EL FANTASMA DE
LUNA NUEVA
Sudoroso y agitado, el
hombre atraviesa el portal de entrada a la casa de don Filomeno. Llega al patio
y mira a todos lados. Al fin, decide dirigirse a la amplia habitación que se
encuentra frente al lugar dónde se encuentra. Va a subir las graderías, que dan
acceso a ella, cuando aparece en la puerta el dueño de casa.
—¡Don Remigio! ¿Qué hace
usted por acá?, ¿a qué debo su visita?
—¡Don Filomeno!, tengo un
mensaje urgente para la madre Araceli.
—¡Pero la madrecita está en
la chacra!
—Ha llegado el párroco y
necesita cosas del depósito. La madre tiene la llave.
El padre párroco tiene a su
cargo las comunidades en una extensa área, desde Quellouno, pasando por Koribeni,
hasta más abajo del pongo de Maynique. El padre Pietric, como se le conoce,
tiene un continuo trajinar que provoca largas ausencias en la parroquia, sede
de su labor evangelizadora. Esta, la parroquia, funciona en los predios de un
pequeño convento de la orden carmelita, donde la hermana Araceli es la madre
superiora Después de 15 días regresaba,
imprevistamente el párroco, originando esta urgencia.
—Habrá que hacerla llamar…
¡Bernaco!
—¡Sí, don Filomeno!
—responde una voz del interior de la casa.
—Vas a ir, donde la madre
Araceli y le indicas que han venido a buscarla, de parte del padre Pietric.
Ella sabrá que hacer, ¡Anda, hijo, anda!
—Sí don Filomeno.
El hombre se interna en la
plantación. Un murmullo de voces, que salen del interior de la misma, lo guía
hacia los palladores[1]de café.
Los alumnos del colegio
secundario del pueblo están haciendo una faena, con la finalidad de adquirir
fondos para la implementación de la biblioteca del plantel. La madre superiora,
que tiene a su cargo la administración del mismo, había convocado a una
asamblea general para exponer el tema, logrando la aceptación de los padres de
familia para hacer una faena por única vez.
El hombre busca entre los
eventuales trabajadores y ubica a la madre Araceli.
—¡Madrecita, me envía don
Filomeno!
—¿Para qué será, buen
hombre?
—Hay un encargo del padre
Pietric.
—¿Del padre Pietric?, ¿está
aquí?
—¡Sí, madre! Necesita hablar
con usted.
La madre Araceli guarda
silencio, preocupada.
—¿Y ahora, cómo hago?
Mira a todos lados.
Finalmente se decide y se dirige a una de las hermanas que la acompañan.
—Hermana Zoila.
—¡Sí, hermana superiora!
—Por favor, encárguese de
todo. Debo ir al pueblo, ha llegado el padre Pietric —Mueve la cabeza y agita
las manos—, ¡Imagínese, en estos momentos!
—¿El padre Pietric está
aquí?, vaya nomás hermana, pierda usted cuidado.
La noticia corrió, de
pallador a pallador: “la madre superiora regresaba al pueblo, porque ha llegado
el padre Pietric”; en otro sector se decía: “la madre superiora ha regresado al
pueblo, porque ha llegado el padre Pietric y ella está furiosa”; más allá: “la
madre superiora ha regresado al pueblo, porque ha llegado el padre Pietric,
ella está furiosa y ha prometido no dejarlo ingresar al convento”.
Era verdad que las
relaciones, entre el padre Pietric y las
hermanas del convento, estaban algo deterioradas; pero, como siempre ocurre en
situaciones de esta naturaleza, los comentarios eran exagerados. La razón por
la cual regresaba al pueblo, la madre
superiora, era porque tenía en su poder la llave del almacén, donde el padre
había dejado algunas cosas.
La noticia llegó al lugar
dónde los profesores, Víctor y Andrés, trabajaban junto a varios alumnos.
—¿Has escuchado eso Andrés?
—preguntó Víctor.
—¿Qué cosa?
—Lo del retorno de la madre
Araceli al pueblo.
—Sí pues, parece que tiene
una urgencia.
—Ha llegado el padre
Pietric; de repente es la oportunidad que estaba esperando la madre para hablar
con el sacerdote.
Andrés vuelve la mirada
hacia Víctor y lo interroga.
—¿Cómo es eso, a qué te
refieres?
—Lo que sucede es que las
hermanas están algo disconformes, con el comportamiento del padre Pietric.
—¿Sí?, ¿por qué?
—Pues, parece que el padre
Pietric tiene más vocación de arqueólogo que de sacerdote.
Mientras el profesor Víctor
hablaba, ninguno de los dos interlocutores se daba cuenta que tres alumnos,
interesados en la conversación, se estaban acercando, sigilosamente, a la
planta vecina.
—¿Por qué dices eso del
padre Pietric? Aunque yo no lo conozca, sé que anda viajando continuamente a
las comunidades.
—¡Que viaja, sí!, pero no a
las comunidades. Cuando llega a una de ellas es porque necesita un guía para
alguna ruta que desconoce.
—¿Y entonces, a dónde viaja?
—¡Está obsesionado con
encontrar el Paititi, Andrés!
—¿El Paititi?, ¿en esta
ruta?
—Entiendo que está
explorando entrando por Lacco.
Ricardo, uno de los alumnos
que ha estado escuchando la conversación, se ve tentado de participar en ella e
interviene.
— Profesores, yo sé un
secreto sobre lo que están hablando.
—¿Tú, un secreto? —pregunta
Andrés.
—¡Sí, profesor, ya han
entrado al Paititi!
—¿Han entrado al Paititi?,
¿quiénes? —vuelve a preguntar Andrés.
—El padre Pietric y el
militar que es su socio.
—¿Quién, quién dice eso?
—pregunta sorprendido Víctor.
Los estudiantes, ya se
encuentran pallando en el mismo cafeto con los profesores.
—Solamente algunos lo saben,
profesor Víctor, es un secreto que le
sabemos al padre Pietric.
Quién así ha intervenido es
Teresa, una de las estudiantes que se ha filtrado en la conversación.
La noticia no podía ser más
sorprendente. Andrés detiene su labor y mira a los jóvenes, al momento que
dice:
—¡El Paititi descubierto!,
de ser cierto esa sería una noticia nacional, ¡Qué digo nacional, sería
internacional!
Víctor, entre sorprendido y
festivo, interviene.
—¡Eso si lo sé!
—¿Lo del Paititi? —pregunta
emocionado Andrés.
—No, lo del socio del padre
Pietric. Dicen que es un general. Ha llegado en algunas oportunidades al
convento. Yo creo que es eso lo que molesta a las hermanas, porque ha
convertido el lugar en centro de operaciones. Llega con guías, cargadores y
pertrechos.
Andrés casi no escuchaba a
Víctor; estaba vivamente entusiasmado por la noticia que había escuchado de
parte de Teresa.
—¡Qué sorprendente! Pero,
¿ustedes como lo saben?
—Nosotros nos hemos enterado
por Gloria, profesor Andrés.
Ricardo había hablado
dirigiendo la mirada a gloria que guardaba un discreto silencio. La aludida
carraspeó y luego tomó aire.
—Usted sabe, profesor
Víctor, que mi padre tiene un denuncio adentro, de donde lleva madera al Cusco.
—Sí, lo he escuchado.
—Bueno les voy a contar lo
sucedido en uno de sus viajes. Entre los taladores, que contrató, encontró un
machiguenga que [2]fue
guía del padre Pietric. Él dice que siguiendo unos mapas, que tenía el padre,
llegaron hasta una ciudad de piedra en ruinas, en plena selva. También dice que
por ser el más conocedor lo enviaron a recoger a más hombres con los
cuales regresó después de unos días.
