domingo, 7 de junio de 2020

NUNAKUNAMANTA WILLAKUYKUNA (CUENTO DE LAS ALMAS)





NUNAKUNAMANTA WILLAKUYKUNA

CUENTO DE LAS ALMAS

 

Los caminantes atravesaron, el riachuelo, por el puente formado por un árbol caído sobre él. Al llegar al otro lado apresuraron el paso, inquietos, por la posibilidad de llegar tarde al evento que se iba a desarrollar, o tal vez ya se estaría desarrollando, a unos kilómetros -río abajo-  de allí. Los rayos de la luna,  filtrándose entre los árboles, dibujaban caprichosas sombras fantasmales por el sendero, que conducía a la comunidad de Pan de Azúcar. En un primer plano, avanzaban Eulogio, Rodolfo y Alfredo; unos metros atrás, iban Elías, Ricardo, Rodrigo y tres, desconocidos, que se habían sumado en el camino.

 —¿Qué hora es? —preguntó Alfredo.

—Serán ya las siete —contestó Eulogio.

—Espero que lleguemos a tiempo —. Remarcó Alfredo. La ansiedad se reflejaba en el rostro de los jóvenes que, más que andar, parecían correr por la ligereza del ritmo de sus pasos. En la mente de Alfredo, que era profesor de un colegio del pueblo, se cruzaban una serie de ideas. Había escuchado hablar de apariciones, y fantasmas, muchas veces en su larga carrera docente; pero con las características, de los hechos, que le habían narrado esa mañana, nunca.

—¡Profesor! —le habían dicho sus alumnos—. ¿Cree Ud. en fantasmas?  La respuesta de Alfredo había sido rotunda:

—¡No!

—¡Pero profesor, todo el pueblo habla de que ha aparecido un fantasma, o mejor dicho, un alma condenada en la comunidad de Pan de Azúcar!  —Alfredo quedó mirando al joven y volteando, el rostro, hacia los demás alumnos reaccionó en segundos.

—¡No se dejen engañar por alguien, que trata de asustarlos, quien sabe con qué fin¡ —Los jóvenes volvieron a insistir.

            —¡Si existen profesor, el hermano de Eulogio ha estado cuando apareció! —Alfredo volvió inquisitoriamente la mirada hacia Eulogio.

            —¿Es cierto? —Eulogio sostuvo la mirada, pero por algún motivo no respondió. Alfredo, levantando la voz se dirigió a todos en general—. ¡No sé si ustedes tengan experiencias, sobre este tema, pero yo personalmente no creo en los fantasmas! Si por allí hay alguna aparición, envuelta en sábanas blancas o mantos negros – yo que sé-, hay que agarrar un buen palo o, si hay a la mano, un buen machete y hacerle frente. ¡Verán como al fantasma le van a faltar piernas para correr!  Los jóvenes cruzaron miradas y finalmente Rodrigo intervino.

—¡No es así como aparece profesor!  En el momento es difícil explicar la forma como se presenta; pero ¿Por qué no nos acompaña, hoy en la noche, para que pueda verlo Ud. personalmente? —Alfredo quedo pensativo.

—¿Esta noche? ¿A qué hora?

—Sería bueno salir de aquí a las seis o seis y media ­—intervino uno de los jóvenes, los demás  asintieron y Alfredo concluyó.

—¡Bien ¡ entonces todos los que estén  decididos a ir deben estar en la puerta del colegio a las seis. Pidan permiso a sus padres y ahora continuemos con nuestra clase.

                  

El grupo de caminantes divisó, unas luces, en un claro que se abría ensanchando el sendero. Éste desembocaba en una carretera.

            —¡Allí es profesor! —dijo Eulogio señalando unas luces que parpadeaban a la distancia. Conforme se iban acercando, la ansiedad de Alfredo se convirtió en asombro. Aquello era todo un espectáculo. En la parte derecha de la carretera, se observaba  unos diez vehículos estacionados frente a un terreno, inclinado, que conducía a un nivel plano superior. En él, se divisaba una habitación, rústica, con techo de calamina y paredes de adobe. Frente a la puerta de entrada se destacaba un patio, de tierra apisonada, que recién había sido regado. Detrás de la vivienda, se extendía un enorme cacaotal, donde se podía distinguir una especie de atalaya, era la colca donde se guardan los productos, agrícolas, para una mejor conservación. El patio, estaba atestado de gente: unos oraban, otros cuchicheaban y, por último, algunos simplemente guardaban silencio, como esperando algo que tenía que ocurrir. En el ambiente flotaba una atmósfera de recogimiento y temor. Alfredo y los jóvenes subieron, la rampa de tierra, y llegaron al patio. Los presentes no les dieron ninguna importancia, estaban absortos en sus oraciones, sus conversaciones y sus pensamientos solitarios. El profesor se acercó, a la puerta de la habitación, seguido de sus acompañantes. El interior estaba a oscuras. El fulgor de la luna llena era la única luminosidad que se filtraba, a duras penas, hasta el quicio de la puerta. La ausencia de ventanas, hacía más difícil el ingreso de luz y, por lo tanto, distinguir a las personas ubicadas en el interior. Uno de los jóvenes, recién llegados, encendió una linterna para poder ver.

 —¡MANAQASUKUQKUNA, MANACHANINCHAQKUNA  MANA….SAQRAKUNA! (¡Malcriados!, ¡blasfemos!, ¡descreídos! ¡Diablos!) —Fueron las palabras airadas que salieron, de la habitación, como reacción violenta a la linterna prendida. Como las voces iban en aumento, y con mayor agresividad, hubo que apagar la linterna. De repente un vocerío en la parte del patio llamó la atención.

—¡ HAMUSHANÑAN, HAMUSHANÑAN! (¡Ya viene!, ¡Ya viene!) —exclamaba la gente y caía de rodillas. Simultáneamente el cacaotal empezó a agitarse, haciendo un ruido aterrador, como si fuese presa de un fuerte temporal; sin embargo, no había una brizna de viento. Seguidamente las calaminas empezaron a vibrar: ratatatatatata… con una brusquedad, propia de un intenso movimiento sísmico. La gente, tanto del interior como del patio, con la expresión del pánico en sus rostros, y los ojos desorbitados,  se des hacían en plegarias y ruegos para calmar tan extraño fenómeno.

—ÑAÑAYKUNA TURAYKUNA TAYTACHA (hermanas y hermanos ¡Dios nos acompañe!) —Un sobrecogedor, e indescriptible timbre femenino resonó en el interior causando un silencio, absoluto, entre los presentes. Un sudor frío cubrió el cuerpo de Alfredo y una humedad, viscosa, pegaba la camisa a su cuerpo; una sensación de asombro, y miedo, habían paralizado sus músculos y, acaso, su cerebro. Al escuchar, por primera vez, esa voz había sentido erizarse sus cabellos, mientras por su columna se trasladaba, de la cabeza a los pies, una corriente que -a manera de sobrecarga emotiva- le había fundido todo atisbo de razonamiento.

            —¿Qué es esto profesor?, ¿qué explicación puede darnos de esto? —preguntó, Rodolfo, acercándose al profesor.

 —¿Qué?  ¡No lo sé! ¡Nunca he visto algo parecido! —respondió el profesor agarrándose la cabeza, como tratando de despertar de un mal sueño. Los demás jóvenes se arremolinaron  junto a él, cerca al quicio de la puerta, mientras la voz seguía resonando en el interior.

—¡HAMUSHANIN QANKUNAPAQ  CHANINCHAYCHIS!( ¡Vengo para que crean en mí!) —Fueron  las siguientes palabras que lanzó la espeluznante aparición, cuando  se sintió su presencia en la habitación. El profesor, en su desesperación por saber que pasaba allí, prendió su linterna y enfocó hacia el lugar donde se escuchaba la voz, esperando ver a alguien. Un nudo en la garganta impidió que se le escapara un grito de angustia y temor: ¡Nada! ¡No había cuerpo físico alguno!, solamente  la voz cambiaba de ubicación, cada vez que la trataba de ubicar, jugando con su desconcierto y su miedo. Una serie de imprecaciones salió de la multitud, ante aquel acto, para ellos, sacrílego; pero lo más atemorizante fue la reacción de la voz que, acercándose al lugar donde se prendió la luz, espetó con tono amenazador:

—¿QANKUNACHU NOQAMANTA? ( ¿Ustedes, quieren burlarse de mí?) —Y pronunciando diferentes nombres, entre los que estaban Rodolfo y Ricardo sentenció—: ¡Sichus  kankuna  mana jampiq  wañunankama  onkoyta munankichischu chayka,  mañakuna   chunka unchaupi  Kimsa chunka  yanankuta, Kinsa chunka muchayuskayki maría , Kunan  kallariychis. ( ¡ Si no quieren que les mande una enfermedad incurable, que les cause la muerte,  deberán  rezar en mi nombre, durante 10 días, 30 oraciones del padre nuestro y 30 oraciones del Dios te salve maría, empezando ahora). —Los aludidos balbuceaban, palabras ininteligibles, creyendo estar iniciando su castigo.  Rodolfo y Ricardo, sin dudar un instante, habían caído de rodillas para acompañar a los demás castigados. La voz seguía moviéndose, de un lugar a otro, y entre todo lo que decía manifestaba su preocupación por las injusticias de esta sociedad; por la maldad de la gente que había originado su muerte; por la cercanía del fin del mundo; por la necesidad de hacer una capilla, en ese lugar, dedicado a la Virgen del Carmen ya que ese debería ser un lugar sagrado dedicado solamente al culto.

—¡Benjamín! —dijo la voz con un tono, profundo, que parecía emerger del infierno.

—¿Mamitay? —respondió, sollozando, un hombre entre los asistentes. Por el conocimiento que se tenía había sido compadre de la mujer cuya alma, supuestamente, se encontraba conversando en ese momento con él.

            —¡NOQAN PAMPACHASAYKI IMA MANACHANIN RUWAWASQAYKIMANTA, ICHAQA  ASHQATAN MAÑAKUNAYKI  TAYTACHAQAQ  PANPACHANANPAQ! ( ¡Te perdono, por todo el mal que me hiciste, pero debes rezar mucho para tener el perdón de Dios!)

El hombre, en extrañas convulsiones, explotó en llanto y cayo revolcándose en el suelo. Los gritos de dolor y remordimiento del pobre hombre, de continuar,  pudieran haber helado la sangre del más pintado de los mortales y del más creyente de los allí presentes; pero de pronto, todo quedó en silencio. La voz, tan repentinamente como llegó, desapareció. Dejó de escucharse.

Tal si se hubiese roto un encanto, todos prendieron sus linternas; buscaban algo en el techo, las paredes, los rincones: ¡Nada!

 Como si alguien hubiese dado una orden, salieron disparados en loca carrera hacia la carretera; gritaban y juraban jamás volver a ese lugar. Los jóvenes que acompañaban a Alfredo, lo miraban inquisitoriamente, esperaban que les dijera algo; pero él parecía haber quedado plantado junto a la puerta.

            —¿Profesor! ¿Qué hacemos? —dijo Rodolfo. Alfredo, sacudido de sus pensamientos, respondió pausadamente.

            —Tenemos que irnos jóvenes, esto me parece increíble, nunca lo había visto, ni siquiera escuchado en comentarios; se necesita pensar mucho, para saber de qué se trata; mañana lo conversaremos, ahora, hay que ir a descansar.

El cuarto, que hacía unos minutos estaba hacinado de gente, ahora lucía vacío; en el patio quedaba un hombre, de aspecto famélico, extremadamente delgado; en su rostro huesudo, unas enormes ojeras encerraban una mirada de angustia, miedo y dolor: un alma atormentada.

 

Al día siguiente la noticia de la aparición, era el pan del día en el pueblo. Los comentarios en las tiendas, las pensiones y los hogares trataban sobre la sorprendente aparición del “alma nativa”, nombre con el que se le había bautizado a ese fenómeno fantasmal. El colegio no era la excepción. Era la tercera aparición; sin embargo, había sido la más impactante. El hecho no había pasado desapercibido para el periodismo y las autoridades, tanto de la capital del departamento como de la capital de la república, y pronto, Pan de Azúcar tuvo nuevos visitantes ansiosos de observar el fenómeno de las apariciones. El problema que se les presentaba, a esos observadores, era que no se sabía en qué momento, y cuándo, volvería a aparecer “alma nativa”. El profesor Alfredo, por su parte, ya repuesto de las impresiones que le causara el fenómeno de la aparición, les había prometido, a sus alumnos, encontrar una explicación lógica a los acontecimientos que se estaban presentando. Pensaba, para sus adentros, que si no lo lograba habría que aceptar que un fantasma había vuelto del más allá.

Un hecho distrajo del tema, de alma nativa, a Alfredo. Al terminar las clases del día, Gregorio un estudiante de la comunidad, se acercó a él para invitarlo a una velada que se iba a realizar en su chacra.

—Es algo muy bonito  profesor. Además mi mamá quiere conocer a su esposa. Cómo Ud. está siempre ocupado, me parece que esta es una buena oportunidad.

—Pero, ¿Es esta misma noche?

—Sí, Ud. puede ir a las seis. He hablado con unos amigos para que pasen por usted. —Alfredo sintiéndose comprometido, con tanta gentileza, aceptó.

 

Eran luciérnagas deslizándose, rítmicamente, por el sendero que lleva  hasta la parte baja, del camino a la comunidad de Terebinto. Los faroles, con su tenue luz, apenas dejaban divisar los morenos rostros de sus portadores. De trecho en trecho iban saliendo, de los cacaotales,  nuevos caminantes que se incorporaban al bullicioso cortejo.

—¡Mira!, ¡más luces mamá!— le dice el niño a la esposa de Alfredo.

—Sí, hijito, son los amigos de Gregorio que van a ayudar en la velada.

—¿En la velada?

—Sí hijito

—¿Qué es una velada mamá? —pregunta curiosamente el niño.

—Ahora lo vas a ver. Es un trabajo que se hace en la chacra; pero como se hace de noche le dicen velada. —El niño se queda tranquilo por el momento. Sus pasitos apresurados tratan de igualar la marcha de la comitiva, que se desplaza por el irregular camino. Llegan a un pequeño desvío y siguen por él, saliendo del camino principal. El nuevo sendero los lleva al interior  de un  bosque de cafetos, donde divisan unas luces.

—¿Allí hay una casa mamá? —pregunta el niño.

—Sí, hijito, allí vive Gregorio. —A la luz de un petromax se distingue, entre el follaje, un grupo de personas compartiendo en un pequeño matukancha. Frente a ellos hay una modesta casa de adobes y techo de paja. Dos mujeres entran y salen, inquietamente, repartiendo ponche a los presentes. Un bullicioso “chusquito” sale al encuentro de los recién llegados, ladrando estridentemente, que hasta el momento suman unas veinte personas.

—¡Mamitay, que suerte que hayas venido, señoracha! Siquiera así me visitas ¡Pasa mamita linda! —Quien así ha recibido, a la esposa de Alfredo, es Saturnina Atapaucar la mamá de Gregorio. Se deshace en atenciones con Catalina y sus dos pequeños hijos. Los hace sentarse a la mesa cerca al fogón, que los niños miran con curiosidad.

—¡Así vivimos en el campo mamita! —Saturnina, parada frente al fogón pasea la mirada por las paredes de su humilde cocina, cuyas paredes ennegrecidas por el humo de la leña,  restan la luminosidad de los mecheros

—Es bonito —responde Catalina—, sobre todo ese ambiente de paz y tranquilidad que nos da la naturaleza

—Hoy estamos haciendo ayni, porque nos está ganando la cosecha, el café  se está echando. Hay que aprovechar lo más que se pueda

—¡Madre!, ya voy a entrar con la gente —interrumpe Gregorio, que ha entrado a la cocina.

—Sí hijo está bien ¿Cuántos petromax hay?

—Cuatro, pero con los faroles se completa, hay 30 mamá, te aviso por…

—¿Sí hijo ya lo sé, anda nomas!

Saturnina no dejó terminar a Gregorio, por la vergüenza de permitir, delante de Catalina, que su hijo le dijera cuantas raciones debería cocinar. Gregorio se interna en el cafetal, con las personas, y las ubica en las áreas respectivas para iniciar el trabajo.

A la luz de las lámparas brillan los rojizos frutos, arrancados de sus ramas y colocados en el morral de los labradores. Dos hombres iban recolectando lo cosechado, en sendos costales, y llevándolo a una máquina apostada, expresamente, en un ángulo del matukancha. Allí otros dos hombres, uno echando agua y el otro accionando la máquina, iban pelando el café despojándolo de su roja cubierta.  En el interior de la chacra el bullicio era mayúsculo, el trabajo se acompañaba de un ambiente festivo sumamente agradable. Alfredo estaba muy emocionado, nunca había visto ese tipo de actividad laboral, ni la forma en que se realizaba. La mayoría de los participantes, amigos de Gregorio, eran estudiantes del colegio. Alfredo comprendió, viendo ahora, porqué a veces no cumplían con las tareas que se les dejaba: estudiaban y ayudaban en el trabajo de los padres. Las horas transcurrían sin sentirse. Entre bromas, y anécdotas, el sueño y el cansancio no aparecían; por supuesto que uno de los temas que más se trataba era el de “alma nativa”, sobre el cual, se hacían toda clase de comentarios y bromas.

 Estaban en plena actividad cuando se escuchó un silbato. Era la una de la mañana y se estaba dando la señal que la velada había terminado. Hombres y mujeres dejaron la labor y, lentamente, iban  llegando al matukancha. En el centro de él, Saturnina Atapaucar y dos mujeres más, los esperaban con un perol humeante de caldo de gallina. Conforme llegaban iban recibiendo su plato de caldo. Una exquisita presa de gallina, de casa, acompañada de su moraya, su uncucha y su yuca era el ingrediente perfecto para concluir tan acogedora actividad. Los niños de Catalina sentados en el suelo del matukancha, protegidos por “Guardián” el chusquito de la casa, saboreaban una presa que cogían con sus manos sin reparar en nada de lo que los rodeaba. Las bromas continuaron en el matukancha. Doña Saturnina les agradeció, la ayuda, y se comprometió con todos a retribuir el ayni. Conforme terminaban, su cena, se iban agrupando para acompañarse en el camino, de acuerdo al lugar donde se dirigían.

—¿Ya nos vamos mamá? —preguntó la niña.

—Sí, hijita, pero aún tengo que ayudar a la señora Atapaucar.

—¿Yo en que te ayudo?

—¡No hijita, tú no!, pero no te vayas a alejar de tu hermano.

—Mamá dile a la señora que nos regale el perrito —dice inocentemente la niña.

—¡No!, eso no se puede, el perrito cuida la casa de la señora. Ya vuelvo. —Catalina se aleja en dirección a la cocina, dejando a la niña en divertido juego con su hermano y “guardián. Luego de un momento salen las cuatro mujeres, de la cocina, un grupo de personas está esperando, con Alfredo entre ellos. Se despiden de los dueños de casa y emprenden el retorno.

—¡Hasta más tarde profesor! —se escucha la voz de Gregorio.

La procesión de faroles se dirige, ahora de subida, en dirección al pueblo. En el trayecto van desapareciendo, en la espesura del monte, algunos faroles en los mismos lugares donde, horas antes, aparecieron. Por fin, a las tres de la mañana, se estaban acostando los niños después de una hermosa, y para ellos divertida, experiencia.

 

En los días que siguieron Alfredo dedicó gran parte de su tiempo en dilucidar el tema de “alma Nativa”. Para tal circunstancia conversó, con cuanto vecino estuviese a su alcance, especialmente con los de mayor edad; visitó los alrededores de Pan de Azúcar y habló con los tenientes gobernadores y autoridades del sindicato de campesinos, así como con las mujeres de la zona. Finalmente, recopiló la siguiente información: En la casa de las apariciones había vivido un matrimonio, siendo la esposa Natividad Huamán y Leandro Guzmán el esposo. Fue un matrimonio normal y, ambos conyugues, se llevaban en buenos términos; sin embargo, Natividad se hizo conocida por no ser muy respetuosa de la fidelidad conyugal. Se dice que había tenido muchos amoríos, extraconyugales, lo cual en sí ya era gravísimo, si se tiene en cuenta el carácter profundamente religioso y moral de las comunidades de la zona. Aunque, muchas veces, religión y moral están algo contaminadas de superstición, estos hechos, ya le había acarreado la antipatía, e incluso el repudio de las mujeres del lugar; pero, Natividad, pasó todo límite permisible cuando cayó en los brazos de su compadre Benjamín que, según se dice, era un apuesto mozo muy enamorador. La esposa, ofendida, organizó la desgracia de la infortunada Natividad. Reunió a las mujeres que, de alguna manera, habían sido agraviadas y le tendieron una celada. Recogieron ají “marate”, en una cantidad considerable; lo molieron con pepa y cascara y esperaron a que Natividad baje al río a lavar ropa. Cuando ésta así lo hizo, la cogieron, la desnudaron y le rellenaron la vagina con el “marate” molido, amén de la golpiza que le dieron, dejándola inconsciente. La consecuencia no se hizo esperar porque, Natividad, cayó enferma de gravedad, tanto por la golpiza recibida como por la infección generalizada, que le produjo el ají molido introducido en su vagina. En esos lugares, donde la atención médica era casi imposible, así como por las circunstancias en que se presentaron los acontecimientos, murió Natividad presa de terribles sufrimientos. En su lecho de muerte, prometió que volvería para vengarse de todos aquellos que le habían hecho daño: hombres, de falsas promesas, y mujeres, despiadadas. Habían pasado 15 años y, Natividad Huamán, había vuelto. Sus primeras manifestaciones fueron tocar la puerta y llamar a su esposo el cual, cada vez que habría y salía, no encontraba a nadie. Todo esto, ocurría a la medianoche. Leandro, se volvió taciturno, ya no conversaba con sus amigos, ni visitaba a nadie. Se iba consumiendo, poco a poco. No podía dormir bien, en las noches, y, en el día, debería ir a trabajar en el campo. Por aquel entonces, los sindicatos campesinos tenían una gran injerencia en la vida de sus asociados, incluso en temas tan delicados como la vida íntima. Leandro, agobiado por su problema, y sin salida posible, recurrió al sindicato y en la asamblea del día domingo expuso su caso. Los asambleístas, entre burlones e incrédulos, escucharon la versión de Leandro. El secretario general, aunque no convencido totalmente de las afirmaciones de Leandro, decidió darle ayuda. Se nombró a un miembro, del sindicato, para que lo acompañe por las noches. Entonces ocurrió algo extraordinario. Al filo de la medianoche, las calaminas de la casa empezaron a temblar, mientras afuera una voz se escuchaba:

—¿Leandro por qué no quieres venir a mí? —El campesino acompañante de Leandro inmediatamente se puso de pie y, machete en mano, abrió la puerta. Afuera, a pesar que se escuchaba la voz, no se veía algo o alguien; el hombre sintió que las piernas se le aflojaban y el miedo iba invadiendo todo su ser. Leandro, por su parte, ya estaba de pie junto a su compañero.

—¡Así ocurre todas las noches compañero! —El campesino acompañante de Leandro, controlando a duras penas su miedo, le pone la mano sobre el hombro y fija su mirada en él.

            —¡Aquí no podemos permanecer compañero, es preferible que nos vayamos a mi casa, mañana informare al compañero secretario general. —Leandro sin fuerzas, para oponer algún argumento a la propuesta, asintió con la cabeza y, ambos, emprendieron el recorrido del sendero que lleva a la carretera. A sus espaldas seguía el estribillo:

—¿Leandro por qué no quieres venir a mí ?

 Así había empezado el calvario, del pobre Leandro, después de 15 años de perder a su esposa.

 

Alfredo se enteró, por sus alumnos, que siguieron otras apariciones de “alma nativa”. En todas ellas, se remarcaba la necesidad de convertir el lugar en una capilla, por ser un lugar sagrado, que debería dedicarse a la oración. En el lugar, se hicieron presentes investigadores de fenómenos paranormales, así como miembros del servicio de inteligencia, del ejército y la policía, además del enjambre de periodistas que se desesperaban por cubrir las incidencias del fenómeno “alma nativa”; sin embargo, habrían de quedar todos frustrados, porque después de dos semanas de repetirse los hechos, el fenómeno jamás volvió a aparecer. Se dieron muchas explicaciones sobre el origen de estos eventos: ¡Es una advertencia divina! , decían unos; ¡Al diablo se le escapó un condenado, pero lo ha vuelto a capturar! , decían otros; ¡Es un condenado que nunca va a tener paz mientras no se construya la capilla!, se escuchaba en boca de otros tantos. He aquí una explicación que, a la luz de las circunstancias y las averiguaciones posteriores, ensayó el profesor Alfredo para trasmitir a sus alumnos: Cuando el rey de España Carlos III, en el año de 1767, ordena la expulsión de los Jesuitas del virreinato del Perú, en el decreto señalaba que fuesen expatriados en el momento que se les ubicase, solamente con la ropa que llevaban puesta, sin ningún otro bien material. Los jesuitas tenían grandes posesiones en el Perú. En sus templos, y conventos, guardaban celosamente infinidad de reliquias de oro y plata, que por ser de esos metales, valían una gran fortuna. Aunque el decreto tenía rigor de secreto, la noticia se filtró y llegó a oídos de los Jesuitas antes que el mismo decreto. Cuando la noticia llegó al Cusco, los Jesuitas, decidieron juntar todos sus bienes metálicos y fundirlos en lingotes para poderlos trasladar fuera del país. Pretendían de esa manera no dejar sus riquezas en poder de los virreinales. Seleccionaron a jóvenes frailes, de entera confianza, que deberían llevar una recua de 200 mulas cargadas con lingotes de oro y plata.  Se sacaría esa carga por el Amazonas. Cuando la caravana partió, la infidelidad, o inocencia en la conversación de uno de los frailes del Cusco, enteró a las autoridades españolas, las que inmediatamente dispusieron una partida que siguiese y dé alcance a los fugitivos.  Los frailes fueron alcanzados en Quillabamba, pero, la carga había desaparecido. A pesar de las torturas a que fueron sometidos, los frailes, éstos jamás divulgaron el destino de los lingotes; por lo que fueron ahorcados en ese lugar. Los virreinales jamás encontraron el oro, pero, por algunos indicios, producto de las torturas aplicadas a los frailes, se cree que pueden estar en alguno de estos tres lugares de La Convención: Potrero, Chaco Huayanay o Pan de Azúcar.

Resulta que una autoridad del pueblo, muy amante de la lectura, se había dedicado a investigar esta realidad histórica, y, había llegado a la conclusión que, el cargamento en cuestión, fue  enterrado en Pan de Azúcar; pero, el lugar estaba ocupado, y en posesión de Leandro Guzmán; por lo que, entrando en contacto con personas, de suma confianza, a las cuales enteró de la situación, planifico todo un sofisticado plan para sacar del lugar al propietario, o al menos tener la oportunidad de cavar, con el pretexto de la construcción de una capilla. La vida licenciosa, de la difunta, les daba el tema perfecto para montar el entramado. Se valieron de receptores- transmisores diminutos, utilizados por gente infiltrada entre los concurrentes, hilos de metal finísimo para el movimiento del cacaotal y las calaminas, poleas y motores con silenciador a cierta distancia de la casa y un técnico que operaba en la Colca ubicada al costado de la casa. El carácter supersticioso de la población, referente a los temas de ultratumba, favoreció los planes. Sin embargo, cuando aparecieron los periodistas y los servicios de inteligencia, el temor los hizo retractarse de sus intenciones. Aunque se señaló a algunas personas, como protagonistas de estos eventos, la falta de pruebas y lo increíble de la sofisticación de un plan de esta naturaleza, es esas regiones, hizo que todo quede como una anécdota en el imaginario colectivo del pueblo. Esa fue la explicación que el profesor Alfredo dio a sus alumnos. Si le creyeron a no ¿Quién sabe?  Puede ser que alguno de ellos esté en este momento planificando la forma de apropiarse de ese cargamento de oro y plata perdido ¿Quién sabe?


Mg. Luis Alberto Flores Castillo












                                             


MEMORIA DE UNA EPOPEYA INVISIBLE






PREFACIO

 

            Existen personas, acciones y cosas con las cuales alternamos el día a día, muchas veces forman parte de nuestro entorno; y sin embargo, no nos damos cuenta de su existencia. Están allí, pero no las vemos.

           Una persona joven, está sentada en el bus y sube una anciana. Lo ideal sería que esa persona se ponga de pie y ceda el asiento. No lo hace. ¿Nos llama la atención?, tal vez al comienzo. Lo toleramos y nos acostumbramos a ello hasta tomarlo como parte del comportamiento común. Se hizo invisible a nuestro razonamiento.

            Un mendigo en la calle, ¿alguna vez nos ha preocupado su nombre o su procedencia?, ¿alguna vez nos ha interesado su estado de salud?, nos tropezamos a menudo con él, pero “no lo vemos”. Es parte de los invisibles.

