lejos.
—¿Abro
mamá? —pregunta Moisés.
Graciela
sin responder dirige la mirada hacia la ventana. Observa la silueta de don
Simón; éste, que ha seguido llamando a la dueña de casa sin obtener respuesta,
se queda callado unos instantes; mira hacia todos lados y lanza una última
llamada. Luego, todo queda en silencio.
—Espera,
Moisés —dice Graciela— ya se va.
El
hombre va a tomar el sendero que cruza los sembríos de hortalizas, pero se
detiene y fija su mirada en el gallinero que está junto a la casa.
—Se ha
detenido mamá —dice Abraham.
—Habla bajo, quiero ver que hace
—dice Graciela.
Don Simón, se ha detenido indeciso, vuelve a mirar a todos lados, al no divisar persona alguna
dirige
sus pasos hacia el gallinero.
—¡Mamá, ha entrado al gallinero!
—exclama Abraham.
—¡Vamos hijos!, ¿Qué tiene ese
señor?, ¿con qué intenciones ha venido a la casa?
Graciela y sus hijos salen al exterior de la casa; al llegar
al patio, se encuentran cara a cara con don
Simón, que sale del gallinero con un gallo en las manos. Al ver a los
dueños de casa se sonroja; pero reponiéndose rápidamente exclama:
—¡Doña
Graciela!...¡La buscaba!, ¡qué bonitos animales tiene usted!, ¡llevaba este gallo para mostrárselo y pedirle
que me lo preste para sacar crías!
—¿Sacar
crías? —pregunta, Graciela, con las mejillas enrojecidas por la cólera—, ¿no
tenía que pedir permiso para entrar al corral?
—¡Sí,
claro que sí, doña Graciela! Llamé repetidas veces, al no tener respuesta me
dije: echaré un vistazo, habrán ido al campo y ya estarán de vuelta. Me encontré
con este ejemplar y… me iba a esperarla para pedirle el favor del préstamo.
¡Créame usted que no hay otra intención!
La
mujer no responde, se queda mirando al intruso, «un ladrón eso es lo que eres».
Don Simón, al no obtener respuesta, toma otra alternativa.
—¿Y el
caballero?, ¿no ha vuelto?
—¡Por
supuesto que no! —responde irritada, Graciela—, si no ya estaría aquí
pidiéndole explicaciones. Con seguridad que él no creería lo que usted me está
diciendo.
—Cuanto
lo lamento doña Graciela; por lo que me dice, me voy dando cuenta que usted no
me va a prestar el gallo.
—¡Por
supuesto que no!, ¡yo no presto mis animales, y muy rara vez vendo, por lo que
ya puede usted retirarse!... Si desea conversar con mi esposo tendrá que volver
mañana.
—Lástima, es un hermoso gallo,
habría dado buenas crías.
Don Simón deja el gallo en el
suelo y se despide amablemente.
—Hasta mañana, señora, que Dios
la guarde.
—Hasta mañana, don Simón.
El hombre se aleja, cabizbajo. Es
visible la vergüenza que siente al haber sido descubierto, en circunstancias embarazosas. Graciela y sus
hijos observan como el hombre se interna en el sendero, que se pierde entre los
arbustos.
—Quería llevarse el gallo mamá
—dice Abraham.
—Lo sé hijo, lo sé. Yo diría que
quería robar el gallo…vamos chicos tenemos que avanzar con la limpieza de la
sequia.
Graciela y sus hijos regresan a la casa;
momentos después salen con sus herramientas y se internan en el cafetal.
—¡Pero mujer! ¿Cuántas veces
tengo que decirte que yo no he ofrecido, en venta, la propiedad a ninguna
persona?
—¿Y por qué insistía ese hombre?
—¡No lo sé!, ¿quién puede estar
“fabricando” esas mentiras?
Gaspar trataba de explicar, a una
iracunda Graciela, que él nada tenía que ver con la visita del molesto
visitante del día anterior; sin embargo sus argumentaciones parecían no servir
de mucho a su esposa.
—Hasta ha querido llevarse un
gallo, papá —intervino Abraham.
—¡Cierto, me había olvidado
decirte eso; lo sorprendimos con el gallo en las manos! —siguió Graciela—, el
pretexto que puso fue que quería se lo prestásemos para hacer cría.
—¡Carambas con el tal don Simón!....si
ustedes no estaban se lo llevaba —reflexiona Gaspar.
—¡Mamá, tengo hambre!
La pequeña Estela, la menor de
todos los hijos de Gaspar y Graciela, que ha estado escuchando los comentarios,
los sacó del tema en discusión.
—¡Cierto, nos hemos venido sin
desayunar! —dijo Gaspar, acariciando la cabeza de su pequeña hija.
—¡Pero Gaspar! —explotó Graciela,
que estaba muy susceptible—, ¿Cómo puede estar la niña hasta estas horas sin
desayunar? ¿Por qué no has hecho desayunar a las chicas en el pueblo?
Graciela se refería a Sara y Ruth
las otras hijas que habían acompañado a Gaspar en su viaje.
—Queríamos llegar temprano mamá
para atender lo del café; no vaya a ser que se derramen las matas —Dijo Sara,
tratando de explicar el apresuramiento.
—Cierto, Graciela. No podemos
poner en peligro esta cosecha. He hablado con algunos vecinos y otros
trabajadores, para la palla, pero recién
estarán disponibles en cuatro días. Nosotros iremos avanzando.
Hechas las explicaciones del caso,
y, vuelta la calma, Gaspar y los recién llegados disfrutan de una taza de
cuaquer y su ración de yuca recién sancochada. Luego de un rápido cambio de
ropa, están listos para salir a pallar al cafetal.
Los entusiastas palladores se han
internado en el lugar donde las matas han empezado a doblarse, por el peso de
los frutos. Algunas de las rojizas gemas se han estrellado contra el suelo, por
efecto de los vientos. Esto refuerza el temor de Gaspar. Una tormenta
huracanada, tan común en esos lugares, podría hacer perder su cosecha.
—Yo me quedo con Sara y Ruth; tú
con Moisés y Abraham empiezan por el lado izquierdo. ¿Te parece? —pregunta
Gaspar.
—Sí me parece bien. Así abarcamos
más espacio. ¡Vamos chicos!, ¿vienes “Coqui”? —pregunta Graciela dirigiendo la
mirada al perrito.
“Coqui”, que los ha seguido hasta
el lugar, no se mueve. Lanza una tierna mirada a su ama y se echa sobre la
hierba, moviendo su cola, a pesar de los requerimientos de Graciela.
—Bueno, si quieres quédate —dice
Graciela, dándose por vencida, y se retira.
“Coqui” se pone de pie pero no
sigue a Graciela, se acerca a un tronco hueco, caído sobre la hojarasca, y se
echa junto a él.
—Hace días está medio raro el
“Coqui”, papá. Parece que estuviera enfermo —dice Sara.
—Es perro de ciudad, y parece que
no ha llegado a acostumbrarse. Se ha “enflaquecido” demasiado —explica Gaspar.
—Ya casi no sale a la chacra,
sólo está tirado junto al fogón de la cocina —Terció Ruth.
—Si sigue así, hay que hacerlo ver
con el veterinario. Es un animalito muy fiel, no podemos dejarlo enfermar. ¡Que
descanse! —dijo tajantemente Gaspar.
Padre e hijas se internan entre
las matas de café e inician su labor, recogiendo los frutos maduros.
De mata en mata han ido
acumulando el producto de su trabajo; la rudeza del trabajo pasa desapercibida
por las entretenidas anécdotas, que sobre el viaje a Pangoa, han estado
recordando. Los rojizos cafés van enmelando las manos de los palladores y
haciendo, cada vez, más pesados los mates
—¿Qué fue eso? —dice Sara, sobre
saltada.
Un potente, agudo y lastimero
ladrido ha roto la conversación, dejándolos inmovilizados.
—¡Es el “Coqui”! —grita Ruth.
Padre e hijas corren hacia el
lugar donde han dejado al noble animal.
—¡Deténganse chicas!
Grita Gaspar desesperado, echando
mano al machete que lleva colgado a la cintura. Unas manchas negras se han
introducido en el pelaje del infortunado “Coqui” que se revuelca dando
lastimeros ladridos. Gaspar con el machete las separa del cuerpo y las aplasta con
la misma arma.
—¡Son Jaucharis! —grita Gaspar—,
¡no se acerquen todavía!
Repetidos golpes van reventando a
las enormes arañas, que muestran su agresividad tratando de saltar hacia
Gaspar. El escándalo, originado por el incidente, ha captado la atención de
Graciela y sus hijos que llegan precipitadamente.
—¿Qué ha pasado? — pregunta,
Graciela, al ver al “Coqui” tendido en el suelo y las manchas negras esparcidas
alrededor del animal.
—Unas Jaucharis han atacado al
“Coqui” —Fue la lacónica respuesta de Gaspar.
El desventurado “Coqui” gime
desgarradoramente por el dolor que le origina el veneno, circulando por su
cuerpo.
—Lo voy a llevar a la casa —dice
Gaspar. Ustedes encárguense de llevar los mates.