Solamente algunos de los hombres ingresaban con el padre y su socio al
interior.
Gloria calló, sus oyentes
habían dejado de pallar, embelesados por el relato. Impaciente Andrés preguntó:
—¿Qué pasó después, Gloria?,
continúa.
—Sí profesor,… hicieron
varias excavaciones; pero luego volvieron a tapar los hoyos. Enterraron todos
los pertrechos y regresaron al cusco.
El matero[3]llega recogiendo los frutos
pallados y los echa en una carretilla, que otro peón lleva al matucancha[4].
Los profesores, y los tres
alumnos, van pasando de cafeto en cafeto, enfrascados en la atractiva
conversación. Andrés, algo desilusionado por las últimas palabras del relato de
gloria, lo hizo saber a su alumna.
—Que hayan llegado a una
ciudad de piedra no significa que hayan encontrado el Paititi, Gloria.
Ricardo que ha estado atento
al relato, dirige una mirada inquisidora a Gloria.
—¡Aun hay más profesor!
¡Tienes que contar todo, Gloria!
—¡Sí, claro! —Se toma un
momento y continúa—: después de 15 días, han vuelto a buscar al guía. Decían
que para llegar más rápido al lugar. Cuando han llegado a la ciudad, en el
centro de las ruinas, había veinte grandes cajas selladas, listas para ser
transportadas. Cuatro hombres, de los que llegaron la primera vez, eran los
guardianes.
—¿Y cómo llegaron allí esos
hombres? —pregunta Andrés.
—No llegaron, se quedaron
desde la primera vez, con un plano, para realizar las excavaciones.
—¿Y dónde está todo eso
ahora? —volvió a preguntar Andrés.
—Según sé, todo lo sacaron a
lomo de mula hasta punta de carretera y de allí, en unas camionetas, hasta
aquí.
—¡Aquí! —exclama asombrado,
Víctor—, vaya con el padrecito, entonces… lo que hay guardado en el depósito no
son los pertrechos del padre Pietric, sino esas cajas de misterioso contenido.
Andrés,
a quien le parece estar escuchando una fábula oriental, detiene su labor y mira
a los jóvenes.
—¡Que
noticia, chicos! ¿Quieren decir que hay un tesoro en el convento?
—Si
aún está, no lo sé; ¡Pero es un tesoro maldito! —replica Gloria inmediatamente
Andrés,
que estaba tan entusiasmado con la conversación, se sintió inquieto al darse
cuenta del temor de Gloria. Dejó pasar unos instantes y preguntó:
—¿Un
tesoro maldito? ¿Por qué?
—¡Sí
profesor un tesoro maldito que ha puesto al pueblo en peligro de que venga el
Chulla chaqui!
—¿El
Chulla chaquí? ¿Quién es el Chulla Chaqui?
—Es
un duende —intervino Víctor, terciando en la conversación—, pero me parece que
es producto de la imaginación.
Teresa
que hasta el momento había permanecido callada, no pudo evitar intervenir.
—¿Producto
de la imaginación, profesor? ¡Es el mismo demonio! Tiene la facilidad de
adoptar varias formas; pero lo que no puede ocultar es que tiene un pie más
grande de lo normal, enorme, y otro más chico. A veces se presenta con un pie
de cabra.
Teresa
ha hablado con tal vehemencia, que su relato causó verdadera impresión en los
profesores. Víctor sintió un escalofrío recorriendo su espalda.
Andrés,
después de permanecer unos instantes en silencio, preguntó mirando a Gloria a
los ojos:
—Supongamos
que existe el Chulla chaqui; digo, supongamos porque nadie lo ha visto, ¿no?
—¡Si
existe profesor! —interrumpió Gloria—, muchos lo han visto.
—Bueno,
aun si fuese así. Te doy el beneficio de su existencia, ¿qué tiene que ver con
las cajas del padre Pietric?
—¿No
lo sabe profesor?
—No,
no lo sé.
—El
Chulla chaqui, que es el demonio en una de sus formas, se apodera de los
tesoros de la selva. Si alguien se atreve a robarlos, lo persigue hasta devorar
su alma.
Los
dos profesores cruzaron miradas y dejaron su labor; iban a hablar, pero Gloria
intervino nuevamente.
—¿No
me creen? ¡Profesores!, uno de los hombres
que intervino en las excavaciones se ha suicidado. En su casa encontraron unos
keros. ¡Seguro que el Chulla chaqui los cambió por su alma!
La
improvisada cuadrilla de palladores siguió trasladándose, de cafeto en cafeto,
llevando como tema central de conversación las últimas aventuras del padre
Pietric.
Un
joven, posiblemente un peón del arriendo, que ha estado escuchando la
conversación, decide intervenir.
—Señores
profesores, los rumores sobre los tesoros descubiertos los he escuchado en
varias oportunidades. “Cuando el río suena…”. Ojalá el Chulla chaqui no nos
visite. Es cierto que persigue sus tesoros. No sería raro que, ya, estuviese en
el pueblo.
Suena un silbato y el joven, se separa de la
planta que ha estado pallando.
—Es hora de almuerzo —dice y
se aleja en dirección al matucancha.
—¡Es
hora de descansar, profesores! —afirma Teresa con alegría.
Víctor, se seca con un
pañuelo la frente y asintiendo con la cabeza añade a las palabras de Teresa:
—¡Muy
bien, vayamos a dejar nuestros sacos!
Los trabajadores van
encaminándose a la casa en fila de uno. Gloria, que ha quedado rezagada, trata
de hacer detenerse a los profesores y grita:
—¡Profesores!, ¿podemos
compartir nuestro cocaví?
—¿Y ahora que contestamos?
—pregunta, Víctor, mirando a Andrés—, si les decimos que no, se van a enojar, y
si les decimos que sí, ¿cómo hacemos con la invitación del dueño de casa?
—Como están todas las
hermanas, no creo que el dueño de casa sienta nuestra ausencia, profesor.
—¿Qué dicen profesores?,
¡hemos preparado la canasta pensando en ustedes! —insiste Gloria, gritando.
—Chica, baja la voz —le dice
Andrés, deteniéndose—, toda la gente te está escuchando. Está bien, los
acompañaremos.
—Pero Andrés, ¿Qué le
decimos a las hermanas y a don Filomeno?
—A las hermanas nada; pero
ya que tú eres amigo de don Filomeno ¿Podrías hacer el favor de pedirle
disculpas por nuestra ausencia?
Víctor se queda pensando.
—¡Está bien, lo haré!
El profesor entrega su carga
al peón encargado de la molienda y se dirige al amplio salón que se ha
preparado para la ocasión; poco tiempo después sale del recinto portando una
jarra de chicha y dos vasos. Mira a todos lados y se dirige a un frondoso
palto, a cuya sombra descansan los tres alumnos y el profesor Andrés.
—Me costó trabajo convencerlo que tenemos
almuerzo preparado —dice Víctor, acercándose al grupo.
Los alumnos han tendido
tapetes sobre la verde hierba y están depositando, sobre ellos, el contenido de
sus viandas, expresamente preparadas para la ocasión: cuyes asados al fogón,
tamales y unos tallarines, cuya sola presencia y aroma satisfaría el gusto más
exigente. Víctor y Andrés cruzan miradas, complacidos.
—¡Sírvase profesor! —dice
Gloria, acercando un plato a Andrés.