            Cuántas veces hemos estado rodeados, en el Banco de la Nación, por jubilados que cubren, bajo su resignación, la frustración y desilusión por sus míseras pensiones y la impotencia de no poder trabajar por el límite de edad. Sabemos que están allí y de sus necesidades, pero, al igual que en el comportamiento del bus, es algo que el aval del sistema social permite castrando la capacidad de reacción de la colectividad. Lo ha hecho invisible

            Podríamos preguntarnos, ¿qué es lo que convirtió en invisibles esos fenómenos sociales?, y tal vez nunca tendríamos la respuesta adecuada, que satisfaga esta inquietud. Habrán muchos criterios, muchas opiniones, cada cual con muy autorizados fundamentos; pero, muy diferentes entre sí. Lo que siempre quedará como una realidad meridiana es la causa que origina esas opiniones: la vigencia de la invisibilidad que envuelve muchos aspectos  de nuestra vida social.  

           Cuando a mediados de marzo del presente 2019 leía los periódicos y escuchaba los noticieros, me llamaron la atención los informes, respecto al conflicto desarrollado en las Bambas, por algo muy especial. Sentí revivir, en mi mente, viejos recuerdos de un mundo en el cual tuve la suerte de vivir, en algún momento de mi existencia. Eran los mismos escenarios; distintos actores; tal vez, diferentes conflictos; diferente época. Habían cambiado muchas cosas; lo que no había cambiado era el carácter “invisible” del factor humano que puebla esas tierras. Del hombre y sus vivencias; del hombre y su su  historia. En el decir de Aurelio Fernández, hay un mundo “en esas quebradas, en esas punas inhóspitas…” es el mundo “de aquellos que nacieron esclavos de la miseria y aún no pueden liberarse de ella”. Los habitantes de ese mundo viven  entre nosotros. Transitan por Abancay, Cuzco, Andahuaylas y otros lugares. Están allí pero se han hecho invisibles para nuestra cosmovisión. Es como si no existieran, a pesar que como dice Juana, la esposa de Jacinto Huallpa, en su desesperación: “nosotros también vivimos…sentimos, queremos, deseamos y también odiamos”.

            El tiempo fue pasando y la idea se hizo cada vez más clara en mi mente. ¿Por qué no escribir algo sobre esas tierras y sus hombres? Hombres forjados en el rigor de un escenario que les dio un espíritu indomable. Hombres que, con un valor a toda prueba, son capaces de acciones que fácilmente ingresan al campo de la leyenda. Me dije que sí era posible, realizar tal tarea. Es así como empiezo a organizar las ideas que dieron como resultado “MEMORIAS DE UNA EPOPEYA INVISIBLE”.

            Una historia en la que, como en toda creación literaria novelesca, realidad y fantasía corren en paralelo, puesto que mi intención no es hacer una crónica histórica; sin embargo, hay momentos narrativos en los que la verosimilitud de la fantasía queda superada, por hechos reales que parecen obedecer a un guion  de las tragedias griegas.

            La obra es un intento de pasar esa barrera invisible que nos pone la discriminación y/o la indiferencia, penetrar en la cosmovisión andina y poder sentir sus tristezas y alegrías; sus sentimientos y pasiones; el orgullo por sus tradiciones; el respeto irrestricto por sus manifestaciones religiosas; la confianza en su justicia ancestral.

            Cuando empecé a desarrollar el trabajo una de las dificultades con las cuales me enfrenté fue la traducción de los párrafos en Quechua. Ello fue superado gracias a la valiosa colaboración de dos colegas docentes, Maruja Díaz Zanabria y Mario Delgado Daza. En cuanto a las tradiciones y costumbres; así como parte de las referencias geográficas  son producto de la información recogida de pobladores de Coillurqui y la reminiscencia de las experiencias vividas por el  autor.

            Finalmente cabe anotar que quien ha visitado los andes, cusqueños y apurimeños, sabe que el desesperanzado, el desplazado, el abigeo, el ávido de justicia no es solo el Jacinto Huallpa, el Facundo Yucra, o la Matilde Gonza Chuquitaipe  de la obra, es un tipo de ser humano que está allí, en los andes. No se le quiere ver; pero él está en las quebradas de sus macizos; en las mesetas alto andinas; en los valles de sus torrentosos ríos, y,  sigue esperando… y esperando…

 

           

       

                  

 

 

INDICE

 

I.- UN PASADO DIFICIL, UN FUTURO INCIERTO *………………  …………6

II.- ÑAHUINLLA*…………………………………………………………  ………15

III.- EL ABIGÉO JACINTO HUALLPA *…………………………………… …….. 25

IV.- UNA DECISIÓN FATAL *………………………………………………… ….. 29

V.- LA NECROPSIA *………………………………………………………… … 36

VI.- LOS JINETES DE LA PUNA *……………………………………………… .. 42

VII.- NUEVAS EXPERIENCIAS, NUEVOS AMIGOS *……..…………………… 49

VIII.- UN ANIVERSARIO EXCEPCIONAL Y UNA ACTIVIDAD COMUNAL.*.69

IX.- SENTIMIENTOS ENCONTRADOS *…………………………………  …….. 94

X.- LA AGUADA MISTERIOSA *……………………………………………     ….101

XI.- OTRA VEZ ÑAHUINLLA…*………………………………………………. 112

XII.- UN EPISODIO INCONFESABLE…*…………………………………….. 133

XIII.- UN ANIVERSARIO AMIGO Y UNA EXCURSIÓN ESCOLAR *………. 142

XIV.- UNAS ROSAS Y  *…, …………………………………………………..  160

XV.- CUANDO  SE MUEVEN LOS HILOS DEL DESTINO  *………………..  170

EPILOGO  *… …………………………………………………………………..   191

 


 

           

               I.   UN PASADO DIFÍCIL, UN FUTURO INCIERTO

 

—Pero, ¿por qué 10 soles?  ¿Por qué mi sueldo no es completo? Ya he pagado toda mi deuda.

—No, no es cierto, debes aún 300 soles, más la cuenta de lo que tu mujer sacó esta semana. ¡No seas conchudo indio de mierda! —El pagador, y empleado de confianza, de la empresa se toma un respiro y continúa—, si quieres terminar, de pagar, tendrás que traer a tu hijo para que te ayude, ya está en edad de trabajar.

—Es muy guagua[1] todavía papay[2].

—Allá tú problema, ¡El siguiente! —Cabizbajo se retira, el trabajador, y se encamina a la salida del galpón, mientras otro ocupa su lugar. Los hombres, que se encuentran esperando su turno, han escuchado claramente las expresiones de don Gerónimo Robles, el pagador de la empresa.

—Muchos estamos en la misma situación —dice uno de ellos

—Yo creo que no son muchos, sino, todos los que estamos en esta fila. Nunca terminamos de pagar. —Le llega el turno a un joven de unos 22 años que se acerca conversando, animosamente, con otro trabajador. El pagador, al verlo, revisa su lista.

—A ver, a ver,  acá está, Agustín Vilcapoma —dice poniendo uno de sus dedos sobre el nombre que aparece en la relación—. ¡Oye ¡ ¿ Tú cómo vives?  No tienes ninguna cuenta de la mercantil.

—Me cuido de no hacerlo, don Gerónimo, no puedo gastar más de lo necesario.

—Pero aquí, nosotros vendemos lo necesario, ya es tiempo que nos visites. Toma, tu paga completa.

—Seguramente lo visitaré don Gerónimo. —Guardando su dinero, en el bolsillo, Agustín da media vuelta y se retira en dirección a la puerta.

—A ver, el siguiente, ¿nombre?

—Jacinto Huallpa —dice, el interrogado, secamente.

—Tú tampoco tienes deudas, debe ser porque eres nuevo. Toma, paga completa. —El trabajador recibe el dinero, toma la dirección de la puerta y se encuentra con Agustín que lo está esperando.

—Le invito una copa amigo, festejemos su primer mes en el trabajo. Le invito un trago.  —Le dice a Jacinto al verlo acercarse.

—Que sea uno usted y uno yo, amigo, para estar parejos. Lo que yo no sé es donde podría ser, porque por acá no veo ninguna cantina. El pueblo más cercano está a una hora, y eso, caminando bien.

—Cuando uno busca siempre encuentra amigo. Esto solamente algunos, conocemos. —Acercándose a Jacinto le dice al oído—: la mujer del “saqra[3]” vende licor para llevar.

—¿Cierto?

—Cierto, ahora que si se portan bien los atiende en la misma casa. Nosotros nos portamos bien, ¿no?

—Sí, claro, me parece bien. —conversando, sobre diversos temas, llegaron a una casa ubicada casi al final del campamento. Después de algunos suaves golpes, sobre la puerta de calamina, apareció una mujer de unos treinta años de edad, bastante descuidada en su asear y vestir. Sus polleras estaban ennegrecidas por carbón y grasa.

—¡Don Agustín! Buenas tardes ¿En qué le puedo servir?

—¿Nos puede servir unos traguitos, adentro? —dijo Agustín

—Bueno, todavía no ha venido nadie hoy, así que, no hay problema, pasen. .—Los recién llegados ingresan al interior donde hay una mesita de madera, junto a unos “pollos” [4]de barro, sobre los cuales la mujer pone unos cueros de carnero—.Tomen asiento wiracochas[5].

—Una cuartita[6] de caña doña Paulina. —La mujer, ante el pedido de Agustín, se dirige al interior y regresa con un envase y una copita—. ¿Qué te parece este trabajo Jacinto?

—Es bastante recio Agustín, la paga no es la que yo esperaba, pero sobre todo la forma en que se trabaja.

—Bueno, sobre el sueldo, es mejor que nada, ¿no?  Sobre, las condiciones de trabajo, te digo, por experiencia personal, que en estas pequeñas empresas no encontrarás comodidades. Cuando recién llegué fui a trabajar a “la Hondonada” y, más que un centro de trabajo, parecía el camino al infierno.

—¿Por qué camino al infierno?

—Porque da esa impresión. Para empezar, en el socavón, hay que trabajar sobre agua.

—¿Sobre agua? ¿De dónde sale el agua?

—Por filtración o yo que sé, si no tienes botas, y que la mayoría no las tiene, estás jodido. El aire es nauseabundo, porque no hay túneles de ventilación, después del turno terminas vomitando; tragas tanto polvillo de metal, que terminas con esa enfermedad que le llaman silicosis. Si no comes bien, que es lo que siempre ocurre, terminas tuberculoso.

—Pero ¿Cómo aguantaste trabajar allí? —pregunta Jacinto preocupado.

—Por las razones que ya te expliqué la otra vez, Jacinto. —Agustín llena la  copa, se queda mirando el contenido, y recuerda haberle contado a Jacinto sus secretos y las razones por las que llegó allí. Levanta la copa y bebe, luego entrega la copa a Jacinto—. Al que lo captan, para trabajar en esa mina, difícilmente sale de allí; si debes, y te escapas, te hacen buscar con los capataces, te apalean y te hacen volver. He visto hacerlo

—¿Pero entonces, cómo saliste de allí?

—Conocí a unas personas, por medio del “saqra” Eleuterio, que me facilitaron el dinero con qué pagar, las supuestas deudas que había contraído; lógicamente, a cambio de hacerles algunos favores.

—¿Qué favores?

—Dejémoslo allí Jacinto, tú eres una buena persona, Matilde también lo cree así, es por eso que hemos decidido aceptar tu propuesta para apadrinar a Chavelita. Nos daría mucho gusto. —Se queda pensativo un momento y luego reanuda la charla—. Debes conseguirte unas botas.

—¿Unas botas, para qué? No estoy acostumbrado a usarlas; además con los gastos que hay en casa, ¿cómo las compraría?

—Son necesarias, de repente te ponen con la gente de la molienda.

—Sí, puede ser que me lleven allí, a la lomada, donde muelen el mineral. Pero ¿Para qué las botas?

—Porque, para separar el mineral, utilizan el mercurio, y,  la Qollota[7]de la Tacana[8] hay que moverla con los pies. Si los pies no están cubiertos, la gente se va envenenando, poco a poco.

—Yo he visto que todos trabajan, como yo, con ojotas.

—Porque no tienen para comprar botas y porque necesitan trabajar, aunque los manden a la lomada. —Jacinto se queda pensativo, después de escuchar a Agustín. El no conocía las cosas de la mina, pero confiaba en él; si decía que los estaban matando lentamente, por las condiciones en que se trabajaba, tenía que ser cierto. Entonces ¿Qué hacer?—. ¿En qué piensas Jacinto?

—Hay muchas cosas en qué pensar. Tú hablas bien el idioma de los mistis, conoces cosas que yo no conozco, yo apenas hablo tu idioma y por eso no tengo muchas oportunidades de donde escoger, pero tú sí ¿Por qué aguantas esto?, ¿por qué no buscas algo mejor?

            —Por lo que ya te he dicho en otra oportunidad, Jacinto; pero hablemos de otras cosas, como por ejemplo, dime, el bautizo lo hacemos en el pueblo o viajamos al Cusco. No sé si lo sabes, pero, hay que hacer algunos trámites y eso lleva tiempo. —El rostro de Jacinto se iluminó, y, una amplia sonrisa enmarcó sus palabras.

—En el pueblo nomás Agustín, para Cusco se necesita más tiempo y dinero. —Siguieron conversando sobre el tema, entre bromas y anécdotas, después de todo era día de pago. Jacinto Huallpa había recibido su primer sueldo y se sentía feliz. Cuando se terminó la cuarta de aguardiente, Jacinto, quiso comprar su parte como lo había prometido, pero Agustín no se lo permitió.

—Me parece que así nomás está bien, Jacinto, tienes muchos gastos y es el primer dinero que tienes en mucho tiempo.

—No me parece Agustín, pero, si así lo quieres. —Ambos se miran y asienten con la cabeza, se despiden de Paulina y salen del lugar. El camino es de bromas y tomaduras de pelo, hay alegría; al llegar, al centro del campamento, se despiden y retornan a sus respectivos hogares.

            El campamento minero es un conjunto de casas, sin ningún orden, ubicadas en una planicie, a 200 metros del socavón; el predio es propiedad de Juan Ríos Buenaventura y Antonio Rivas Delgado dos jóvenes inversionistas que, siguiendo sus sueños empresariales, habían llegado buscando una actividad, que tuviese bajos costos y grandes ganancias, como todo empresario. Compraron unos terrenos, con la intención de dedicarse a la crianza de camélidos[9], en la sierra sur. Al tratar de implementar la mencionada actividad, se dieron cuenta que estaban, en una zona, donde los minerales estaban a flor de tierra y, lo que es más, se podía contar con mano de obra muy barata por las condiciones económicas de la zona. Hechos los análisis correspondientes, de su predio, el resultado no pudo ser más propicio, bajo el suelo había un gran yacimiento polimetálico. Se hizo el cambio de giro, y, se procedió a formar el equipo necesario. Había que buscar empleados, a la medida de sus pretensiones; encontraron uno de ellos en la persona de Gerónimo Robles, un individuo, que sin terminar sus estudios de administración, sucumbió a la tentación de integrar la plana de confianza con un jugoso sueldo. Dicho personaje desde un inicio mostró, por una parte, una perruna fidelidad hacia los dueños de la empresa y, por otra, un trato inhumano con el sector laboral, integrado mayormente, por indígenas quechua hablantes empobrecidos.

 

            Fueron pasando los días, poco a poco, y Jacinto Huallpa se fue familiarizando cada vez más con el trabajo minero: Pronto se dio cuenta que las condiciones inhumanas de trabajo, de las cuales hablaba Agustín, se daban no sólo en la “Hondonada”, sino también allí; no obstante era la única alternativa, que por el momento tenía, para mantener a su familia.

 

            El nombre de “mercantil” resultaba ser un título, muy generoso, para un depósito de comestibles ubicado en el centro del campamento; sin embargo, generalmente, se encontraba muy concurrido, era el único centro de abastecimiento en muchos kilómetros a la redonda; pero, además, ocurría algo propio de la zona, si alguien quería abastecerse en el pueblo, no encontraba cosas que la empresa traía directamente del Cusco, claro que a precios bastante elevados. Ese día Matilde, por sugerencia de Agustín, llegó a comprar algunas provisiones al centro comercial; la acompañaba, como de costumbre cada vez que salía de su casa, su pequeño hijo Rosendo. Al llegar, el niño, se quedó mirando a unos pequeños que jugaban,  en un charco, frente a la entrada

—Me esperas, ¡no te vayas a ir de aquí Rosendo! —dijo, Matilde,  entrando al local. En la puerta se encontraba el “saqra” Eleuterio que la saludó cuando ella ingresaba, luego, volvió la mirada hacia un hombrecito que llegaba

—Oye “borrao” [10]—Le dijo—. Mañana llega carne fresca, y es de primera, pasa la voz a la gente; para los clientes va a ver rebaja. —El recién llegado levantó la cara y lo miró

—Está bueno, ¿será cierto?, el otro día nos engañaste. —Y siguió su paso.

 El “saqra” no se movió de la puerta y siguió repitiendo lo mismo, a los que pasaban, sobre la carne fresca que llegaría al día siguiente. El pequeño Rosendo había estado escuchando atentamente los diálogos, entre el “saqra” y sus compañeros de trabajo. Pensó que era una buena oportunidad para que, en su casa también, se comiese carne fresca de primera; sin embargo el juego, con sus improvisados amigos, pronto lo hizo olvidar todo, hasta las indicaciones de su madre.

—¡Rosendo! ¡Te dije que no te movieses de la puerta! ¡Mira como están esos pantalones! Dios, estás todo embarrado, te puede hacer mal con este frío, vamos rápido a la casa, hay que cambiarte. —Agarró a su hijo de la mano y emprendió el camino, esquivando las pequeñas charcas que había dejado la lluvia; sin embargo, no logró evitar que el filo de su pollera se fuese mojando, poco a poco, al contacto fugaz del agua del camino.

Llegó la noche y con ella Agustín, que retornaba de sus labores en la mina. Matilde solícita, como siempre, le dio la bienvenida. Le alcanzó agua tibia para su aseo y le acomodó, en la mesa, un lugar para que pueda disfrutar de sus alimentos. Siempre se los conservaba en las brasas de la cocina de barro que, para tal efecto, construyo Agustín. Cuando Rosendo vio a su padre, sentado a la mesa, recordó las conversaciones escuchadas en la mercantil.

—Padre, dice don “saqra” que mañana va a llegar carne fresca

 Agustín se sobresaltó con las palabras de Rosendo, levantó la cara y un notorio rubor cubrió sus mejillas.

—¿Que? ¿Dónde has escuchado eso?

—En La mercantil papá, el señor “saqra” estaba conversando con otros señores —continuó hablando el niño.

—Rosendo —intervino Matilde—, cuantas veces te he dicho que no es el señor “saqra”, se llama Eleuterio. Tienes que tener respeto y no hablar con apodos.

—Disculpa mamá, no lo volveré a hacer; pero si papá no puede hacer las compras, yo puedo ir contigo. —Se interrumpió como recordando algo y añadió—, además, el señor dijo que era carne de primera y que para los clientes habría rebaja. Nosotros somos clientes ¿no mamá?

Para Matilde no pasó desapercibida la sorpresa que a Agustín le había causado la noticia de la carne, ni la expresión de incomodidad que había interrumpido su comida.

—¿Qué pasa Agustín?  ¿No es buena carne? —preguntó aumentando la incomodidad de Agustín.

—No mujer, ya hablaremos de eso, ahora déjame terminar la comida y después hablamos. —Rosendo se había acercado a su padre y éste acarició sus cabellos con ternura.

Terminada su cena, Agustín, invitó a Matilde a salir a la calle; una vez allí, trató de explicar lo más adecuadamente posible el sentido de la conversación que había escuchado Rosendo. Le dijo como, cada cierto tiempo, llegaba al campamento un grupo de prostitutas, por gestión de la empresa; aunque algunos consideraban que, ese, era uno más de los negocios del “Saqra” Eleuterio. Era un secreto a voces que, cuando Eleuterio estaba avisando de la llegada de carne fresca, se estaba refiriendo a la llegada de las prostitutas. Eso era lo que, sin saber ni querer, había escuchado Rosendo. Matilde escucho atentamente el relato y, cuando terminó Agustín, lanzó una estridente carcajada.

—¿De modo que mi Rosendo no va a comer carne mañana? 

—¡No Matilde!, de todas maneras, tú mañana vas a la mercantil. Algo debe haber allí, no quiero que se sienta defraudado. —Tomó del brazo a su compañera y la llevó al interior, Matilde, seguía riendo entre dientes—, así que esas cosas existen acá, y tú, no me vas a decir que has estado yendo cuando llega la carne fresca.

—¡No, Matilde, no! —Encara, Agustín, el rostro de su mujer y, ésta, le devuelve una mirada burlona y maliciosa. Se sientan en la mesa y Matilde cambia de tema preguntando, primero, sobre temas de su trabajo, después, se enfrascan en el asunto del bautizo de la hija de Jacinto Huallpa. De esa manera quedó, sólo como una anécdota familiar, lo escuchado por Rosendo sobre la carne fresca.

           

Era un día lluvioso, aquel, sobre los cerros aledaños todavía se veía la nieve que había caído la noche anterior, en el campamento minero se mantenía la rutina habitual. Agustín y Jacinto, saliendo de su turno de labor, se encontraron en la boca del socavón, se saludaron y salieron en dirección al campamento. Habían caminado unos cien metros cuando un bullicio en la boca del túnel los hizo volverse

—¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! ¡El chinchilico[11] ha vuelto! —gritaba un hombre mientras corría en dirección a ellos. Al acercarse pudieron ver el rostro, del enloquecido hombre, transformado por el terror. Pasó, sin siquiera mirarlos, chapoteando sobre los charcos en dirección al campamento. Un grupo de hombres venía, saliendo del socavón, haciendo un griterío infernal y llevando en una manta el cuerpo de un hombre.

—¿Qué es? —preguntó en voz alta Agustín cuando el grupo estaba cerca. Un hombre del gentío se adelantó.

—¡El chinchilico, es el chinchilico!  ¡El chinchilico lo ha “chupao”! ¡Lo hemos “encontrao” botando sangre!

—¡Seguro tenía un pacto con el chinchilico y no ha “cumpliu”! —decía otro.

—¡Su mujer iba parir, el chinchilico quería su hijo, por eso lo a “matau”! —dice casi gritando un anciano que sostenía un extremo de la manta. Agustín y Jacinto se acercan dónde está el hombre sobre la manta, y lo que observan es un guiñapo, extremadamente flaco y mojado por la sangre que ha arrojado por la boca. Rápidamente se llenó de gente el lugar y la versión, que el chinchilico había chupado la vida de un hombre, se daba como un hecho real y consumado entre los presentes. Agustín jaló a Jacinto, de un brazo, y lo alejó del centro del tumulto.

            —Ven —dijo—, alejémonos un poco porque no tardan en llegar los funcionarios y no les gusta estos alborotos.

—¿Pero qué piensas de esto? ¿Qué dices de lo ocurrido? ¿Crees que de verdad es el chinchilico?—preguntó Jacinto.

—¿Conoces la historia del chinchilico? Te confieso que aunque no sé nada de quechua he llegado a conocer algunas cosas. Ahorita todos están pensando, esas situaciones raras, que su mujer iba a tener un hijo, el hombre hizo un trato con el chinchilico por oro y no lo cumplió.

—Oye, esas son cojudeces, mis paisanos le dicen Muki, y, claro, dicen que se alimenta de los recién nacidos, les gusta la carne humana de las guaguas. Hacen tratos con la madre o el `padre, cambian oro por la criatura. Si no cumples se venga ¿Crees en eso? —pregunta burlonamente Jacinto.

—Y ya se vengó, mira como ha muerto. —Agustín mira a Jacinto y esboza una sonrisa—. No, no, yo no creo tampoco en estas cojudeces, pero mira a nuestros compañeros, están aterrados, creen firmemente en la existencia del chinchilico. Para mí lo que ha pasado es que se ha perforado los pulmones, con el polvo del mineral, o estaba con tuberculosis y no se ha atendido.

—Para mí los únicos demonios aquí son los capataces.

—Calla, que no te escuche alguien Jacinto, en realidad a veces ocurren cosas raras, diablos, duendes, demonios no importa como los llames ¿existen o no existen? La verdad que yo no lo sé. Tú eres fuerte, pero ten cuidado, estos cerros devoran el alma y destruyen el cuerpo. —Agustín calla y se queda pensativo.

—Tú eres foráneo y sin embargo ves en estas cosas mejor que yo. —Es la respuesta de Jacinto.

—No es por lo que hemos visto, eso es producto del maltrato, de las enfermedades que produce este trabajo; me refiero a otras cosas raras que he visto. Un día te las contaré. —Agustín siguió hablando, sobre el tema, hasta llegar a la parte central del campamento. De allí cada quién, después de despedirse, se dirigió a su casa.

 

Esa noche fue de desvelo para Jacinto Huallpa; Muchos pensamientos salían de su mente; muchos recuerdos, revivían escenas del pasado. Reflexionó sobre la actitud de Agustín, cuando conversaban y llegaba a un punto que no quería explicar, simplemente decía “algún día te lo explicaré”. ¿Qué servicios tenía que hacer, a cambio del dinero que le dieron, para cubrir su deuda en la “hondonada”? ¿Qué cosas raras había visto en la mina? ¿Serían cosas sobrenaturales? ¿Serían cosas hechas por los capataces? recordó cuando conoció a Agustín y como, poco a poco, fue estrechando sus lazos de amistad. Recordó cuando Agustín le contó sobre su salida de Lima, y que ésta, se debió a que no pudo probar su inocencia en un incidente policial; lo habían acusado de participar en un asalto; lo real es, que él se encontraba a muchos kilómetros del lugar donde eso ocurrió. Sin testigos, y sin recursos económicos, para una defensa adecuada tuvo que internarse en provincias. Trabajó en todo lo que se presentase y, por su lamentable situación personal, nunca pudo reclamar un sueldo digno por las labores realizadas. Pensó que sí, era cierto que había que cuidarse, porque ese trabajo mataba y mataba de una forma muy cruel. ¿Qué sería de su mujer y sus hijos si a él le pasaba algo?  Y Ahora ¿qué será de la mujer de su compañero de trabajo que acababa de morir? ¿Qué sería del niño que iba a nacer? cuando le preguntó a Agustín, si los entierros los hacían en el pueblo, éste le respondió que la empresa prefería los entierros clandestinos para evitar la intervención de las autoridades. Cansado de cavilar por fin se durmió pensando en ¿Qué pasará mañana?



[1] Guagua= niño, bebe

[2] Papay= papá, padre

[3] Sagra= diablo

[4] Pollo= pequeño asiento hecho con adobes superpuestos.

[5] Wiracochas= señores

[6] Cuartita= cuarta parte de la botella de licor.

[7] Qollota= piedra de diferente tamaño utilizada como martillo para triturar el mineral en la minería artesanal. También recibe el nombre de Maray.

[8] Tacana= Afloramiento rocoso fijo o piedra grande sobre la cual se muele el mineral en la minería artesanal.

[9] Camélidos= mamíferos rumiantes de nuestros andes.

[10] Borrao= sujeto con el rostro lleno de marcas del acné

[11] Chinchilico= llamado también Muki, duende de la mitología andina que vive en los socavones y se alimenta de criaturas recién nacidas.



                                                        II.  ÑAHUINLLA

 

Ñahuinlla es un lugar ubicado a más de cuatro mil metros de altura. Hace unas décadas era muy conocido como centro de ribetes turísticos por celebrarse allí, todos los 30 de agosto, una ceremonia propiciatoria de trasfondo sagrado, en la cual se investía a la suprema autoridad que protegería, durante un año, las comunidades bajo su control. Para el mundo de los mistis, para el pensamiento occidental, aquel evento solamente era una reunión de bandoleros, abigeos, que se embriagaban hasta el extremo y, como producto de ello, se agredían hasta matarse muchas veces. Sea cual fuere la posición que adoptase, quien se enteraba que existía ese fenómeno social y ese lugar, adquiría una curiosidad irrefrenable por participar como observador de ese evento.

El nuevo ingeniero que dirigía la agencia agraria del pueblo de Coillurqui, compartía la misma pensión con la secretaria del colegio de la localidad y sus primos. De ellos había recibido la información, sobre Ñahinlla, que luego corroboró en conversaciones con otros lugareños y en su centro de trabajo. Después de un buen tiempo, con la inquietud creciente en su ánimo por los relatos coloridos que vertían sus compañeros de pensión sobre los jinetes de la puna y sus “fechorías”, se aventuró a proponer un viaje a Ñahinlla.

—¿Viajar a Ñahuinlla? —pregunto sorprendida Inés, la secretaria.

—¡Sí, en Agosto de este año! —dijo el ingeniero Ramos.

—¡No es muy fácil el viaje hasta allá! —Se apresuró, terciando en la conversación Wilfredo, el primo de Inés.

—¡Necesitaríamos cosas y caballos! —añadió Romualdo, el otro primo de Inés—. No me parece mala la idea, pero habría que preparar el viaje ya que se acerca el 30 de agosto.