Gaspar regresa al lugar donde
estaba pallando; anuda su mate a la espalda y regresa al lugar donde está
“Coqui”; lo coge y emprende el camino de retorno a la casa. Esposa e hijos lo
siguen en silencio.
En casa, Gaspar coloca al “Coqui”
,sobre unos pellejos de oveja, en el suelo. El pequeño can gime y convulsiona
sobre la improvisada cama. La familia ha hecho un círculo alrededor de él.
—¡Gaspar!, ¿el frasco de la
curarina? —pregunta Graciela
—Está vacío, no nos hemos
abastecido —responde del interior Gaspar.
—¿No hay ningún poquito?
—¡Nada! —responde Gaspar, regresando
al círculo.
Los hijos se miran entre sí,
impotentes, perplejos por el suceso, preocupados y tristes. Una lágrima se
descuelga por el rostro de la pequeña Estela.
Los estertores y gemidos se van
haciendo más espaciados. Entre la espuma blanquecina, que ha aparecido en la
boca del “Coqui”, asoma una lengua hinchada que ha tomado un color azulado; los
ojos desorbitados y suplicantes van quedándose sin movimiento. Finalmente una
inmovilidad total invade el cuerpo del infortunado animal: el “Coqui” ha muerto.
Graciela y sus hijos rompen en llanto y hasta Gaspar deja escapar unas lágrimas
de pena.
Al atardecer una pequeña tumba
ocupa un espacio en el jardín de la casa.
La intensa labor de la cosecha de
café y la llegada de los trabajadores contratados, Con los pormenores propios
de la estadía: alimentación y hospedaje, absorbieron la total atención de la
familia en los días siguientes.
Terminada la labor de la cosecha
y el lavado del producto, el patio de la casa se ha convertido en un inmenso
“matucancha” para el secado del café
—Si el sol sigue así, en una
semana estaremos encostalando el café Gaspar.
—Sí, pienso que sí, Graciela. Hay
que seguir volteando más seguido los granos. En la mañana que se encargue
Sara, por la tarde que lo haga Abraham
—Gaspar, se queda unos instantes pensativo, mira hacia la casa y añade— ¿Por
qué no se ha levantado todavía Sara, sigue con fiebre?
—Fui a levantarlos, pero Sara
sigue con fiebre y Abraham también ha amanecido con calenturas.
—¡Carambas!, ¿qué será?, si
siguen así habrá que llamar al hermano Fredy. Déjalos que descansen.
Gaspar sigue moviendo los granos
con un rastrillo y Graciela se dirige al interior de la casa.«Sí, el hermano
Frady sabe de estas cosas» piensa mientras se acerca a observar una vez más a
sus hijos.
Pasado el mediodía, el hermano
Frady llega a la casa acompañado de Ruth que ha ido a buscarlo. Es un hombre de
bien; poseedor de conocimientos básicos de medicina; persona muy solicitada en
aquellos parajes, donde la presencia de un médico es prácticamente imposible.
Su buen trato, así como la desinteresada preocupación por brindar apoyo a sus
semejantes, lo han convertido en el vecino indispensable a quien todos recurren
en parecidas situaciones.
—No hay duda hermano Gaspar, son
fiebres palúdicas, ya han empezado las “tembladeras”. Si el paludismo no se
trata a tiempo puede ser peligroso.
El trato cordial de “hermano” que
don Fredy prodiga a quienes lo conocen,
se debe a sus inclinaciones religiosas. Sus conocidos le responden de la misma
manera.
—¡No sé cómo sucedió hermano!,
todos hemos estado bien —dice acongojada Graciela—, hay tantos zancudos en el
ambiente. De repente alguno de los trabajadores ha estado infectado.
—Tal vez, hermana Graciela, lo
lamentable es que yo no tengo lo necesario para el tratamiento. Es necesario
que traslade a sus hijos a Pangoa.
—¿A Pangoa? —pregunta Graciela.
—Sí lo más pronto posible —es la
respuesta del hermano Frady—, no sabemos desde cuando ha sido el contagio.
—Tendrá que ser mañana a primera
hora —interviene Gaspar—, ahora es difícil conseguir movilidad.
—Sí, creo que sí, las pastillas
que les he dado controlarán un poco los síntomas.
—¡Muchas gracias! —dice Gaspar,
acercándose al hermano Fredy—, cuanto le debemos por su molestia.
— No hermano, no, no se preocupe.
—Pero, siquiera lo de las
pastillas.
—No hermano Gaspar, no es ninguna
molestia. Ya en otro momento será; de todos modos hay que llevarlos a Pangoa.
¡Hermanos!, me estoy retirando, espero que los chicos se sientan mejor con las
pastillas.
Sin esperar respuesta, el hermano
Fredy, se dirige a la puerta. Ya en ella, se vuelve y con la mano hace un adiós
a los esposos; éstos le responden de la misma manera.
El resto de la tarde Gaspar y
Graciela se dedican a atender el producto que ha quedado en el matucancha y a
preparar el viaje a Pangoa con los enfermos.
Por la noche Gaspar acomodó
algunos cueros cerca, al Matucancha, para observar la belleza de luna llena.
Echado sobre ellos, se durmió contemplando las estrellas.
Un ruido, proveniente de uno de
los extremos del campo de secado, lo despertó sobresaltado. Le preció ver dos
siluetas, ocultarse tras los matorrales colindantes. «Puede ser mi
imaginación», pensó, y se volvió a quedar dormido. La luna se había ocultado.
El frío de la madrugada terminó por despertarlo, definitivamente a pesar del
cansancio, y s dirigió al interior de la casa.
—¡Ya, Graciela!, ¡son las cinco,
tengo que viajar con los muchachos!
Al escuchar la voz de Gaspar, la
familia inicia el ritual del despertar matutino. Uno a uno van apareciendo en
la sala
—Ruth también está mal —dice
Graciela.
—¡Me iré con los tres! —responde
Gaspar.
—Yo también quiero ir —dice la
pequeña Estela, que sale corriendo del dormitorio.
—¡No niña, tú y Moisés se
quedarán para ayudar a su mamá!
A regañadientes los niños se
retiran al dormitorio. Gaspar, Sara, Ruth y Abraham, después de coger las
mochilas que ya estaban preparadas, emprenden, a paso lento por la condición
física en que se encuentran, el camino hacia punta de carretera, para abordar
el vehículo que los trasladará a Pangoa.
—Verdaderamente, señor Núñez, por
los síntomas me inclinaría a diagnosticar que se trata de paludismo; pero, no
estaremos seguros hasta ver el resultado de los análisis de sangre, que les voy
a indicar.
—Está bien, doctor
—Con esta orden se van a
laboratorio, allí les sacarán unas muestras.
—¡Doctor! —pregunta Gaspar— ¿hoy
día tendremos los resultados?
—¡No señor Núñez!, mañana recién
se estarán dando los resultados, pero, como usted verá, mañana es domingo; por
lo tanto, el lunes recién estaremos con los resultados. Ese día recién les daré
el tratamiento definitivo. Por ahora sólo les daré unas pastillas, para aliviar
en algo el estado de los muchachos.
—¿No hay otra manera de obtener
los resultados antes?
—¡No señor Núñez! Después de dejar
las muestras de sangre pasan por acá, para recoger la receta.
— Está bien doctor.
Después de dejar las muestras de
sangre y recoger la receta, Gaspar y sus hijos dejan el hospital.
—Tenemos que ir a buscar al
hermano José. Tal vez pueda dejarlos en su casa hasta el día lunes. Yo debo
volver a Túpac, la mamá se ha quedado sola y hay que avanzar el trabajo.
—Está bien papá —responde Sara—,
no creo que el hermano nos niegue alojamiento. La tembladera se ha aminorado
con las pastillas del hermano Fredy. Para cuando regresemos ya estaremos mejor.
—Yo estaré de vuelta el día
martes. Para entonces ya tendremos la respuesta y compraremos lo que se
necesite, de acuerdo a lo que nos diga el doctor, para el tratamiento.
Gaspar y sus hijos se dirigen a
la zona Este de la ciudad y se pierden entre sus calles. Después de un corto
recorrido, llegan a una vivienda de austero aspecto. Respondiendo a los
golpecillos de la puerta, aparece en ella un varón de unos treinta años y de
agradable aspecto.
—¡Buenos días hermano José! —dice
Gaspar, acercándose al anfitrión y estrechándolo en un abrazo.
—¡Buenos días,
hermano! —responde el hermano José, correspondiendo efusivamente el abrazo—, ¿A
que debo el honor de la visita?, no lo veía desde hace tiempo. —Esboza una
amplia sonrisa y añade—: ¡Pasen, pasen, por favor!
Gaspar y sus
hijos ingresan a la vivienda. Ya en el interior, el visitante, explica los
pormenores de sus tribulaciones: lo recargado de la cosecha y la enfermedad
repentina de sus hijos; el inconveniente de la tardanza en los resultados, de
los exámenes de sangre, y la necesidad de volver ese mismo día a Túpac.
—¡No se
preocupe, hermano Gaspar! —dijo el dueño de casa, después de haber escuchado,
atentamente—, no habrá ningún inconveniente en que se queden , hasta solucionar
el tema del hospital…¡Matilde!