Otro tanto hace con Víctor. Teresa, que está sirviendo y
alcanzando los platos a Gloria, se da un tiempo para ordenar:
—¡Ricardo, reparte los
cubiertos!
—¡Profesor Víctor, profesor
Andrés! —dice Ricardo entregando los cubiertos—, sobre lo que conversábamos
hace unos momentos, yo he escuchado a mis papás que sí hay tesoros malditos.
Hay un caso en la banda, de un señor que encontró un “tapado”.
—¿Sí? —Pregunta Víctor,
volviendo el rostro y demostrando interés—, ¿dónde fue eso?, ¿en la banda?
—No profesor fue en la ruta de Vilcabamba;
dicen que en sus viajes para comprar ganado, una noche vio una luz entre las
peñas. Al acercarse no había más que rocas. Se decidió y volvió, después, a
cavar, y lo logró.
—¿Qué
logró? —pregunta ansioso Andrés.
—¡Unas
mantas conteniendo vasijas de oro, profesor!
—Se
habrá vuelto adinerado ese señor —dice Víctor, mientras degusta el cuy que le
han servido.
—Lo
suficiente para comprar las tierras que ahora tiene, comprar ganado de raza y
hacer estudiar a sus hijos en el Cusco. Ahora ellos son profesionales.
—Yo
también he escuchado eso de don Antonio —dijo Gloria, interviniendo en la
conversación —incluso la forma en que pagó el tapado.
—¿Pagó
el tapado?
—Sí,
profesor Andrés —dijo Ricardo con mucha solemnidad—, cuando al tapado lo señala
una luz, es porque el demonio se ha apoderado de él y lo cambia por el alma del
mortal que lo quiere.
—¿Y
don Antonio pagó con su alma?
Andrés
ha hecho la pregunta, sin darse cuenta que la conversación no le agrada mucho a
Víctor. Ricardo responde con toda naturalidad:
—Sí,
profesor, murió después de comprar sus tierras. Se fue adelgazando, poco a
poco, hasta quedar como un esqueleto.
—Vaya
historia —comenta Andrés.
Víctor,
en un intento de no quedar fuera de la conversación, interviene diciendo:
—Y
que parece real, Andrés, yo también he escuchado eso.
—Se
dice que, en las noches lóbregas, el demonio deja su alma libre —comenta
Teresa, que toma muy seriamente los temas que se están tratando.
—No
sé qué pensarán ustedes, profesores —interviene Ricardo—, pero, en esas noches,
aparecen animales muertos, e incluso ha habido suicidios.
Los
profesores interrumpen la degustación del sabroso cuy y cruzan miradas. «Como
viven, su narración estos chicos», pensó Andrés; por su parte Víctor se siente
muy impactado por el relato de los alumnos.
Tratando
de encontrar una explicación razonable, a la absoluta fidelidad que los jóvenes
tenían a sus creencias, Andrés, pregunta:
—¿Y
ustedes verdaderamente piensan que, la muerte de esos animales y los suicidios,
son porque esas almas están vagando en luna nueva, muchachos?
Andrés,
sigue atendiendo la presa de cuy que está entre sus manos. De reojo, observa
que Víctor ya ha terminado con su presa y ha empezado con el tamal y los
tallarines.
—¡Sí
profesor! ¡Y cuando hay noche oscura, también sale la Carcarea!
La
intervención de Gloria hace que ambos profesores dirijan la mirada hacia ella.
—¿La
Carcarea? —preguntan a una voz.
—¡Sí,
profesores! —contesta la aludida— es un animal con patas de llama, pero cabeza
de mujer. Se aparece para llevarse el alma de los condenados.
—¿Existe
eso? —pregunta Andrés.
—¡Claro
profesor! —interviene apresuradamente Ricardo—, en un pueblo que hay, antes de
llegar a Quellouno, la han visto. Aparece cuando alguien convive con su hija o
hijo. Se han visto casos.
Víctor,
se lleva la mano derecha a la cabeza y se frota la oreja derecha, mecanismo que
aflora cuando está nervioso, para decir:
—¡Carambas,
qué cosas las que nos están contando muchachos?
Gloria,
que ha observado la incomodidad del profesor, dirige la mirada a Ricardo
tratando de atraer su atención; al no conseguirlo, ensaya una sonrisa y dice:
—¿Qué
tal les ha parecido nuestra comida profesores?
—¡Excelente!
¡Muy agradable! —contesta Víctor, que casi
ha terminado sus alimentos.
—¡Lo
mismo digo yo, muchachos! ¿Quién ha cocinado? —pregunta Andrés.
—¡Nosotros
profesor! —responde Gloria—, ayer nos pusimos de acuerdo, cuando nos enteramos
que íbamos a tener faena. Claro que mi mamá nos ha orientado ¿Verdad Teresa?
—¡Sí,
profesor! ¿Sabemos cocinar, verdad?
—Por
supuesto Teresa, quedamos muy agradecidos por la invitación, hemos comido como…
—¿Cómo
curas? —pregunta Víctor, burlonamente.
—Ssshhhiitt,
que te pueden escuchar las hermanas.
—No
creo que se enojen por una broma.
—Es
preferible no llegar a comprobarlo, Víctor.
La
merienda, que más que merienda ha sido un opíparo almuerzo regado con una
refrescante chicha de cacao, ha concluido. Gloria, Teresa y Ricardo se miran
satisfechos. Han logrado impresionar a los profesores.
Después
de una hora, un silbato indica el reinicio de la labor.
—¿Continuamos
en el mismo lugar, Andrés? —pregunta Víctor.
—Yo
creo que sí profesor, ¿qué dicen jóvenes?
—¡Sí,
profesor! —responden los alumnos en coro.
—¡Profesores!
—grita un peón que llega corriendo—, don Filomeno los está invitando a la casa,
quiere conversar con ustedes.
—¿Quiere
conversar? —pregunta Víctor.
—¡Sí
profesor, los está esperando!
—¡Carambas!
Jóvenes, ya los alcanzaremos, vayan adelantándose.
Los
alumnos vuelven la mirada hacia Víctor, que les ha hablado, y asienten con la
cabeza, respondiendo:
—¡Está
bien profesor!
Los
profesores siguen al peón, que los guía al interior de la vivienda.
Sentado
a la cabecera de una mesa, que ha sido desocupada recientemente, don Filomeno,
los recibe afectuosamente.
—¡Pasen
profesores!, por favor siéntense.
—¡Gracias,
gracias! —contestan los profesores, atendiendo la cortesía del dueño de casa.
—No
se preocupen por sus alumnos. Las hermanas son bien estrictas en el tema
disciplinario; además los chicos son muy buenos.
—En
eso estamos de acuerdo don Filomeno —dice Víctor—, díganos, ¿para qué somos
buenos?
—Vea
profesor, déjeme explicarle. Usted sabe que tengo una capillita, con la imagen
de la virgen del Carmen. Ya se acerca la fecha de su fiesta y hemos estado
haciendo la limpieza necesaria de la urna; pero, por un descuido, se ha roto la
parte del bracito. Me ha causado una gran pena. Es la patrona de este arriendo
y la festejamos con gran devoción.
—Ya
lo creo, don Filomeno, ¿Cómo podemos ayudar?
—Me
he enterado que al colegio ha llegado un profesor que trabaja en cerámica. Hizo
unos duplicados de la virgen a la madre superiora. ¿Quién es ese profesor? De
hecho que usted no es, porque lo conozco, es músico no ceramista.
Víctor
esboza una sonrisa y, con regocijo, dirige una mirada a Andrés al momento que
dice:
—¡Aquí
tiene, don Filomeno, al ceramista!, es el profesor Andrés; recién nos está
acompañando este año.