—Me parece que podríamos invitar a Aurelio ¿Qué les parece? a ver qué opina él. —Volvió a intervenir Inés, a lo que tanto el ingeniero Hugo Ramos como los primos estuvieron de acuerdo. Decidieron enviar a un propio para invitar, al primo Aurelio, a participar en una reunión, al día siguiente a la hora de almuerzo, para enterarlo del proyecto.

 

            Amanecía, con un tibio sol bañando las empedradas calles del pueblo, cuando unos golpecillos en la puerta de la habitación de Hugo Ramos, lo saco a éste de su somnolencia matinal. Al abrir, se encontró con una amable sonrisa, dibujada en el rostro juvenil de Romualdo.

—¡Ingeniero! ha llegado Aurelio y quiere conversar, con todos, porque no va a tener tiempo a la hora de almuerzo —dijo precipitadamente.

—¡Me parece Bien, Inmediatamente voy a la pensión! ¡Espérenme allí! —respondió el ingeniero.

Una vez en la pensión, durante el desayuno, Aurelio manifestó estar de acuerdo con la intención de viajar el día 30 de agosto a Ñahuinlla. Hicieron una lista de tareas que había que cumplir y luego las repartieron entre los cinco. Los días siguientes fueron de afanosa preparación del viaje. Era también necesario pedir permiso a los padres pues en una sociedad tradicionalista y tan paternalista como era aquella, aunque eran jóvenes mayores de edad, era necesario tener el consentimiento para actividades, en las cuales tenían que ausentarse algún tiempo

.

            La constante actividad, realizada en torno al tema, y los amenos encuentros propios del consumo de sus alimentos en el desayuno, almuerzo y cena, inició una grata amistad que, poco a poco, se fue afianzando entre los primos Fernández y el ingeniero Ramos.

 

Por fin llegó el 29 de agosto, fecha asignada para la partida. Había que estar en Ñahuinlla desde el amanecer del día 30; por lo tanto partirían a las 10:00 de la mañana del día 29, tomando como punto de reunión, para ultimar detalles, la salida sur del poblado.

Una vez comprobado, que tenían lo necesario para emprender el viaje, iniciaron la marcha. Fueron pasando por diferentes parcelas, cuyos labradores detenían su trabajo, para ver pasar a los cinco jinetes.  Sobresalía, en la espectacular escena, el hermoso caballo blanco, de Inés, y el brioso azabache, de Aurelio. Pasado el mediodía llegaron a una pequeña planicie, flanqueada por unos cerros que, pareciendo pequeños, se presentaban así porque el terreno, en el cual se ubicaban, estaba a una altura de más de 3,800 m/s/n/m. Los labradores, como en los lugares anteriores se incorporaron para observar.

—¡Allin unchauy kachun,wirakochakuna. ¿Maymanmi risiankichis?           (¡Buenas tardes señores, bienvenidos ¿ Hacia dónde van?) —dijo casi gritando una mujer.

            —Allin unchay,Ñahuinllakuna (Buenas tardes, hacia Ñahuinlla). —respondió en la misma forma Aurelio.

            —Karuraqmi purina ¿Imanaqtin mana chikata samakuychischu? ¿Imanaqtin kokabita  apamunkichu, urakaychis  wiracochakuna. (Falta mucho todavía ¿Por qué no descansan un poco? ¿Por qué no nos acompañan en el Kocabí[1]?, desmonten señores.) —Terció un hombre que, pasando los surcos arados, se acercó a los jinetes. Éstos se cruzaron miradas y, asintiendo con la cabeza, desmontaron. Se acercó una segunda mujer, con una vasija de barro cocido en la mano. Extrajo, de una manta que llevaba amarrada a su espalda, una taza de loza despostillada  y les brindó chicha.

—¿Cómo puede haber chicha aquí si no hay maíz? —inquirió Hugo Ramos mientras se acercaba al grupo.

—¡Es chicha de papa! Pero no te atrevas a rechazarla, de lo contrario, no nos darán ni agua. ¡A la tierra que fueres haz lo que vieres! —manifestó Wilfredo mientras caminaba junto a Ramos.

Se fueron acercando otros labradores, mostrando su cordialidad y brindando parte de su Kocabí consistente en chicha, chuño y chalhuas[2], fritos con grasa de llama; dijeron que aquel lugar pertenecía a Tikapampa y se habían desviado, un poquito, del camino principal. Aurelio les ofreció brindar ayuda en el laboreo, después de degustar la merienda brindada, con lo que los lugareños se sintieron contentos y agradecidos; a quienes no les gustó, para nada, la idea fue a Inés y Hugo.

           

Se ocultaba el sol, cuando la comitiva reanudaba el viaje, con los caballos bien descansados y alimentados. La idea era cabalgar durante la noche; sin embargo pronto tendrían que cambiar de estrategia, pues la oscuridad de la noche, en los peligrosos  caminos de quebrada, y el relativo desconocimiento de los mismos, por parte de los viajeros, los animó a detenerse en un espacio adecuado a la vera del camino. Con ayuda de las linternas armaron la carpa cuya obtención, para el viaje, había corrido bajo la responsabilidad de Hugo; luego se acomodaron, en el interior, para descansar. Pronto se dieron cuenta que eso no era posible; pues el intenso frio, que azotaba la zona por la baja temperatura de esos lugares, calaba en el organismo aún, a pesar de la ropa apropiada que llevaban; por lo que decidieron poner buen ánimo, al  momento, contándose anécdotas. Pasado un tiempo, por fin, el cansancio les fue ganando la conciencia y se fueron quedando dormidos. En acción auto refleja, ubicaron la cabeza entre los muslos, en posición de sentados y las piernas encogidas.

Pasada la medianoche Romualdo dio la voz de alarma, algo pasaba con la carpa. Al despertar todos, comprobaron que durante la noche había nevado;   el peso de la nieve, hundido la parte central del techo de la carpa, originando “”lluvia” en el interior al derretirse. Afuera ya no llovía ni nevaba; por el contrario estallaba una luminosidad lunar, que aumentaba cada vez más, con la aparición del bello satélite; esto, animó a los viajeros que, en un arranque de entusiasmo, decidieron proseguir el camino.

Luego de beber un poco de chocolate caliente, que Inés guardaba en una botella térmica para el momento propicio, ensillaron los caballos y partieron; avanzaron un gran trecho, en subida, una luna, cada vez más alta, facilitaba la visión. Al terminar la quebrada apareció, ante los ojos de los jinetes, un espectáculo de belleza indescriptible: un interminable manto blanco, formado por la nieve, reflejaba los plateados rayos lunares; los queuñales[3] que  a distancia aparecían, y también estaban cubiertos de nieve, eran fantasmales habitantes de la puna, extendiendo sus brazos, en gélida actitud; la luna, enseñoreada en el firmamento, se mostraba en toda su plenitud y redondez: era luna llena.

—Tenemos que cruzar toda esta pampa y luego un trecho más, ya estamos cerca —comentó Aurelio.

Amanecía, cuando los jinetes llegaban a un pequeño caserío. Unas 15 casuchas, alineadas irregularmente en dos partes, dejaban un simulacro de calle angosta al centro; en el momento, ésta,   se encontraba cubierta de barro y nieve; desembocaba en un espacio amplio, una pampa, una de esas mesetas andinas cubiertas de ichu[4] y kikuyos[5]. En la parte colindante con las viviendas se han armado toldos con rústicas mesitas y, en algunos casos, hasta adobes con tablas superpuestas como bancas; el ambiente era festivo; se podía distinguir, la presencia de grupos de hombres, por separado, hasta de 15 integrantes, en algunos de ellos. Se observaba en algunos sectores la presencia de grupos que, al parecer, eran familiares entre sí; la mayoría, alrededor de una mesa, degustando los siempre presentes chicharrones, lechones y caldos. El aguardiente y la chicha de papa circulaban, desde el día anterior, con gran profusión. Habían llegado a Ñahuinlla.

 Los recién llegados avanzaron, un poco, hacia campo abierto y desmontaron; dejaron en libertad a las cabalgaduras, sin quitarles las riendas, para permitirles disfrutar del magro Ichu que calmaría el hambre a las nobles bestias. Inés sacó de su caballo una manta, que tendió sobre el suelo, invitando a los acompañantes a sentarse alrededor de la misma. Cada quien sacaba, de sus alforjas, la parte de la merienda que les había correspondido llevar. Así apareció, en la improvisada “mesa,” queso, pan, cancha, papas cocidas a la brasa, y, un apetecible brazo de cordero al horno que Inés había preparado y conservado, celosamente, en sus alforjas. Los visitantes se enfrascaron en una, amena e instructiva, charla mientras degustaban tan apetitoso y abundante Kocabi. Aunque estaban a distancia del grueso de los asistentes, los recién llegados, no se perdían los incidentes que se iban presentando, conforme aumentaba el consumo de aguardiente y el número de visitantes.

Venían de todos sitios, incluso, del mismo Cusco.

A propósito del aguardiente que se consumía, éste no era verdaderamente aguardiente; era alcohol que, para tal acontecimiento, algunos comerciantes lo traían, en lata, desde la frontera con Bolivia; le añadían agua y luego lo hacían hervir, con canela y clavo de olor. Ya se pueden imaginar los estragos que hacía en el organismo, y la cordura, de los consumidores. Los desafíos menores se habían iniciado, pasado el mediodía, se escuchaba retos de todo tipo: por la velocidad de un caballo; por el número de vueltas que resistiese alrededor de la pampa; por la cantidad de aguardiente que se podía beber de un solo tirón etc. Caía la tarde, cuando se alzó un vocerío; se inició, en la estrecha calle, y prosiguió hasta donde estaba el gentío.

—¡Llega Huallpa! ¡Llega Huallpa!, ¡Bendito seas padre lindo! ¡Bendito seas! —Se escuchaba en algunas voces, que sobresalían del griterío. Pronto se pudo ver aparecer, por la desembocadura de la calle, a siete jinetes; a la cabeza iba un gallardo varón, de rostro altivo y semblante adusto: era Jacinto Huallpa.

 De las mesas vecinas se fueron poniendo de pie, sus ocupantes, y se  trasladaron a la pampa donde formaron un círculo. Huallpa, y  sus acompañantes, se sumaron a esta acción.

De entre el gentío, que observaba, apareció un hombre, con los hombros cubiertos por un poncho rojo; se abrió paso, entre los asistentes, y se dirigió al centro del círculo. Llevaba una chuspa[6], cruzada en bandolera, y un chullo rojinegro, cubierto por un sombrero de oveja de color blanco: Era un altomisayoc[7] ;  el intérprete de los designios, que los Apus tienen para los hombres. Desde la noche anterior había permanecido en el lugar consultando, a través de las hojas de coca, la suerte que les ha deparado el destino a los diferentes participantes de la competencia que se avecina. Los alineados en círculo guardaron respetuoso silencio, mientras el altomisayoc extraía, de su chuspa, hojas de coca que acomodaba con sus dedos e introducía en su boca; seguidamente extrajo, de la misma chuspa, una botella de aguardiente que sorbió, mantuvo en su boca y luego lanzó, en una bocanada de aspersión ritual, hacia el este.

            —¡Apu[8] Tintaiparu! —pronunció estentóreamente el altomisayoc. Volvió a sorber el aguardiente y esta vez lanzó, la aspersión ritual, hacia el oeste—. ¡ Apu Achankaira! —Mientras seguía lanzando conjuros  y nombrando a los apus regionales, con las aspersiones rituales, la gente, se fue acercando. Rodearon el primer círculo donde estaban los integrantes de las diferentes bandas, de abigeos de la región, pero guardando la suficiente distancia para no perturbar la ceremonia—. Noqa wahamuykichis, kankunaq kollanan nokapaq  kachun,waynakunaq Kachun,picha hamuq allin kalpayoq umalleq kachun, waykekunanta yanapachun, sichus oqta kahuarinkichis, yachananchismi, nokanchismi napayusaqku pachamamaq churinkuna.(¡ Yo los convoco, porque necesito su bendición, bendigan a sus hijos, con el fruto de sus entrañas que nos da la vida día a día! ¡Bendigan a su hijo, a su enviado, para que tenga las fuerzas suficientes, y la inteligencia necesaria, que lo ayuden a proteger a sus hermanos. Y si han decidido cambiar, de mensajero, háganlo saber apoyando al elegido en esta competencia!  ¡Nosotros los reverenciamos hijos de la pachamama!)

 Diciendo esto vació en el suelo la chicha, contenida en un recipiente de barro cocido. La ceremonia propiciatoria tenía por objeto legalizar la autoridad del ganador de la competencia, si la hubiere, puesto que estaba apoyada por los Apus: era el Capac Kamay. Una victoria de carácter sagrado, aunque en ella estuviese la muerte del rival. Una reminiscencia del pasado inca, en la cual, el guerrero más poderoso, que encarnaba la autoridad delegada por el soberano, tenía la obligación de proteger a los comuneros del lugar donde él residía. El altomisayoc, guardando las diferencias de época y circunstancias, hacía recordar al Willac Uma [9]del incario.

            —¡Waykeykuna! ( hermanos!) —Prosiguió el altomisayoc—. Ñaupa runakunaq kelk´anpi, pachamamaq ruayninpi,Apukunaq kamachin, munayniyoqmi Jacinto Huallpa karan,Kollana  Kollanakunamanta, kunay  unchay kama karan, kunantaq yachakunka paychu oqcho noqánchistas purichihuasun, Ñaupaq Kéka kunaq, kunankama kasukuna, chay  kamalla, chaymantaka, kuska tutakama imatacha picha ruayta  munan (las leyes de nuestros antepasados, la voluntad de la pachamama y nuestros Apus, ha protegido la autoridad de Jacinto Huallpa, nuestro padre. Hemos convocado a los Apus, porque hoy termina esa protección. Solamente la voluntad, de ellos, decidirá si continúa o surgirá un nuevo protector. Las leyes de nuestros antepasados siguen vigentes y ninguno de nosotros puede oponerse. Si hay algún retador tiene tiempo, desde este momento, hasta la media noche para hacer conocer su deseo).

—¿Es cierto que hay muertes en estas peleas? —preguntó Hugo Ramos.

—¡Es cierto! —respondió lacónicamente Aurelio.

—Pero, ¿y las autoridades? ¿No se culpa al causante?

—Hasta acá no llega el estado; todo se rige por las leyes de la costumbre. Toda esta gente, que tú ves, le hace más caso a Huallpa que a las mismas autoridades. Te aseguro que, en este momento, aquí hay algunos policías, o tal vez muchos, pero están con ropa común para no ser reconocidos; no se arriesgarían a identificarse, con esta gente, en estas circunstancias

 Las explicaciones de Aurelio fueron silenciadas, por el vocerío que estalló cuando terminó el ritual y las personas volvían a sus lugares, por lo que prefirió guardar silencio mientras regresaban a sus caballos.

            —Hay que vigilarlos bien porque aquí se nos pueden desaparecer en un momento —dijo Inés.

—Yo voy a encargarme de eso, Uds. Busquen una mesa o algún lugar donde podamos beber algo y ver qué sucede —dijo Romualdo mientras se alejaba con los caballos.

—¡Aquí falta “el Yucra” —comenta un hombre alejándose del círculo.

—¡También “el Cruz”! —replicó otro mientras, ambos, se dirigían a una de las mesas más alejadas.

            Pasado el ritual, y conforme transcurría el tiempo, se iba acentuando la tensión. Se esperaba que, en cualquier momento, el consumo del alcohol, cada vez en aumento, animaría a alguno de los presentes a plantear un desafío; pero nada de eso ocurría. Lo que es más, para aumentar la incertidumbre, ninguno de los jefes había renovado su adhesión a Huallpa, hecho que se hace con un presente al jefe: alcohol, coca o ganado.

            Unos jinetes llegaron, al trote de sus caballos, rompiendo la tensión. Los presentes enfocaron la atención en los 13 jinetes que, al llegar a la plaza, se separaron en dos grupos. Un grupo, de seis hombres, se ubicó cerca a la mesa de Huallpa; los otros siete se ubicaron en un lugar vacío, a unos 10 metros del lugar donde estaban Inés, Hugo, Romualdo, Wilfredo y Aurelio. Hasta allí llegaban las vociferaciones de los recién llegados que, a todas luces, estaban   ”entonados[10]”: Eran Facundo Yucra y sus hombres. Pronto empezaron a dirigir sus ofensas hacia la mesa donde estaba Huallpa, quien bebía en silenció junto a sus hombres. Las ofensas siguieron subiendo de tono y su portador, Facundo Yucra, se puso de pie vociferando.

—Waykeykuna, atinmanchu uyhuayta, pin mana warminta allintachu kamachin, jinaspataq saken, ¿Atinmanchu picha churinta sakerparin chaymantataq payhuan juchata  tarinkun, mamanta  yanapaspa? (¡hermanos, puede protegernos un hombre que no es capaz de controlar a su mujer y que lo ha abandonado?, ¿Puede protegernos un hombre que ha desamparado a su propio hijo y lo ha convertido en su enemigo, por el sólo hecho de querer proteger a su madre?) —Yucra hablaba destilando odio y rencor en sus palabras y sus gestos; había sido Capac Kamay, un buen tiempo, hasta la llegada de Huallpa; éste lo derrotó, en una muy recordada competencia, dos años atrás.

—¿Imaynapin manchakuq runa noqanchista uyhuahuasunchis,mana chanin Cháran Kära churi… (¿Cómo puede protegernos un cobarde, desgraciado hijo de…­) —No se escuchó el final de la frase porque el bronco estallido de una mesa, lanzada a los pies de Yucra, opacó su voz. Los dos hombres, como si hubiesen sido heridos por un rayo, salieron impulsados hacia adelante; ambos, con el poncho enrollado en el brazo izquierdo y el liwi[11] en la diestra, se embisten cual dos fieras sedientas de sangre. Un ramalazo brutal, despedido del brazo de Huallpa, se estrella en el rostro de Yucra, abriendo un surco rojizo en el pómulo izquierdo del mismo; la respuesta es un sonoro puntapié que se estrella, estrepitosamente, en el pecho de Huallpa y lo sacude, pero no lo tumba. Otro feroz golpe, del liwi de Huallpa, desprende un diente de Yucra, dejando una abertura sanguinolenta en su boca; éste, corre desesperadamente a su mesa, donde uno de sus hombres le alcanza un machete; da media vuelta y lanza un tajo que abre una herida en el hombro de Huallpa; que no ha tenido tiempo de cambiar de arma. Yucra vuelve a alzar el machete, pero Huallpa, en un felino salto, se apodera del antebrazo que lo sujeta y lanza un potente golpe con el liwi, que hace rodar por tierra, al maltratado bandolero. Yucra con el rostro bañado en sangre, de rodillas y semi  inconsciente, recibe un puntapié en el rostro, que lo sume definitivamente en las tinieblas.

—¡¡¡Urra!!! ¡¡¡Urra!!! Kausachun Jacinto,  ¡¡¡Kausachun Jacinto!!!  ( ¡¡¡Urra!!! ¡¡¡Urra!!! Viva el Jacinto ¡¡¡Viva el Jacinto!!!) —Son los vítores que lanzan los hombres de Huallpa

—¡Mucho hombre el Jacinto para ese Yucra!, ¡Otro año para el Jacinto!   ¡Pasará todavía  buen tiempo para que otro gallo cante en este corral —se escuchaba entre los presentes y los miembros de las otras bandas.

Los demás jefes desfilaron haciendo presentes que simbolizaban su adhesión. Huallpa era el indiscutible jefe de jefes durante un año más. Sin embargo Jacinto Huallpa, en algún momento, sabría que la ira y el gran dolor de la humillación son fértil campo donde germina la venganza.       

                     

                                    



[1] Kocabi= merienda de los campesinos para sus momentos de descanso.

[2] Chalhuas= peces pequeños de las alturas andinas.

[3] Queuñales= Bosque de queuñas, árboles pequeños que crecen sobre los 4,500 m/s/n/m. Desarrollan un ecosistema muy peculiar.

[4] Ichu= Forraje de la puna de escaso valor nutritivo.

[5] Kikuyo= Pasto.

[6] Chuspa= Bolsita que forma parte de la vestimenta andina, sirve para llevar las hojas de coca u otra pertenencia.

[7] Altomisayoc= Especie de sacerdote andino  que se comunica con los Apus.

[8] Apu= Montañas divinizadas que tutelaban la vida de los habitantes de la región. En el tiempo de los incas se les ofrecían sacrificios, que podían ser humanos(Cápac Cocha)

[9] Willac Uma=  Máximo sacerdote inca.

[10] Entonados= Algo bebidos sin estar borrachos.

[11] Liwi= Boleadora andina hecho con cuero de llama que termina en cuatro o cinco ramales de punta de bronce.


                               III.  EL ABIGEO JACINTO HUALLPA

 

            Quienes conocieron a Jacinto Huallpa, en su juventud, vieron en él a un humilde labrador que lo único que buscaba, era, encontrar la felicidad junto a su adorada Juana y su pequeño Rosauro.

            Es Jacinto un mestizo de 1.78 mts. , de altura, de piel  clara; sus pómulos y su nariz aguileña delatan su origen indígena. Su cuerpo, fibroso, posee una recia  musculatura; formada por un rudo transitar en trabajos, verdaderamente, exigentes. Fue agricultor, en las alturas de Cotabambas, por encima de los 3,500 m/s/n/m.  ; tratando de arrebatar, a la tierra, los magros productos que pudiera brindarle: papas y papa lisas. Cuando vino al mundo Rosauro, y luego Chavelita, no le fue posible sostener la precaria situación económica del hogar; tuvo que dejar la zona para trasladarse, a trabajar, a las minas informales de Santo Tomás. El maltrato de los capataces, tanto blancos como mestizos, el inhumano trabajo en los socavones, que roían sus pulmones y los bajos salarios, terminaron por hacerle perder la fe en los trabajos honestos. Fue allí donde conoció a un joven, Agustín Vilcapoma, quien a la postre sería su compadre; por ser padrino de Chavelita.

 Un domingo que estaban en casa descansando, en el centro minero, recibieron la visita de un amigo de Agustín; necesitaba hablar urgentemente con él. Su llegada fue imprevista y misteriosa, como misteriosos eran los acompañantes del visitante. Como pidió conversar en secreto, no se supo de qué hablaron; sin embargo, la actitud, que asumió después Agustín, hacía suponer que lo conversado lo había inquietado vivamente. El desconocido visitante desapareció tan igual como había llegado: misteriosamente.

            El día Lunes Agustín no fue a trabajar, por lo que Jacinto Huallpa pensó que había enfermado; sin embargo, en la noche, recibió la visita de la esposa de Agustín. La angustiada mujer contó que su compañero había sido detenido por la policía. En efecto Agustín fue delatado, por un comerciante, de ser proveedor de ganado robado. Este comerciante, de apellido Sánchez, a su vez había sido encontrado con 5 cabezas de ganado, en su poder, que eran propiedad de la hacienda “Los Rosales”; al no poder justificar su compra, delató a su proveedor que no era otro que Agustín.

 Jacinto no salía de su asombro mientras Matilde, la esposa de Agustín, relataba su infortunio. ¿Cómo el frágil Agustín, tan dulce en su trato y tan alejado de la violencia, había podido meterse en ese tipo de negocios?

 

            Agustín selló sus labios, y no habló, respecto a quienes habían sido sus cómplices en el robo, o en todo caso, quién había sido el autor del robo. El resultado fue que llegó a parar a la cárcel de Quencoro, en el Cusco. Matilde, que así se llamaba la esposa de Agustín, estaba desesperada y sin salida; la ausencia, de su esposo, ya no le permitía pagar el arriendo, de la mísera casucha que alquilaba; por lo que Jacinto, conmovido por la situación, le ofreció cobijo en la suya, y tuvo que arreglárselas para mantener toda la carga familiar: su esposa Juana, su hijo Rosauro, su hija Chavelita y Matilde con su hijo. Las cosas no iban bien económicamente; se puso peor aún, cuando enfermó Chavelita, la hija menor de Huallpa.

 

Una noche que llegaba, exhausto a su vivienda, divisó tres siluetas que se movían frente a la puerta. Huallpa, que miedo era lo menos que podía tener, no dudó en acercarse a ellos. Con las manos cerradas en puño, y las mandíbulas tensas, encaró decididamente al que iba adelante.

—¿Quién eres y qué buscas aquí? —El desconocido dio vuelta y quedó frente a Huallpa; grande fue la sorpresa de éste al reconocer, en él, al desconocido misterioso que meses antes llegara para conversar con Agustín.

—Agustinpaq  compadrinmi kani  (Soy el compadre de Agustín) —dijo el desconocido.

—¡No está! —Fue la seca respuesta de Jacinto Huallpa.

—Yachani (Lo sé) —repuso el recién llegado—. Yanapaqmi jamusiani   Matilde Comadreyman, chaymanta Rosendo Ayjaduypaq (vengo a ofrecerle una ayuda a mi comadre Matilde y a mi ahijado el Rosendo) —. Huallpa lo mira con desconfianza, pero, pensando que es Matilde quien debe decidir, opta por pasar a la casa para llamarla. Es una habitación, más que casa, que cumple las funciones de cocina, comedor y dormitorio; casi a la entrada, hay una mesita de madera en cuyo centro hay un candil.

—¡Comadre Matilde! —dice Huallpa entrando a la habitación—, hay tres hombres afuera que preguntan por Agustín.

—¿Por Agustín, quién, quiénes? —pregunta la mujer, con cierto recelo y temor, dirigiéndose a la puerta. Huallpa la sigue y cierra la puerta detrás de él.

—¡Compadre!, ¿viene acá después de todo el daño que le ha hecho a mi Agustín?, ¿con qué cara se presenta a esta casa? —vocifera airadamente Matilde.

—Kusa comadry, mañakuranin compadriymanta, kanhuan, chaymantataq ahijaduanmi (Precisamente, comadre, vengo para saldar mis deudas con mi compadre, con usted, con mi ahijado) —dice el hombre.

—¡No!, ¡No don Facundo ni yo ni Agustín queremos saber nada con usted! ¡Lo ha dejado abandonado en la cárcel!, ¿Quién se ocupa de él ahora?, de que vale que se haya echado la culpa, si ni mi hijo ni yo tenemos algo para comer. Si no fuera por mi compadre Jacinto —Terminó diciendo con voz entrecortada por el llanto; su interlocutor, con el rostro transformado por la ira, que le causó el desprecio de Matilde, levantó la mirada hacia sus acompañantes y, haciendo un movimiento de cabeza, dio media vuelta marchándose seguido de ellos. Las siluetas de los tres hombres se perdieron en la negrura de la noche.

—¿Comadre, ese es el que entregaba el ganado a Agustín?

—¡Sí compadre! Perdóneme por haber guardado el secreto con usted —respondió Matilde, llorando.

—¿Cómo se llama?

—Facundo Yucra, compadre —diciendo esto Matilde ingresó a la habitación, con las lágrimas brotando de sus ojos. En la mente de Jacinto Huallpa empezó a germinar una idea, la misma, que no lo dejó dormir tranquilo esa noche. Al día siguiente salió al trabajo, pero, pidió permiso y se trasladó al Cuzco; a visitar a su compadre y amigo Agustín.

 

Regresó, después de un día, casi a media noche a la habitación. ¿Qué conversó con Agustín?, su mutismo no permitió conocerlo. Lo único que quedó claro para Juana y Matilde fue que  Jacinto Huallpa hacía lo posible para que, al igual que a su hijo y su mujer, a Matilde y su hijo no le faltara ni vivienda, ni comida, mientras él tuviera vida. En los días siguientes Jacinto Huallpa prosiguió con su trabajo en el socavón, pero se le notaba misterioso y taciturno. En sus pensamientos estaba fijo el razonamiento de Agustín: «el negocio de la carne es bueno, sobre todo en Cusco y Abancay, cuando tienes los compradores intermediarios.»

            Cuando Jacinto Huallpa visitó, a su compadre en la prisión, le hizo el juramento de cuidar de Matilde y su hijo, mientras él estuviese con vida. Esta situación se hizo más necesaria cuando, misteriosamente, murió Agustín en una reyerta del penal. Los cuidados que prodigaba Jacinto a Matilde y su hijo, cuando dejó el trabajo de socavón, despertaron ciertos celos en Juana, que originaron continuos desacuerdos con Jacinto Huallpa. La situación se volvió insoportable, Huallpa, tuvo que abandonar el lugar y su casa.

            Se trasladó a Ankamarca[1], el wuillka llacta [2]de los abigeos. Allí, fue muy bien recibido por su Varayoc, Julián Choquemaqui,  con quien entabló una gran amistad, rayana en la hermandad. Con el tiempo su centro de acción lo ubicó en la zona de Chalhuahuacho; allí conoció a Benedicta, una bella campesina, con quien tuvo un hijo.

El alejamiento de Huallpa de su pueblo natal originó, como resultado fatal, la muerte de Chavelita que ya estaba enferma desde tiempo atrás.

 Juana, comprendió el error que había cometido; inteligentemente, aceptó la presencia de Matilde, con quien la unía una gran amistad; a la vez, sentía un gran afecto hacia el hijo de ella. El tiempo, y las circunstancias de las actividades de Jacinto Huallpa, harían que se viese obligado a abandonar Chalhuahuacho, y, volver a sus antiguas querencias. En todos los casos nunca abandonó el cuidado de las tres mujeres. 