Al llamado
apareció la esposa del hermano José, una mujer de mediana edad y de bonachona
mirada
—¡Don Gaspar!,
¡que alegría saberlos de visita en esta casa!...¿Cómo está Graciela?
—Bien,
hermana, gracias. Se ha quedado en casa. Precisamente explicaba, al hermano
José, las razones por las que debo regresar inmediatamente.
Enterada
Matilde, por la conversación posterior, del motivo de la presencia de Gaspar y
sus hijos, estuvo plenamente de acuerdo en brindar alojamiento, a los hijos de
aquel, durante el tiempo que fuese necesario.
Gaspar hizo
las disculpas necesarias por no quedarse a almorzar y partió inmediatamente a
Anapati. Llegó a su casa en Túpac muy entrada la noche.
Al día
siguiente, muy temprano, Gaspar y Graciela salieron a realizar las tareas del
día en la chacra. Los primeros sacos de cacao seco fueron apareciendo y con
ellos la alegría en los rostros de la pareja.
—Puedes
llevarte algunos sacos, para la venta, el martes que vas a recoger a los
chicos.
—Esa es la
intención. Estamos cortos de recursos. Entregar aquí el producto, a los
rescatistas, no es conveniente porque
pagan muy poco.
—Sí, pero no
olvides que nos hemos comprometido con el compadre Rafael, para entregar parte
de la cosecha.
—No lo olvido,
Graciela, no lo olvido.
Aún no abrían
las puertas del hospital, pero Sara y Abraham ya se encontraban en la “cola”,
que se había formado, para la atención médica. Se levantaron muy temprano, ese
día, y sin esperar el desayuno, como lo sugería la esposa del hermano José, se
dirigieron al nosocomio. Ahora, esperaban ansiosos el momento de la atención.
Por fin abrieron las puertas y los hermanos se
dirigieron al consultorio.
—¡Ah, los
hijos del señor Núñez! ¿No?
—¡Sí, doctor!
—respondió Abraham.
—Como lo
suponíamos, ustedes han contraído el paludismo, pero con un tratamiento
adecuado lo superarán.
—¿Sí doctor?
—preguntó Sara.
—¡Por
supuesto!, les voy a entregar esta receta y las indicaciones que hay que
seguirlas al pie de la letra. —El doctor escribe algo que alcanza a Sara y añade—: no creemos
necesario hospitalizarlos; de manera que tendrán un tratamiento ambulatorio. Si
surge algo inesperado, no duden en venir inmediatamente. ¡Pueden ir Jóvenes!
—¡Gracias
doctor, hasta luego! —Es la respuesta, al unísono, de los hijos de Gaspar.
Los dos
hermanos se retiran del consultorio y salen al exterior del hospital.
—¿Y ahora, qué
hacemos? —pregunta Sara.
—Mira, en la
casa, hay bastante trabajo y nosotros ya no tenemos nada que hacer aquí
—responde Abraham.
—Cierto.
—Compremos las
medicinas y vamos a despedirnos del hermano José. Volvamos a Anapati, y así
evitamos que nuestro papá gaste en venir a llevarnos mañana.
—Me parece que
está bien Abraham, vamos.
Los jóvenes se
internan en las calles, camino a casa de don José; ya en ella, le explican a
éste los motivos de su inesperada decisión. Las objeciones que el hermano José
y su esposa plantearon, para que desistan de su empeño, no fueron suficientes
para lograrlo. Ambos hermanos, después de despedirse, se dirigieron al paradero
de los vehículos con destino a Anapati.
—¡Allí hay
uno! —dijo Abraham, señalando un vehículo estacionado una esquina antes del
paradero formal.
—¡Ya lo vi!
—dijo Sara—, ¿tendrá sitio?
Los hermanos
emprendieron una ligera carrera y se acercaron al vehículo.
—¿Hay dos
asientos? —preguntó Sara, gritando.
—¡Sí hay, sí
hay! —respondió la voz “aguardentosa”
del llamador.
—¿A qué hora
sale? —preguntó Abraham.
—¡Ya sale, Ya
sale!, ¡ahorita nos vamos! —respondió la misma voz.
Los hermanos
subieron al vehículo y se acomodaron en sus asientos. Después de media hora
partió el carro. Iniciado el trayecto, el cansancio hizo presa de Sara y
Abraham, se quedaron profundamente dormidos. El sol había pasado el cenit.
El día martes,
por la mañana, Gaspar llega a Pangoa llevando el café, que ya está en
condiciones de venta. Después de realizar la transacción, previamente acordada
en la Asociación de Cafetaleros, se trasladó a la casa del hermano José. «Salimos
lo más pronto posible con los chicos, hacemos la compra de los víveres y
regresamos inmediatamente a casa», se decía Gaspar, planificando, en sus
adentros, las acciones del día. Grande fue su sorpresa cuando, al llegar, el
dueño de casa le dijo que sus hijos habían partido el día lunes.
—¡Pero!, ¿cómo
puede ser hermano? ¡Yo he salido hoy en la mañana!, ¡mis hijos tendrían que
haber llegado al medio día, o al atardecer!
La sorpresa de
Gaspar se fue transformando en desesperación. Su voz, alterada por la angustia,
llegó a oídos de la esposa del hermano José, que salió apresurada a la puerta.
—¡Jesús,
José!, ¡haz pasar al hermano!, ¿cómo es eso que los chicos no han llegado a
casa?
—¡No, hermana!
¡No han llegado! —dice Gaspar, atolondrado, entrando a la casa—, hasta hoy que
he salido, en la madrugada, no habían llegado. ¡Ni siquiera se han comunicado
conmigo, habiéndoles dejado un celular!
—¡No se
desespere hermano! —dijo el hermano José—, ya mismo vamos a hacer las
averiguaciones. Lo primero es ir al paradero de carros. ¡Yo lo acompaño!
El hermano
José, visiblemente preocupado, se despidió de su esposa y salió, acompañado de
Gaspar, hacia el paradero de vehículos.
Preguntaron a
choferes y llamadores; a policías y ambulantes; recorrieron calles y parques; hospitales y postas médicas
sin obtener resultado alguno. Finalmente, en el extremo de la desesperación,
visitaron la morgue de la ciudad. El resultado fue el mismo: nada
—¿Qué podemos
hacer, hermano?, hemos visitado todos los lugares donde nos hubiesen brindado
información, pero no hay resultados positivos.
—Lo único que
queda, hermano José, es pedir ayuda a la policía. ¡Definitivamente mis hijos
están perdidos, desaparecidos! ¿Quién sabe qué pueden estar pasando? —dice
Gaspar desesperado.
—Lo sé hermano
Gaspar, comprendo tu estado de ánimo. Estoy de acuerdo en acudir a la policía.
Es preocupante que no tengamos ninguna noticia, ningún indicio, nada.
Con paso
cansino y visible tristeza, reflejada en sus rostros, los dos amigos se dirigen
a la comandancia de la policía nacional.
—Lo siento,
señor Núñez, me hago partícipe de su pesar; pero por el momento no puedo recibir su denuncia de desaparición,
porque los plazos de ley aún no se han cumplido; sin embargo, en forma
particular, porque yo también soy padre, voy a ordenar a mis guardias que,
dentro de sus posibilidades, hagan algunas averiguaciones.
—Le estoy muy
agradecido, comandante, por ese gesto tan generoso.
—Pierda usted
cuidado, señor Núñez, si supiera cuántas denuncias por desapariciones tenemos
por mes. Con esto de la minería ilegal, a veces, los muchachos son engañados
con el cuento del trabajo y buenos sueldos.
—¿Pero aquí
hay trabajo minero? —preguntó el hermano José.
—¡Sí!
—respondió el comandante. Hay lavaderos de oro y una que otra mina informal. En
cuanto a lo suyo, Señor Núñez, haremos lo que está a nuestro alcance y, en
cuanto se cumplan las 72 horas, asentaremos la denuncia inmediatamente.
El hermano
José y Gaspar llegaron, muy entrada la noche, a la casa, cansados, desalentados
y sin ninguna noticia sobre los desaparecidos.
—¡Y yo, no
puedo comunicar nada a Graciela!, un celular lo tengo yo y el otro lo tienen
los muchachos. ¡Quedé en regresar esta noche! ¡Estará preocupada!
—Mañana
seguiremos buscando, hermano Gaspar, no pueden haberse esfumado, alguien tiene
que saber algo.
La esposa del
hermano José los invita a pasar a la mesa, para disfrutar de una sopa que acaba
de hacer. «No habrán comido en todo el día», se dijo.
La tardía cena
fue en silencio, no hubo ningún comentario. Cuando terminaron de comer, el
hermano José llevó a Gaspar al lugar de descanso, destinado para él, y se
despidió.
Esa noche
Gaspar casi no durmió, despertaba súbitamente recordando las palabras del
comandante de la policía nacional: “si supiera cuántas denuncias por
desapariciones tenemos por mes. Con esto de la minería ilegal, a veces, los
muchachos son engañados con el cuento del trabajo y buenos sueldos.”