—¡Que
grato, profesor Andrés!, Ya ha escuchado mi preocupación. ¿Qué es lo que se
puede hacer con la imagen?, ¿sacar un duplicado o restaurarla?
—Habría
que ver en qué estado está, don Filomeno. Creo que si queremos hacer un
duplicado nos llevaría más tiempo. Posiblemente, no estaría para la fecha que
usted lo necesita.
—Precisamente
para que usted vea, en qué condiciones está la imagen, la he hecho traer.
Síganme, por favor.
Don
Filomeno se pone de pie y se dirige a un mueble, ubicado en una esquina de la
habitación, seguido por los profesores; cuando llegan a él, Víctor exclama:
—¡Qué
hermosa imagen!
Ambos profesores quedan
impresionados por la belleza de la imagen. Andrés que mira con detenimiento, la
parte afectada, vuelve la mirada hacia el anfitrión y dice:
—Es pequeña la fractura, don
Filomeno, es conveniente restaurarla. Le cuento que un trabajo semejante hemos
hecho, con el profesor Panchito, a un vecino de la banda.
—¿A Salas?
—Sí, efectivamente, a él.
—Justamente, fue él quien me
habló de usted; solamente que yo no lo
conocía personalmente.
—Pues, no se preocupe, le
voy a dejar el nombre de los materiales y, en cuanto los tenga, me avisa usted.
—Muy bien profesor, muchas
gracias —Don Filomeno se dirige en dirección a otro mueble y añade—: Ahora
quisiera que tengan la gentileza de aceptarme un vinito. Lo tengo guardado para
una ocasión como ésta.
—¿Por qué no?, don Filomeno
—Claro, ¿no veo porque no?
—dijo Víctor, reforzando la idea
Las horas transcurren
rápidamente. La amena charla de don Filomeno y los dos profesores se
interrumpe, por momentos, debido a unos agudos sonidos que provienen del monte
frente al arriendo. Víctor que ha estado poniendo atención, a tal
circunstancia, pregunta:
—¿ Qué es ese molesto ruido,
don Filomeno?, parece un motor o algo así.
—Mi querido “Cucho”, llevas
tiempo por acá. ¿Todavía no lo sabes?
—No, la verdad que no.
—Son las cigarras.
—¿Las cigarras?
—Sí, las cigarras. Curiosa
la vida de estos insectos, llegan a la adultez para aparearse una vez en su
vida; luego, revientan cantando.
—Pero eso es sólo en los
machos don Filomeno —Andrés, que conoce el tema, interviene interesado—, ellos,
los machos, cantan para atraer a las hembras en época de apareamiento. He
tenido la oportunidad de observar eso en un lugar como Echarati. No sé si usted
conoce; había una alameda de mangos, en la subida al pueblo. Cuando alguien
pasaba por allí, en época de apareamiento, parecía que llovía porque, según la
gente del lugar, las cigarras estaban orinando.
—Sí conocí esa alameda,
profesor. Yo trabajé, un tiempo, con la familia Aranzabal. Era una hermosa
alameda.
El ruido de un silbato les
anuncia el final de la jornada.
En instantes el matucancha
se llena de jóvenes, que van dejando sus mantas con el contenido de su labor:
los melosos frutos rojizos, que brillan bajo el lánguido sol del atardecer.
La hermana Zoila se acerca
al pórtico de la casa.
—Don Filomeno, hemos
terminado. ¿La hermana Araceli no ha regresado?
—No madrecita, no ha vuelto.
Posiblemente no encontró movilidad para volver.
—Posiblemente, don Filomeno.
Sería bueno que disponga, usted, la movilidad para el retorno. Ya están todos
los alumnos reunidos.
—Sí, madrecita, enseguida.
Don Filomeno baja las gradas
del pórtico y llama a Juan, el chofer del arriendo. Cuando llega éste le da
unas indicaciones, luego retorna donde la hermana Zoila.
—Ya está dispuesto
madrecita. Como no está la hermana
Araceli ¿Arreglo las cuentas con usted?
—No don Filomeno, tiene que
ser con la hermana superiora; le rogaría que se acerque mañana al pueblo.
El potente ronroneo de un
motor interrumpe la conversación; es Juan que se acerca con un camión, de
colorida carrocería. Una vez estacionado, el camión, se pone una escalerilla y
los estudiantes empiezan a subir y acomodarse.
—Ustedes se van en la moto
de Andrés ¿Verdad?
—Sí madre —responde Víctor—,
no se preocupe usted.
La hermana Zoila se acerca
al camión y llama lista. Comprobada la presencia de todos, se despide de don
Filomeno y los profesores, sube al vehículo y da la orden de partida.
El pesado camión, se dirige
con rumbo al pueblo.
—Bueno, amigo “Cucho” —dice
Andrés, dirigiéndose a su motocicleta—, nosotros también debemos irnos.
Don Filomeno, que ha
ingresado a la casa, aparece en el pórtico, seguido de Bernaco.
—¡Profesores!, les he
guardado su almuerzo. —Hace un ademán a Bernaco y éste se acerca con dos
bolsas—, ya después, me hacen llegar las portaviandas.
—¡Don Filomeno, qué
gentileza! ¡Muchas gracias!
Verdaderamente conmovido,
Andrés se acerca y estrecha la mano de don Filomeno. Víctor lo imita y juntos
acomodan las bolsas en la parrilla.
—¡Sube “Cucho”, agárrate de
mí, es más seguro!
—No te preocupes estoy bien
agarrado de la parrilla.
Ambos profesores se despiden
del dueño de casa y parten.
—Anda despacio nomás Andrés.
—No te preocupes, estamos de
bajada. El único lugar escabroso es el riachuelo, pero ya sé por dónde pasar.
A los pocos minutos están
frente al riachuelo. La moto, al ingresar al agua, empieza a dar tumbos sobre
el pedregoso cauce.
—Agárrate bien “Cucho”; la
corriente está fuerte. Voy a acelerar.
La moto, con la velocidad
aplicada, sale del riachuelo y sigue adelante.
—¡Qué te dije “Cucho” de
bajada es más fácil!, inclusive casi ni se siente el peso. ¿Verdad?
El silencio de “Cucho” le
parece raro a Andrés. Vuelve a hablar.
—¿Estás bien, profe?,
“Cucho”.
Andrés detiene la moto y
vuelve el rostro hacia atrás; lo que ve lo llena de sorpresa: el profesor
Víctor no está en el asiento posterior; el profesor viene corriendo a su encuentro, completamente mojado.
—¿Qué tienes “Cucho”, por
qué te has bajado?
—¡No me bajé, Andrés!, ¡me
caí en los saltos que daba la moto!
El profesor Víctor no podía
ocultar la vergüenza que le causaba esa circunstancia.
—Te estoy diciendo que te
agarres de mi cintura; es más seguro.
—Bueno, ahora lo haré así.
—¡No!, ahora no, estás
completamente mojado. Iré despacio ¡Agárrate de la parrilla¡
Vuelven a tomar el camino
del pueblo.
Era tarde, muy tarde,
fugaban los últimos rayos de luz cuando Arturo llegó a la plazoleta que fungía
de mercado. «Ya habrá regresado si es que ha ido a algún arriendo a ganarse la
vida», se dijo; lo vio acurrucado en su esquina favorita.
El mendigo, sucio y
andrajoso, yacía encorvado, sentado casi en cuclillas, como un ovillo de sucia
lana; un largo poncho cubría rodillas y pies y solamente una mano, sarmentosa,
se desprendió de su cuerpo para recibir la moneda que le alcanzaba Arturo.