            Visitó Ankabamba, antes de volver a Tambobamba, para tratar asuntos de negocios con Julián Maquera. Éste, en esa ocasión, tenía un potrillo bayo casi recién nacido, que hacía esfuerzos por sobrevivir. Su madre había sido muerta por un puma y las dos madres, que había en el corral, no lo acogían.

Durante el tiempo que estuvo Jacinto en el pueblo, se preocupó por alimentarlo con biberón; el potrillo sobrevivió. En el corral  otro potrillo, color azabache, llenó los ojos de Jacinto  por su color y su alzada; éste  trató, por todos los medios, de convencer a Julián para su compra. El varayoc[3] no aceptó  ninguna oferta de pago. Jacinto quería llegar, a su antiguo hogar, con obsequios para sus adolescentes muchachos, que ya llegaban a los quince años.

            Todas  sus actividades y compromisos con Julián Maquera se habían cumplido; llegó el momento de su partida. Ese día, Jacinto se levantó muy temprano; sacó su caballo del corral y lo llevó a tomar agua; luego sacó sus aperos[4] de montar y empezó a ensillar la noble bestia.

            —¡No les exijas mucho!; ¡aún no deben recorrer grandes distancias! —Julián Maquera llegaba jalando dos potrillos—. El azabache es un regalo para tu hijo Rosauro; el bayo es tuyo, tú lo salvaste de morir. ¡Cuídalos mucho!

            Jacinto tiene la cara iluminada por la alegría, se acerca a su amigo y lo estrecha en un fuerte abrazo.

            —Algún día de recompensaré esto, Julián.

            Hombre de pocas palabras, se despide, monta en su caballo y parte. Lleva dos pequeñas joyas, que llenan su alma de alegría, «el bayo será para Rosendo» se dijo, el abigeo.

           

En casa los dos adolescentes, Rosauro y Rosendo, recibieron con alegría el retorno de Jacinto Huallpa; los regalos aumentaron las sonrisas y las palabras afectuosas.

            Corceles y jóvenes crecieron con gran empatía; con el tiempo serían protagonistas de grandes aventuras. El bayo resultó ser muy veloz, quizás el más veloz de la región.



[1] Ankamarca= Valle de las águilas.

[2] Willka llacta=  Pueblo sagrado.

[3] Varayoc= Alcalde o jefe de un pueblo.

[4] Aperos= Herramientas o utensilios de montar.

 

                                  IV.   UNA DECISIÓN FATAL                     

 

            Rosauro Huallpa nació, como su padre, en las alturas de Tambobamba; aunque fue testigo de las penurias económicas, que pasaba su familia, se puede decir que paso una niñez feliz con el amor que ambos le prodigaron. Desde pequeño su padre le enseñó a montar, y a dominar a la bestia, como muy pocos lo hacían. Cuando sus padres cobijaron a Matilde, Rosauro prácticamente se convirtió en el hermano de Rosendo, el hijo de aquella, aunque en cualquier lugar los identificaban como primos.

 Un aspecto que, posiblemente, influyó en el ánimo de Rosauro, y en su futuro, fue el alejamiento de su padre por las desavenencias con su madre. Aprovechando esas circunstancias, un mediático personaje de torvas intenciones, Facundo Huanzo, inició un acercamiento al muchacho, endulzándolo con dinero fácil a cambio de incorporarse a su cuadrilla de abigeos. Rosauro, que ya llegaba a los 17 años, era inseparable de Rosendo, éste no dudó en seguirlo. Así, ambos abandonaron la casa de sus madres, causándoles un gran dolor. Pronto se dieron cuenta de lo equivocados que estaban, al haber aceptado las propuestas de Yucra; la inequidad en el reparto de los beneficios y el peligro a que estaban expuestos, porque siempre les tocaba las acciones más riesgosas, terminaron por convencerlos que lo mejor era apartarse de él.

 Su carácter, arrogante y pendenciero, le fue ganando una mala reputación; pero por increíble que pareciera, esa fama, fue un atractivo para muchos jóvenes que abandonaron la casa paterna para unirse a Rosauro y Rosendo. Llegó a tener una cuadrilla de 11 hombres, jóvenes, que apenas salían de la adolescencia. La decisión más alocada que pudiera haber tomado fue cuando, llevado por los consejos de Yucra y la presión de sus hombres, anunció a los cuatro vientos que participaría de la ceremonia del 30 de agosto.

Cuando Juana y Matilde se enteraron, rogaron y suplicaron a todos los Apus para que no ocurriese lo que se comentaba. Era un hecho que, la actitud de Rosauro, iba a originar un enfrentamiento entre padre e hijo. La fecha del evento se acercaba y las mujeres, al no tener otra alternativa, decidieron buscar, personalmente, a Rosauro y así intentar frenar los ímpetus del joven abigeo; para ello, caminaron durante tres días, hasta Ñahuinlla, con muchas esperanzas en el corazón.

 Llegaron al amanecer del día celebratorio. Como de costumbre, ese día, fueron llegando los jefes con sus hombres y ubicándose en lugares estratégicos de la pampa. Uno de los primeros en llegar fue Facundo Yucra, éste, desde el momento que llegó se preocupó en difundir que ese año no intervendría en el reto principal. Sus hombres estaban intrigados por esa decisión; conforme avanzaban las copas crecía la inquietud. Núñez, el más caracterizado de sus hombres, no soportó la curiosidad, ya se habían cumplido todos los aspectos del ritual y su jefe continuaba con la versión de que no intervendría.

—Imatataq  Faciunduri ruanka. (¿Qué es eso que no va a intervenir don Facundo?)

—Mana  noqaqa imatapas ruasaqchu, T´tini O´qe michi, nokamanta, ruanka rimarin kutichispoa (Yo no voy a intervenir, pero el cachorro del puma lo hará por mí). —respondió Facundo Yucra.

—Imayna   chiri  kanka  don Facundo (¿Cómo es eso don Facundo?)

—Noqá   Rosauro japinakunka Jacinto Huallpahuan. (Haré que Rosauro rete a Jacinto Huallpa).

—Manachu  jina chay  ruakunmanchu. (¡No creo que eso sea posible!) —respondió Núñez, más sorprendido que antes.

Atikunmanmi sichus  kan yanapanki  chayk´a (Si va a ser posible y tú ayudarás a que sea así). —Mientras hablaba Facundo, una rara expresión aparecía en su rostro, mezcla de odio e ira.

—¿Noqá? ¿Imaynapi  noqá  allinta  rimayman. (¿Yo? ¿Cómo podre convencerlo?) —La cara de Núñez era de un total asombro y seguía sin comprender nada.

—Paymi yachan  allin qári kanki  maqánakuspa kanki,  sichus  kanta allisunki chayka, allinmi, Rosauro  yamuqtinka churanakuyta munanki pacha, llipinku  kahuarissianku chayka, jinaka mana  ninkichu, chaymantaka  aykenki, ichapas  páhuarinki  mana  k´irichukunkichu, chayta   k ´ahuarispa, Jacinto Huallpahuan   churanakuyman  Jaykunka,  sumaq  rimayhuan  yanapanka. (Él sabe que tú eres un gran peleador, y si te vence a ti se sentirá muy poderoso; pues bien, lo que harás, cuando llegue Rosauro, será retarlo delante de todos, de tal manera que no pueda rehusarse, pelearás y te dejarás ganar; Si es necesario correrás para no sufrir  daño alguno; una victoria así hará que se sienta lo suficientemente fuerte para retar a Jacinto Huallpa, lógicamente unas palabras de aliento ayudarán). —La maquiavélica propuesta de Facundo Yucra hizo estremecerse a Núñez; sin embargo, si se trataba  de sacar de en medio a Jacinto Huallpa consideró que cualquier esfuerzo valía la pena.

            Ya habían llegado casi todos los participantes cuando la sonrisa de Facundo Yucra se acentuó, ampliamente, al observar la llegada de unos jinetes, cuyas risas y alegría desbordantes, llamaron la atención de los presentes inmediatamente.

—¡Chayamunñan moso´q   allin  makanakuq (¡Ha llegado el nuevo campeón!) —decían a una voz los muchachos.

—¡Chayamunñan moso´q   allin  makanakuq (¡el nuevo jefe es el Rosauro!) —decían otros repetidamente. Facundo Yucra sintió que había llegado el momento, que facilitaría sus planes.

—¡Ahora es el momento del desafío Núñez!, espera que desmonte y se ubique, y lo retas. —Núñez obediente por la jerarquía de su jefe, pero  sin estar completamente convencido de lo que le indicaba se adelantó, al centro de la plaza, frente a los recién llegados.

—¡Noqá  minani, churinakuyta Rosauruta  Capac  kamay rantinhuan (¡ Yo desafío a Rosauro por el derecho al capac kamay). —La estentórea voz de Núñez hizo que las miradas se fuesen posando en él, especialmente la de los llegados que acompañaban a Rosauro.

—¡Acaba con él Rosauro, Acaba con el! ¡Eres el nuevo jefe Rosauro acaba con él! ¡Él no puede contigo Rosauro! ¡Viva el Rosauro! —Era el griterío que salía de once gargantas, desenfrenadas, y que poco a poco se iban reforzando por otras que salían del gentío.

—¡Acepto el desafío! —respondió envanecido Rosauro Huallpa, saltando al centro, liwi en mano; sus ágiles movimientos desconcertaron a Núñez que, sin poder evitarlo, recibió un terrible golpe a la altura del hombro derecho que lo dejó inmovilizado; sin poder levantar su Liwi, que lo tenía precisamente en la mano de ese lado, no pudo resistir la segunda embestida de Rosauro que, saltando sobre él, le aplicó un segundo “ramalazo” por la espalda a la altura de la nuca. Aturdido y adolorido, Núñez, corrió como pudo, a tropezones, hacia el lugar donde estaba su jefe y los demás hombres. En el centro quedaba Rosauro victorioso. Había sido un duelo violento y rápido.

—He cumplido con lo que me indico, don Facundo. —Le decía Núñez a su jefe, él asintió con la cabeza. En su interior, Núñez sentía vergüenza porque no había fingido la huida, sino que verdaderamente había sido derrotado.

—¿Pin Rosauruan mak´anakuyta munan, Capac Raymi  sutimpi? (¿Quién más quiere competir con Rosauro por el derecho al Capac kamay?) — gritaba Rosauro Huallpa, ebrio de vanidad y soberbia, el griterío de sus hombres con exageradas alabanzas a su jefe era tal, que apenas repararon en una agraciada mujer que, levantando sus polleras para no caer en el irregular terreno, corrió hacia Rosauro para caer de rodillas, a sus pies.

­            —Churichay! ¡Mañakuyki! ¡Sonkóyhuan! ¡Ripuy kaymanta, allirunki o´qtaña! ¡mana pipis  nisunkichu  p ínkakuq runi  nispa!, llipinmanmi kahuarichinki imayna kari kaskáykita, sichus  kaypi  kanki chayka  llakiymi kanka. (¡Hijo mío!, ¡te pido!, ¡te ruego!, ¡vete de este lugar, ya has tenido una victoria!, ¡nadie te dirá que eres cobarde!, al contrario, a todos has demostrado tu valor, ¡si sigues aquí puede haber una desgracia!). —El orgulloso joven, cogió de las manos a su madre y la levantó.

—Yo tomo mis decisiones madre. —Dejando a la madre, dio la espalda y se dirigió hacia su cuadrilla que seguía vitoreándolo. Juana descorazonada se dirigió donde Matilde que la esperaba, ésta la abrazó enjugando el rostro de Juana.

            —Imanasaqmi Matilde?, Imata ruayman? ¡Payk´a  manay millaychu, Noqápaqmi manan  millaychu  karan, noq´a  yuyasianin chay ñuqñu erkechata jina, ñunuskay, noqáypitaq  imaymakunata  munarani. (¿Qué puedo hacer Matilde?,  ¿qué puedo hacer? ¡Él no es malo! ¡Para mí nunca será malo!, yo lo recuerdo siempre como ese niñito que parí, ese cuerpito palpitante que amamanté y que creó en mí muchas ilusiones). —Matilde, cogiendo de la mano a Juana, la consuela y le sugiere buscar a Rosendo como el último recurso para tratar de convencer a Rosauro. Entre ambas tratan de ubicarlo en la multitud. Después de un momento de pasear la mirada por diferentes sectores, lo ubicaron y se dirigieron a él. Rosendo que estaba conversando con su grupo se sorprendió.

—¡Madre!  ¿Cómo has venido aquí?, ¡pensé que mi tía había venido sola! —dijo cuando estuvo frente a ellas: Las mujeres le explicaron lo que habían escuchado respecto a las intenciones de Rosauro, como habían llegado allí para impedirlo y que si Rosauro seguía con sus deseos, inevitablemente terminaría enfrentándose con su padre—. Eso ya lo sé, pero no entra en razones, ya he tratado de hacerlo cambiar de idea madre.

—¡Haz el último intento Rosendo!, y tú también reflexiona, por favor regresa a casa, es malo el camino que sigues hijo, ¡regresa por favor! —decía Matilde mientras su hijo emprendía el camino  en dirección a su primo. Los vítores incesantes de los hombres pidiendo un duelo, por la jefatura principal, eran reforzados por los hombres de Facundo Yucra y algunos de otros sectores.

—¡Rosauro!, ¿te das cuenta de lo que estás haciendo? —dijo Rosendo acercándose—.Te estás queriendo enfrentar a tu padre.

—Ya lo sé, pero también sé que no habrá enfrentamiento —respondió Rosauro.

—¿No habrá? ¿Por qué?

—Porque él dejará el cargo sin pelear, ¿no te das cuenta del apoyo que tengo? —dijo envanecido Rosauro, y añadió—. ¡No hemos llegado hasta aquí para salir corriendo!

 Dicho esto se dirigió nuevamente al centro, terciando al hombro su poncho y levantando los brazos.

—¡Manañan kanchu pikuna Rosauro Huallpa  mak´anakuq, noqá kunan niyman  kopuychis  auquikunaq  lliqllanta. (¡Ya no hay peleadores que enfrenten a Rosauro Huallpa, yo reclamo el derecho al Capac Kamay, reclamo el derecho al mando sagrado!).

 Jacinto Huallpa que había permanecido impasible, observando las ocurrencias, adelantó su cuerpo a la mesa en la cual había estado sentado; un silencio absoluto invadió el ambiente.

—¡Con machete ¡ —Se  escuchó de una voz que rompió estrepitosamente el silencio. Él que había hablado no era otro que el adolorido Núñez.  Al unísono centenares de voces, enronquecidas por el alcohol, estallaron.

—¡Con machete, con machete!

Jacinto Huallpa cogió su machete y nuevamente el silenció invadió la pampa.

—¡Vete de aquí Rosauro, deja estas cosas para los hombres adultos, tú tienes mucho para vivir! —dijo dándole la espalda al contendor con intención de ir a sentarse.

Como si le hubiesen apuñalado el corazón, Rosauro, sintió sus venas hincharse, con la sangre presionando sus sienes, la ira invadió su mente haciéndolo perder la razón; enfurecido, machete en mano, se lanzó contra su padre. Éste, por su oficio matrero o tal vez por un presentimiento, ladeo su cuerpo evitando el golpe de Rosauro, que se perdió en el aire; simultáneamente, blandiendo el machete, descargó un golpe con la parte plana del mismo sobre la cabeza de su  hijo que cayó pesadamente al suelo. El golpe aturde sus sentidos, se nubla la vista y en centésimos de segundos recuerda, le parece estar en otro mundo… «…Es una mañana tibia, de aquellas que se presentan con el veranillo andino en las altiplanicies serranas, el viento besando el rostro y el tímido sol calentando,  a duras penas, la piel. Rosauro se ve a sí mismo, en sus escasos cuatro años, corriendo a tropezones y saltando sobre los surcos de la chacra de su querida parcela.

—¡Taita!, ¡Papay!, ¡Papay! —Su deshilachado y descolorido ponchito flota al viento; en su rostro se dibuja una alegre sonrisa, que muestra sus amarillentos dientecitos, mientras sigue corriendo al encuentro de su padre que regresa de pesca. Cuando hombre y niño se encuentran, dos robustos brazos levantan en vilo al niño y lo apretujan sobre su pecho diciéndole amorosamente:

—¡Rosauro! ¡Mi Rosauro! ¡Hoy comeremos pescado, lo traigo de la laguna. Mamay ya debe haber cocido el chuño!  Hombre y niño entran a la choza, adentro la cálida fogata, de una cocina de barro, envuelve con su agradable vaho los cuerpos de los tres personajes»…

Con el corazón apretujado, por el dolor, Jacinto Huallpa se ha quedado observando el cuerpo.

—¡Q´anmi  aqnata  munaranki, ama noq´aq  ñanpi puriychu, mana jinaka Sipisayki. (¡Tú lo has querido así, no vuelvas a cruzarte en mi camino porque te mato). —Sentencia Jacinto.

 Rosauro, a duras penas se reincorpora, y hasta le pareciera que lo levantan aquellos brazos robustos y leñosos que otrora le dieran afecto y seguridad; va saliendo de la densa niebla de su inconsciencia con el rostro bañado en sangre. Inesperadamente, para sus seguidores, lanza el machete al suelo y corre hacia su caballo ¿miedo?, ¿Respeto?

—Jaku, carajo (vámonos carajo). —Sus hombres lo siguen, pero no de muy buena gana. Unos, porque aún no han terminado sus tragos y otros, porque no les parece de machos abandonar una pelea de ese modo. Hombres y bestias se pierden en la soledad de la pampa.

 Jacinto Huallpa ha vuelto a su mesa, la victoria le sabe amarga, sabiéndose superior no había querido hacerle daño a su hijo, por eso sólo utilizó la parte plana del machete, de lo contrario lo habría degollado. Facundo Yucra, decepcionado por el resultado de los acontecimientos, bajó la cabeza y bebió un largo trago de aguardiente.

            Pasado el incidente de Ñahinlla, Rosauro Huallpa, perdió un poco de popularidad, pero no el respeto de sus hombres ni la lealtad de Rosendo; justamente con éste viajó al Cusco a atender algunos asuntos relacionados con sus actividades. Al retorno desaparecieron misteriosamente ambos primos. Poco después, Rosauro, fue encontrado muerto en un barranco y de Rosendo no se supo más.

                                               


                                                                                     V.  LA NECROPCIA

 

            El hombre suda copiosamente; su pecho se agita, convulsivamente, mientras va escalando el sendero de tierra y piedras apisonadas, por el paso del tiempo y de los viajeros. Su corazón golpea, con cada vez más fuerza, y sus pulmones, se hinchan, buscando oxígeno con ansiedad. Es una marcha forzada, salvaje, aún para un hombre tan fuerte como lo es él. Su cuello y sus muñecas se van lacerando, poco a poco, por fricción de las sogas con las que están amarradas. Detrás de él avanzan, al trote, 10 jinetes en bien cuidadas cabalgaduras. Son las autoridades y peritos que han llegado, de la capital del distrito, para hacer la exhumación del cadáver de Rosauro Huallpa. La soga amarrada al cuello de Jacinto, por un extremo, y al cuerno de la silla del caballo del policía que va detrás de él, por el otro, se va tensando y aflojando cada vez que se altera la distancia entre el reo y el jinete. El intenso dolor en el cuello del prisionero, causado por este movimiento, se agudiza por el paso irregular del caballo en el pedregoso sendero.

 Han transcurrido dos horas de marcha y aún falta, un largo trecho, para llegar a la comunidad en cuyo cementerio se hará la diligencia.

 Ya en el lugar, y ubicada la tumba, el policía libera el cuello y las manos del reo, advirtiéndole, antes, que si trataba de escapar no dudaría en dispararle para impedirlo. El gobernador ordena, a sus colaboradores, proporcionarle al preso una pala y un pico, los mismos que son lanzados a sus pies. El fatigado hombre hunde, una y otra vez, la pala lanzando la tierra al exterior, hasta que llega a tocar un cuerpo envuelto en mantas. Se detiene, ante una indicación del policía. Después de unos instantes de reflexión entre los peritos, el juez ordena limpiar de tierra el cuerpo, lo que el detenido hace cuidadosamente; luego coge entre sus brazos el cuerpo envuelto en coloridas telas y lo pone sobre el suelo. El “especialista” que no es otro que el sanitario del pueblo, con visibles muestras de asco, le ordena abrir las envolturas, lo cual hace Huallpa con diligencia. Cuando el cadáver en estado de putrefacción ha quedado al descubierto, en increíble actitud de ribetes demenciales, se inclina y lo abraza; la piel de Rosauro Huallpa se pega a las manos, pecho y rostro de Jacinto, y aunque pareciera imposible que por aquel rostro inmutable surcara alguna vez una lágrima, dos gruesas perlas líquidas rodaron por sus mejillas, mientras musitaba:

 —¡Rosauro! ¡mí Rosauro!

Un colosal puntapié, en las costillas del abigeo, lo hizo soltar el cadáver y contraerse por el dolor, pero sin soltar un quejido.

—¡Bestia cobarde! ¡Ahora lloras por remordimiento! ¡A ver si ahora eres tan hombre! ¡Toma mierda! —Lanzando un fuetazo sobre el rostro de Huallpa, deja una marca rojiza en la misma. Los vecinos de la comunidad entre asombrados e incrédulos, de ver a Huallpa en esas condiciones, sin llegar a comprender el ¿por qué? de lo que ocurría, se fueron acercando poco a poco rodeando el lugar.

            Lo que siguió fue una aberración de la legalidad. Quien efectuaría la exhumación del cadáver era el sanitario del pueblo, cargo que ejercía sin tener el título de tal y, lógicamente, no era doctor. El desconocimiento de la materia, así como del procedimiento, lo cubría con una palabrería digna del mejor de los embaucadores. El resultado, indudablemente, iba a ser desastroso para Huallpa.

            Abrió el abdomen y, sin considerar que el cadáver tenía dos semanas enterrado, estaba hinchado por la descomposición y otros factores, decía que el hígado estaba hinchado por los golpes, “que habría recibido de alguien muy fuerte”; cuando llegó a tocar, otro de los puntos traumatizados, la nuca, que estaba sumamente hinchada y de un color morado verdoso por las razones ya dichas, exclamó al momento de abrir la zona afectada: “ la vértebra habría sido dislocada como producto de la acción de unas manos muy fuertes”, sin considerar siquiera que pudiese ser producto de una caída. Cuando abrió el cráneo, aserrándolo, acto que hizo alejarse  a la mayoría de los asistentes, debido al fétido olor de la descomposición, terminó por afirmar que el cerebro estaba destrozado por la cantidad de golpes que había recibido la cabeza, por unos puños muy potentes. No consideró que, la masa encefálica, es la primera en descomponerse, cuando muere una persona. Así las cosas se fueron llenando fichas, y firmándolas por los “peritos”, el juez y las otras autoridades llegadas para tal fin.  El objetivo era claro, encontrar los fundamentos que apoyen la tesis del asesinato de Rosauro Huallpa a manos de su padre.

El retorno se realizó de la misma manera, llevándose, a Huallpa, en las mismas condiciones. La única diferencia fue, para apresurar la marcha ya que se acercaba la noche, la actitud del policía que de trecho en trecho empujaba con el caballo y el fuete al prisionero, lo que le origino varias caídas durante el trayecto. Entraron al pueblo bastante avanzada la noche.

 

            Hugo Ramos llegó, al pueblo, pasadas las siete de la noche. El hambre, que lo hostigaba, lo animó a dirigir sus pasos a la pensión; al ingresar se sorprendió de encontrar allí a Inés, puesto que, generalmente, ella se retiraba a las siete de la noche. Fue visible la natural alegría que originó, en ambos conocidos, el encuentro.

—¡Hugo, estas de vuelta, qué alegría! —dijo Inés poniéndose de pie y dirigiéndose hacia Hugo.

—¡La alegría es mía Inés! ¡Qué gusto volver a verte! —Fue la respuesta del recién llegado; se estrecharon en un abrazo—, pero, ¿qué haces a esta hora aquí’?, yo te hacía  ya en tu casa.

—Bueno, estoy calentándome un poquito porque tengo que volver a la oficina.

—¿A la oficina, por qué? —interrogó Hugo Ramírez

—Es que tengo que terminar un informe para mañana y ya estoy medio loca con ese asunto; pero dime ¿Cómo te fue en Lima? Tanto tiempo ¿un mes no?

—Sí claro, casi un mes; el proyecto tenía que ser expuesto, revisado y luego aprobado. Lo característico de estos trámites en Lima es que los plazos son muy largos. ¿Habrá algo para comer? —dijo Hugo Ramos mientras se dirigía al interior llamando a la dueña de casa. Inés siguió sentada terminando su mate.

—¡Tuve suerte! —Exclamo Ramos, volviendo—, ¡Me van a preparar algo ¿ No me acompañas?

—¿Me disculpas!, pero no puedo, ¡tengo bastante trabajo! —dijo Inés levantándose de la mesa; se dirigía a la salida cuando recordó algo y volvió—.¿No te has enterado?

—¿De qué?

—De Huallpa, está preso, lo están acusando del asesinato de su propio hijo; justamente hoy han hecho la exhumación del cadáver. No sé si ya habrán vuelto. Pero, ¡caramba el tiempo se me va, mañana hablamos del asunto! —dijo saliendo del lugar.

Se dirigió al colegio transitando la empedrada calle que la lleva a la plazoleta; al doblar la esquina, observa luz en la parte inferior del edificio educativo; por lo que deduce que ya ha regresado la comitiva que viajó a la exhumación. El edificio del colegio tiene dos plantas, pero bajo el ala izquierda de la segunda planta funciona, provisionalmente, el puesto policial de la localidad. En esa sección, parte superior, se encuentra la secretaría y las oficinas del plantel. Inés abre la puerta principal y se dirige, por la escalera del patio, hacia su oficina en la segunda planta; introduce la llave en la cerradura y le parece escuchar gritos en el interior; abre sigilosamente la puerta y comprueba que los gritos no provienen del interior de su oficina, sino de la parte baja de la misma, es decir del puesto policial.

—¡Habla desgraciado!, ¿Con quién mataste a tu hijo? ¿Fuiste tú solo?, ¡Habla carajo! —Cada palabra es seguida de un golpe seco y un gemido ahogado, casi inaudible. Inés, atónita, se agacha para mirar, a través de las rendijas que dejan las tablas del piso, pero “el tumbado” de tela, que hay bajo él, se lo impide. Hay una luminosidad mayor hacia el final de la rendija y se dirige, hacia allí, a “gatas. Encuentra que, en ese lugar, hay un orificio pequeño en el “tumbado” por donde se puede observar, aunque con dificultad, lo que ocurre abajo. Lo que ve la llena de pánico, un hombre desnudo, colgado de Las vigas del techo, es “baldeado” y golpeado por otro hombre, que no es otro que el policía nuevo que ha llegado al pueblo. Inés, atemorizada por la visión, retrocede gateando con la intención de salir de allí; pero el ruido de un portazo, que resuena en sus tímpanos, la hace quedarse inmóvil, ahogando un grito con las manos que cubren su boca.

—¿Qué carajos pasa aquí? —Inés temblando de miedo reconoce la voz del sargento que ha llegado; vuelve a mirar por el orificio y ve a un iracundo hombre levantando las manos con el rostro enrojecido por la rabia.

—¿Te has vuelto loco Barreto?  ¿Quieres que te haga dar de baja? —dijo  el furibundo oficial—.¿Quién te ha dado autorización para esto?

—¡Mi sargento, necesitamos resultados de la investigación, el gobernador está presionando, quiere una confesión!

—¡Y a mí que mierda me importa eso! ¡Yo soy el responsable, por este prisionero y por esta oficina! ¡Tú me respondes a mí, y a nadie más carajo, menos a ese señor que ahorita termina su cargo y se va a su casa! ¡Yo voy a estar siempre sobre tu cabeza!  ¡Nos han pedido, del cusco, al detenido, ¿cómo mierda lo vamos a llevar así? ¡Bájalo carajo! —El sargento casi está gritando, de cólera, y mira al techo donde están las sogas; Inés siente un sudor frío, gateando hacia atrás, llega a la puerta la cual abre y vuelve a cerrar con el mayor cuidado; baja las gradas, mirando a todos lados, y llega a la puerta principal, la cierra procurando no hacer un solo ruido.

Ya en la calle desaparece como alma que lleva el diablo, en dirección a la pensión, la que encuentra cerrada al llegar a ella.

¿Qué hacer?, ¿y el informe para mañana? ¡No! ¡De ninguna manera vuelve allí! ¡No, al menos en estos momentos! Trata de calmarse y razonar ¿A quién acudir? Sus primos de repente ya están descansando, ¿y qué decir a sus tíos si va ahora mismo? ¿Buscar al ingeniero? ¿Qué impresión causaría al buscar a un hombre solo a estas horas? No, tampoco eso era posible. Reflexionó un momento, y decidió, lo mejor era irse a descansar a casa. ¿Descansar? Bueno, al menos tratar de ordenar las ideas para ver que hacer mañana.