Después de
unas horas de viaje, la potente y aguardentosa voz del llamador despertó a los
dos adolescentes.
—¿Quiénes
bajan en Anapatia Puerto? ¡Estamos llegando!
—¿Dónde estamos?
—preguntó inquieta Sara—, este no es el camino.
—¡verdad!
—dice asombrado Abraham— ¿Qué lugar es este?, ¡no es el camino de la casa!
—¡¡Los que
bajan en Anapati!! —gritaba el llamador.
—¡Pero esto no
es Anapati! —dijo en voz alta Abraham.
El chofer miró
por el retrovisor y encontró el rostro de Abraham que estaba visiblemente
preocupado y hasta asustado.
—Este es
Anapati Puerto muchacho, tienen que bajarse, nosotros vamos mucho más allá
—dijo el chofer, secamente.
Los dos
hermanos se miraron y, tomando sus mochilas, no tuvieron otra opción que bajar
del vehículo. El carro partió, con un ronco bramido, dejándolos a merced de la
curiosidad de los aldeanos. La tarde se iba alejando, lo cual les causaba
temor; pero la sorpresa y el miedo fue mayor, cuando se dieron cuenta que
habían llegado a una comunidad nativa, para ellos desconocida.
Efectivamente
el lugar se llamaba Anapati, como su lugar de residencia; pero, era Anapati
Puerto, un asentamiento humano nativo a orillas del río del mismo nombre.
La primera
reacción de Sara fue llamar a su papá; pero al querer usar el teléfono móvil se
dio cuenta que la batería estaba descargada. Esto aumentó el temor y la
angustia de los dos hermanos, que eran objeto de la curiosidad de los nativos
comuneros. Una mujer, de mediana edad y agradable semblante, se desprendió del
grupo para acercare a los recién llegados.
—Son extraños
en este lugar. ¿Qué hacen aquí?... ¿Buscan a alguien?
— ¡No señora!, ¡no!... hemos llegado aquí por
equivocación.
Abraham narra,
acongojado, a la extraña interlocutora, las razones que los llevaron a abordar
el vehículo, sin saber que era una ruta distinta a la que los llevaba a su
casa.
Una tibia
brisa fluvial bañó sus rostros; el ulular del viento, atravesando los bosques
cercanos, llenó el ambiente; el trinar de las aves, volviendo a su nidal, era
un coro enmarcando el diálogo entre los accidentales conocidos.
—Entiendo
chicos. Ustedes preguntaron si el carro iba a Anapatia, pero el ayudante ha
debido decirles que iba a Anapatia puerto. Aquí llega sólo tres veces a la
semana.
—¿Tres veces a
la semana? —preguntó Sara.
—¡Sí niña,
tres veces a la semana!... yo soy profesora en la comunidad. Vivo en aquella
casa.
La señora
señaló una casa de madera, ubicada al otro extremo de la planicie, cercana al
río. Poco a poco los nativos, que habían sido atraídos por la curiosidad, se
fueron alejando a retomar sus actividades. Abraham, con voz temblorosa y
suplicante, dijo:
—¡Señora!
—Sí, dime.
—¿Puede darnos
alojamiento en su casa?
La maestra los
miró con apacible ternura y, luego de voltear la mirada a su casa de madera,
preguntó:
—¿No tienen a
nadie conocido aquí?
—No señora
—contestó Sara—, como le dijimos, hemos llegado por equivocación.
—Bueno… —contestó la maestra, lanzando un suspiro—, mi casa no es muy
grande; prácticamente es un solo cuarto y a la vez cocina. No hay
comodidades…—Se queda en actitud reflexiva y añade—: ¡nos acomodaremos,
síganme!
La maestra hace una señal con la mano y los hermanos la siguen.
Amaneció en Anapati Puerto. Los dos hermanos, con la finalidad de no
importunar a su anfitriona, se levantaron temprano. Quedaron sorprendidos: la
maestra ya estaba haciendo el desayuno.
—¿Cómo están?... ¿Durmieron bien?
—¡Buenos días, señora! —respondió Sara—, sí, sí señora, nos
quedamos dormidos inmediatamente, porque
estábamos cansados.
—Bueno, primero lo primero. Tomaremos desayuno. ¿Qué piensan hacer hoy?
—No sabemos, profesora —Se apresuró a responder Sara, tomando la
iniciativa— ¿Qué haríamos? ¿A dónde iríamos?
—¿Cuándo pasa el carro de regreso? —prguntó Abraham.
—Mañana está por acá, entre las ocho y las nueve de la mañana
—respondió amablemente la maestra—, hasta entonces se pueden quedar en la casa.
Yo debo ir a trabajar y regreso al mediodía
—Nosotros podemos ayudarle a cocinar —dijo alegremente Sara.
—¿Sí, seguro? —preguntó risueñamente la anfitriona.
—¡Seguro, profesora! —afirmó Abraham.
—Que bueno muchachos, entonces, terminado el desayuno iremos a mi
escuela; de esa manera, cuando estén cocinando, si tienen alguna duda, o
consulta, sabrán dónde encontrarme.
Una sonrisa iluminó los rostros,
hasta ese momento tristes, de los dos hermanos. A la invitación, de acercarse a
la mesa, acudieron a ocupar sus asientos.
El desayuno
fue muy ameno. Los visitantes contaron, a la anfitriona, las anécdotas de su
vida en Anapati: pormenores de su reciente cosecha y la triste muerte del
“Coqui”. La profesora les informó sobre las costumbres de los nativos en
Anapati Puerto, de cómo ella se había acostumbrado en el lugar y de la
presencia de nativos muy buenos, nobles y sinceros.
—Los nativos
desconfían mucho de los extraños, especialmente de los comerciantes; porque
tratan de engañarlos con el precio de sus productos. También llegan extraños
que les roban sus animales; por eso es que tienen esos enormes perros que
ustedes ya han visto.
—Sí,
profesora, hemos visto unos perros grandotes —interrumpió Abraham.
—Procuren no
acercarse a ellos. Son muy bravos, si se acercan a su territorio, atacan. Sería
conveniente que no vayan más allá de esta pampa, si es que se les ocurre
caminar. Como pueden ver, casi todas las casas están alrededor de ella.
—Está bien,
profesora —dijo, convencida, Sara.
Terminado el
desayuno, la maestra y sus dos visitantes, se encaminaron a la escuela. Era
ésta una construcción de madera y techo de paja, ubicada a unos 50 metros de la
casa de la profesora. Llegaron a ella y abrieron la puerta. La maestra ingresó
al interior pero, de repente, se detuvo petrificada, con la mirada fija hacia
adelante.
—¡¡¡JAUCHARI!!!
—gritó Sara, retrocediendo.
Una enorme
araña negra, colgando del techo, estaba a un escaso palmo del rostro de la,
sorprendida y aterrorizada, maestra
—¡Yo la mato! —gritó Abraham, adelantándose a
coger una escoba que se encontraba al lado de la puerta.
—¡No!, ¡no!, ¡no lo hagas!
—grito, a su vez, la profesora, dando un salto hacia atrás.
—¿No? —preguntó Abraham,
sorprendido—, ¿por qué? ¡Estas desgraciadas mataron al “Coqui”!
—¡No, no! —repitió la maestra,
saliendo del lugar llamó—: ¡Sebastián!, ¡Sebastián!
A su llamado acudió un corpulento
mozo que pasaba por el lugar.
—¡Diga, maestra!
—¡Sebastián, una Jauchari!, ¡Una
Jauchari!
La maestra había perdido su
natural serenidad y se mostraba sumamente nerviosa. El mozo, tranquilamente, se
dirigió a una casa vecina. Entró y salió, con un recipiente cuyo contenido era
de brasas al rojo vivo. Lo puso en el suelo y luego, con un palo, cortó el hilo
de la enorme araña capturándola. Hacer esto y arrojarla a las brasas fue en un
santiamén. El gran arácnido negro quedó
convertido en cenizas. Luego, el fornido nativo, se adentró en el aula e
inspeccionó el techo con la mirada.
—Está todo limpio, profesora.
Dirigió la mirada a los hermanos
y se retiró, sin decir una palabra más.
—¡Gracias Sebastián! —Fue la
palabra de agradecimiento y despedida de la maestra.
—¡Pero, profesora! ¿Por qué no me
dejó matarla? —pregunta sorprendido, por lo que acaba de ver, Abraham.
—No, Abraham, si la hubieses
matado, en el aula, una desgracia ocurriría en el lugar donde ha muerto sin ser
desaparecida. Es el demonio. Debe ser quemada para que no vuelva a aparecer en
este lugar.
Los hermanos cruzaron miradas,
sorprendidos, ¿Era cierto lo que decía la buena maestra?
Fungiendo de cocineros, Sara y
Abraham, realizaron la tarea encomendada por su anfitriona. Las indicaciones,
que ésta les dejó, las cumplieron al pie de la letra y , poco a poco, fue
apareciendo un suculento “sancochado”.
Con la llegada de la maestra,
pasado el mediodía, la alegría volvió a
llenar el espíritu de los dos forasteros.