—¡Toma, buen hombre, te
alcanzará para comprarte unos panes!
El hombrecillo levantó la
cara y exhaló un, casi inaudible:
—Gracias wiracocha.
Una mueca de sonrisa se
dibujó en sus arrugados labios y sus ojillos, enrojecidos, brillaron en la
oscuridad bajo el ala del sombrero.
El forastero había aparecido
de pronto, semanas atrás; se había convertido en parte del paisaje nocturno de
la plaza. «Durante el día posiblemente se va a los arriendos a trabajar»,
pensaba Arturo desde el día que supo de él. Conmovido, por su desamparo,
trataba de ayudarlo con comida o con algunas monedas.
Después de entregar la
moneda, como todos los días, Arturo se retiró, dirigiéndose calle abajo, a
buscar a su amigo Pancho para realizar algunas diligencias.
El pensionista, que no es
otro que Víctor Huaripoma, hunde el tenedor en la pierna de pollo que luce y
huele apetitosa. El incidente de la tarde, en el riachuelo, había hecho perder los almuerzos que trasladaban al pueblo;
por lo que, ahora, los dos profesores se encontraban en la pensión de la señora
Concepción.
—Si así
fuese todos los días —dice “cucho” a su interlocutor.
—Por lo menos una vez a la
semana ¿No?, ¿a qué se debe esta atención?
—¿Qué pasa Andrés?, estás
desmemoriado, ¿qué día es hoy?
—¡Ah, caramba!, ¡claro, es
fin de mes. —responde con cierta malicia Andrés.
La señora Concepción atiende
solícitamente a los comensales de las mesas contiguas, que a esa hora atiborran
el pequeño ambiente. El local, una especie de restaurant y cantina, es frecuentado,
a esas horas de la tarde, por usuarios de las distintas entidades con
dependencias en la localidad: profesores, trabajadores de la cooperativa
agraria y CONACO
—¡”Proge” Andrés! —dice un
niño acercándose a la mesa—, ya le han traído el segundo o falta.
—Falta Isaac, falta. Tu mamá
está muy ocupada.
—¡Ahorita le traigo “proge”!
—¡Con cuidado Isaac!
—Recomienda Andrés.
El niño atraviesa la puerta
del ambiente que funge de cocina y regresa con un humeante guiso de pollo que
deposita en la mesa delante de Andrés.
—¡Como tú dices “cucho”, si
así fuese…!
—Hagámonos a la idea Andrés;
mientras, hay que disfrutarlo ¿No te parece?
—¡Por supuesto, no faltaba
más!, como tú dices, ¡Hay que disfrutarlo!, no es de todos los días.
La conversación de los dos
amigos, después de tocar las anécdotas del día, pasó a ocuparse de temas
diversos: estudiantes destacados; padres de familia que piden apoyo y consejo
sobre problemas familiares; conflictos entre estudiantes; rivalidades
deportivas, entre otros temas que devoraron el tiempo, sin que los profesores
se percatasen de ello. Afuera tinieblas y sólo tinieblas.
La vivienda era casi una
choza que, irónicamente, estaba ubicada en la parte central del pueblo, a un
costado de la construcción de material noble que algún alcalde había hecho
construir para mercado. La señora
Concepción era una madre soltera, de avanzada edad, con tres hijos: Isaac de 6
años; Carmen, de 13 años y Antonieta de 17 años. Había invadido, con su
familia, esa parte del pueblo, junto a otras personas, construyendo casas
precarias de carrizo y ramas estucadas con barro. Las atenciones que prodigaba
a sus pensionistas, así como las facilidades que daba a los mismos para el pago
de sus obligaciones, la habían convertido en la casera predilecta de los profesores
del pueblo.
—¡Profesores!
Se escuchó la voz que venía
del exterior. Era el profesor Arturo que, emergiendo de la oscuridad, apareció
en la puerta e ingresó al ambiente; a sus espaldas apareció Pancho con las
manos en el bolsillo de su casaca de buzo
—¡Muchachos! ¿Cómo están?
Veo que ya han terminado su cena. —dijo Pancho acercándose a la mesa.
—¡Sí, claro que sí!
—respondió “cucho”
—Aunque tarde ¿Podemos
hacerles compañía en la mesa?
—¡Por supuesto Arturo!
Asiento por favor —respondió Andrés.
Pancho y Arturo movieron la
banca de madera y se ubicaron en la parte opuesta, de la mesa, a la que
ocupaban Andrés y Víctor, a quien cariñosamente decían “cucho”.
—¿Podrán servirme un Café?
—preguntó Pancho.
—Yo creo que sí, ya se están
retirando algunos pensionistas. La señora ya está algo desocupada. —afirmó
“cucho” y dirigiendo la mirada hacia la puerta de la cocina llamó—: ¡Carmen
atiende a los profesores, por favor!
Al llamado, Carmen, solícita
como siempre se dirigió a la mesa.
—¡Profesores!, ¿en qué los
puedo atender?
—Dos cafecitos por favor
—pidió Arturo, se quedó pensativo unos segundos y añadió—: ¿Tendrás un segundo
todavía?
—¡Sí hay profesor?
—respondió Carmen, rápidamente.
—Entonces tráeme un segundo
y un café, ¿o tú también quieres un segundo Pancho?
—¡No, yo no!, un cafecito
nomás
Asintiendo con la cabeza,
Carmen se retiró a la cocina.
—¡Afuera está en tinieblas
muchachos!, espero que estén con sus linternas —advirtió Arturo, y añadió
burlonamente—: ¡Uuuuyyyyy, “Cucho”!, en estas noches salen los fantasmas.
El aludido profesor, no
respondió y siguió bebiendo su mate.
Afuera, un vacío oscuro, muy
oscuro. Ninguna forma podía divisarse en la penumbra.
—¡Profesor Arturo, aquí está
su plato!
Carmen había vuelto con el
pedido del profesor. Depositó el plato delante de él en la mesa.
—¡Enseguida le traigo su
café, profesor Panchito!
Dando media vuelta, la
muchacha se retiró hacia la cocina.
—Bueno muchachos, ¿cómo les
ha ido en el día? —El delicioso aroma que despedía el plato de Arturo lo llevó
a añadir—: siempre hace platos muy agradables la señora Concepción.
—¡Indudablemente! —respondió
Andrés—, respecto al día todo bien, ¿qué decías de los fantasmas en noches como
éstas.
Los presentes vuelven la
mirada hacia “cucho” que sigue bebiendo pausadamente su mate.
—¡A h, ya, sí! —dice Arturo,
levantando la voz—, en noches como esta salen a pasear los fantasmas y los
condenados. Generalmente se presentan a los caminantes solitarios. Ya ven
ustedes el caso del cura sin cabeza…
Todos se quedan mirando a
Arturo.
—¡Buenas noches profesor Arturo! —dicen a una
sola voz, dos niños que han ingresado al local interrumpiendo las palabras de
Arturo.; se acercan y le estrechan la mano saludándolo. Repiten la acción con
los demás profesores que quedan gratamente impresionados.
—¿Qué hacen por acá niños?
—pregunta Pancho.
—Pasamos a comprar a la
tienda de doña Rita, al volver hemos ingresado a saludarlos —respondió Julián,
el mayor de los hermanos Gómez, muy seguro de sí mismo—, ahora sí nos vamos,
hasta mañana profesores. Vamos Ernesto.
Los niños se pierden en las
fauces de la noche.
—¡Qué lindos niños! —exclamó
Pancho—, son bastante educados.