            Al día siguiente, Inés ya se encontraba en la pensión cuando fueron llegando los demás comensales; las ojeras, que mostraba, eran señal inequívoca que no había tenido una buena noche. Con una actitud misteriosa les indicó que era necesario trasladarse, a una mesa más apartada, donde poder conversar, a lo que accedieron los interlocutores. Una vez ubicados, Inés expuso, detalladamente, lo que había observado y la había afectado profundamente la noche anterior. Cuando concluyó, el relato, los interlocutores no salían de su asombro, ¿Qué era lo que estaba pasando en su pueblo?

—¡Esto es inconcebible! ¡Qué tal abuso! —prorrumpió Hugo Ramos

—¿Y el gobernador está metido en eso? —Intervino Romualdo

—Yo creo que no solo el gobernador porque, si se dan cuenta, ningún policía se arriesgaría a que lo denuncien solamente por la presión que ejerza un gobernador —aclaró Inés.

—A menos que esté acostumbrado —dijo Romualdo

—¿Y no tiene abogado ese Huallpa? —preguntó el ingeniero Hugo Ramos.

—Tengo entendido que le han conseguido uno, sabe Dios quién, pero para defenderlo en el cusco, cuando lo trasladen allá. Me enteré ayer cuando fueron a hacer la exhumación —intervino Wilfredo.

En ese momento, la encargada de la pensión se acercó con los cubiertos, lo que silenció por unos instantes las intervenciones.

—¡Sea un ladrón o no!, ¡sea un delincuente o no!, ¡no se puede permitir ese tipo de comportamiento de parte de una autoridad!; por lo que me parece, si las cosas continúan así, deberíamos tomar alguna acción, como por ejemplo elevar una denuncia al cusco —Quien así hablaba, con tanta vehemencia, era el ingeniero Hugo Ramos.

—Sobre todo porque no es la primera mala acción que comete ese señor; en el poco tiempo, que lleva acá, ha conquistado fama de abusivo con los campesinos; lo conocen como el “moroco[1]” y muchos se quejan que, cuando sale al campo, los obliga a cocinarle con gallina, cuy o lo que se le antoje, promete pagarles y nunca lo hace. Coge lo que quiere y, si protestan, los trata mal —argumento Wilfredo.

—Veamos que pasa en estos días; pero explíquenme ¿Qué es lo que ha pasado con Huallpa? ¿Por qué está en esas condiciones? —inquirió Hugo Ramos.

—Bueno lo que yo conozco, de acuerdo a los comentarios de la tía Eufrosia que es amiga del Juez —dijo Inés—, que ese tal, Rosauro Huallpa, fue encontrado muerto en una quebrada. Hechas las averiguaciones se supo que, cuando le ocurrió la muerte, él venía del cusco después de haber vendido unas cargas de chuño y algunas reses. ¿Dónde empieza lo raro? en que el cadáver tenía todo el dinero de la venta, por lo tanto no puede haber sido un asalto para robarle. Otro hecho extraño es que el caballo de su propiedad, un hermoso azabache en el cual venía, lo encontraron muerto muy lejos, a dos horas, del cuerpo de Rosauro. Todo es muy difícil de entender, y  muy raro, ¿no?; pero hay más. —afirmó Inés—, el juez manifiesta que un testigo se ha presentado al gobernador para afirmar que delante de él, y de otras personas, Jacinto Huallpa amenazó a su hijo, en una oportunidad, diciendo que si volvían a encontrarse lo iba a matar.

—¿Y quién es ese testigo? —preguntaron los interlocutores a una voz.

—Pues no lo sé, porque ni la tía Eufrasia lo sabe. El juez no quiso decirlo.

Los presentes procedieron con el desayuno cuando, Inés, concluyó con su relato.

Era notoria la inquietud, y la incomodidad, que les originaba lo relatado por la joven. Siguieron, mientras desayunaban, haciendo comentarios sobre el tema, y sobre todo de las “andanzas” del llamado “moroco” que hacía mal uso de su condición al servicio de la ley. Una honda inquietud empezó a molestar a Hugo Ramos. ¿Cómo era posible que un hombre, admirado por los campesinos del lugar, reconocido incluso por los abigeos como su líder indiscutible, fuese capaz de asesinar a su propio hijo. ¿Y el testigo? ¿Quién era el misterioso testigo? Cavilando estas interrogantes llegó a la conclusión que la persona que podía dar más luces, sobre el asunto, sería Aurelio Fernández.

 Terminado el desayuno se despidieron todos. Inmediatamente salió apresurada Inés, tenía todo un informe por hacer. Y, estaba muy atrasada.

 

                           



[1] Moroco= Novato en las fuerzas armadas y policiales.          

 

                                   

                              VI.  LOS JINETES DE LA PUNA

 

            Transcurría la mañana cuando en el fundo de los Fernández apareció, en la puerta de entrada del patio familiar, el ingeniero Hugo Ramos. Venía a pie desde el poblado. Aurelio, que se encontraba haciendo la faena del día, se sorprendió con su presencia.

—¡Ingeniero! ¡Qué sorpresa! ¿Qué lo trae por aquí? —preguntó Aurelio.

—Voy hacia “Fundición” a hacer una diligencia y decidí acercarme un momento a saludar y charlar un poco.

—¡Pasa eres bienvenido!, acompáñame a tomar mi segundo desayuno —dijo sonriendo Aurelio Fernández.

Era éste un joven de unos 22 años, de semblante agradable, cabello castaño rojizo que se complementaba con un bigote ralo del mismo color, la piel intensamente clara. Era el menor de los hermanos, tres varones, los otros dos habían adquirido profesiones liberales que ejercían actualmente; Aurelio y su padre se encargaban de las tareas del fundo; en el momento que llegó el ingeniero Hugo Ramos se encontraba solo porque su padre había subido a la vaquería, a curar a un ternero que tenía “gusanera” [1]y su madre se encontraba en el poblado con la tía Eufrosia la matrona del lugar. Aurelio, por lo general, ya se encontraba en pie desde la cuatro o cuatro y media de la mañana, tomando una taza de café, antes de salir a ordeñar las vacas y llevarlas posteriormente a pastar al campo ,donde el pastor del fundo se encargaba de ellas; después de revisar las provisiones de leña y distribuir las tareas del día, entraba a la cocina a tomar un poco de leche fresca con algún refrito, preparado por la diligente cocinera; a eso le llamaba Aurelio su segundo desayuno.

Hugo Ramos siguió a Aurelio, atendiendo a la invitación; una vez adentro ocuparon sendas sillas alrededor de una mesa.

—¿Estás enterado de los acontecimientos del pueblo? —preguntó Hugo Ramos.

—Bueno de algunas cosas, como por ejemplo que ayer han hecho la exhumación del cadáver del hijo de Jacinto Huallpa.

—¡Exactamente! —dice Hugo Ramos—, pero además, junto a esa exhumación se han hecho cosas inconcebibles de parte de las personas encargadas del proceso —añadió, y narró lo que conocía por boca de Inés.

 Cuando terminó el relato, Aurelio no salía de su asombro; que se abusara de los derechos de un ser humano de esa manera era algo terrible, y ocurría en el pueblo donde ellos vivían.

—Verdaderamente me apena mucho esto ingeniero, no sé cómo explicarte mi impotencia, mi ira, mi frustración —dijo luego de un momento de silencio—, que se siga abusando de esta gente como si fuesen animales u objetos, y que todavía se cometa estos actos por gente que debería brindarles justicia y protección.

—Pero si se trata de justicia, aunque no se puede proceder de esa manera bárbara y salvaje, parece que todo apunta a que Huallpa es culpable —El ingeniero, bebía una humeante tasa de leche hervida con café.

—Así es, yo también me he puesto a pensar en eso, ¿pero, acaso justifica eso el accionar inhumano de quienes se dicen representantes de la ley? Cuando ocurren cosas parecidas con personas “importantes” y posición económica encumbrada, no se procede así. Y ¿sabe por qué Ingeniero? —dijo dirigiendo su rostro hacia Hugo Ramos. Éste dejando su tasa en la mesa un momento lo queda mirando fijamente.

—¡No! no lo sé Aurelio­.

—Pues porque, aunque algunos no lo queramos admitir, vivimos en dos mundos paralelos. Éste, el nuestro, es uno de ellos: comemos bien, nos vestimos bien, tenemos para satisfacer nuestras necesidades, enviamos a nuestros hijos a estudiar y hasta a las universidades; es decir, un mundo en el que no nos podemos quejar de las bondades que nos da la vida. Allá, tras de esos cerros —dice señalando a través de la ventana los cerros que aparecen a la distancia—, en esas quebradas, en esas punas inhóspitas, aún está vivo el otro mundo: el de los desheredados, de los desplazados, de aquellos que nacieron esclavos de la miseria y aún no pueden liberarse de ella.

—Bueno, francamente también pienso que hay inequidad. Y, ¿Sabes?, ¿no sé cómo empezó todo esto?, ¡ni como terminarlo!

—¡Cómo empezó? Un día fueron despojados de sus tierras y arrinconados en las montañas o convertidos en siervos; bajo el sistema de haciendas fueron explotados como bestias, por los gamonales y los mineros; cuando eso ocurrió, los más rebeldes, huyeron del cautiverio y se convirtieron en bandoleros; eran cazados como animales; por lo que con el tiempo se convirtieron en excelentes jinetes y hábiles tiradores; contribuyeron, con su sangre, a las luchas de la independencia, pensando que, con ello, su suerte cambiaría. ¡Se equivocaron!

—¡Yo los veo tan humildes, tan sencillos y, hasta cierto punto indiferentes al mundo que los rodea! Como si no esperaran nada, de nadie.

  —¡Y parece ser así!, tú has visto una copia devaluada, de aquellos hombres, cuando hemos ido a Ñahuinlla. Si has observado bien, te habrás dado cuenta que no tienen físicamente nada extraordinario, no son altos, su rostro, quemado por el frío,  no muestra ni tristeza ni alegría; su pantalón de bayeta y su poncho son la única pertenencia, que pueden exhibir, como prendas de vestir. ¡Hasta sus caballos!, ¡no son capaces de llamar la atención!,  son unos “chachitos” que más parecen ponis por lo chatos que son; por su pelambre, abundante para protegerse del frío, parecen llamas; sin embargo esos hombres son bravos e indómitos, ¡lo único que la cultura occidental no ha logrado arrebatarles!  

—He escuchado decir que un graguino, al igual que un chumbivilcano estima más a su caballo que a su propia mujer.

—Y parece ser cierto, son inseparables. En estas tierras han vivido y galopado hombres, que por su bravura y generosidad, han hecho historia y convertido en leyenda a los jinetes de la puna.

—¿Cómo así, Aurelio? —preguntó el ingeniero—, porque más bien tengo entendido y es conocido en algunos círculos, lógicamente sin ofender a nadie, que la tierra de Grau es tierra de bandoleros abigeos.

—Te voy a Explicar ingeniero, algo que aprendí desde muy pequeño, ¿conoces la canción Aulico? Bueno tal vez no porque es un huayno. —Hugo Ramos iba a protestar, pero Aurelio no lo dejó y prosiguió—, el alma popular conserva a través de su música, tradiciones y leyendas el recuerdo de los héroes del pueblo, de aquellos que no han sido promocionados por el sistema a través de sus medios, pero, su fuerza mística es tan grande que quedan enraizados en la memoria popular; te voy a hablar de dos personajes a quienes la prensa de la época, al servicio del gamonalismo y la aristocracia que regía los destinos del Perú, los satanizó, escarneció y condenó. Esos personajes casi legendarios que hay en el Perú oculto son “Aulico” y “Alancho”.

—¿Aulico y Alancho?

—¡Sí!, Aurelio Montesinos y Alejandro Montesinos. Sobre el primero queda la canción Aulico y una película; sobre ambos, las tradiciones que circulan en Cotabambas y lugares aledaños, escenarios de sus correrías.

—Bueno yo diría que en lo poco que se conoce de ellos, especialmente en Lima, y esto en círculos muy pequeños, porque son casi ignorados, se les conoce como bandoleros que en determinados momentos sirvieron a algún interés político —interrumpió el ingeniero Hugo Ramos.

—¡Lima!, de Lima se han regido los destinos del Perú de forma escandalosa y grosera. Épocas hemos tenido en que, desde Lima, se repartía el territorio como una torta entre las distintas familias que iban a “representar” al electorado durante los “comicios”.

—Bueno, no me parece tanto así…

—Le digo, mi querido amigo, que, en una de esas repartijas se adjudicó a Rafael Grau, hijo del héroe de Angamos, como territorio para ser representado por él en las elecciones para el parlamento, la región de Cotabambas, que era más extensa en esa época.

—¿Pero cómo podría ser eso?, ¿un ciudadano que no vivía acá, no tenía relación alguna con este territorio, sus costumbres y sus necesidades iba a ser su representante? —interrumpió nuevamente el ingeniero.

—Es que era el país de propiedad de los gamonales y la aristocracia, de los “Dones”, y hacían lo que les diese la regalada gana; es por eso que Rafael Grau hizo una gira para conocer el territorio que iba a representar.

—Bueno, tal vez recorriendo la zona sabría cuáles eran las necesidades de la región.

—¡Claro!, pero en todo su recorrido prometía, entre otras cosas, terminar con el abigeato que era la necesidad más sentida de los hacendados. Dejaba entrever que si era necesario se batiría a duelo con Alancho, cuya fama era notoria en la región y, que según él, era el más notorio delincuente

—¿Y se dio ese duelo? —Volvió a interrumpir el ingeniero.

—Bueno te diré que sí y no; pero deja que te explique, Grau era un hombre de profundamente religioso y se encontraba escuchando misa, en la iglesia de Palcaro, donde había llegado en su recorrido. Al salir de la iglesia, cuando terminó el oficio religioso, grande fue su sorpresa al encontrar a “Alancho”, y su gente, rodeando el lugar y esperándolo para batirse. El resultado del encuentro, no dejaba lugar a dudas. Grau quedó muerto frente a la iglesia de Palcaro. Se puso precio a la cabeza de “Alancho” y él huyó a los valles de la Convención, donde fue capturado por una traición.

—Solamente así, porque, ¿quién puede encontrar a un hombre en la selva?, y más aún en esos tiempos.

—Lo capturaron, herido en Echaratí, pero no pudieron trasladarlo al Cusco, porque en la noche se quitó los vendajes, con la boca, ya que estaba amarrado a un palo. Al día siguiente, sus captores, lo encontraron en un charco de sangre.

—¡Ahora entiendo el origen del nombre de esta provincia!

—¡Sí ingeniero!, el congreso le puso a esta región el nombre de Grau, en memoria de Rafael Grau. Yo le diría ingeniero que, sea como fuere, Aulico y Alancho representan la rebeldía provinciana ante los atropellos de la capital; así como la rebeldía local frente a los abusos del gamonalismo. Algunos, especialmente aquellos que se vieron afectados por su actuar, los tildaron de resentidos sociales —Aurelio se pasa los dedos de la mano derecha para alisarse el bigote y hacer una pausa.

—Yo creo que más que resentidos sociales, el tratar de causar daño a los hacendados y a los mineros era una actitud de venganza.

—Lo real es que estos personajes, mezcla de verdad y leyenda sembraron, en el colectivo, la idea del bandido bueno, aquel que asaltaba a los ricos para entregar el producto de ello a los más necesitados.

—La verdad, Aurelio, que me quedo estupefacto; todo lo que me has contado ¿es parte de los acontecimientos del siglo XX?, porque a mí me parece un trozo de historia sacada de la edad media.

—¡Por supuesto ingeniero!, era la época en que gobernaba Pardo, inclusive, recuerdo que la tía Eufrasia nos decía que Grau fue muerto el día… a ver déjame buscar en la memoria, ¡Claro! Fue un 4 de mayo y el año fue 1917. Estas cosas cuando se las cuentan a uno de chiquillo no las olvida. —Era claro el desbordante entusiasmo que mostraba Aurelio en su relato trasmitiéndole, a su interlocutor, una curiosidad cada vez mayor—, y sí, en algunos aspectos, hay hechos que parecieran pertenecer a otras épocas; por ejemplo, si tú has recorrido la región te habrás dado cuenta que en el Cusco, y zonas cercanas, usan el tractor para labrar la tierra; por acá todavía usamos la yunta para tal tarea; cuando fuimos a Ñahuinlla ¿qué utilizaban?

—¡La chaquitaclla! [2]—Fue la respuesta categórica del ingeniero Hugo Ramos.

—¡Ciertamente!, por eso no te extrañe, que Jacinto Huallpa sea un personaje que se mueve en el siglo XX arrastrando los vicios, virtudes y cierto romanticismo de una época que nos cuesta creer que todavía existe: el bandolerismo de inicios de la república. Se habla mucho de lo que Huallpa ha robado, incluso hay versiones que, para mí, son fantásticas como por ejemplo que, en una sola noche, atacando diversas haciendas logró llevarse 30 cabezas de ganado; nunca pudieron probarlo, como tantas otras cosas que le han atribuido. Jamás pudieron presentar una prueba real. Lo cierto es que, ese hombre, despierta envidia y admiración entre los suyos.

—¿crees que sea culpable?

—Lo dudo, pero, es una buena oportunidad para todos los que quieren deshacerse de él. Por ejemplo ¿qué hay de Rosendo? él ha desaparecido. Siguiendo la lógica que le están dando a la investigación ¿no se podría pensar que fue él el victimario y escapó para evitar el castigo?

—Pero era muy leal a Rosauro.

—Siguiendo esa misma lógica de la que te hablaba —continuó Aurelio—, diré que el abigeo es un delincuente y el delincuente se vende por un poco de dinero ¿no podría ser un asesinato por encargo? Nadie ha llevado en esa dirección la línea de investigación ¿no?

—¡Claro! ¡Porque, todos, la han centrado en Jacinto Huallpa. Lo que no encaja en esta suposición, Aurelio, es que un delincuente desalmado, capaz de eliminar a su primo y sin una pisca de lealtad ni remordimiento, no dejaría con el muerto todo el dinero que se encontró al cadáver, ¿todo un misterio no?

Aurelio miró fijamente al ingeniero Hugo Ramos y asintió con la cabeza.  Cuando llegó esa mañana a la propiedad de los Fernández, no imaginó que tendría una charla tan interesante, como la que estaba sosteniendo, con Aurelio; sin duda era muy buen anfitrión y buen conversador.

 Cuando se aprestaba a abandonar, el fundo era, ya cerca del mediodía.

—¿Y el testigo, Aurelio, quién es el testigo?

—¿Quién puede ser? Sino Facundo Yucra. —El ingeniero sonrió y se dirigió a la salida para seguir, su camino, hacia el lugar donde tenía que cumplir ciertas diligencias.

 

 



[1] Gusanera= Enfermedad que les da a los bovinos cuando las moscas ponen sus huevos en la piel del animal, las larvas van devorando la carne.

[2] Chaquitajlla=  Arado de pie consistente en un palo con punta de metal . Se utiliza en las partes altas de los andes.

      

                           

                                VII.  NUEVAS EXPERIENCIAS Y NUEVOS AMIGOS

 

                                   El joven ingresa, al vetusto edificio ubicado a una cuadra de la plaza de armas del Cusco. El interior es un hormiguero  con personas que salen y entran, apresuradamente, de las distintas oficinas. Un rumor ininteligible, de voces, circula por los corredores y patios de la primera planta.

—Disculpe señor, ¡buenos días!, ¿dónde queda la oficina de personal?

—Siga Ud. por este corredor. Al llegar a la esquina doble a la derecha. Es el segundo ambiente, allí tiene el letrero sobre la puerta.

—¡Gracias señor! Que tenga Ud. buen día. —Abel hace un movimiento, con la cabeza, agradeciendo, y se dirige al lugar que le indicara su interlocutor. Voltea la esquina y descubre el pequeño letrero, sobre la puerta,  “DIRECTOR DE PERSONAL”. La puerta está abierta, ingresa y su mirada encuentra la de una amable recepcionista, que ha vuelto el rostro al ver al joven ingresar.

—¡Buenos días señorita! Disculpe usted. Tengo cita con el señor Director, para las 9:30, soy el señor Abel Gómez.

—¡Sí!, lo tengo anotado señor Gómez. Tome asiento por favor. El señor director está atendiendo en este momento. —Abel se sienta sobre uno de los dos mullidos sillones que se encuentran, en el despacho, flanqueando el escritorio de la recepcionista; recorre, con su ansiosa mirada, los distintos ejemplares de normatividad colgados en las paredes del recinto. La señorita ha ingresado al despacho del director de personal. En el interior se escuchan voces de timbre varonil.

—¡Señor Gómez! Pase usted, el señor director lo espera. —La señorita, ha vuelto a salir y extiende, amablemente, la mano derecha señalando en dirección a la puerta. Abel se levanta y camina hacia la puerta, ingresando al interior. La oficina está sobriamente amoblada; tras el escritorio se encuentra, sentado cómodamente,  un sonriente caballero de unos cuarenta años de edad, rostro amable y abultado vientre. Sus poblados bigotes hacen marco a una expresión alegre y bonachona. A su diestra se encuentra sentado su interlocutor, un señor de tez trigueña, mucho más joven, de mirada vivaz y semblante agradable a la vista.

—Ha llegado usted en el momento preciso, señor Gómez —dice el director de personal al recién llegado.

—¡Buenos días, señor director!

—Buenos días, señor Gómez, le presento al señor Gabriel Fernández, director del colegio de Coillurqui. Precisamente hay una plaza, para su especialidad, en ese lugar. No es muy lejos de la ciudad del Cusco. —Haciendo este comentario, el director de personal, extiende su mano abierta en dirección a la persona que está sentada. Abel se dirige hacia él y estrecha su mano.

—¡Buenos días!, mucho gusto señor Fernández. Verdaderamente, para mí, es un buen inicio del día; tanto por el placer de conocerlo, como por haber conseguido, por fin, algo que he estado buscando y esperando durante tiempo —expresó Abel.

—Ciertamente esta situación es algo providencial señores —interrumpió el director de personal—, vean ustedes, ya es el mes de  Mayo, a estas alturas del año ya no hay plazas disponibles; sin embargo ha tenido suerte señor Gómez. Usted, señor Fernández, viene e inmediatamente encuentra reemplazo para su docente renunciante. Ahora sólo falta cubrir la plaza de su “desertor.” —Una sonrisa aparece en el rostro del director de personal—, la especialidad que falta es biología, ¿sí?

—¡Efectivamente, señor Director!

—Muy bien, esté usted seguro que para la tarde le tendré noticias. Hay, con toda seguridad, un joven de Calca cuyo expediente reúne ese requisito. Ya he hecho que se le comunique. La verdad, amigo Gabriel, para trabajar en algunos lugares de nuestro país hay que ser bien “machos”. ¿Usted lo es, señor Gómez?

—¡Ah, por supuesto, señor director!

—Bueno, eso sería todo por el momento, con usted señor Gómez; en cuanto a usted, señor Fernández, lo que faltaría sería la regularización de la documentación del plantel. La ha traído ¿No?  También tiene que firmar y sellar la recepción del material que le van a entregar. Busque, usted, al señor Bonilla en su oficina. Ya está enterado del trabajo que tiene que hacer con esa zona. Regrese a las tres para tratar el tema del profesor de Biología. ¿Sí?

—¡Muy bien, señor Director!, le quedo muy agradecido por la atención como siempre tan rápida y atenta, que sólo usted acostumbra hacer, lo cual dice mucho de la eficacia del departamento bajo su dirección. Buscaré al señor Bonilla. Con usted hasta la tarde. —Gabriel Fernández estrecha la mano del director de Personal y vuelve el rostro al joven Gómez—. ¿Nos vamos señor Gómez?

—¡Sí!, enseguida. —Abel se acerca al director de personal y estrecha su mano—, muchas gracias señor director, será hasta otra oportunidad—, luego sigue a Gabriel Fernández hacia el exterior de la oficina.

—He venido, con la secretaria del plantel, a dejar unos documentos que la Quinta Región nos ha solicitado, como ha podido escuchar. Quiero manifestarle que será un gusto trabajar con usted en nuestro plantel. Verá que el lugar, a donde vamos, es muy bonito. Espero que las palabras, del señor director, sobre lo de ser muy “macho” no lo hayan asustado.

—¡No, no, por supuesto que no!.

—Coillurqui es un valle, no muy lejos de Cusco, con bonito clima; es zona ganadera, aunque ha disminuido un poco la producción. —Gabriel Fernández camina, en dirección al patio, explicando las características de Coillurqui a Abel. De una de las bancas, que hay en el patio, se levanta una agraciada joven que camina hacia ellos—.Le voy a presentar a la señorita secretaria del plantel, señor Gómez. —Y dirigiéndose a la  joven— : Inés te presento al señor Gómez. Es el profesor, de ciencias sociales, que trabajará con nosotros este año.

—Mucho gusto señorita. —Abel extiende su mano para estrechar la de Inés.

—El gusto es mío, señor, bienvenido, esperamos que se sienta a gusto con nosotros. Haremos todo lo posible, para que sienta confortable su estadía.

—Señor Gómez, yo debo hacer unos trámites con la señorita secretaria. Estaríamos viajando pasado mañana; por lo tanto tiene usted tiempo, para preparar sus cosas, lo que queda de hoy y el día de mañana. El punto de partida será el estacionamiento bajo el puente Grau, a las cuatro de la mañana; pero hay que estar a las tres o tres y media. ¿Le parece bien?

—A la hora que sea necesario señor Fernández.

—Bien, entonces lo esperamos a esa hora, tres de la mañana, bajo el puente Grau.

—Muy bien, señor Fernández, hasta pasado mañana. Hasta pasado mañana señorita, que pasen un bonito día.

—¡Gracias! —responde Inés.

—¡Gracias! —responde Gabriel. Se estrechan las manos y, mientras Abel se dirige a la salida, ellos se vuelven al interior del edificio.

 

            Gabriel Fernández se encuentra dirigiendo el Colegio de Coillurqui desde hace dos años. El plantel está ubicado en un lugar que, geográficamente, pertenece al departamento de Apurímac; pero debido a la difícil comunicación, de este lugar, con Abancay la capital del departamento, se hizo la concesión de permitir que, administrativamente, los trámites, respecto a Educación, se hagan en el Cusco. Lo agreste de la zona hacía difícil la adaptación de quienes, por diferentes razones, llegaban a trabajar. Más aún, si esas personas pertenecían a realidades distintas, y tan alejadas, como Lima o Arequipa. Esa era la razón por la cual, dos docentes, habían dejado sus cargos. Uno había renunciado; otro, sencillamente, pidió permiso y nunca más volvió. Ello había dada lugar a que el director, Gabriel Fernández, y su secretaria, Inés, viajasen al Cusco para tratar el tema del personal. A la vez, estaban cumpliendo algunos requerimientos administrativos de oficio.

 

El resto del día lo utilizó Abel en visitar y despedirse de algunos amigos, que había hecho en la ciudad del Cusco. Egresado de una universidad de Lima había llegado a la ciudad imperial, hacía tres  meses, en busca de trabajo. Por fin había conseguido ese objetivo, que le era tan esquivo, lo cual lo llenaba de alegría, puesto que era su primer empleo profesional. «Por fin podré corresponder el sacrificio de mis padres, podré ver lo necesario para la familia, ver algo para mis hermanos», se decía mientras transitaba por las calles cusqueñas.

Al día siguiente, se equipó de lo indispensable para viajar a un lugar del cual sólo tenía conocimiento por referencias. Entre las amistades ya señaladas, y el poco dinero que le quedaba, pudo conseguir: equipo para aseo, tres mudas de ropa, camisas, pantalones, medias, ropa interior y un abrigo.

 

            A las tres de la madrugada, del día señalado, se encontraba, en el paradero bajo el puente Grau. No le pareció bien que el señor Fernández  estuviese ausente, habiéndolo citado a esa hora. La ansiedad, que comía el ánimo de Abel, se vio interrumpida cuando puso su atención en un taxi que paró frente a él. Del vehículo bajó un joven, de mediana estatura, que portaba una maleta de regular tamaño. Pagó su pasaje y quedó parado frente a él, dirigiendo la mirada a todos lados, como buscando algo o alguien.

—¡Disculpe! —dijo el desconocido—. ¿Este es el paradero para Cotabambas?

—¿Cotabambas? —preguntó Abel

—¡Sí, Sí!, ¡para Cotabambas! —afirmó el recién llegado

—Yo creí que era para Coillurqui.

—A  Coillurqui no llega carro señor. Tenían que esperarme aquí, pero no veo  ningún transporte ni a la persona que me ha citado.

—¿Es usted profesor? —preguntó Abel.

—Sí —respondió su interlocutor—. ¿Se nota?

—Bueno, no precisamente, pero da la casualidad que a mí también me han citado, aquí, y no está la persona que lo hizo. ¿Por casualidad no lo han convocado para ir a trabajar a Coillurqui?

—Sí, efectivamente.