Algo que llamó la atención, de
los dos muchachos, fue la presencia de una perrita de gran alzada, pelo negro y
estridente ladrido; pero muy amistosa y cariñosa. Cuando Abraham la vio
ingresar, a la casa, retrocedió por la imponente presencia; pero luego, las
actitudes del noble animal y la explicación de la profesora, aplacó esos
temores.
—Es una perrita que pertenecía a Sebastián
—explicó la maestra.
—Pero… ¿No dice que ese señor
tiene los perros más bravos de la aldea? —preguntó Abraham.
—Cierto, precisamente, por eso es
que han botado a esta perrita. Es muy dócil. Porque le doy de comer se ha
pegado a mí; sin embargo, no vive tranquila, no la quieren y la botan.
—Es bonita… y grande —puntualizó
Sara.
—Sí, pero a veces la atacan los
otros animales y ella no se sabe defender.
—¿Y si nos la llevásemos,
profesora? —preguntó, entusiasmada, Sara.
—¡Hay Dios, que bueno sería! Yo,
a veces, no tengo el tiempo necesario para atenderla.
—¡Bravo! ¡Viva! ¡Gracias,
profesora! —exclaman a una voz los hermanos.
Después del almuerzo, Sara y Abraham,
manifestaron su deseo de bajar a la ribera del río. El excesivo calor reinante, que castigaba la piel, hacía
deseable el contacto con las aguas del caudaloso río.
—Pero, tendría que acompañarlos
yo. A esta hora la playa está llena de nativos y, como les he dicho, para ellos
los extraños no son gente de fiar. Además, hay por allí muchos perros sueltos.
—¿Entonces, nos acompaña?
—preguntó Sara, entre curiosa y suplicante.
—Sí, claro, pero dejemos a Loba
comiendo algo, para que se distraiga y no nos siga.
—¿Loba? ¿Se llama Loba? —preguntó
Abraham.
—Así le he puesto yo y obedece
con ese nombre.
La maestra, depositó un poco de
comida en un recipiente que dejó al lado de la perra; ésta se acercó y comenzó
a engullirla. La profesora, Abraham y Sara salieron al exterior y tomaron
rumbo, por el sendero que lleva al río.
El espectáculo era digno de una
postal costumbrista. Los pobladores de la aldea frecuentaban el río, a esa hora, por diversas razones: unos
para lavar ropa; otros simplemente por nadar o para dirigirse en canoa a
pescar. También se veía a algunos paseando seguidos de sus perros.
La maestra encaminó a los
muchachos hacia un lugar, que le pareció el más indicado, para que se den un
chapuzón.
Caída la tarde, después de
disfrutar momentos inolvidables,
volvieron a casa. Lobalos esperaba inquieta.
—Mañana le hablaré al chofer del
carro, para que les deje subir a la perrita; a veces no quieren, pero es un
conocido mío.
—¡Que bueno profesora! ¿Cómo
estarán preocupados nuestros padres? —dijo Sara.
—Ya lo creo… y ustedes sin poder
comunicarse —lamentó la maestra.
—¡Cómo nos olvidamos de hacer
recargar el celular! —exclamo Sara, enojada.
—Pero, aunque estuviese
recargado, niña, de nada serviría. Aquí no hay señal —expresó consoladoramente
la maestra y añadió—: también, mañana, le diré al chofer para que los deje en
el cruce. Allí esperan el carro que viene de la ciudad; de esa manera no
tendrán que llegar hasta Pangoa.
—¡Qué bueno, muchas gracias,
profesora! —agradeció Sara.
Siguieron conversando, a la luz
de un candil, hasta que la aldea quedó
en silencio y el sueño los venció.
—¡Los que bajan en el cruce!,
¡los que bajan en el cruce! —grita el ayudante llamador.
—¡Bajan! ¡Bajan! —respondió una
voz del fondo, del salón del vehículo.
Sara y Abraham se adelantan a la
puerta, llevando sus mochilas, seguidos de Loba.
—¡Gracias señor! —dice Sara.
—¡Vayan con Dios, muchachos!
—responde el chofer, enternecido
Sara y Abraham se apean, a un
lado de la carretera, y se disponen a esperar el vehículo que llega de Pangoa.
Abraham es el primero en divisar
una nube de polvo, en la carretera, que se va haciendo cada vez más grande y
se acerca a ellos. Pronto se divisa con
claridad el vehículo. Ha pasado una hora, desde la llegada de los hermanos a
ese lugar.
—¡Anapatia! —grita el ayudante,
que asoma la cabeza por la ventana del copiloto.
Abraham levanta la mano, pidiendo
al chofer que detenga el vehículo. Cuando éste se detiene aparece, por la
puerta, un joven regordete, cubierto de polvo del camino.
—¡Suben! ¡Suben! ¡Acomódense al
fondo! ¡Dejen el camino libre! —Seguía gritando el ayudante.
Cuando Sara y Abraham abordaron
el transporte, tropezaron con la mirada ansiosa, de los pasajeros, que
expresaba cierto temor a Loba. Ésta, con una mirada tierna y moviendo
constantemente la cola, se cobijó entre las piernas de Abraham.
Era bien entrada la tarde, cuando
bajaron del vehículo en Anapatia. Inmediatamente se dirigieron a su casa. Al
llegar a ella, gritaron con todas sus fuerzas.
—¡Mamá! ¡Papá! ¿Dónde están?
A su llamado salió corriendo
Moisés
—¿Qué ha pasado? —preguntó el
pequeño—, ¿por qué han tardado tanto?, ¿dónde está el papá?
Atraídos por el alboroto, causado
por los viajeros y Moisés, salieron Graciela y la pequeña Estela.
—¿Qué pasa, por Dios? ¡Hijos!
¿Por qué han tardado tanto? ¿Y su papá?
—¿Por qué preguntan por mi papá?
¿No está en casa? —pregunta Sara.
—¡Claro que no!, ¡fue a buscarlos
antes de ayer! ¡ya, me tenían preocupada! ¿Por qué no ha venido?
Los dos hermanos, se miraron y
respondieron a una voz:
—¡No hemos visto a mi papá!
—¿¿¿Queee???... y entonces,
¿dónde han estado ustedes? ¿Qué ha pasado?
Sara y Abraham relataron, casi
entre lágrimas, la aventura experimentada. Como quisieron adelantarse, el día
lunes, y sorprender a la familia con su
llegada antes del atardecer.
—Y nos confiamos, por la
afirmación que hizo mi papá de ir por nosotros el día martes —aclaró Sara—, si
hubiésemos sabido que iba el día lunes, lo habríamos esperado.
—Pero, ¿Por qué no llamaron?
—preguntó Graciela.
—Al comienzo no lo hicimos por el
apuro; después porque no teníamos batería y,
por último, porque en Anapatia Puerto no hay señal —explicó Abraham.
—¡Ahorita, Abraham, ve donde el
hermano Fredy y recarga el celular
—ordenó Graciela.
Abraham salió corriendo en
dirección a la casa del hermano Fredy.
Graciela tomó del brazo a Sara y
la hizo ingresar a la casa. Sus demás hijos la siguieron. Sentada sobre una
silla, con Loba a sus pies, Sara narró, esta vez con lujo de detalles, los
pormenores de la equivocación y el viaje a Anapatia Puerto. Su madre y hermanos
escuchaban absortos.
Después de 45 minutos regresó
Abraham con el celular. Graciela inmediatamente llamó a Gaspar; se mostraba
ansiosa y preocupada. Del otro lado, de la línea, respondió un Gaspar, al borde
de la desesperación.
—¡He querido comunicarme contigo,
Graciela, pero no sabía cómo hacerlo, porque ustedes no tenían teléfono!
—¡Gaspar, escúchame!
—¡Los estoy buscando, Graciela,
He recorrido todo Pangoa!
—¡Escúchame Gaspar! ¡Escúchame!
—gritó Graciela, algo alterada por la situación.
—¡Te escucho, Graciela, Te
escucho!
—¡Tus hijos están aquí, ya han
llegado!
—¡¡Queee!! ¿Dónde han estado?
Graciela contó, a grandes rasgos,
lo ocurrido con sus dos hijos y, también, la forma como habían aparecido en la
casa. Gaspar no cabía en sí, por la alegría que le causaba la noticia, que le
comunicaba Graciela.
Al día siguiente, muy temprano,
apareció Gaspar en la casa de Anapatia.
El encuentro, con su esposa y sus hijos, fue conmovedora. Les contó de su
trajinar, con el hermano José, por las calles de Pangoa; de sus trámites, en la
comandancia de la policía nacional; de las sospechas del comandante y,
posteriormente, terminó dando gracias a Dios por haber permitido que sus hijos
regresen, sanos y salvos, a casa.
En los días que siguieron, Gaspar
terminó de gestionar la venta del café. El tratamiento que se aplicó, a Sara y
Abraham, dio resultado y pudieron realizar sus actividades, Poco a poco, sin
ningún inconveniente. Loba, con su animosidad y temperamento cariñoso, se fue
haciendo parte importante del hogar de Gaspar y Graciela.
El tiempo fue pasando y, con él,
el vientre de la juguetona Loba se fue abultando. Esto, causó sorpresa a Sara y Abraham, quienes
recién cayeron en la cuenta que habían llegado con una perra preñada.