—Son mis alumnos —intervino,
orgullosamente Arturo—, yo les he inculcado que donde vean a un profesor, un
padre de familia o cualquier persona mayor; este haciendo lo que sea, deben
acercarse a saludar, presentarse y despedirse.
—Bueno, al menos estos
niños, lo han entendido muy bien —dijo “Cucho”, que había terminado su mate—, y
respecto a las noches oscuras, no crean que me dan miedo sus relatos; yo no
creo en esas cosas.
—Que bueno “Cuchito” —dijo
Arturo, haciendo unos gestos burlones—, porque los Laikas del frente dicen que
esta noche va a estar bien “pesada”.
Arturo continuó comiendo y
Pancho bebiendo el café que le habían puesto sobre la mesa. “Cucho” y Andrés
acompañaban la tertulia que era amenizada con fantásticos relatos de
apariciones y fantasmas; relatos vertidos, principalmente por Pancho y Arturo,
con la evidente intención de molestar al profesor ayacuchano que era “alérgico”
a ese tipo de conversaciones.
—¡Bueno, profesores!
—interrumpió “Cucho” cuando Arturo había iniciado un nuevo relato—, ¿hasta qué
hora vamos a incomodar a la dueña de casa? La señora tiene que trabajar mañana
y debe descansar.
La amonestación de “Cucho”
devolvió a los amigos a la realidad. El tiempo había transcurrido velozmente;
los demás parroquianos ya se habían retirado y desde el fondo, en una banca
junto a la cocina, la señora Concepción y Carmen, con Isaac entre sus brazos,
miraban adormitadas a los presentes.
—¡Oh, disculpe señora
Concepción! —dijo Andrés al darse cuenta de la imprudencia del momento—, estos
jóvenes con sus cuentos nos han robado la atención. ¡Gracias señora, hasta
mañana!
—¡Efectivamente, señora,
discúlpenos usted la imprudencia, no nos dimos cuenta de la hora. ¡Hasta
mañana! —Se despidió Pancho.
Los otros dos profesores
también se despidieron disculpándose y salieron al exterior. Era oscuridad
absoluta.
—¿Ya han hecho la ronda?
—preguntó “Cucho”—, porque si es así quisiera que me prestes tu linterna
Arturo.
—No —respondió Arturo—,
todavía no; pero primero tenemos que ir donde la Directora. Panchito tiene que
hacer una consulta. Como ves sólo hay una linterna.
—Así que tendrán que
acompañarnos —dijo Pancho—, ¡Vamos!, luego volvemos.
—Ni modo —dijo Andrés—,
vamos “Cucho”.
Los amigos se pierden en
dirección de la casa de la Directora de la Escuela. A la media hora están
pasando, de retorno, por el mercado de la plazoleta, en dirección a la pampa de
arbustos que marca la salida del pueblo.
La ronda a la que se refería
“Cucho”, cuando pidió prestada la interna, es el paseo nocturno o vespertino,
que hacen diariamente los profesores por el campo, para favorecer la digestión
y hacer alguna necesidad biológica.
—Yo tengo una linterna, pero
está sin pilas, no me di cuenta cuando la saque del cuarto. He ido donde Luna,
pero no tiene; dice que se le han acabado —comenta “Cucho” algo descorazonado.
—Anda donde “la sajra
charango”, ella debe tener —sugiere Pancho.
—¿Me acompañan?
—¡Carambas, si está acá a la
vuelta! Nosotros te esperamos —dice Arturo que no ha podido disimular la incomodidad ante la petición de “Cucho”.
—¡Vamos Pancho! —dice
Andrés, tratando de mediar—, acompañémoslo. Está oscuro, pero se puede ir sin
linterna. Arturo que nos espere acá.
—Bueno, vamos.
Se internan en el camino de
bajada hacia la tienda, tomando todas las precauciones del caso, por la
oscuridad de la noche.
—¿Por qué “sajra charango”,
Pancho? —pregunta, Andrés.
—¿No te has dado cuenta?
—¿De qué?
—¡Su cuerpo! Es como un
charanguito; esbelto, con unas curvas bien pronunciadas, y con una voz…que
recuerda las melodías que escapan de una cuerda de charango.
—Vaya, qué poético!, ¿pero por qué lo de sajra?
—¡Allí está la cosa!, si te
sientes cautivado, que es lo que generalmente ocurre, no habrá quien te quite
el hechizo.
—¿Y allí lo estás llevando a
“Cucho”?
—¿Qué puede pasar, por
preguntar por una pilas? Además, lo que te estoy diciendo son sólo comentarios.
Como tú puedes ver: ¡Que es una mujer atractiva, lo es!, lo demás, ¿quién sabe?
Los amigos han llegado
conversando hasta la puerta de la tienda. Al llegar, escuchan una guitarra
acompañando a una voz varonil. Víctor Huaripoma, como buen amante de la música,
se queda unos instantes escuchando y pregunta:
—¿Quién canta?
—Debe ser la pareja de
Margarita. Es de Cusco y está aquí desde hace dos semanas —responde Pancho.
Andrés y “Cucho” se miran
entre sí. “Cucho” pregunta:
—¿Y tú, como sabes todo eso?
—Porque converso con los
alumnos. Los niños saben todo lo que pasa en el pueblo y no mienten cuando
cuentan algo.
“Cucho” se acerca a la
ventana y observa, mientras escucha. Al verlo tan relajado, Pancho insiste:
—¿Qué esperas?, ¡anda por
las pilas, nosotros te esperamos!
Obediente, el profesor,
ingresa al interior y se dirige al mostrador. En el trayecto, mira de reojo la
mesa donde se encuentra el músico y otras personas.
—¡Buenas noches Margarita,
qué gusto verte! ¿Cómo estás?
—¡Profesor Víctor! ¡Qué
alegría! ¿A qué debo su visita?
La agraciada joven, luciendo
una sensual sonrisa, pregunta:
—¿Se va a servir algo,
profesor?
—No Margarita, otro día
será. Vengo a comprarte un par de pilas para la linterna. ¡La noche está
oscurísima!
—¡Qué pena profesor! ¡Hace
como media hora que se han llevado las últimas!, sino, usted sabe que con todo
gusto lo atiendo.
“Cucho”, no puede evitar
sentirse desilusionado y a la vez desesperado. «¿Y ahora qué hago», se
pregunta.
—¡Qué pena!, ya las demás tiendas están
cerradas. ¡Gracias por tu atención Margarita! ¡Que pases buena noche, hasta mañana!
—¡Hasta mañana, profesor!
“Cucho” sale al exterior y
se reúne con Andrés y Pancho.
—¡No hay Pilas!, ni modo nos
movilizaremos sólo con la linterna de Arturo.
Los tres amigos, van al
encuentro de Arturo, hacen contacto con él y emprenden el camino de costumbre.
—¿Me esperan un ratito?
—preguntó, suplicante “Cucho”, cuando ya estaban fuera del pueblo—, quiero
orinar.
—Nos alcanzas después
“Cucho” —dijo Arturo alejándose con la linterna.
—¡Oye, espera, está oscuro!
—No te preocupes “Cucho, yo
te espero, también voy a orinar —lo consoló Pancho.
“Cucho vio alejarse el haz
luminoso y, aunque a regañadientes, se resignó a quedarse internándose entre
los arbustos.
—¿Tanto te demoras “Cucho”?
—preguntó Pancho, sintiéndose incómodo de esperar tanto.
—¡Es que estoy haciendo algo
más. Panchito espérame por favor!.