—¿Es usted docente de Biología?

—Sí señor. ¿Usted también es profesor?

—Sí —respondió Abel—. Es un gusto conocerlo, soy el señor Abel Gómez. —Extendiendo la mano estrechó la de su interlocutor, que le ofrecía la suya.

—Mucho gusto, soy el señor Jerónimo Zúñiga, a sus órdenes, entonces parece que vamos a trabajar juntos.

—Así es,  bueno yo no conozco el lugar hacia dónde vamos a trabajar, ni siquiera el Cuzco, porque llevó poco tiempo acá; pero, creo haberlo escuchado decir que, ¿a Coillurqui no llega carro?

—No, el carro llega sólo hasta Cotabambas

—Y entonces, ¿cómo llegamos?

—En lomo de bestia.

—¡Caramba! —Un sentimiento de preocupación le había hecho lanzar esa expresión a Abel—. Lo que sé es que este es el paradero y de aquí vamos a salir, pero, ¿montar a caballo?

—O mula, pero no se preocupe, señor Gómez, después de todo es bonito—.Una gran sonrisa apareció en el rostro de Jerónimo Zúñiga. El ruido de un potente motor los hizo volverse. Desembocando, por la avenida, se fue acercando un ómnibus. El potente ronroneo metálico, del vehículo, llamó la atención de los pocos transeúntes en la solitaria calle.

—¡Creo que es nuestro vehículo señor Zúñiga!

—Así parece, pero no llega, aún, nuestro director.

Como respondiendo a la afirmación de Zúñiga un auto, de color rojo, se detuvo frente al ómnibus, que ya se había detenido. De él bajó el señor Gabriel Fernández y se dirigió al ayudante del chofer. Conversaron y, luego, sacaron unas cajas del taxi, que fueron colocando en la bodega del bus. Hasta ese momento Gabriel Fernández no reparaba en las dos personas que, de la vereda opuesta, lo observaban. La calle, increíblemente en un instante, se había transformado: gente que llegaba a pie, vehículos que dejaban pasajeros, triciclos que dejaban carga para subir al ómnibus, vendedores ambulantes que ofrecían toda clase de productos; es decir, un bullicio imposible de imaginar apenas una media hora antes. Al terminar de acomodar la carga, Gabriel Fernández, dirigió una ansiosa mirada hacia la gente que llegaba, lo cual no pasó inadvertido para los profesores Abel y Jerónimo

—Me parece que es momento de acercarnos —dijo Jerónimo

—¡Sí, claro, vamos!

            Ambos cruzaron la pista y se encaminaron al encuentro de Gabriel Fernández.

—¡Profesores!, ¡buenas noches! —Exclamó el director Fernández, viéndolos llegar—, que bueno que ya llegaron. Estamos casi completos, sólo falta la señorita Inés. Ya llegará. Les he separado los asientos 7 y 8. Irán juntos, así se conocerán mejor. Quién va al pasillo y quién en la ventana ya lo deciden ustedes.

—Por nuestra parte está bien. Ya nos hemos presentado. Dio la casualidad que, al llegar, casi no había gente y hemos tenido oportunidad de conversar —dijo Abel y añadió—, subiremos, don Jerónimo a dejar nuestras cosas.

—Sí, pero lo mío tiene que ir en la bodega de carga —argumentó Jerónimo Zúñiga; señalando su maleta se dirigió al ayudante. Conversaron, unos instantes, llegando al acuerdo para que le ubique sus cosas en la bodega—. Ahora si podemos subir señor Gómez

Ambos profesores subieron al bus.

—Acá están nuestros asientos —señaló Abel—, yo diría que sorteásemos la ventana, es lo más democrático, aunque siendo de noche me da lo mismo porque no se verá ningún paisaje.

—Pues aunque sea de noche, sí me parece lo más democrático, es una buena idea. Así ninguno quedará descontento —dijo Jerónimo y agarró una moneda—, ¿cara o sello?

—¡Sello! —La moneda giró en el aire y, de caída, escapó a la mano de Jerónimo estrellándose, con un tintineo metálico sobre el piso del salón del bus. Un pasajero distraído que pasaba al interior del ómnibus pateó la moneda

—¡Vale, vale como está! —Gritó Jerónimo—, alumbra acá amigo —dijo dirigiéndose al ayudante que había subido, linterna en mano, a revisar las escotillas superiores del bus—. ¿Qué ves? ¿Cara o sello? —preguntaba ansiosamente.

—¡Sello! —respondió el ayudante, que había alumbrado al lugar donde cayó la moneda.

—¡Ni modo!, la ventana es de usted, señor Gómez.

            Con resignación Jerónimo acomodó un maletín de mano, que  llevaba algunos documentos. De la puerta se escuchó la voz del director Fernández, que se apoyaba en las gradas del bus.

—¿Por qué no bajan a tomar unos ponches? El ómnibus va a tardar un poco, según parece, hasta que lleguen todos los pasajeros. —A  los profesores les pareció acertada la sugerencia de Gabriel y, después de acomodar los maletines, bajaron al improvisado mercadillo instantáneo que se había formado alrededor del ómnibus.

Pronto se encontraron bebiendo sus ponches, y conversando amenamente, con el director Fernández. El tema, por supuesto, eran las características de la institución en la cual iban a laborar. En todo momento, el  director Fernández, trataba de hacer notar las bondades del lugar y, por lo tanto, también de la institución educativa.

Una silueta que Abel creía conocer se fue recortando, a medida que se acercaba, bajo la luz mortecina que proyectaban los focos de alumbrado público. Llegaba a pie y acompañada de un joven de agradable presencia; vestía un entallado pantalón blanco, que delataba su bien formado cuerpo, un abrigo abierto y una bufanda blanca; un sombrero blanco completaba el ajuar femenino. El joven que la acompañaba la cogía del brazo.

—¡Buenas noches Gabriel! —dijo la recién llegada

—¡Buenas noches Inés!, casi a la hora.

—Es que tuve unos contratiempos y me fue difícil.

—Al señor Gómez ya lo conoces —Cortó Gabriel Fernández—, te presento al señor Jerónimo Zúñiga, ambos van a trabajar con nosotros.

Gabriel Fernández había hablado sin escuchar la explicación, sin inmutarse, ni mirar al acompañante de Inés; éste, la retiró suavemente, del grupo, y conversó algo con ella aparte. Le dio, luego, un bezo en los labios y se retiró. La joven regresó al grupo.

—¡Pasajeros, abordar el bus! ¡Pasajeros, abordar el bus! ¡Pasajeros, abordar el bus!

Se escuchó, estentórea, la voz del ayudante. Los pasajeros que estaban en los diferentes, e improvisados puestos, empezaron a dirigirse a la puerta de ómnibus, donde formaron una larga cola.

—¿Para qué vamos a hacer la cola? Ya están separados nuestros asientos. Esperemos que se despeje para subir —sugirió Gabriel Fernández, a lo que todos asintieron.

Conforme los pasajeros iban subiendo, los comerciantes, que momentos antes llenaban la calle, iban desapareciendo como por encanto. Finalmente todos estuvieron a bordo. El director Fernández y su comitiva, subieron al  vehículo ocupando sus asientos. Inés tenía un asiento reservado junto a Gabriel. Cuando el vehículo se puso en marcha la calle, que servía de terminal a la empresa, había quedado vacía y silenciosa. Abel que había querido ir junto a la ventana, para observar el camino, quedó desencantado al ver solamente oscuridad y polvo. Eso fue durante todo el trayecto, lo que terminó por causarle un ligero dolor de cabeza. La carretera, al parecer, no estaba bien cuidada puesto que los baches, unidos a las curvas, incomodaban de sobremanera a los novicios pasajeros de esa ruta. El cansancio fue sumiéndolos, poco a poco, en una tenue somnolencia. Finalmente el día agitado y la larga espera hicieron su efecto; ambos profesores se quedaron profundamente dormidos.

 Otro inconveniente habría de presentarse en el viaje. El carro, momentos después de la salida, empezó a mostrar desperfectos por lo que tuvo que detenerse mientras se veía lo conveniente. La nueva espera hizo que Gabriel e Inés, acompañasen a los profesores en su ritual de homenaje a Morfeo[1]. Al amanecer, increíblemente, habían avanzado sólo hasta Izcuchaca.

—¡Bajemos a tomar unos caldos! —dijo Gabriel—, aquí el ómnibus demora casi media hora.

Los profesores se miraron y asintieron con la cabeza. Inés no bajó porque se sentía un poco mal. El lugar era una villa apretujada alrededor de una estación de ferrocarril. Los viajeros ingresaron a un ambiente que hacía las veces de restaurante, pero, tuvieron que volver a salir porque la venta, de los caldos, era en la parte externa del local.

—¡Señora! ¡Tres caldos, por favor! —Pidió Gabriel Fernández—. ¿Qué presa quieren profesores?

—¿Caldo de qué es señor director? —preguntó Jerónimo

—¡De cabeza papay! —respondió la vendedora—, también hay de panza y de patas, ¿Qué presa quieres, papá lindo?

—Para, mí de cabeza está bien —dijo Abel—, de presa, me das la lengua por favor.

            Los pasajeros iban recibiendo sus platos y pasaban, al interior del ambiente, a buscar mesa. Dos muchachos iban recogiendo los platos, de los comensales que terminaban, y enseguida corrían a lavarlos, en el riachuelo que pasa frente a la casa. Los docentes y el director Fernández estaban saboreando sus caldos, que por supuesto tenían un excelente sabor, cuando apareció Inés ante ellos.

—¿Quieres un caldito Inés? —pregunto Gabriel.

—No, gracias, he bajado porque necesito estirar un poco las piernas. Tanto tiempo en esos asientos; el viaje ha resultado demasiado cansado. Y ustedes, ¿cómo están?

—Yo bien, sí, muy bien, nada más que nos hemos dormido en el viaje—dijo Abel.

—Siempre se duerme en el viaje, si es que se viaja de noche —justificó Inés.

—¡Pasajeros! ¡Al ómnibus! —Los pasajeros reconocieron de inmediato la voz del ayudante, que los apremiaba para subir al bus. Gabriel, Abel y Jerónimo ya habían concluido, sus caldos, de tal manera que no tuvieron inconveniente en ir a acomodarse en sus asientos, precedidos de Inés.

            El vehículo, ya reparado, continuó su recorrido con notable prontitud; llegó a la bifurcación de Conchacalla y tomó la ruta de la izquierda hacia Chinchaypuquio. A media mañana estaba pasando el puente de Wallpa Chaca; finalmente, cerca, a las dos de la tarde estaba llegando a Cotabambas.

            El director, Gabriel Fernández, había previsto todo lo relacionado al transporte; una pequeña recua de bestias, ensilladas y controladas por dos peones, estaba lista en un corral cercano a la pampa que fungía de terminal, para trasladar a los recién llegados.

            Después de ingerir los alimentos, de mediodía, la comitiva se puso en marcha; lentamente, los viajeros, fueron subiendo la cuesta que los llevaba a la gran meseta de LLamayupa[2]. Ésta extensa planicie es utilizada, por algunas comunidades, para el pastoreo y conteo de ganado auquénido. Después, de una larga y fatigosa cabalgata, estaban bajando la cuesta de Monte Calvario.

 

Era bien entrada la tarde, cuando los jinetes llegaban al centro poblado. Miradas curiosas recibían a los recién llegados. Abel, por primera vez, había montado a caballo y aunque le parecía algo agradable, y para él novedoso, se encontraba cansado. El guía de la comitiva era Gabriel Fernández. El director, de la institución educativa secundaria de Coillurqui, dirigía a los viajeros hacia su casa. Ésta se encontraba a la entrada del pueblo, bajando la cuesta del coloso guardián tutelar de Coillurqui, a unos cien metros de la base de la cordillera. Doblaron la calle, en la primera esquina, hacia la derecha. A media cuadra, en lo que  sería la acera, había un portón verde, el cual ya se encontraba abierto. Por él ingresaron las cabalgaduras, a un amplio patio, dirigiéndose al fondo donde los jinetes desmontaron. Hacia un lado, del indicado patio, se encontraban un asno y un caballo amarrados a sendas estacas y alimentándose. De las habitaciones, que se encontraban en el otro lado del patio, salieron dos señoras que recibieron amablemente a Gabriel Fernández. Éste las presentó a Abel y Jerónimo, resultaron ser la mamá de Inés y la esposa de Gabriel. Después de las presentaciones de rigor, Gabriel los llevó a una habitación donde, por el momento, iban a descansar y pasar la noche. Luego volvieron al patio y se asearon, en un pilón de agua, frente a las habitaciones del patio.

—¿Cómo ves las cosas Abel? —preguntó Jerónimo mientras se jabonaba la cara.

—Veo, hasta el momento, que el director Fernández es un buen anfitrión y las personas de la casa son muy amables.

—¿Todo este caserón, será del director?

—¿Quién sabe? Parece que aquí vive toda la familia. —Terminaba de hablar Abel cuando el director se acercó a los dos jóvenes.

—Profesores, en cuanto terminen, vamos a salir un momento. Quiero presentarles algunas personas y, de paso, mostrarles el colegio, ¿les parece bien?

—A mí, sí me parece bien —respondió Abel y al ver a Jerónimo que asintió con la cabeza, aún con el jabón en la cara, añadió—. Él también está de acuerdo.

—Entonces, espero que terminen de asearse.

            Gabriel se dirige en dirección a la cocina que se ubica en uno de los extremos del patio. En la puerta, de la misma, una simpática mestiza, de predominantes rasgos indígenas, pelaba una gallina. Gabriel habló algo con ella y, luego, entraron a la cocina. Después salió la mestiza con otra mujer; una, la mestiza, prosiguió su tarea con la gallina y la otra se dirigió a coger agua del pilón.

—¿Qué tipo de ropa nos ponemos, Abel?

—¿Qué tipo de ropa? Yo me voy a poner la única que tengo, no hay para escoger mi estimado Jerónimo, ¿vamos? —Hablando y caminando Abel se dirige a la habitación seguido de Jerónimo. Al pasar por el patio  se cruzaron con las personas que, después de desensillarlos, llevaban  los caballos a tomar agua y pastar al arroyo. Los jóvenes, ya en su cuarto, procedieron a acicalarse y pronto, cuando estuvieron listos para visitar el pueblo, se dirigieron donde Gabriel. El cuarto que les habían asignado, temporalmente, se ubicaba al lado derecho del portón de entrada al patio. Era bastante amplio y tenía entrada por la calle. Tuvieron que caminar unos diez metros para estar, nuevamente, en el patio.

—¡Don Gabriel! —Se escuchó claramente la voz del profesor Jerónimo.

 Su llamado fue respondido por una sinfonía de  ladridos cuyos intérpretes, agresivamente veloces,  salieron al encuentro de los profesores. Los canes, que eran tres, causaron temor en los intrusos, los mismos que se replegaron a la puerta. Tal vez hasta los habrían mordido si no aparecía la empleada mestiza, rápida y dando voces, para detener a los enfurecidos animales.

—¡El señor está cambiándose! —dijo en voz alta, que competía con el ruido producido por los perros—, pasen a esperarlo, ya viene.

—Este, mejor lo esperamos acá afuera —dijo Abel, emprendiendo el camino hacia la salida seguido por Jerónimo. Los perros seguían ladrando. No tuvieron que esperar mucho tiempo para que aparezca Gabriel.

—¡Ya estamos, jóvenes! Primero vamos para que conozcan el colegio, por aquí por favor.

Gabriel siguió la dirección izquierda, desde la puerta de su casa, y llegó a la calle principal doblando a la derecha. La calle en mención, la principal, era ancha y empedrada; se presentaba en declive, de tal manera que se iniciaba en las faldas bajas, del macizo andino, y terminaba en una amplia llanura verdosa, que se observaba al fondo. Por allí bajaron los curiosos transeúntes. Al llegar a una tiendita, ubicada al lado izquierdo del camino, Gabriel ingreso a ella. Los profesores lo siguieron.

—¡Mamá Eufrasia!,  ¡mamá Eufrasia! —Llamó repetidamente. Del interior de la casa- tienda, apareció una venerable anciana de regio semblante. Su cabello plateado por el tiempo, abundante y ondulado, enmarcaba un rostro de dulces facciones. Una expresión, alegre y bonachona, se dibujó en sus labios cuando reconoció al recién llegado.

—¡Gabriel!, ¡gracias a Dios!, te esperábamos desde hace dos días. —La tía Eufrasia abrazó a Gabriel y luego volvió la mirada hacia sus acompañantes—. ¿Quiénes son los señores?

—Te presento, mamá Eufrasia, a los nuevos profesores del colegio; por eso me he tardado más de la cuenta. En esta época del año ya los docentes están ocupando sus cargos.

—¡Mucho gusto señora! —dijeron ambos docentes casi al unísono

—El gusto es mío, jóvenes. Qué bien, que grata sorpresa, ¿están apurados? —preguntó la señora.

—Algo, mamá Eufrasia. Precisamente, ahora, estamos dirigiéndonos al colegio. Quiero que lo conozcan.

—Entonces, ¿qué te parece, Gabriel, si se vienen, a eso de las siete, para compartir un momento? —Mamá Eufrasia se acomodó la peineta de su cabello y continuó—. Hace un buen tiempo que no conversamos y me gustaría saber cómo te han ido las gestiones en el Cusco; en realidad a todos nos interesa.

—Me parece bien, mamita. Entonces mejor nos apuramos, ya estaremos de retorno a esa hora. —Gabriel estrecha la mano de la tía Eufrasia y sus acompañantes lo imitan.

Los profesores salen, a la calle principal. Bajando desembocan en un amplio terraplén que hace las veces, según parece, de campo deportivo. Los arcos de futbol que tiene, uno en cada extremo, así lo indican. Hacia la mano derecha se observa un edificio, de dos plantas y pintado de verde, es el Colegio Agropecuario de Coillurqui. Llegado a él, el director Fernández, abre la puerta de ingreso. Gabriel, ya en el interior, se detiene en un pequeño patio desde el cual se divisa las instalaciones del segundo piso. Estaba explicando, algunas cosas, respecto a la distribución de las aulas, cuando fue interrumpido; un muchacho, que ingresó a la carrera, le dijo algo en voz baja y luego se fue tan igual como vino.

—¡Profesores! —dijo Gabriel—, dejaremos para mañana este recorrido. Me han avisado que nuestros alimentos ya están preparados. No debemos hacer esperar a las señoras, dueñas de casa.

—Si es así, está bien, dejémoslo por el momento —dijo Abel

—¡Claro, por supuesto! —aprobó Jerónimo y los tres hombres salieron del local. Tomaron la ruta de retorno y así, momentos después, se encontraban ingresando a la casa de Gabriel.

 

Era una mesa bastante cómoda y amplia, a cuya cabecera estaba la tía Eufrasia. La dama, la matrona más notable del pueblo, era tía abuela de Gabriel Fernández. Heredera de un respetable apellido, y de una estirpe aristocrática,  conoció otros tiempos de, heráldica y económica bonanza. La habitación era cómoda y agradable. Se comunicaba internamente, a través de un patio, con la tienda; tenía, sin embargo, puerta propia hacia  la calle. La pulcritud que envolvía el ambiente se extendía hasta a la forma de actuar, como de hablar, de la tía Eufrasia y que ella se preocupaba en demostrar. Indudablemente que, la venerable señora, se había esmerado en la preparación del  llamado “compartir”. Además de la vajilla, que para esos menesteres se estila, Abel pudo observar, al centro de la mesa, una copa bellamente tallada. La base era de plata, así como los adornos; pero no se podía distinguir claramente de qué material era el cuerpo. Era tanta la curiosidad, de Abel, que no pasó inadvertida para la tía Eufrasia.

—Veo que le ha causado curiosidad la copa, profesor.

—¡Sí!, efectivamente. ¡Es muy hermosa!

—¡Es, casi única!

—¿Casi única?

—Mentiría si le digo que es única, puesto que, son dos hechas por el mismo orfebre. —Se notaba cierta vanidad en las expresiones de la Tía Eufrasia. Se diría que, incluso, le había agradado que Abel tocase el tema—. El indiecito, muy bueno por supuesto, que hizo las copas era un pongo[3] de la hacienda de mi padre. Hizo muchos trabajos para gente notable.

—Quiero salir de una duda, señora.

—¿Cuál, profesor?

—Se nota claramente que los adornos y la base son de plata ¿Verdad?

—Sí, y de buena ley. —La respuesta, de la tía Eufrasia, expresaba un inequívoco aire de soberbia.

—¿Qué material se usó en el cuerpo de la copa?

—El huevo de un cóndor.

—¿Qué?, ¿el huevo de un cóndor? —Abel cruzó una mirada con Jerónimo, había quedado sorprendido, al igual que éste, al escuchar la respuesta. Gabriel ni se inmutó.

—Como lo escucha profesor. Por eso le digo que son dos, porque el huevo lo partieron por la mitad para hacer el trabajo. Cómo lo ve, quedó muy bien.

Unos golpes en la puerta los interrumpió. Una muchacha de mirada indescifrable, largas trenzas y pollera roja acudió a abrir

—¡Pase niño Aurelio!, ¡niño Romualdo, pase!, ¡cómo está, niña Inés, pase usted!, ¡ingeniero, pase adelante!, ¡pase, niño Wilfredo! —Los jóvenes, ingresando, apenas si hacen un ligero movimiento de cabeza al ingresar a la sala.

—¡Buenas noches, tía Eufrasia! —Acercándose a la tía Eufrasia, Aurelio, deposita un beso en su mejilla.

—Gabriel, tienes que hablar con estos chicos, mira que les dije a las siete  y ya van a ser las siete y media. —Sonriendo entre dientes, la tía Eufrasia, fue recibiendo el abrazo y beso de sus sobrinos nietos, hasta que llegó el momento de saludar al ingeniero Hugo Ramos.

—¡Disculpe tía Eufrasia!, me tomé la libertad de invitar al ingeniero, ya que es nuestro amigo —argumentó Inés.

—No te preocupes,  muchacha, el ingeniero ya es de nuestro pueblo; además, bien nos cae conversar, aunque sea de vez en cuando, con los profesionales que trabajan en nuestra tierra.

—¡Permítame, mamá Eufrasia unas palabras, señor ingeniero, hermanos, prima Inés, quiero presentarles a los señores profesores que nos acompañan el día de hoy: el señor Abel Gómez docente cuya especialidad, de acuerdo al informe recibido, está en el campo de las ciencias sociales; viene de la ciudad de Lima y es profesional titulado . Tenemos también al señor Jerónimo Zúñiga, profesor de la especialidad de Biología; él nos visita desde el vecino departamento del Cusco, pues radica en la ciudad de  Calca. Vamos a tener la compañía de ambos durante el presente año escolar. A usted, tía Eufrasia, le quedo completamente agradecido, por permitirnos compartir en estos momentos. Es, verdaderamente, una sorpresa muy grata que se haya hecho estas invitaciones y este recibimiento. Reitero mi agradecimiento.

—No tienes que agradecerme Gabriel. Es necesario que quienes nos visitan, tratándose de profesionales que llegan a nuestro pueblo, tengan lo mejor de nuestra hospitalidad ¡Juanillo!

—¡Diga, mamay!

—Sirve las copas, hijo. —El criado, Juanillo lo era, cogió la copa de plata y la colocó en el lugar de la tía Eufrasia. Luego, trajo una garrafa de vino y fue llenando las copas, una a una, partiendo de la cabecera de mesa. Cuando hubo concluido, la señora Eufrasia hizo uso de la palabra.

—Me dirijo a  ustedes, señores profesores y querida familia, para ofrecer este brindis con la deferencia que hacemos a unos invitados especiales. ¡Por su bienestar y por una estadía placentera y provechosa para todos! ¡Salud!

—¡Salud! —respondieron a coro los invitados, llevándose la copa a los labios.

—¡Si me permiten!, señora Eufrasia, señor director, señores presentes. —Los presentes volvieron el rostro hacia Abel, que era la persona interlocutora.

—Siga usted profesor. —Fue la expresión calmada de la tía Eufrasia.

—Verdaderamente me siento muy halagado, por este esplendido recibimiento, y pienso que mi colega, aquí presente, también siente lo mismo. —Abel había vuelto el rostro hacia Jerónimo, luego prosiguió—, las leyes naturales y humanas, de la hospitalidad, han sido  generosas con nosotros. Estoy seguro que, por nuestra parte, vamos a hacer todo lo necesario, para corresponder a esta maravillosa actitud que nos han mostrado. Muchas gracias.

Un coro de aplausos cerró la intervención de Abel. Jerónimo, que tenía la intención de intervenir, cejó en su intento.

—Estamos seguros que será así, don Abel. Por favor tomen asiento. Juanillo, sirve más vino a los señores. ¡Antonina! —Llamó elevando la voz doña Eufrasia.

—¡Mande, señora!

—¡Que sirvan ya la cena! —indico. La muchacha de largas trenzas, y pollera roja, acompañada de otra mujer empezó a servir la cena.

—¿Me dicen que usted es de Lima, don Abel? —preguntó el ingeniero Hugo Ramos, dirigiendo la mirada a Abel.

—Pues, sí, ingeniero.

—Yo también lo soy. Parte de mi familia vive en Lima; pero yo llevo tiempo trabajando acá. Tal vez, este sea el último año.

—i Ni Dios lo quiera, don Hugo! —intervino doña Eufrasia—. Los buenos profesionales no nos pueden dejar, así nomás. —Levantando el cubierto, que tenía en la mano derecha, mueve la cabeza y mira a todas partes—. ¿Qué egoísta que soy?, ¿no?

—No mamá Eufrasia, no te creo egoísta —intervino Inés—, lo que pasa es que nos hemos acostumbrado con el ingeniero, por la labor que realiza en el campo. No es por halagarlo, pero, la gente está contenta con él. —Se queda mirando el plato y saborea—. ¡Caramba!, ¡que rico esta esto! ¡Antonina se ha esmerado!

—¡Ah! Ella siempre cocina así. Por eso no la suelto, aunque su papá quiere llevársela. —Doña Eufrasia se queda pensando y mira a Aurelio—, ¿Cómo van las cosas, allá,  por la propiedad, Aurelio?

—Todo bien, tía Eufrasia, en estos días van a salir de su preñez cuatro vacas, por eso se me hace difícil ausentarme de la casa. Debo estar pendiente.

—¿Y tu papá?

—Él está bien, tía, pero solo no se abastece para los trabajos del campo.

Aurelio continuó con su labor gastronómica, sin mirar a sus hermanos. Más allá, Gabriel tenía dificultades con su plato. Su cuerpo saciado, puesto que hacía apenas unas horas había ingerido un delicioso estofado de gallina, no podía asimilar el exquisito potaje preparado por Antonina.

 No pasaba lo mismo con Abel y Jerónimo que, sin pensar en nada, con gran complacencia  degustaban el sabroso asado de cordero.

 Aurelio aprovecho para decirle, a la tía Eufrasia, que su mamá la iba a visitar el día siguiente; Wilfredo se deshizo en lujo de detalles sobre la crianza de un potrillo que, según parecía, iba a causar mucho revuelo por su velocidad y fuerza; Romualdo hablo sobre la pesca de truchas que había hecho y que, según él, era la más abundante que se conocía en la propiedad.

—¿Y tú, qué me cuentas Inés?

—¿Yo, tía Eufrasia?, a no ser que te vuelva a contar lo de Ñahuinlla, que ya lo he hecho varias veces.

—¡Ah, bandida!, ¿todavía quieres hablar sobre Ñahuinlla? Dios Santo. Tus padres casi se mueren al saber que no estabas; y lo peor, te desapareciste sin decir nada. ¡No me hagas recordar? —Las mejillas de doña Eufrasia habían tomado un ligero matiz rojizo, se quedó en silencio, un instante; luego, cambiando su semblante, volvió la mirada hacia los profesores—. Ustedes, supongo que no conocen Ñahuinlla ¿no?

—No, en absoluto —contestó Abel.

—Es un pueblito, adefesioso, no sé por qué a estos muchachos les ha causado tanto interés.

—La ceremonia, tía —intervino Romualdo

—¡Qué ceremonia ni ocho cuartos!, pretextos de los indios para sus borracheras. —Doña Eufrasia seguía mostrando cierta incomodidad, por el tema de Ñahuinlla.

—¡Tía!, ¿me permites, si no es impertinencia, hacer música mientras terminan la cena? —Aurelio, tratando de desviar la conversación, no se le había ocurrido mejor idea que la de proponer hacer música.

—¡Muchacho!, ¿Qué te has vuelto loco?, me agrada como tocas pero ¿Cómo se te ocurre?, ¿levantarte de la mesa sin haber terminado la cena?

—Disculpa, tía, pero, ¿después sí?

—¡Por supuesto! —exclamó conmovida la tía Eufrasia. Aurelio siguió comiendo, satisfecho de haber cambiado la conversación. Gabriel, dándose cuenta del impase, inició una conversación sobre los trámites que había realizado en Cusco; por su parte, Hugo Ramírez, aprovechó para contar algunas anécdotas de trabajo, lo cual, con la ayuda de unos cuantos brindis, hizo olvidar por completo el tema de Ñahuinlla. La velada se tornó amena y muy agradable. Los comensales fueron agradeciendo, a la respetable anfitriona, las bebidas y la comida. El servicio utilizado, en el festín, fue retirado de la mesa.