Cuando llegó la hora del alumbramiento, la noble
hembra, se retiró a refugiarse en un enorme tronco seco, que estaba junto al
río. Allí la encontraron, Abraham y Moisés, cuando bajaron al río.
—¡Mira! —dice Moisés, señalando
el tronco—, con razón no la encontrábamos. Aquí había hecho su cama.
El fiel animal empezó a gemir,
cuando vio a sus dueños. Hizo un esfuerzo y se levantó, moviendo la cola
afectuosamente.
—¿Qué pasa con la Loba? —preguntó
Gaspar, que llegaba en ese momento con Estela.
—Parece que va a parir, papá —dijo
Abraham—, ¿no sería mejor llevarla a casa?
—¡No!, si ella ha escogido este
lugar hay que dejarla. Hay que cuidarla y estar presentes en el momento de la
parición.
—¡Yo la cuidaré, papá —dijo, con
gran energía, Moisés.
—Está bien —consintió Gaspar—,
pero hay que estar vigilando continuamente. Parece que está en los últimos
momentos.
Moisés acaricia a Loba y se
sienta en un tronco, cercano al lugar donde, ésta, ha juntado toda clase de
prendas: camisetas, medias, pañuelos y hasta un mandil, preparando el lugar
para el nacimiento de sus crías.
Al sentarse en el tronco, la
hojarasca que estaba en la base del mismo, empezó a moverse. Por entre ella
apareció una cabeza triangular, mimetizada con las hojas secas. Una lengua
bípeda, salía entre sus colmillos, cortando el aire a su paso. El reptil se
enroscó en el espacio libre, que mediaba entre Moisés y Loba, preparándose para
saltar. El niño, despavorido, salió corriendo en dirección a Gaspar. Éste,
echando mano a su machete, en un rápido movimiento se colocó cerca al agresivo
reptil. Un certero golpe cercena la cabeza del ofidio. La sangre brota a
borbotones, del cuerpo mutilado que realiza un último movimiento, antes de
quedar inerte.
—¡Por poco te muerde, Moisés!
—dice Abraham, acercándose a su hermano.
—¡A mí o a
Loba!, había estado junto a ella —responde Moisés, visiblemente asustado.
—Yo tenía
razón, cuando dije que había que llevarla a casa —recordó Abraham.
—Creo que sí,
creo que tenías razón cuando dijiste eso —reconoció Gaspar—, veamos que sucede
mientras estamos aquí. Si al terminar el día no ha parido, la llevaremos a
casa.
La familia,
pasado el susto, volvió a sus labores habituales. Gaspar desolló al
animal, para curtir la piel, «Es muy bonita», se dijo, « bien puede salir una
buena correa».
Cuando los
últimos rayos de sol dejaban el río, la familia Núñez subía a su casa llevando
consigo a Loba.
Esa noche, Sara, al ver el cuero de la víbora, que su
padre había colgado del techo, pensó: «¿Qué habría sucedido si el “chimuco”
mordía a Loba y la mataba , con su veneno?, ¿sus crías también habrían
muerto?». Con esa idea se fue a la cama, una vez allí, se le vinieron otras
ideas:«¿Por qué lees estaban ocurriendo esas cosas raras? Y sobre todo, más que
raras peligrosas. ¿Sería cierto que, por no quemarlas en su momento, las
Jauchari se estaban vengando?». Se durmió recordando las palabras de la
profesora de Anapatia Puerto: “No, Abraham, si la hubieses matado, en el aula,
una desgracia ocurriría en el lugar donde ha muerto sin ser desaparecida. Es
el demonio. Debe ser quemada para que no vuelva a aparecer en este lugar.”
Con el amanecer reinaba la alegría, en casa de la
familia Núñez: loba había parido, durante la noche, cuatro hermosos cachorros.
—¡Son de la raza de los perros de Sebastián —dijo Sara
emocionada.
—¿Quién es Sebastián? —fue la pregunta inquieta de
Gaspar.
—El ex dueño de Loba papá —intervino Abraham—, tiene
perros muy grandes. A Loba la abandonaron porque no era brava como los otros.
—¡Ah!, ya, comprendo, comprendo —Terminó asintiendo
Gaspar.
—El hermano Fredy, pidió una cría —dijo Sara, con gran
entusiasmo—, iré a llevarle uno, ¿me das permiso papá?
—¡Claro!, pero hay que esperar unos días. Que se
fortalezcan un poco, y yo mismo te acompañaré.
Las alentadoras palabras, de Gaspar, fueron acogidas
con satisfacción por sus hijos, que no se cansaban de elogiar las cualidades de
los recién nacidos.
Fueron pasando los días y las crías, cada vez, eran
más independientes; su relación con la cama-madriguera, que las cobijaba, se
fue haciendo distante. Empezaron, aunque “enclenques”, a seguir a Loba fuera de
la casa.
La familia continuó sus labores diarias, de
mejoramiento de la chacra, censurando cariñosamente la actitud de Loba, cuando
llevaba a sus crías fuera de la protección casera.
Era una mañana de intenso sol, el día que Loba
salió con sus crías a retozar al campo.
La rutina canina era llegar hasta el borde de la chacra y regresar,
saltoneando, al patio de la casa; pero, ese día, el mayor de los cachorros,
pasó los límites y sus hermanos lo siguieron. Loba, en vano ladraba
desesperada, mientras sus cachorros seguían internándose en el monte.
Sara sintió los ladridos de Loba y una sensación de
inquietud la invadió. Corrió, apresurada, al lugar donde estaba su mascota.
—¡Loba! ¿Qué pasa? ¿Qué pasa Loba?
Sara se dio cuenta que los cachorros se habían metido
al monte.
Un ladrido de
dolor la sobrecogió y, junto a Loba, corrió hacia el lugar de donde había
llegado el, angustiante, quejido. Al llegar tropezaron con el cachorro que,
tambaleante, se quejaba lastimeramente. Las otras crías se habían refugiado
bajo unas ramas. Loba ladraba furiosamente;
a Sara, le pareció ver unas enormes manchas negras deslizarse, entre las
ramas secas, lejos de su alcance.
Sara cogió al cachorro, entre sus brazos, Loba lo
lamía.
De regreso a
casa, Sara, contó lo sucedido; todos se acongojaron con el percance del
cachorro.
Por la tarde, el cachorro, seguía quejándose y se
había hinchado completamente. Las manchas negras, que había visto Sara, no eran
otra cosa que las temidas Jauchari.
—¡Mañana, iremos a casa del hermano Fredy, llevando el
perrito que se le ha prometido, después yo iré a Pangoa, a dejarle otro
cachorro al hermano José. ¡Son hermosos!, ¡nosotros nos quedaremos con uno!
—dijo Gaspar, entre inquieto y acongojado.
—¿Vamos a ir con todos los cachorros, Gaspar?
—preguntó Graciela.
—Sí, para que Loba no se sienta inquieta. ¿Está
mamando el cachorro?
—¡No papá! —dijo Sara—, he estado observando y no
mama.
—Hay que darle en biberón, disolviendo las pastillas
para contrarrestar el veneno, es lo único que podemos hacer —sentenció Gaspar.
—Sí papá —respondió escuetamente Sara, y se dirigió al
botiquín.
El amanecer no fue el de siempre. El cachorrito
amaneció muerto, junto a una desconsolada Loba que gemía desgarradoramente, provocando
una tristeza general.
—No pudo resistir el veneno —dijo Gaspar—, miren como
se ha hinchado.
—Era muy tiernecito, papá —dijo Abraham, acariciando
al cachorrito muerto—, hay que enterrarlo junto al “Coqui”.
Gaspar movió la cabeza afirmativamente.
—Sí, está bien, encárgate con Moisés.
—Yo también voy papá —dijo la pequeña Estela y salió
apresuradamente.
Cumplida su tarea,
Abraham y Moisés, regresaron y se sentaron a la mesa, donde ya estaba el resto
de la familia esperándolos. Gaspar Hace el ritual del agradecimiento a Dios,
por los alimentos y se disponen a desayunar; pero, sus hijos apenas si prueban
alimento. Se mantienen en silencio.
—Si desean pueden
guardarlo para más tarde —dijo Graciela, tratando de bajar la tensión.
—Sí, mamá —dijo
Sara—, yo lo guardaré. ¿Me dan permiso?
—¡Si, claro, anda nomás! —responde Gaspar.
—Yo también voy papá —dice Abraham y se pone de pie.
Los más pequeños, Moisés y Estela, en cambio, han
apurado sus tasas de avena y saborean la yuca cocida que hay en la mesa.
Después de desayunar, la familia inicia el recorrido
hacia la estancia del hermano Fredy.
La tibia brisa matutina, que sube del Anapati, besa los rostros juveniles de los hijos de
Gaspar. Loba va junto a la canasta, que transporta a sus crías, llevada por las
manos de Abraham.
La pequeña Estela se atreve a preguntar, mientras con esfuerzo iguala el paso de su padre:
—¿Me vas a llevar a mí a Pangoa?
—No hijita, tengo que ir y venir muy rápido. Voy sólo
a la casa del hermano Juan.