Ha terminado de hablar, casi
gritando el profesor, cuando sintió un ruido a sus espaldas. Un estremecimiento, que recorrió todo su
cuerpo, lo nubló por unos instantes. Reaccionando, trató de calmarse y gritó:
—¡Pancho, no hagas bromas!
¿Has tirado ramas?
—¿Ramas? ¿Qué pasa “Cucho”,
estás loco?
Como respondiendo a las
voces, el ruido a las espaldas de “Cucho” se hace más brusco; el profesor no puede controlar
su miedo, un fuerte dolor en el pecho perturba su respiración. « ¿Y si
es cierto que el Chulla chaqui ha llegado al pueblo? ¿Es cierto que se alimenta
de las almas como dice Gloria?», «¿y si es el alma de algún condenado que
aparece en las noches lóbregas como dice Teresa?». Con tales pensamientos en su
interior, hace un esfuerzo, se levanta y voltea; entonces, ante sus ojos, una
sombra, más oscura que la noche misma, abre sus brazos amenazadoramente,
queriendo abrazar al profesor.
—¡¡AAAAYYYYY…!!!
“Cucho” explota de pánico.
Con los pantalones en la mano corre despavorido
hacia la carretera donde está Pancho. Llega y se abraza a él. Los
pantalones resbalan a sus rodillas.
—¿Qué tienes, “Cucho”, qué
tienes?
—¡Pa…Pa…Pancho…un
condenado…Pancho…un condenado!
—¡Qué condenado, carambas!
¡”Cucho”! ¡Tranquilo, Tranquilo!
—¡¡Pancho…Pancho…mira!!
Pancho da la vuelta y queda
aterrado por la visión. Directo hacia ellos avanza, produciendo un ruido
aterrador, una sombra negra y deforme, difícil de identificar en la noche
oscura.
—¡Corre, ”Cucho”, corre, corre! ¡¡¡ARTUROOOO..!!!
“Cucho” vuelve a subirse los pantalones y
corre, lleno de pánico, tras de Pancho que ya ha desaparecido en la oscura
carretera en dirección contraria al pueblo. Ambos no pararon hasta divisar el
foco de la linterna de Arturo que, al escuchar todo el alboroto, caminaba
presuroso al encuentro de ellos.
—¿Qué pasa Pancho? ¿Por qué
tanta bulla?
—¡Arturo, Arturo!, ¡tu
linterna, tu linterna! —decía Pancho atropelladamente. Arturo y Andrés se
miraban completamente intrigados sin saber cómo reaccionar.
—¡Un fantasma, Arturo! ¡No,
no! ¡Un condenado, un condenado! —decía “Cucho” poseído de un pánico terrible
que convulsionaba su cuerpo.
—¿Dónde hay condenados aquí,
“Cucho”? —preguntó Andrés.
—¡Allí! ¡ allí! —decía el aterrorizado profesor señalando,
con el dedo índice, la pampa de arbustos— Yo lo vi.
—¡Yo también lo vi, amigos!
¡Yo también lo vi! —afirmó Pancho.
Todos se miraron, sin saber
qué hacer.
—¡Calmémonos! —dijo Andrés
levantando la voz.
—Pensemos racionalmente
—dijo Arturo, ¿no pueden haberse equivocado?, de repente era una persona que
salía de allí.
—¿De la pampa? ¿Quién va a
salir de la pampa? —preguntó “Cucho”—, además era grandote. Cuando yo me paré
me llevaba como medio metro.
—A ver, tomemos las cosas
con calma —intervino Pancho algo calmado, después del frenesí emocional que
había demostrado momentos antes—. Tenemos que regresar por allí para entrar al
pueblo. No nos vamos a quedar en este lado hasta mañana.
—¿Pasar por allí? —preguntó
“Cucho”.
—¡Claro!, no hay otro camino
“Cucho” —respondió Pancho—. Propongo que Arturo, ya que tiene la linterna, sea
quien vaya adelante. Está muy oscuro.
—¿Yo? —preguntó Arturo; se
quedó pensativo y añadió—: Yo te presto la linterna, Pancho, puedes guiarnos
mejor porque sabes por dónde está esa cosa.
Quien se quedó pensativo es
esta oportunidad fue Pancho. Después de un momento, respondió:
—¡Bueno, dame la linterna!
Pancho cogió la linterna y
abrió la marcha. Al llegar al lugar, donde apareció “el condenado”, no
observaron nada. Aceleraron la marcha y luego, como si hubiesen hecho un
acuerdo tácito, emprendieron una veloz carrera hasta llegar al pueblo.
—¡Pancho!, ¡no hay nada,
pero yo lo vi! —dijo, angustiado “Cucho”.
—Parece que se han
confundido, señores —dijo secamente Arturo.
—¿”Cucho”, tienes linterna?
—preguntó Pancho.
—¿Linterna?, sí, pero sin
pilas. ¿Para qué?
—¡Para volver! —exclamó
Pancho.
—¡Que!, ¡No, yo no vuelvo
allá! —dijo visiblemente atormentado “Cucho”.
—¡No seas cobarde carambas!
¿Cómo vamos a saber si es cierto lo que vimos allá? —insistió Pancho, algo
molesto por la actitud de “Cucho”.
—¡Yo sé que es cierto porque
estuvo frente a mí!
—Yo también voy —dijo
Andrés—, voy a traer mi linterna.
—Yo creo que también me
animo a volver —dijo Arturo y añadió—: anda “Cucho” trae tu linterna para hacer
grupo, ¡anímate!
—¡Les repito que las pilas
están descargadas!
—¡Préstate de tu dueña de
casa, no creo que te niegue. Le dices que es para una urgencia! —insistió
Arturo
“Cucho” miraba a todos lados
sin contestar. Finalmente, pareció convencido y se alejó cuesta arriba. Todos
se quedaron mirando cómo se alejaba: con un andar extraño; las piernas casi
separadas como si algo dentro del pantalón le incomodara. Andrés, por su parte,
también corrió a su habitación a recoger una linterna.
Después de casi quince
minutos estaban todos reunidos nuevamente. “Cucho” se había cambiado de ropa;
algo que sus compañeros notaron y que fue el motivo de cómplices y maliciosas
miradas entre ellos.
—¡Bueno ahora todos tenemos
linternas!, no me pedirán que yo vaya adelante —sentenció Pancho.
Cuando estuvieron frente al lugar del
incidente, nadie se atrevía a hablar. Miradas temerosas se posaban de uno a
otro amigo.
—¡Arroja una piedra al lugar
donde estuviste “Cucho”! —dijo Andrés, finalmente.
—¿Yo?
—¡Sí, pues! ¡Tú sabes dónde
estuviste sentado! —dijo, algo ofuscado, Arturo.
“Cucho” busco y cogió una
piedra; se adelantó al grupo y la arrojó contra los arbustos. Como respuesta
una sombra se elevó sobre los mismos confundiéndose con la oscuridad.
—¡Corran! —gritó “Cucho”—
¡Corran!, ¡Les dije, allí está! ¡Corran!
—¡No! —gritó, Andrés—,
¡todos enfoquen sus linternas!, ¡no corran!, ¡alumbren!
Tomando súbito coraje los
cuatro profesores, simultáneamente, enfocaron sus linternas al bulto que se
acercaba. El crujir de ramas rotas se hacía más intenso con la cercanía de la
aparición.
Las expresiones de temor se
transformaron en asombro, cuando el bulto se detuvo casi frente a ellos; los
amigos no podían creer lo que estaban viendo.
—¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!,
¡ja! —Sonó estridente la risa de Arturo—, allí tienes a tu condenado “Cucho”,
¡Ja, ja, ja, ja, ja!
—¡Es un ave! —dice el
sorprendido “Cucho”—, es enorme.
Entre avergonzados y
sonrientes, los amigos contemplan al asustado animal que, cegado por las luces,
se mueve entre los arbustos.
—¡Claro!, si no me equivoco
es un pavo salvaje —dijo Pancho—, habrá bajado del monte y lo sorprendió la
noche.
—¿Qué esperamos? En la noche
no ve, si no ya se hubiese vuelto al monte —dijo Andrés—, ¿quién tiene un
costal?
—Yo tengo en mi casa —dijo Arturo
y salió corriendo, abriéndose camino entre las tinieblas con su linterna.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja ¡,
“Cucho”, un pavo nos ha hecho correr.
—Y algo más Pancho —replicó
“Cucho”, avergonzado.
La desvencijada puerta cruje
y se estremece ante los golpes que sobre ella, descargaban los nudillos de la mano de “Cucho”.
Éste había sido comisionado para hablar con la señora Concepción, porque era la
persona que tenía mayor confianza con la dueña de casa.
—¡Señora! —llamó repetidas
veces el profesor.
—¡Voy!, ¡voy!
La señora Concepción abre la
puerta y pregunta inquieta:
—¿Qué ha pasado, profesor?
—mira a todos lados y cree distinguir en la oscuridad otras siluetas. Pregunta
temerosa—: ¿Con quiénes está usted?
Pancho se acerca a la puerta
portando un costal.
—¡Somos nosotros, señora
linda!, queremos pedirle un favor.
—¿Cuál será?
Los profesores narran con
minuciosidad los incidentes, ocurridos en la pampa, desde que dejaron la
pensión. El relato le causa a la señora justificables sonrisas que terminan
poniéndola de “buen humor”.
—Y queremos que Usted nos lo
prepare —concluyó Pancho—, cuatro porciones, el resto ya usted lo dispone.
—¿Ahora? —preguntó la
señora.
—¡Sí, señora!, usted decida,
un asadito como los que sabe preparar o de repente un guiso.
—¡Pero va a tardar!
—¡No importa!, nosotros
esperaremos, ¿A qué hora estará?
—A ver, son las siete y media. Será a las diez
por lo menos profesor Panchito.
—Entonces a esa hora
vendremos.
—¡No profesor Panchito!,
cuando esté listo yo les mando a avisar. ¿Dónde van a estar?
—¡En mi cuarto, señora!
—intervino “Cucho”.
—Entonces allí les enviaré
el aviso.
—¡Muchas gracias señora!
—dijeron a una voz los cuatro profesores.
La espera en casa de “Cucho” fue de lo más entretenida;
muy amena; tanto por las anécdotas que Arturo y Pancho creaban sobre los
incidentes ocurridos, que originaban estruendosas carcajadas por su agudeza
jocosa, como por las bellas melodías que “Cucho” ejecutaba entre aplausos y
elogios de sus colegas. Como buen ayacuchano, el profesor natural de Cora Cora,
pulsaba diestramente la guitarra.
Cuando llegó la hora prometida, por la señora Concepción,
los amigos no tuvieron que ir a la pensión porque la señora les envió, en unas
viandas bien provistas, un delicioso guiso de pavo maridado con un apetitoso
arroz graneado.
Después de degustar, entre bromas y comentarios la
opípara cena, los profesores, se fueron a descansar a sus respectivas casas.
Había sido un día para el recuerdo.
Esa
mañana Arturo no había tomado desayuno en su casa. Se sentía completamente saciado
con la comilona del día anterior; sin embargo, toda la mañana, había tenido
molestias estomacales en la escuela, «demasiada comida» se dijo. Cuando llegó
la hora de salida, tenía urgentes necesidades biológicas de evacuación; por lo
que se dirigió, presuroso, a los servicios higiénicos; pero, encontró una larga
fila de estudiantes con los mismos apremios que él. «Ni modo tengo que llegar a
la casa», no lo pensó más y salió inmediatamente rumbo a su hogar. A mitad del
camino su necesidad lo apremiaba, corriendo el riesgo de producirse un
descalabro en su persona. Miró a uno y otro lado, «Y si…». Sin mediar otro
razonamiento se internó en el bosquecillo que estaba a la derecha del camino.
Unos
ojillos infantiles habían estado siguiendo los movimientos del profesor desde
que salió de la escuela; más aún, había seguido sus pasos.
—¡Hasta
mañana, profesor!
Sorprendido,
en cuclillas, Arturo levantó la mirada y, entre un claro que dejaba el follaje,
divisó el rostro de Julián Gómez que, con inocente sonrisa, esperaba la
respuesta de su profesor. Entre aturdido y avergonzado, Arturo, respondió:
—Hasta
mañana Julián.
—¡Hasta
mañana Profesor!
—Hasta
mañana Ernesto.
Tres
alumnos más, que tenían como ruta ese sendero, se detuvieron, con la mayor
solemnidad, para cumplir con las indicaciones de su profesor: “donde esté la
persona y esté haciendo lo que sea, hay que acercarse a saludar, presentarse o
despedirse”. Felices, por la buena acción realizada, los niños emprendieron la
carrera rumbo a sus respectivos arriendos.
Para
Arturo fueron minutos interminables. Se quedó pensativo. Sin duda había que
hacer algunos ajustes en las orientaciones, sobre los temas de urbanidad.
Mañana será un buen momento para empezar.
Esa
tarde el poblado estaba agitado. Algunas personas, especialmente chiquillos, se
acercaban a las cercanías del convento. Gente extraña, a bordo de dos
camionetas, había llegado al lugar; entraban y salían del convento. Finalmente,
extrajeron dos enormes cajas que subieron a una de las camionetas. Después de
varios minutos de conversación, con las hermanas de la orden, partieron, en
dirección a Calca.
Llovía a
cántaros cuando, como de costumbre, Arturo se dirigió a la plaza a cumplir con
el ritual de ayuda al mendigo. No lo encontró, a pesar que volvió dos veces con
la misma intención.
Al
amanecer, compadecido por las circunstancias que atravesaba el mendigo —haber
pasado en la intemperie la noche lluviosa—, se apresuró a llevarle una taza de
humeante quaker con quinua. No lo encontró. Arturo se regresó, pero no se dio
cuenta que, en el lodo aún húmedo del amanecer, donde se sentaba el mendigo,
había quedado la huella de un pie enorme al lado de otra pequeña, muy pequeña.
“Cucho”
se enteró después, por la confianza que tenía con la madre superiora, que, ante
los continuos roces por el uso de los ambientes, la madre Araceli había tenido
que recurrir a las autoridades de su orden, para delimitar los alcances de la
administración sobre las propiedades del convento y la capilla; cuando éstas
intervinieron encontraron, en el depósito del convento, dos cajas cuyo
contenido estaba constituido por valiosas reliquias pre hispánicas, las mismas
que pusieron a disposición de la institución pertinente.
—¿Dos
cajas?, pero si Gloria dijo que eran veinte cajas, ¿dónde está el resto?
—preguntó Andrés a “Cucho”
—¿Quién
sabe?, amigo Andrés.
Con el
tiempo el padre Pietric y su socio llegaron a los tribunales de justicia, con
acusaciones mutuas, por extracción y apropiación ilegal de reliquias históricas.
Arturo, continuó
acercándose al mercado, durante unos días más, con la intención de encontrar al
misterioso mendigo, «qué penurias estará pasando» se decía.
Nunca más
supo de él.
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