—Ahora, si me permite, tía Eufrasia.

—¡Por supuesto Aurelio!

A una señal de Aurelio ingresa un peón, con una guitarra, se acerca y se la entrega. Aurelio la pulsa y bordonea suavemente. El silencio, que se ha hecho total, es quebrado suavemente por las notas que, en quejumbrosa melodía salen de las cuerdas. Enseguida, Aurelio, hace la introducción de un huayno y su voz empieza la melodía de “ponchito rojo”. La alegría, que invadía a los presentes, se manifestaba en sus rostros con una euforia ascendente.

—¿Qué le parece el ambiente, Abel? —Hugo, perdiendo un poco la formalidad se había acercado a Abel, con su copa en la mano.

—Hermoso, muy hermoso ingeniero. He escuchado huaynos, pero, no les había puesto mucho interés. Este joven lo canta de tal manera, con tanto sentimiento, que en realidad llega. —Cuando hubo terminado la canción, la tía Eufrasia, miró nostálgica a su sobrino nieto.

—¿Puedes tocar otro huayno, Aurelio? —Doña Eufrasia, bebió un sorbo de vino.

—¡Por supuesto Tía Eufrasia! —Las cuerdas nuevamente despidieron embriagadoras notas y la voz inició un himno romántico: “lloraré en silencio negra, hecho pedazos el corazón herido, al leer…”—Los rostros enternecidos, por la sublime canción, no separaban sus ojos del bardo que entregaba su alma en esa poesía cantada.

—¿Qué talento, no? —Comentaba Hugo a Abel, volviendo la mirada.

—Ya lo creo. —En esos momentos terminaba la canción y, los presentes, prorrumpieron en halagos a la ejecución. La tía Eufrasia, poniéndose de pie, abrazó a Aurelio.

—¡Gracias, Aurelio!, alegras el alma de esta anciana, aunque a veces, esos temas, me dan nostalgia; pero, bueno, ¿quieren más vino? Les aviso que aquí cerveza no hay; solamente hay vino y aguardiente de caña ¿Cuál prefieren?

—Mamá Eufrasia, discúlpame. —Poniéndose de pie, Gabriel continuó—, el vino es algo dulce, yo preferiría una copita de aguardiente.

—Entonces, ¡Juanillo!, sirve vino a los que deseen y si a alguien le apetece sírvele aguardiente. —La tía Eufrasia, luego de dar la orden, se volvió hacia Jerónimo y Abel mirándolos inquisitivamente.

—¿Usted, Abel, en Lima escuchaba huaynos?, no le pregunto lo mismo,  don Jerónimo, porque sé que en Calca sí se cultiva el folklore andino.

—Bueno…—Titubea al inicio Abel y luego reponiéndose—, se escucha señora Eufrasia, pero muy poco; hay programas especiales.

—Claro, me imagino. Yo le pregunto porque en el tiempo que mis padres me llevaban a Lima, era raro, muy raro,  que se escuchen huaynos, ¿usted canta, don Abel?

—Sí, a veces. —La pregunta encuentra de sorpresa a Abel—, me gusta cantar, no sé si lo hago bien, o mal, pero me gusta cantar. Lástima que yo no sé huaynos, como los que he escuchado, que son muy bonitos.

—También acompaño valses y boleros, profesor —intervino Aurelio

—¿Quiere decir eso que me quieren escuchar cantar? Ya les previne que no sé si canto mal o bien, pero, si quieren arriesgarse. A ver, entonces joven, en mi menor “todos vuelven”. Para ustedes con afecto.

—Bien, ahí vamos. —Aurelio empezó a bordonear—, no tengo una introducción, así que sólo hare una llamadita, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Al escuchar la “llamadita” de las cuerdas Abel empezó: “Todos vuelven a la tierra en que nacieron, al embrujo incomparable de su sol, todos vuelven…”—Los presentes entre sorprendidos y extrañados, de escuchar un vals en esa forma, se miraron entre sí. Gabriel empezó a aplaudir, llevando el compás, y pronto todos lo siguieron. Al terminar, la canción, estallaron los aplausos y las exclamaciones.

—¡Qué bien! ¡Bravo, profe! ¡Ya tenemos jarana! —Eran algunas de las frases que se escuchaban.

—¡Que grata sorpresa don Abel!, ¡qué gusto me da que esté en nuestra tierra!. —Doña Eufrasia, acercándose a Abel, lo invita a un brindis—. ¡Salud!.

—¡Salud, doña Eufrasia!

—¿Qué otros temas conoce, profesor? —preguntó Aurelio emocionado.

—Valses y boleros, varios; pero huaynos, solamente los costeños, como “Rosaura Lindaura”

—¡Qué bien!, a ver, ¿qué nota?

            —Re menor. —Aurelio inició el bordoneo y Abel continuó con la canción.

 La alegría era tal, que Gabriel sacó a bailar a Inés y el ingeniero, Hugo Ramos, intentó hacer lo mismo con la tía Eufrasia, pero ésta se disculpó. Las canciones continuaron, durante un buen tiempo. Era una bienvenida que nunca imaginaron Abel y Jerónimo y, al parecer, tampoco Gabriel e Inés.

—¡Permítame, mamá Eufrasia! —Después de terminada una canción, Gabriel se había puesto de pie y tomó la palabra—, le agradezco, personalmente, esta linda velada que nos ha hecho pasar. Creo, que todos los aquí presentes piensan lo mismo. Lamentablemente mañana es día laborable y yo, por mi parte, paso a retirarme. Les sugiero, señores profesores, hagan lo mismo; ya habrá otro momento de esparcimiento. Ustedes están cansados, por el viaje, y hay que levantarse temprano.

—Sí, señor director —intervino Jerónimo—, ha sido algo muy bonito, de lo cual estamos muy agradecidos. Creo que mi compañero piensa lo mismo.

—Efectivamente, señora Eufrasia, hemos tenido una llegada que no imaginamos en el camino pero, como dice el señor director, mañana tenemos que levantarnos temprano. —Abel le estrecha la mano a la tía Eufrasia y le da un abrazo, luego, se vuelve hacia Aurelio—, muchas gracias Aurelio. Espero que no sea la última vez que hagamos música; gracias por su presencia, Wilfredo,  Romualdo, gracias a todos.

—No tienen que agradecernos, los de este lugar, así somos de hospitalarios. En mí tienen una amistad, y, esta es su casa cuando lo necesiten, en cualquier momento

Los demás visitantes imitaron la iniciativa de Gabriel, dando por concluida la velada. Se fueron despidiendo y, al salir al exterior, se encaminaron por diferentes rumbos. Gabriel, Inés, Jerónimo y Abel se dirigieron a sus habitaciones. Eran las 11:00 de la noche.   

 

 



[1] Morfeo=  Dios del sueño

[2] Llamayupa=  Lugar donde cuentan las llamas.

[3] Pongo= Sirviente indígena.


 VIII.   UN ANIVERSARIO EXCEPCIONAL Y UNA ACTIVIDAD  

                                                  COMUNAL

 

            Don Crisóstomo Rojas, el alcalde del pueblo, después de revisar su proyecto una y otra vez durante la semana, decidió ponerlo en práctica. Entre sus ofrecimientos de campaña, había señalado la puesta en valor del templo de la localidad; al no conseguir el presupuesto, para tal obra, pretendía organizar una actividad que le permitiese recaudar fondos y poder cumplir su promesa. Reunió al cuerpo edil y planteó su propuesta, la cual fue aceptada. Lo extraño del acuerdo tomado fue que se fijó como fecha, para la realización de la actividad comunal, la misma en la cual cumplía su aniversario el colegio de la localidad.

            ¿Pretendía, el alcalde, boicotear las actividades del colegio?

            —Lo que pretendemos, señor director, es aprovechar la fecha de aniversario para realizar algunas actividades, que ayuden a concentrar la población; de esa manera aumentaríamos el consumo; mientras más prolongadas sean las actividades, mayor es el consumo; a mayor consumo mayores ganancias.

El ajetreo en la oficina del director, Gabriel Fernández, es inusual; Inés, la secretaria del plantel, entra y sale nerviosamente atendiendo diferentes diligencias. Desde las primeras horas de la mañana el señor alcalde distrital ha llegado para plantear la propuesta, que según él, beneficiarían a sus respectivas instituciones.

—¡Esa es mi propuesta, señor director!, yo creo que le conviene tanto a usted, para tener un buen aniversario con mi apoyo, como a mí, para poder satisfacer el anhelo de tantos fieles.

—No dudo de la bondad de su propuesta, señor alcalde, es una necesidad la puesta en valor del templo. En eso estoy de acuerdo. Lo que me preocupa es si vamos a poder movilizar las comunidades, para que nuestra intención tenga éxito. Sería una especie de feria.

—¿Feria?

—¡Claro! Donde ellos puedan vender algunos productos. De esa manera se interesarían.

—Humm.

—Nosotros, generalmente, hacemos nuestras actividades en un día; claro que con la serenata del día anterior; pero, prolongar actividades por una semana ya es algo complicado. Vamos a necesitar, si es que se realiza, el apoyo del gobernador y otras autoridades.

—¡Eso es, señor director!

—¿Qué cosa, señor alcalde?

—¡Tenemos que hacer una reunión general, donde se plantee esta propuesta!

—¿Un cabildo abierto?

—No tanto así, pero si podríamos convocar a sus padres de familia, a las autoridades y personas “notables” de la localidad.

—Eso me parece muy bien, señor alcalde.

            Después de una larga deliberación, sostenida con no pocas tazas de café, han acordado  convocar a una asamblea general, de urgencia, con la participación de profesores, autoridades y personas notables de la localidad, para tratar tan necesario tema.

            La secretaria ingresa a la oficina a recabar las firmas de las dos autoridades, para la citación, y luego sale a coordinar su entrega. El portero de la institución, y el personal de servicio, serán los encargados de su distribución.

Abel, que no tiene clases a esa hora, se encuentra en el campo experimental del colegio; observando los trabajos que, sobre injertos de productos, se realizan en esa área. El ingeniero Hugo Ramos es el asesor que dirige las operaciones técnicas en la granja y siente justificado orgullo profesional, por los resultados que se han obtenido y se siguen dando.

            —Verdaderamente que las plantaciones están muy hermosas y bien cuidadas, ingeniero, ¿verdad?

            —Sí, Abel, los muchachos se esmeran. Todo depende del interés que ellos pongan y lo mejor es que, esto que hacen aquí, después lo puedan repetir en sus casas. Es largo el proceso; pero vale la pena ayudaría mucho en la  alimentación de toda la familia.

            —Recuerdo que en mi universidad también se hacían experimentos; pero dentro del jardín botánico para seleccionar flores.

            —¡Es otra mentalidad en Lima, Abel!, vuelvo en un instante.

            El ingeniero se dirige a la oficina ubicada en una esquina del campo agrícola. Abel, entusiasmado por las bellas plantaciones que observa, se dirige a un grupo de estudiantes que está trabajando.

            —¿Se sirve un vaso de chicha, profesor?

            Un estudiante se ha separado del grupo que  labora y, al ver llegar al profesor, le ofrece un vaso de chicha de jora.

            —¡Gracias!, lo necesitaba con este calor.

Abel bebe, agradece y se interna por los surcos del sembrío observando y aprendiendo. Durante el tiempo que lleva en el pueblo ha logrado adaptarse al medio; ha encontrado buenos colegas y amigos, tanto en el plantel como en el pueblo. Tal vez por la afinidad, en costumbres y procedencia, con quien ha establecido una gran amistad es con el ingeniero Hugo Ramos; pero, como era de esperarse por la coincidencia en los gustos musicales, otra persona con quien se encontraba muy identificado era Aurelio Fernández; por lo tanto su círculo más cercano estaba integrado por el ingeniero, los hermanos Fernández y, por supuesto, la prima Inés. Conforme pasó el tiempo, el trato protocolar del “usted”  se fue transformando en el “tú”, con todas sus personas de confianza.

Abel observa, desde la ubicación donde se encuentra,  que el portero del colegio toca la puerta del ingeniero Ramos; éste sale y conversa unos instantes con el visitante que le alcanza un sobre. El ingeniero lo lee, se despide del portero y se encamina al encuentro del profesor.

            —¡Abel!, nos han traído una invitación —dice el ingeniero acercándose.

            —¿Invitación? ¿Hay alguna fiesta?

            —¡No! ¡Toma!, ésta es la tuya.

Abel recibe el sobre, lo abre y lee el contenido

—Dice “urgentemente”, ¡Caramba! No es que me hubiese olvidado del aniversario;  no sabía cuándo era. Allí estaremos.

 

Un “petromax[1]”, colgado en la puerta de entrada, ilumina el ingreso al colegio. El salón más amplio, que hace las veces de auditorio, ha sido adecuado para la asamblea. En el interior hay cierta incomodidad entre los asistentes; habiéndose citado para las 6:00 de la tarde ya son las 6:50 y aún no se hacen presentes, ni el alcalde, ni el gobernador, originándose diversos comentarios subidos de tono. En la mesa de honor que va a dirigir la asamblea se encuentran Gabriel Fernández e Inés, la secretaria del colegio, algo desconcertados por la ausencia de los demás organizadores. Conocidos vecinos del pueblo se encuentran presentes, destacándose la persona de la tía Eufrasia. Por fin la espera concluye, con la llegada de las autoridades ausentes, un murmullo de desaprobación surge entre los asambleístas.

—¡Señores padres de familia! ¡Dignos vecinos de este progresista distrito! —intervino Gabriel Fernández cortando toda manifestación que pudiera hacer fracasar la reunión—. Vamos a  dar inicio a la asamblea convocada con carácter de urgencia dando la palabra, en primer lugar, al señor alcalde para que haga una exposición de los motivos que han hecho necesaria esta reunión.

La intervención de Gabriel tomó por sorpresa al alcalde; pero, comprendiendo la intención de la misma, empezó manifestando que el motivo de la citación se debe a que, estando tan cerca de la fecha de creación del Colegio, ha creído por conveniente convocar a “todas las fuerzas vivas del distrito” para de esa manera, contando con el apoyo necesario, hacer unas fiestas de aniversario, con la intervención del concejo, que esté a la altura de los merecimientos de sus vecinos. Después de una perorata, de aproximadamente media hora, donde explicó los motivos de la participación del concejo, cedió la palabra al director Gabriel Fernández.

—¡Nos hemos tomado la libertad! —dijo Gabriel, en una parte de su intervención—, de elaborar, con el señor alcalde, un programa conjunto que vamos a poner a consideración de ustedes. Señorita secretaria lea usted, por favor, el programa.  

            Inés se pone de pie y la audiencia guarda un silencio absoluto. Con cierto nerviosismo, la secretaria hace lectura de un programa que abarca cinco días. Conforme avanza en la lectura, se observa cierta inconformidad en los presentes; cuando concluye Inés, cual bandada de aves levantando vuelo, se alzaron las manos pidiendo la palabra.

            —¡Señor alcalde, señor director! —Un señor, de apellido Pro, fue el primero en intervenir sin haber esperado que le den el uso de la palabra—. Es muy bonito el programa que hemos escuchado; pero, a mi juicio, es muy extenso. ¿De dónde va a salir el dinero para los gastos?

            Un murmullo se levantó entre los concurrentes.

            —¡Señor alcalde! —exclamó otro vecino—,tiene razón el señor cuando plantea su inquietud por el dinero; pero, además, nosotros siendo una población en su mayoría pobre, tampoco somos una población numerosa, ¿Tendremos la presencia de todos nuestros vecinos durante los cinco días?, o estaremos haciendo actividades sólo para “cuatro gatos”.

            Nuevamente murmullos de aprobación siguieron a las palabras del vecino.

            —¡Sí señora Eufrasia! —dijo el alcalde dirigiendo la mirada a doña Eufrasia, que pedía la palabra levantando la mano.

            —¡Buenas noches, señor alcalde, señor gobernador, señor director, buenas noches vecinos. Los vecinos que me han antecedido en el uso de la palabra tienen toda la razón; hay que considerar el aspecto económico y el tiempo; me parece que sería prudente concentrar, en  tres o dos días, todas las actividades que ustedes han considerado, o por lo menos las más importantes.

            —¡Claro!, ¡Sí!, ¡Por supuesto! —Fueron algunas expresiones que salieron de la multitud.

            —¡Permítanme continuar, por favor! —dijo doña Eufrasia y continuó—, en todo lo que he escuchado, señores, no está la corrida del cóndor. Ese número o ceremonia, que es tradicional de nuestros andes, fue práctica continua en nuestras festividades; y si se dejó de lado hace algunos años ha sido por culpa de las autoridades. Planteo, señores, que se introduzca en el programa. Gracias.

            Cuando terminó su intervención la señora Eufrasia surgieron nuevos murmullos de aprobación. Las intervenciones descontroladas, algunas subidas de tono, postulaban entre gritos la reducción de las festividades a dos y tres días.

            —¡Primero hay que ver, señor alcalde, si se aprueba o no la corrida del cóndor que no está en el programa que nos han presentado —argumentó una señora.

            —¡Sí, sí, claro! ¡Que se someta a votación! —Empezó a corear la gente.

            —¡Señores! —intervino Gabriel Fernández—. Yo creo que, si hay necesidad de  someter a votación, debemos mantener el orden, de lo contrario nos vamos a quedar aquí mucho tiempo. —Miró su reloj y continuó—.Ya llevamos casi una hora y no hemos avanzado gran cosa.

            —¡Agilicemos señores! —dijo el alcalde—. Señorita, ¿nos ayuda por favor con el conteo de votos?

            —¡Sí, señor alcalde!

            El alcalde procede a realizar la votación sobre la inclusión, de lo que doña Eufrasia llamaba corrida del cóndor y que no era otra cosa que el Yawar fiesta, el resultado fue favorablemente abrumador. Luego siguieron las discusiones sobre la concentración de las actividades. Después de tres horas de deliberación se llegó a las siguientes conclusiones: las actividades se realizarían en tres días; en el primero se harían las actividades deportivas y la Kermesse; en el segundo se desarrollarían las corridas, incluida la del cóndor, el pasacalle y la serenata; en el tercer día se realizarían las actividades protocolares en la sede de cada institución.

            —¡Recuerden señores que la kermesse debe proporcionarnos el dinero necesario para cubrir parte de los gastos! —dijo el alcalde—. Ahora debemos formar las comisiones necesarias; para ello propongo que sea el señor director, ya que trabaja con los  jóvenes, el encargado de organizar el pasacalle.

            Los vecinos mostraron su aprobación con aplausos; luego, el alcalde siguió lanzando propuestas sobre las comisiones y sus integrantes, encontrando receptividad y consecuencia  en la concurrencia; cuando se llegó al tema de la corrida del  cóndor no hubo, ni propuestas, ni voluntarios para su organización. El gobernador que se había mantenido en silencio durante toda la asamblea aprovechó los momentos de silencio para acercar su cara al oído del alcalde.

            —No me parece correcta ni viable esa corrida, alcalde, podríamos hacer una corrida común.

            —¡Gobernador!, debió usted decirlo cuando se estaba votando.

            —¡Yo puedo proporcionar la gente para la captura del cóndor! —La voz potente, calmada y meliflua, de doña Eufrasia, interrumpió el diálogo entre el gobernador y el alcalde—, tengo a unos “propios[2]” que, en otros tiempos, ya han cazado cóndores; pero necesito, si yo me ocupo de eso, que otros se  encarguen de los toreros.

            Un coro de aplausos siguió a la intervención de doña Eufrasia.

            La mesa de debates, siguió tratando el tema de las comisiones;  cuando consideró, que todo estaba planificado, dio por concluida la asamblea. Era la 1:30 de la madrugada.

 

            Era la hora del desayuno, en la pensión, Inés tenía un semblante desencajado;  las pocas horas de sueño, visiblemente, la habían afectado.

            —Si supieras todo el trabajo, que tengo que hacer, para ordenar todo el zafarrancho de anoche y hacer una buena acta.

            —Ya lo creo, pero me parece importante lo que se ha logrado anoche, Inés —dijo Abel.

            —Es cierto, pero ahora tenemos bastante trabajo. Vamos a ver cómo llegamos al aniversario.

            Muy poco hablaron durante el desayuno, el ánimo no era el mejor. Hugo Ramos y los demás pensionistas todavía no aparecían cuando Inés y Abel salían rumbo al colegio.

 

            Se encontraba, Abel, interactuando con sus alumnos en medio de una sesión de clase; tenía el globo terráqueo, en sus manos, y explicaba la dirección de los vientos alisios.

            —¡Profesor!, están tocando la puerta —dijo un estudiante que se ubicaba en la parte lateral del aula.

            —¿Sí?

            —¡Tocan la puerta! —insistió el estudiante.

            El profesor se dirigió a la puerta y abrió. El encargado de limpieza se encontraba parado frente a él.

            —¡Profesor!, el señor director le comunica que debe usted presentarse, de inmediato, en su oficina.

            —Muchas gracias, enseguida voy.

            Abel se dirigió a la pizarra y escribió en ella: “Tarea para desarrollar en aula”, y luego escribió un cuestionario de 20 preguntas.

            —¿Va a salir profesor? —preguntó un estudiante.

            —¡Sí!, pero ustedes tienen que terminar este trabajo.

            Acto seguido se retiró camino de la oficina del director.

            Los docentes fueron llegando, uno tras otro, saturando la reducida oficina. Pronto estuvo completa la plana docente.

            —¡Señores profesores! —habló Gabriel Fernández, dando inicio a la reunión—. Los he reunido para poder coordinar, internamente, la parte del programa que nos corresponde: el pasacalle y la serenata. Agradeceré, profesores, toda clase de sugerencias.

            ¡También el equipo de futbol, señor director! —aclaró el profesor Eugenio.

            —Cierto profesor, me olvidaba. Gracias por el alcance.

            —¿Sobre la serenata, señor director! —intervino Abel—. He participado, en alguna oportunidad, preparando danzas en instituciones obreras y estudiantiles. Puedo apoyar preparando danzas, con nuestros colegas.

            —¡Me parece magnífico, profesor!, pero como somos pocos profesores habría que completar el elenco con estudiantes.

            —No hay problema, entonces, yo me encargo de esa actividad.

            —Muchas gracias profesor —dijo Gabriel—, para ir avanzando yo me propongo para preparar el equipo de futbol; faltan las demás actividades, en especial el pasacalle.

            Gabriel Fernández siguió, tratando de estimular a sus docentes; aclaró que, de acuerdo a la asamblea de la noche anterior, doña Eufrasia se había ofrecido a proporcionar los cazadores del cóndor; pero, la comisión tenía que ver lo necesario sobre los toreros. Los docentes fueron aportando diferentes ideas y, finalmente, se llegó a tener un panorama completo de las acciones que se iban a realizar los días siguientes. Había mucho trabajo por hacer.

 

            Los días que siguieron fueron de mucha actividad, el pueblo había adquirido un dinamismo inusual porque más gente andaba por las calles: delegaciones, de las comunidades y de las escuelas vecinas, que llegaban a inscribirse para el pasacalle; comerciantes, que se acercaban a la casa municipal para pedir un espacio en la Kermesse; estudiantes, que en las tardes practicaban sus danza en los espacios públicos; improvisadas cuadrillas de músicos, que se trasladaban a uno y otro escenario acompañando a los danzantes. Todo marchaba como se había planificado.

 

            Abel está muy satisfecho con su trabajo. Hace dos semanas que se practica la danza “valicha” y los resultados son halagadores. Profesores y alumnos están conscientemente comprometidos. Las cosas mejoraron cuando descubrió que entre los docentes, y alumnos, había instrumentistas muy buenos. Lo demás fue pedir la colaboración de Aurelio para completar el grupo musical. Un violín, una mandolina y dos guitarras componían la pequeña orquesta de la institución.

 

            Esa noche había concluido la faena y los danzantes se aprestaban a retirarse.

.           —¿Cómo ve las cosas profesor? —preguntó Gabriel

            —¡Muy bien! —contestó Abel—. Hay bastante voluntad y sobre todo responsabilidad.

            —Los docentes, aquí, siempre son así profesor, también los muchachos. Le confieso que me preocupa el tema de la corrida.

            —¿Por qué?

            —La señora Eufrasia se ha comprometido con lo del cóndor; pero hay que contratar a los toreros, para darle más importancia a la corrida.

            —¡Le juro, señor director, que en la vida iba a pensar que vería un Yawar fiesta. Siempre pensé que eso sólo existía en el libro de Arguedas.

            —Le digo Abel que yo lo he visto desde chico; esa ceremonia, como otras tantas, están en el colectivo de mi pueblo. Como se ha dicho en la reunión, desde hace algún tiempo se ha dejado de lado. —Se queda pensando unos instantes y luego continúa—, como digo, parece que voy a tener que viajar para ver lo de los toreros.

            —Si es necesario, yo creo que debe ser lo más pronto posible.

            —Antes tengo que ver lo relativo al equipo de Futbol.

            —Encárgueselo a alguien.

            —¿A quién?

            —Yo creo que podría pedírsele colaboración a Hugo.

            —¿Al ingeniero Ramos?

—¡Claro!

—Podría ser.

Habían llegado al portón de la casa y se despidieron.

 

Los días fueron pasando rápidamente; la ansiedad crecía a medida que el tiempo se acortaba; los organizadores habían ajustado los más mínimos detalles y se esperaba que la festividad fuese algo muy especial. Cuando llegó la fecha esperada, las comisiones estaban exhaustas pero satisfechas. Gabriel Fernández había aceptado la sugerencia, de Abel, y delegó la responsabilidad del equipo de futbol a Hugo Ramos. Éste, había tenido algunas dificultades, al convocar a los posibles jugadores, puesto que entre docentes y alumnos no se podía completar un equipo. Había ausencia de jugadores. Convocó a una asamblea dónde planteó formar una selección, con todos los que pudiesen participar del pueblo. Reunidos, y aceptada la propuesta, se empezó a barajar nombres  para los posibles refuerzos. Entre esos nombres estaba el del “moroco” Barreto.

—¡Es un buen jugador! —dijo Hugo Ramos—. Yo lo he visto jugar.

            —¡Eso ya lo sabemos!, pero, ¿reforzar a un equipo del colegio?, no todos los espectadores estarían de acuerdo —dijo un profesor.

            —¡Creo que el ingeniero tiene razón! —sostuvo Abel—. De lo que se trata es de presentar un buen equipo, ya que nos visita una institución de prestigio como el “Kutac Pampa”, que de seguro viene bien preparado. Debemos dejar de lado algunas apreciaciones personales y organizarnos con todos. Total que todo termina el día central.

            Las discusiones continuaron con diferentes matices; pero, finalmente, se aceptó la propuesta de Hugo Ramos.

 

            Un día antes del inicio de las actividades, ocurrió algo que influiría en el ánimo de los organizadores. El gobernador, hombre de pocas palabras y de reacciones inesperadas se presentó, con cuatro “personas notables” del pueblo, en la casa de la señora Eufrasia. Al llamado insistente de los visitantes apareció, la dueña de casa, detrás del mostrador de su tienda.

            —¡Señor gobernador! ¡Buenos días! ¿A qué debo su visita?

            —Buenos días doña Eufrasia. Iré puntualmente al tema.

            —Sí, señor gobernador. Usted dirá.

            —Me dicen que ya han atrapado al cóndor.

            —Sí señor gobernador,  están en camino los cazadores.

            —Lamento mucho, doña Eufrasia, pero hay que dejar libre a ese animal.

            —¿Qué? ¿Qué dice, señor gobernador?

            —¡Como ha escuchado usted, doña Eufrasia!, he consultado con mis superiores y no se puede poner en riesgo un animal que está en extinción.

            —¡Tiene razón, el señor gobernador! —Terció un notable—. Él, como encargado del gobierno central, debe evitar que esos animales estén en riesgo.

            —¡Precisamente! —añadió el gobernador—, tal vez por ese motivo es que se han suspendido, ese tipo de corridas, antes de hoy.

            —¡Qué peligros, ni que ocho cuartos! —exclamó doña Eufrasia—¿Sabe lo que han tenido que pasar esos hombres para capturar al cóndor? Además, si pensaba esto, ¿por qué no lo dijo en la asamblea? —Doña Eufrasia se encontraba airada. Los hombres se miraron y callaron—. ¡Reuniré de inmediato a las comisiones! ¡Esto no puede ser! —Ingresó al interior de su casa, dando voces. Los hombres tuvieron que retirarse.

 

            La matrona envió por el alcalde, el director, el ingeniero y los vecinos que estaban en comisiones. La tarea de juntarlos no fue fácil, porque el alcalde y los vecinos se encontraban en sus chacras, Gabriel fue quien acudió primero.

            —¡Qué contratiempo tía Eufrasia!, pero, ¿qué argumenta?

            —¡Que es una especie en peligro!, ¡que él es el responsable! Y qué se yo.