La pequeña, aminoró el paso y espero a Graciela que
venía atrás.
—¡Mamá, dile a papá que me lleve a Pangoa!
Graciela miró a su hija, con ternura, sonriendo le
contestó:
—Ya vamos a ver, hijita.
La caravana familiar ha hecho un corto recorrido. Se
encuentra, frente a una reja de madera que da acceso a una modesta vivienda. En
primer plano se observa un extenso patio de tierra, pulcramente conservado.
La esposa del hermano Fredy salió, apresuradamente,
atraída por los ladridos de sus perros. Éstos, ante la presencia de extraños, ladraban
incansablemente; pero, conforme los visitantes se fueron acercando, cesaron los
ladridos. “Mota”, la más bulliciosa, empezó a mover la cola.
—¡Hermano Gaspar! ¡Hermana Graciela! ¡Chicos, qué
sorpresa tan agradable!
¿Qué milagro es este, que nos han honrado con su
visita? —Decía Esther, emocionada y sorprendida, saliendo al encuentro de los
visitantes.
—¡Buenos días, hermana Esther —Saludó Gaspar—.
Habíamos prometido un cachorro de “Loba” al hermano Fredy y, antes de viajar a
Pangoa, decidimos venir a dejarlo. ¿El hermano Fredy?
—¡No está! —respondió, Esther, que seguía emocionada—,
ha subido a reparar la acequia. Casi no nos llega agua, porque los animales la
debilitan y se desborda. Ahorita lo mando llamar. ¡Arón! —grita llamando a su
hijo.
—¿Mamá? —responde un niño, apareciendo por la puerta.
—¡Anda a llamar a tu padre. Dile que han llegado los
hermanos con sus hijos! —ordena, Esther, y añade—: debe estar a la altura de
los limones.
—¡Sí mamá!
El niño sale corriendo, cuesta arriba. Esther,
curiosa, se acerca a la canasta que lleva Abraham.
—¡Qué hermosa cría! ¿Crecerá como su mamá?, porque
“Loba” es grande y bonita.
—Seguramente doña Esther —respondió Abraham.
—Pero… carambas, ¡Que descuido el mío!, ¡pasen, pasen!
—¡Gracias, hermana! —Se apresuró a responder Gaspar—,
pero yo estoy de pasadita nomás. Viajo a Pangoa.
—Está bien, hermano, pero unos minutitos no lo van a
perjudicar. ¡Pasen por favor! Ahorita viene Fredy. Ya después viaja.
—Sí hermana, no se preocupe, pasen chicos —dijo
Graciela, señalando la puerta a sus hijos.
Los muchachos ingresan, a la casa, y Graciela se
atrasa. Cuando Gaspar se acerca, para pasar el umbral, Graciela lo coge del
brazo y le dice en voz baja:
—¿No has escuchado que el hermano Fredy está
trabajando la acequia? ¿Por qué no atrasas tu viaje a Pangoa y le ofreces
ayuda? Él siempre nos apoya.
Gaspar, se queda pensando un instante, Graciela le ha
hecho recordar las innumerables veces que
han recibido apoyo del hermano Fredy. Una actitud muy noble, comparada con la
indiferencia de los demás conocidos. Reaccionando rápidamente responde:
—Creo que tienes razón. No es urgente lo de Pangoa.
Mañana puede ser.
Ambos ingresan a la casa, agradeciendo la invitación
de Esther, y se enfrascan en una conversación en torno a los cachorros y el
infortunado incidente, del día anterior. El ruido de la puerta, al abrirse, hace que la atención de los tertulianos se
centre en ella. En el umbral aparece el hermano Fredy; sudoroso y agitado, por
la rapidez con la que ha hecho el camino a casa.
—¡Hermano Fredy! —exclama Gaspar, incorporándose.
—¡Hermano Gaspar! —responde el dueño de casa y
estrecha en un fuerte abrazo a su vecino—, ¿Qué milagro es este hermano?
—¡Le estoy trayendo el cachorro que le prometimos! —,
responde Gaspar, acercándose a la cesta que contiene a los cachorros y coge uno
de ellos.
El hermano Fredy recibe el cachorro que le alcanza
Gaspar. Lo observa detenidamente, acaricia su pelaje, vuelve la mirada a su
visitante y exclama:
—¡Es hermoso!
—¡Sí hermano Frady, Loba nos ha dado lindas crías —,
Gaspar se queda unos instantes pensando y añade—: Hay otra cosa, hermano Fredy.
—¿Qué cosa?
—Te ofrezco mi ayuda para terminar pronto la
reparación de la acequia.
—¡Aahhh!, estaría muy agradecido hermano; de esa
manera terminaría rápido, porque debo atender la chacra que está un poco
abandonada.
—Me parece bien Gaspar —intervino Graciela—, entonces,
yo me regreso con los chicos a la casa.
—¿Por qué? —La voz de Esther, expresando inquietud,
hizo volver el rostro a Graciela—, ¿es necesario que regresen? Podemos pasar el
día acá, en la casa.
Los hijos de Gaspar cruzaron miradas complacientes y,
en cómplice y muda concertación, movieron afirmativamente la cabeza.
—¡Sí mamá, quedémonos! — suplicaba la pequeña Estela
—¡Sí mamá! —insistió Moisés. Nuestras tareas las
hacemos mañana.
Gabriela miró a Gaspar y éste asintió con la cabeza.
—Está bien, muchachos, pero hay que repartirnos tareas
para ayudar acá en la casa —. Fue la decisión definitiva de Graciela.
Después de dejar todo en orden, el hermano Fredy y
Gaspar, salieron en dirección a la acequia para continuar con los trabajos de
reparación.
El día fue de mucho provecho. Los dos amigos apenas si
bajaron a almorzar, por unos instantes, e inmediatamente volvieron a su labor.
Culminaron con su labor, cuando la tarde llegaba a su
fin, y regresaron a casa, muy cansados y satisfechos
En casa las cosas habían marchado inmejorablemente: se
cumplió con las tareas del día; se hizo un exquisito potaje, en base a pato y,
sobre todo, se conversó y bromeó en un ambiente de gran fraternidad.
Cuando, por la tarde, se despiden las dos familias, la
alegría iluminaba sus rostros y la paz llenaba sus espíritus. Habían compartido
un hermoso día, con la familia del hermano Fredy.
Esa noche, ya en casa la familia de Gaspar, apenas se
dirigió a sus camas se quedó profundamente dormida.
Era pasada la medianoche, cuando Loba empezó a gruñir,
primero y a ladrar, luego, desesperadamente. Entraba y salía de la casa,
ladrando y aullando, por la puerta hecha para ella. «Algún animal ha estado
rondando», pensó Gaspar, que se había despertado por la bulla; pero, cuando
Loba se fue al patio y empezó a aullar con gran potencia, le pareció raro y
salió de la casa, apresuradamente. Los cachorros gemían asustados.
Cuando abrió la puerta, Gaspar, vio en el patio un
resplandor¸ por lo que corrió al centro, donde aullaba Loba. Cuando volvió la
mirada al lugar, de donde venía la luz, quedó mudo de espanto. Quedó
horrorizado.
—¡No! ¡No! ¡El maíz, la cosecha! —gritaba enloquecido.
Graciela y sus hijos, ante el escándalo, salieron al
patio. Al llegar, cayeron de rodillas gritando desesperados. La parte alta de
la propiedad, donde se había sembrado maíz y frejol, ardía totalmente.
—¡Rápido! —Reaccionó Gaspar, gritando—, ¡Abraham, vamos a desviar la sequia, tal vez
podamos salvar algo! ¡Los demás traigan baldes y todo lo que sirva para echar
agua!
Gaspar y Abraham corrieron hacia la chacra. Mientras
más se acercaban, al lugar del siniestro, el calor del fuego se hacía
abrazador.
Con gran esfuerzo, padre e hijo, lograron desviar la
ruta del agua sin obtener resultados positivos.
Los brazos eran insuficientes para descargar agua sobre el fuego.
—¡ Vecinos!, ¡vecinos! —gritaba Graciela, con la
esperanza de que, en el silencio de la noche, alguien la escuchase.
Sara pensó algo más efectivo, cogió el teléfono, de
Graciela, y llamó al hermano Fredy.
—¡Se quema nuestra chacra, hermano! —gritaba, más
que hablar—, ¡se quema toda nuestra cosecha, hermano, ayúnenos por favor!
Y colgó.
El fuego avanzaba, con mucha rapidez, amenazando
invadir el cacaotal. El desastre era impactante.
A pesar de los denodados esfuerzos, de Gaspar,
Graciela y sus hijos, infernales lenguas incandescentes iban convirtiendo en
cenizas el producto del esfuerzo de la familia.
—¡Por Dios, Gaspar, ¿qué ha sucedido?! —La voz del hermano Fredy, que llegaba
apresurado, expresaba toda la sorpresa y horror, que le causaba el dantesco
espectáculo.
—¡Se está quemando todo el maizal hermano! —gritaba
Graciela, llorando.
—¡Concentremos el trabajo en la parte colindante del
cacaotal, para protegerlo, y de allí avanzamos! —sugirió el hermano Fredy.
—¡Hagámoslo! —contestó Gaspar.
Cubetas, baldes, bateas y hasta jarras, circulaban
en cadena, de la sequia a la chacra, tratando de apagar el fuego.
Unos vecinos, que habían escuchado los ladridos de
Loba y los gritos de Graciela, también salieron de sus casas. Al ver el
incendio, que amenazaba con propagarse, acudieron a prestar ayuda. Nubes de
humo, y pavesa, empezaron a desplazarse a las chacras vecinas.
Sudorosos,
extenuados, deshidratados por el calor abrazador, los improvisados bomberos,
fueron sorprendidos por la aurora, que mostraba sus primeros rayos de luz.
El fuego había
sido controlado, pero, el maíz, el frejol y parte del cacaotal habían quedado
en cenizas.
El panorama era
desolador.
—¡Nos han
arruinado, hermano, nos han arruinado! —decía Graciela, entre lágrimas.
—¡Ha sido provocado, hermano! —gritaba, Gaspar—, ¡ha
sido provocado, ¿Cómo se inició con tanta fuerza por todos lados?!
—Ha sido un peligro, para todos, señor Núñez —dijo
uno de los vecinos—, si llegaba a otra chacra habría sido imposible detenerlo.
Tiene que poner una denuncia. Tienen que investigar.
—Cierto, hermano Gaspar —dijo el hermano Fredy.
—Nosotros nos vamos —dijo otro de los vecinos—, por
nuestra parte trataremos de hacer algunas averiguaciones.
Los vecinos se fueron retirando, a excepción del
hermano Fredy.
—¿Se podrá descubrir quiénes nos hicieron esto,
Gaspar? —preguntó Graciela, que seguía llorando.
—Es posible hermana —intervino el hermano Fredy—,
ustedes me contaron respecto a un vecino que quería comprar el arriendo,
¿verdad?
—¡Sí! —respondió Graciela.
—Es posible que vuelva a hacer la oferta y, esta
vez, a un precio más bajo. Sin embargo, estas son sólo especulaciones. Lo
urgente es poner la demanda el día de hoy.
Cuando iban de regreso a casa, Sara llamó a Abraham.
—¿Tú no le pediste el número de teléfono a la
profesora?
—No, ¿para qué? —respondió Abraham—, aunque lo
tuviera no serviría de nada. ¿No recuerdas que allí no hay señal? ¿En qué
piensas?
—Es que quiero saber más, sobre el maleficio de las
Jauchari. Son muchas las calamidades que nos están ocurriendo. ¡Mira la
desgracia del día de hoy! ¿Son coincidencias?
Abraham, se quedó mirando a su hermana y se encogió
de hombros.
—¡No lo sé!
Cuando Gaspar fue a poner la denuncia, a la ciudad,
el primer obstáculo fueron los trámites burocráticos. Finalmente le dijeron
que, por ser un lugar tan lejano, no tenían por el momento presupuesto para el
transporte. En cuanto tuvieran posibilidades irían.
Los días siguientes, Gaspar, los pasó en trámites
para gestionar un préstamo y poder cubrir la deuda que había contraído para la
siembra. Cada vez regresaba más abatido a casa.
Las semanas siguieron envueltas en un ambiente de
pesimismo, derrota y desesperanza. En uno de sus viajes, Gaspar, se retrasó en
sus actividades y tuvo que alojarse en casa del hermano José.
En la casa de Túpac- Anapati, muy entrada la noche,
había mucho movimiento. Graciela, que hacía días estaba desmejorada de salud,
había entrado en convulsiones y presentaba una fiebre muy alta. Aunque el
abatimiento, por los trágicos sucesos ocurridos habían influido en su estado
psicológico, los síntomas que experimentaba, en esos momentos, correspondían a
una enfermedad que la familia ya había experimentado.
—Creo no equivocarme, chicos, es paludismo —dijo el
hermano Fredy, que había sido llamado, con urgencia, por el estado de
Graciela—, es necesario trasladarla a Pangoa.
—¿A esta hora? ¿Cómo? —preguntó Sara, que no podía
controlar su desesperación.
—Yo tengo unos conocidos, dueños de una camioneta,
tal vez puedan ayudarnos —dijo el hermano Fredy, tratando de poner calma, y
cogió su teléfono celular.
El hermano Fredy,
como pastor de su grey religiosa, tenía acceso a los números telefónicos
de los miembros de su congregación. Esto le había permitido, en más de una
oportunidad, brindar apoyo a quienes recurrían por su ayuda.
Pasan los minutos que, en la casa de Gaspar, parecen
una eternidad.
Una señora llamó a
la puerta, las gestiones, del hermano Fredy, habían dado resultado.
—¡Hermana
Gertrudis¡ —exclamó Fredy emocionado, cuando abrió la puerta.
—Buenas noches,
hermano! —dijo la recién llegada, echo una mirada y dijo—: habría que
trasladar, a la hermana, cargándola
—¡Sí, claro! —repuso el hermano Fredy—, chicos una
manta, la llevaremos, allí, a manera de camilla.
Los hijos de Graciela regresaron con una frazada.
Pusieron a la enferma en la misma y, cogiendo las cuatro puntas, la trasladaron
a punta de carretera. Allí esperaba la camioneta.
Sara, llamó a Gaspar para comunicar lo ocurrido con
Graciela.
Cuando el médico auscultó, en emergencia, a
Graciela, concluyó:
—¡Sí, es paludismo! Por su estado permanecerá en el
Hospital, hasta que se le vaya la fiebre. Después, seguirá un tratamiento
ambulatorio.
Gaspar pudo
ingresar, al medio día, a visitar a Graciela. Agradeció al hermano Fredy y a la
hermana Gertrudis, por su valioso apoyo, y tuvo una larga plática con su
esposa.
Las convulsiones habían cesado.
—¿Estás segura de lo que dices, Graciela?
—¡Sí, Gaspar! ¡ Ya lo he pensado mucho; creo que los
chicos piensan igual, aunque no lo dicen!
—Pero, ¿Y las deudas? —preguntó Gaspar.
—Tendremos que vender el terreno. Alcanzará para
pagar las deudas, el traslado y sostenernos hasta conseguir trabajo.
—¿A dónde iríamos?, ¿a Lima?
—Claro, yo creo que sí… allí tú tienes parientes.
Graciela, al ver el estado de preocupación de
Gaspar, y sus dudas, dijo calmadamente:
—Piénsalo bien y te darás cuenta que tengo razón.
Hay gente que no nos quiere, Gaspar. Lo del incendio fue provocado y, hasta el
momento, no se sabe nada.
—En ese aspecto tienes razón, Graciela.
—Da pena dejar a los buenos amigos; pero los
peligros las enfermedades… necesitamos otro clima, otro ambiente.
Esa noche Graciela tuvo que quedarse en el hospital,
por indicación del doctor.
Al día
siguiente, cuando Gaspar y Graciela llegaron a Túpac- Anapati, la determinación
estaba tomada: venderían su arriendo.
Lo primero que hicieron fue ofrecerlo al hermano
Fredy. Éste se disculpó, explicando que no tenía la cantidad, de dinero,
necesaria.
—Creo que el precio está bien, hermano, es bastante
módico —dijo el hermano Fredy, y concluyó—: no se preocupe, le vamos a
conseguir comprador.
Gaspar y Graciela terminaron agradeciendo la buena
voluntad del hermano Fredy que, volviendo de la puerta, los quedó mirando
fijamente.
—¿Qué sucede hermano? —Preguntó Graciela.
—Casi me olvidaba, hermanos. Ayer estuvo por aquí
ese señor del pueblo… don Simón. Quería conversar con ustedes.
—¿Don Simón? —preguntó, Graciela.
—Sí, hermana.
—¡A ese señor no le vendemos nada!, si hay algún
sospechoso del incendio… para mí es él.
—Graciela, tenemos que escuchar ofertas —dijo
calmadamente Gaspar—, luego escogeremos.
Como lo prometiera, el hermano Fredy, ayudo en la
venta del arriendo: ofreció a sus feligreses, hizo llamadas y publicó avisos radiales. Por fin apareció un
agricultor que, a precio razonable, se interesó por adquirir la propiedad.
Gaspar, Graciela y sus hijos recobraron la alegría.
Terminados los trámites, de la compra venta,
embalaron todo lo que era necesario llevar y, siempre con la ayuda del hermano
Fredy, trasladaron, en mulas, la carga a punta de carretera.
Cuando Sara se retiraba de la casa, estando en los
límites del “matucancha”, volvió el cuerpo para dar una mirada a la casa que
dejaba definitivamente. Gran tristeza invadió su espíritu. Al bajar la mirada,
vio una mancha oscura deslizarse entre la hojarasca del gran patio. Un
guardacaballo, que estaba en la cerca del camino, se lanzó en picada y devoró
la enorme araña. Sara se quedó perpleja, ¿era un presagio? Acomodó la mochila,
sobre sus espaldas, y siguió la caravana hacia punta de carretera.
Gaspar, Graciela y sus hijos iban rumbo a Lima, la
ciudad promesa. Una nueva etapa de su vida los esperaba.