            La figura del ingeniero Hugo Ramos, recortándose en la puerta, distrajo su atención.

            Pusieron, al ingeniero, al tanto de lo que ocurría.

            —¡Pero!, ¿Por qué recién ahora? —La actitud del ingeniero era de sorpresa e incomodidad.

            —Esa es la preocupación, las invitaciones ya se han hecho, en ese sentido, a las delegaciones —dijo el director Gabriel Fernández.

            Se hicieron una serie de conjeturas, sobre el tema, sin encontrar una solución posible. Pasada una hora apareció el alcalde, sudoroso y preocupado, también hicieron su llegada los vecinos. La tía Eufrasia narro, con lujo de detalles, los pormenores de su conversación con el gobernador. El alcalde se quedó estupefacto.

            —¡Esto es un boicot! —dijo en voz alta—. ¿Cómo se atreve? —Se contuvo cuando se dio cuenta que estaba hablando de una autoridad; pero se le notaba extremadamente colérico—. A ver tú —dijo señalando a un poblador que estaba allí—, llámame al señor gobernador.

            —¡Sí, papay! —El hombre salió a la carrera.

            Inés y Abel, que pasaban por allí después de concluidas sus labores en el colegio, se detuvieron al ver el tumulto frente a la casa de la tía Eufrasia. Había un grupo de gente curioseando. Al ver a Hugo se acercaron a él.

            —¿Qué es lo que pasa Hugo? —dijo Abel.

            —¡Problemas!, ¡quédense para que ayuden!

            Un rumor de  voces se alzó del grupo cuando vieron acercarse al gobernador.

            —¡Señores, buenas tardes!

            —¡Buenas tardes, señor gobernador! ¿Cómo es eso de soltar al cóndor? —dijo el ingeniero Hugo Ramos.

            — Es necesario, ¡Está prohibido capturar esos animales, ingeniero! —respondió el gobernador.

            —Es sólo por dos día más, hasta pasado mañana.

            El ingeniero expuso una serie de argumentos sobre la situación, de cautiverio temporal, del ave; pero encontró dura resistencia, de parte del gobernador que terminó encolerizado y gritando.

            —¡Por último, yo soy la autoridad aquí!

            —¡No lo serás siempre, Anacleto! —dijo un poblador, también gritando.

            La gente se iba acercando, por curiosidad, y al enterarse del motivo de la concentración protestaba. No pudiendo resistir las protestas e insultos que iban en aumento, el gobernador, se retiró sin renunciar a su decisión y sin despedirse.

            El alcalde se dio cuenta que era mejor apaciguar las cosas y, procurando calmar las aguas, pidió a la gente retirarse en paz prometiéndoles que todo se iba a solucionar. Haciendo comentarios diversos la gente se fue dispersando.

            —¿Tú has estado alguna vez en la recepción del cóndor? —preguntó Abel a Inés.

            —¡Sí! ¿Por qué?

            —Yo no, lo más cerca que he estado de un cóndor ha sido cuando veía los dibujos que tenía en mis libros.

            —Ahora vas a tener la oportunidad; más tarde es la recepción en Chaccarayoc.

            Doña Eufrasia continuaba con su enojo y queriendo encontrar respaldo en sus decisiones se dirige a los profesores.

            —¿Cómo es posible que se quiera suspender una ceremonia tan bonita, tan tradicional?, ¿ustedes qué opinan?

            —Estamos con usted doña Eufrasia —dijo Abel—. Dígame usted, para cazarlo, ¿es cierto que tienen que hacerlo como en el libro de Arguedas?

            —Sobre eso, no hay como escucharlo de la misma fuente; pero ahora están en el campo los cazadores. Llegarán más tarde para la ceremonia de entrega. Con decirles que han tardado, casi dos semanas, en preparar la captura.

            —Debe ser riesgoso, ¿no? —preguntó Hugo.

            —Les cuento lo que sé de boca de los cazadores. Primero rastrean el vuelo del cóndor, para ubicarse cerca de su nido; previamente han matado un animal, preferentemente un burro viejo, para que empiece a podrirse; cuando está seleccionado el lugar, hacen un hoyo profundo donde puedan caber, con cierta comodidad, dos personas. Sobre el hoyo ponen una enramada, bien disimulada, y sobre la enramada el animal, o parte del animal, en descomposición. Alrededor hay un lazo. Cuando el cóndor baja, a comer, se le deja hacerlo para que entre en confianza y luego se jala el lazo. Todo cae con el cóndor atrapado. Inmediatamente hay que cubrir la cabeza, para evitar ser herido. El pico es un arma mortal, muy poderosa, como ustedes pueden ver. Cualquiera no caza un cóndor.

            —Ya lo creo, mamá Eufrasia —afirmó Gabriel—. Hay que tener valor.

            —¡Y estar bien entonado! Hay que darles coca y aguardiente sino  no hay caza.

            —¡Con todo esto! ¿Cómo vamos a suspender la corrida del cóndor? ¡Señores! Creo que debemos ir a casa del gobernador, debemos insistir en su autorización —sugirió Hugo Ramos.

            —¡Sí ingeniero!, me parece necesario. Vayamos con usted y el señor director —añadió el alcalde.

            —De acuerdo, señor alcalde. ¿Le parece bien, señor director?

            — ¡Sí, claro!, entonces mamá Eufrasia ya le estamos comunicando los resultados de la entrevista.

            Los preocupados visitantes se fueron despidiendo de la dueña de casa y salieron al exterior. Abel e Inés se fueron a la pensión; el alcalde, seguido de Gabriel y Hugo, se dirigió a casa del gobernador.

 

            El encuentro no fue de lo más amical. El gobernador se empecinaba en defender sus argumentos; la comitiva visitante se empeñaba en explicar el perjuicio que originaría, para la comisión organizadora, no cumplir con lo prometido en el programa. La reacción que provocaría en la gente una medida de esa naturaleza era imprevisible. Así mismo, la comisión, hacía hincapié en señalar que el acuerdo se tomó en presencia de él; que la concurrencia de todas las autoridades y “gente notable” del pueblo le daban, al acuerdo, validez irrefutable y que, en las propagandas e invitaciones, ya se había anunciado la tan esperada actividad.

            Había transcurrido más de una hora y no había acuerdo; aunque iba cambiando el ambiente coloquial. El gobernador invitó a los visitantes unos “preparaditos”, que guardaba celosamente y en contadas oportunidades compartía. El tira y jala duraría, 30 minutos más, hasta que por fin lograron arrancarle el permiso. La condición era clara y se estamparía en un documento de compromiso: el espectáculo del cóndor sobre el toro sería sólo de diez minutos, para evitar el daño de cualquiera de los dos animales, e inmediatamente se le daría libertad al cóndor. La comisión respondería por la integridad del ave y el gobernador se comprometía a estar presente en la ceremonia de recepción. Los comisionados estuvieron de acuerdo, por lo tanto, se firmó el compromiso bajo responsabilidad.

 

Las autoridades reunidas, con sus mejores galas, se han ubicado en las cercanías de Chaccarayoc. La banda, contratada por el concejo se esmeraba en tocar sus mejores temas provocando algarabía en un ambiente festivo y solemne. Se podría decir que buena parte del pueblo se encontraba presente.

            —¡Ya se acercan, señor alcalde! —Un mensajero ha llegado corriendo para comunicar al alcalde la cercanía del cóndor.

            La expectativa aumenta en los presentes. Pasados unos minutos aparecen cuatro hombres, dos son los cazadores de la tía Eufrasia. Se acercan y conversan con ella en el idioma nativo. Doña Eufrasia vuelve la mirada hacia la concurrencia y se dirige a las autoridades en tono solemne y ceremonioso:

            —¡Señor alcalde, señor gobernador, señor director, dignas autoridades, en general. ¡Como encargada de la comisión, que la digna asamblea designó, cumplo con entregar a ustedes al cóndor, el apu que acompañará todas nuestras festividades.

            El alcalde, que previamente ha tenido un acuerdo con todas las autoridades, toma en sus manos el cóndor. Agradece, en nombre de la comisión organizadora, la presencia del ave sagrada y pide a todos los apus que las actividades programadas se realicen con armonía, prudencia y respeto al apu cóndor, para la felicidad de todos.

            El cóndor, que es un hermoso ejemplar macho capturado en las alturas de condorhuachana, es enorme; ha sido transportado, envuelto con el mayor de los cuidados, en una lliclla.[3] El pico está asegurado con una soguilla, por precaución.

El alcalde lo deposita en el suelo e inicia la tinkaska[4]. Una a una las autoridades reciben un vaso de aguardiente, introducen el dedo índice en él y luego tinkan el contenido. Repiten esta acción en cuatro direcciones. Beben el licor, en honor del apu cóndor, pidiendo gracias para las actividades que se van a realizar en los siguientes días.

            Terminada la tinkaska, tomando todas las precauciones del caso, los cazadores liberan al cóndor de la lliclla con la que estaba envuelto. Coge cada uno un ala. La banda entona una marcha y la comitiva inicia su ingreso al pueblo.

            Esa noche, después del recorrido, el cóndor descansará en casa de la tía Eufrasia, en un ambiente ex profesamente preparado.

 

Llegó el día de las primeras actividades programadas: las deportivas.

El equipo de futbol invitado, que  había llegado la tarde anterior, ya se encontraba en el campo deportivo; éste, lucía a tribuna llena. La gente de las comunidades había llegado en masa; la propaganda hecha tanto por el consejo como por el colegio había dado resultado. El secretario de la casa municipal, megáfono en mano, repetía una y otra vez el programa general que se había preparado para el evento. Un equipo de amplificación, a batería, reproducía bellos temas del folklore andino. El ambiente festivo era tal que la población, de muchos kilómetros a la redonda, se había concentrado ese día allí.

            Un clamor, que se inició en la esquina norte del campo deportivo, fue en aumento hasta convertirse en un griterío: hacía su ingreso el equipo representativo de Coillurqui. Iba a la cabeza su capitán Gabriel Fernández; los aplausos no cesaban y se hicieron más intensos cuando el equipo, en correcta formación, hizo el saludo a las tribunas. Había un entusiasmo nunca visto.

            El llamado “play de honor” estuvo dedicado al alcalde. Al dirigirse éste, al centro del campo, fue precedido por el cóndor que era llevado por los cazadores, con las alas abiertas. La multitud aplaudió con gran entusiasmo; sin embargo, este episodio no fue del agrado del gobernador, quien pretendía que el cóndor fuese expuesto lo menos posible.

El encuentro se inició en medio de gran expectativa. Los acontecimientos demostraron, desde el inicio del partido, el acierto de Hugo ramos al incluir en el equipo al “moroco” Barreto, era un excelente jugador y marcaba la diferencia en el medio campo. Cuando terminó el primer tiempo la selección de Coillurqui se había puesto en ventaja, por un gol anotado por Gabriel Fernández. El equipo visitante, en el segundo tiempo, hizo algunos cambios que le dio más profundidad, en el ataque, logrando el empate con un bonito gol shoteado desde fuera del área. Al concluir el encuentro, el público  y los mismos jugadores estaban satisfechos con la presentación.

           

            Alrededor del campo deportivo, en las áreas libres, se habían instalado las carpas de los pobladores que participaban de la Kermesse; pero cuando  quedó desocupado, el campo deportivo, fue invadido por un enjambre de comerciantes que instalaron sus carpas sin ningún orden. Era algo que no estaba previsto por la comisión organizadora.

            El alcalde estaba muy contento. Se había instalado en una carpa, junto al gobernador, y bebían una cerveza; en otra tienda, un poco más alejada el señor director departía con los docentes del colegio y los invitados del club Kutac Pampa.

            —¡Han hecho un buen equipo, señor director!, hacía tiempo que en Coillurqui no había un equipo así.

            —Sí este año hemos tenido la presencia de personas que nos han reforzado muy bien —respondió Gabriel y continuó—. ¡Señores, disculpen mi imprudencia!, ¡les presento al señor Gustavo Antúnez de la Riva!, es el arquero del equipo visitante y novio de nuestra señorita secretaria.

            Los presentes agradecieron la presencia de la delegación en diferentes términos. El director volvió a tomar la palabra y remarcó el agradecimiento por la participación en las actividades puesto que, al día siguiente, participarían del pasacalle con algunas danzas.

 

            El olor penetrante, de los deliciosos chicharrones de cerdo, se esparcía por el ambiente y se mesclaba con el de los ricos anticuchos; más allá, alegres vivanderas, ofrecían el cuy chactado, el chiriuchu, el caldo de mote y panza, el caldo de gallina, el arroz con pato y otras delicias que halagan el paladar. En un kiosco, cercano al plantel, Hugo, Abel y Jerónimo bebían sendas cervezas conversando sobre las incidencias del partido. La presencia del alcalde, que se acercó con gran cortesía, interrumpió la conversación.

            —¡Señores profesores, disculpen la molestia! ¿Pueden hacerme el favor de acompañarme a la mesa? Queremos estar todos reunidos en un solo ambiente, ¿es posible?

            —¡Por supuesto, señor alcalde!

            Los docentes y el ingeniero se pusieron de pie, aceptaron la gentil invitación del señor alcalde y lo acompañaron a su mesa. Cuando llegaron ya se encontraban, allí, Gabriel y los invitados reunidos en círculo.

—¡Señores, señores! ¡Por favor presten atención! —El secretario del concejo llamó al silencio, el encargado de la música bajó el volumen al amplificador y el alcalde tomó la palabra.

            —¡Señores presentes! —inició el alcalde—. Tengo la satisfacción de poder decir que la participación de todos ustedes, en el desarrollo de las actividades que estamos realizando, ha sido la garantía para que, hasta el momento, sea un verdadero éxito. Es por eso que les estoy muy agradecido y les pido, por favor, que acepten estas cervecitas. Es mi cariño.

            El alcalde hizo depositar, al centro de los invitados reunidos, cuatro cajas de cerveza. La concurrencia estalló en aplausos y frases de agradecimiento. Posteriormente tomó la palabra el señor gobernador, y otros miembros de la organización, cada cual con mejores argumentos para alabar su papel en las tareas organizativas. La música y los mensajes del secretario del concejo, por los altoparlantes, ponían la nota característica.

            La tarde fue avanzando y llegó la noche. Con ella se fueron encendiendo las lámparas en algunas tiendas; en otras ya se habían concluido las ventas. La kermesse había cumplido su finalidad.

            Los docentes y autoridades se fueron retirando. Gabriel, camino a su casa, se detuvo para observar las actividades de limpieza de la iglesia. Subió las gradas, que conducían a la puerta, y comprobó que los encargados habían cumplido su tarea. Los iluminados toldos blancos de la feria, desde el lugar en que se encontraba, se veían como hongos relucientes sumergidos en la oscuridad de la noche.

 

            Muy temprano, a las cinco de la madrugada, empezó la construcción o armado del ruedo taurino. Los trabajadores encargados, con gran destreza y rapidez, le dieron forma y solidez de garantía en menos de tres horas.

            Había llegado el momento de apreciar la calidad de los toreros visitantes; la gente se encontraba abarrotada tras las defensas, de madera, que delineaban una improvisada plaza de toros; en el puesto policial, parte baja del edificio del colegio, se había instalado un ambiente de primeros auxilios a cargo del sanitario del pueblo. En las corridas taurinas de estas fiestas esas precauciones son muy necesarias.

            Primero se sueltan, como es costumbre, los toros “chuscos” que pueden ser trabajados por los aficionados. Cualquier ciudadano, que se crea en condiciones de lidiar, puede saltar al ruedo capa en mano.

            Cuando salió el primer toro la gente entusiasmada  gritaba: “ole toro”, “ole”, “Aja Toro”, “Aja toro”.

            Era un robusto ejemplar que distaba mucho de ser un “chusco”. La gente estaba eufórica. El licor ingerido, y, la alegría del momento, estimulaban a un simple mortal la voluntad necesaria para convertirlo en torero.

 No tardaron en saltar al ruedo los primeros voluntarios que, poncho en mano, se plantaron frente al toro; estaban decididos a convertirse en émulos del más diestro de los diestros.

El toro, indeciso, volteaba la testa a uno y otro lado; fijó sus ojos en un aficionado que lo invitaba con su poncho y embistió; el aficionado, que no pudo esquivarlo, voló por los aires impulsado por una mole de 500 kilos. No tuvo igual suerte otro mancebo que, habiendo resbalado, careció del tiempo necesario para poder incorporarse, totalmente, y su rostro quedó a merced de las astas del animal. Un grito de dolor estalló en la plaza; varios gritos, cientos de gritos de angustia, replicaron en las tribunas. Los vaqueros, contratados por el concejo, corrieron para alejar al toro del joven. Los voluntarios, que estaban en el ruedo, levantaron al hombre en vilo y corriendo lo trasladaron al puesto de primeros auxilios.

            El rostro del herido estaba completamente cubierto de sangre. El cuerno había ingresado por la parte inferior de la mejilla desgarrando el músculo; lengua y dientes estaban al descubierto. Los gritos de dolor eran fortísimos.

            El sanitario tenía un “primus”[5] y un depósito con agua hirviendo donde esterilizó hilo común de coser; también esterilizó agujas de coser, luego hizo beber abundante aguardiente al paciente, lo cual aumentó la dosis que ya tenía en el cuerpo; enseguida, después de lavar, procedió con toda frialdad a coser la mejilla para ponerla en su lugar.

            Afuera la gente despedía entre aplausos al toro.

            Entró el segundo toro.

—¿Usted no se anima patrón?

            —¡Ni loco Núñez!, trabajo con toros, ya sabes, pero no juego con ellos. ¡Mira, quienes están aquí! —El bandolero voltea en la dirección que le señala su interlocutor.

            —¡Ah, carajo, han venido “entropaos”[6] patrón.

            —¡Vámonos a otro lado!, no quiero guindarme a nadie hoy; además, más tarde tenemos que hacer.

            Núñez y su interlocutor, que no es otro que Facundo Yucra, se retiran. Un grupo de hombres, bebiendo en una esquina, observan sus movimientos. Es gente de Jacinto Huallpa

            El segundo toro hace su ingreso entre aplausos. Se nota desde lejos el carácter matrero del mismo. Los aficionados, que se han lanzado al ruedo, pronto se dan cuenta que el toro es engañoso; no embiste al poncho sino al cuerpo.

 Un hombre de mediana edad, completamente embriagado, se lanza sin muchas precauciones; sus ojotas se enredan en el poncho y cae de bruces. El toro, avisado por el movimiento, se lanza sobre él. El hombre corre, pero no es lo suficientemente rápido, un cuerno se incrusta en el ano levantándolo con violencia. Un grito ahogado acompaña el desvanecimiento del infortunado espontáneo. Numerosos concurrentes saltaron al ruedo para apartar al toro; el animal enfurecido fue maniatado con boleadoras y sujetado con fuertes lazos. El hombre herido fue trasladado al ambiente de primeros auxilios.

            El público repuesto de la sorpresa, que causó el accidente, pedía que suelten al toro. Consideraban que era un astado digno de enfrentar. Los vaqueros del concejo, ante una orden del alcalde, dejaron en libertad al toro. Nuevamente aparecieron aficionados con ansias de lucirse; nuevamente hubieron embestidos, pisoteados y lanzados.

 

            Los propios de doña Eufrasia habían hecho un cajón de palos, sogas y clavos, de la medida exacta del toro elegido para el yawar fiesta, en una de las salidas a la arena del ruedo. Con gran trabajo, y buena ayuda, hicieron ingresar al animal allí, de tal manera que no tenía movimiento.

La enorme ave, reluciendo sus plumas al sol, hace su ingreso con las alas abiertas sujetadas por los dos cazadores. Provoca un  estruendo de gritos y aplausos. Dos peones envuelven la cabeza del cóndor, para poderlo parar sobre el lomo del toro. Un tercer hombre sujeta las poderosas alas.

            Lo que sigue es un acto de místico salvajismo.

            Los encargados empiezan a coser, con tientos de cuero, las patas del cóndor al lomo del toro. Uno de los hombres extrae de un recipiente un puñado de ají molido y lo introduce en el ano del bovino.

            Abrir la puerta del cajón y dejar libre la cabeza del cóndor es una sola acción ejecutada, por los hombres encargados, con asombrosa precisión.

            El toro sale rabiosamente enfurecido al ruedo; el aleteo del cóndor lo hace perder el equilibrio; mugidos de furia y dolor llenan la plaza taurina. La gente está enloquecida con el alcohol y el espectáculo: grita desenfrenadamente.

            Un parroquiano, completamente ebrio, se lanza al ruedo pretendiendo torear al furibundo animal. Los resultados habrían sido catastróficos, para su aventura, de no mediar la buena fortuna: el cóndor, en su desesperado intento por elevarse, hizo perder el equilibrio al toro cuyos cuernos sólo cortaron las costillas del hombre borracho.

            —¡Los toreros!, ¡los toreros!, ¡los toreros! —exclama, frenéticamente, la multitud.

En el lomo del toro se observan hilillos de sangre; a las heridas de la cosida se han sumado los picotazos del cóndor que, por querer liberarse, lacera el lomo de la bestia.

            El alcalde, que tiene un compromiso con el gobernador, entra en cuenta que se han pasado los diez minutos en un santiamén. Muy a su pesar da la orden para que se capture al toro. Los lazos, de expertos vaqueros, surcan los aires sujetando la cabeza del bravo animal; una boleadora se estrella sobre sus patas delanteras haciéndolo caer. Velozmente los peones corren a cubrir la cabeza del cóndor, tomar las alas y cortar los tientos de cuero. En vilo, el cóndor, es llevado al centro de la plaza donde recibe los aplausos del público, de allí, es llevado a la casa de doña Eufrasia en espera del Cacharpari.

—¿Qué te parece Abel, valía la pena ver esto?, ¿qué opinas? —interrogó el ingeniero Hugo Ramos.

            —Yo lo veo como una salvaje crueldad, ¡coser a un animal!, ¡llenarle de ají el ano!

            —Tú opinas como algunas autoridades aquí. Te digo que yo también pensaba igual; pero, gente antigua del lugar me hizo entender que tras esta “salvaje crueldad”, que tú dices, hay un trasfondo místico- religioso.

            —¡Yo no lo veo!

            —¡Ya llegarás a verlo!

           

El aire se llena con los marciales compases de una marcha taurina que corta la conversación de los amigos.

            Por los altoparlantes se anuncia las dos corridas de muerte. También se anuncia, mientras sigue sonando la música de fondo, el nombre de los toreros y de la ganadería a la cual pertenecen los toros que se van a sacrificar en esa corrida.

            Cesa la música de los altoparlantes y una banda, ubicada en la improvisada tribuna, inicia los acordes de un pasodoble al estilo andino. Es el preludio de la salida de los toreros y sus banderilleros. Cuando éstos aparecen, y se dirigen al centro de la plaza, las muestras de alegría y complacencia del público son abrumadoras.

            Ha quedado un torero en la plaza y sale el primer toro de muerte.

            La bestia bufa y corre en todas direcciones; el público empieza a gritar:” Ole”, Ole”; el torero, muy seguro de sí mismo, invita al toro a embestir; éste, lo hace ciegamente y el torero se luce en sus primeros pases. Conocedor de su oficio, el diestro, va llenando los ojos del público que sigue gritando “Ole”, “Ole”.

            Dos bandas no cesan de tocar, marchas y pasodobles, acompañando la faena del torero. En algunas partes de las tribunas hay grupos bailando al compás de la música, pero atentos al desenlace de duelo taurino. El banderillero ha hecho su tarea y, después de muchas chicuelinas[7] y otras tantas verónicas[8] acompañadas del “ole” “ole” del público, el torero coge el estoque para dar fin a su labor. Fiero, y enceguecido, el bruto se lanza en una última embestida; es recibido por una filuda espada que lo atraviesa en una estocada honda. La multitud ruge y la tribuna se convierte en un loquerío.

            El diestro ha ofrecido la corrida al alcalde y es despedido entre aplausos.

            Aunque la segunda corrida no tuvo la brillantez de la primera, se puede decir que el diestro, encargado del espectáculo, cumplió con profesionalismo y entrega. La segunda corrida estuvo dedicada al gobernador del distrito que elogió, públicamente, la labor de ambos toreros.

            Los altoparlantes anunciaban la finalización del espectáculo e invitaban al pasacalle que se iniciaría a las tres de la tarde. La gente estaba muy satisfecha con el espectáculo que se había presentado y ya se escuchaban comentarios favorables sobre la organización de los eventos de ese año.

 

            Las diferentes delegaciones se encontraban formadas en la plaza principal. La salida de las comparsas estaba programada para iniciarse a las tres de la tarde, porque los organizadores querían terminar antes que la luz diurna se ausente de las calles.

            Algunas delegaciones habían contratado, de los pueblos vecinos, bandas de músicos para participar en ese evento.

            Cuando todos los participantes ya estaban presentes y ordenados, el director del colegio, en compañía del alcalde, dio inicio al pasacalle. La banda, contratada por el municipio, inició el recorrido lanzando a los vientos sus estentóreas notas musicales. La primera partida estaba formada por la comisión organizadora, los profesores y los miembros ediles. Seguía, la caravana, la delegación del Kutac Pampa con una exposición de danzas; luego,  delegaciones de padres y alumnos de centros educativos invitados; cerraban, con broche de oro, padres y alumnos del colegio agropecuario de Coillurqui.

            Huaynos, huaylillas y toda clase de ritmos musicales andinos invadieron los aires. Los intérpretes, cada cual más afamado, competían con su destreza y  resistencia al tocar sus instrumentos. Los bailarines, muchos de ellos envalentonados por el alcohol, acompañaban sus pasos con guapeos, retos y sarcasmos. La algarabía era inmensa.

            Vendedoras de ponches y aguardiente se trasladaban, de esquina a esquina, ofreciendo sus productos. Las calles, estaban atestadas de espectadores. Las actividades, de aniversario y de beneficio comunal, habían hecho el milagro de convocar gente que ni siquiera se sabía que vivían en el distrito.

            Después de dos horas fue apareciendo la vanguardia, en cabezada por la comisión organizadora, en el punto de llegada. Al ritmo de una cashua autoridades y docentes llegaban, de retorno, a la plaza principal. Una delegación los recibe sirviéndoles chicha; otra delegación los invita a pasar al salón-auditorio del colegio donde se desarrollará la serenata. Hay gran expectativa. Se ha visto muchas delegaciones en el pasacalle, pero se espera los números especiales que se van a presentar en la serenata.

           

Llegó, a la plaza, la última delegación; una muchedumbre de danzantes, comerciantes, padres de familia y alumnos pugnaba por ingresar al salón- auditorio que estaba completamente abarrotado. La comisión y las autoridades encontraban dificultad para poner orden.

            La voz del secretario del concejo, por los altoparlantes, calmó la agitación, permitiendo el inicio de la tan ansiada serenata. Cuando el profesor Eugenio, que fungía de maestro de ceremonias, hizo su aparición en el escenario, el público lo recibió con una nutrida salva de aplausos y gritos de aprobación.

            Las diferentes instituciones van presentando sus números artísticos, cuya calidad delata una esmerada preparación. Canciones y danzas motivan el regocijo de los presentes, que muestran sus preferencias con frases de aliento y aplausos, generosamente prodigados.

            Las autoridades y los vecinos “notables”, ubicados en las primeras filas del recinto, se sienten gratamente impresionados por el grado de organización y nivel artístico que han demostrado los participantes.

            El tiempo ha ido transcurriendo imperceptiblemente.

            —¡Señoras y señores! —dijo con entusiasmo el profesor Eugenio—. Llegó el momento esperado; tengo la satisfacción de anunciar la participación del elenco de danzas de nuestro colegio agropecuario, compuesto por docentes y alumnos, con la presentación de la danza: “valicha”.

            Estallan los aplausos y en un gesto de cordial complacencia el alcalde, el gobernador y los “notables” de la localidad se ponen de pie. Los músicos inician con gran maestría la ejecución del huayno.

Las lámparas “petromax” parecen alumbrar con más intensidad cuando aparecen  en el escenario las parejas del elenco; las huaracas hacen el ingreso al escenario, cual rítmico aleteo de aves majestuosas; se elevan y descienden trazando mágicas piruetas marcadas por los instrumentos musicales; Las multicolores polleras, con su ondulante cimbrear, son cándidas mariposas flotando en un rítmico vaivén; gráciles ojotas, de consumada destreza, describen arabescos de creativa coreografía. El espectáculo es hermoso y justifica la algarabía que sigue a la culminación de la participación docente.

            Ha sido el último número antes de la canción de serenata. Está, la canción, es entonada por todo el público, y, acompañada por las bandas que han participado en el pasacalle. Afuera, bombardas y cohetes surcan los cielos rompiendo en mil pedazos, de coloridos tonos, el silencio de la noche: son las doce.

            La serenata también ha sido un éxito. Se cerraba así, con broche de oro, las numerosas actividades desarrolladas en dos días de intensa labor.

 

            Al día siguiente hay ceremonia protocolar en el colegio. El Himno Nacional, apertura un sencillo programa: una poesía, palabras centrales a  cargo del director Gabriel Fernández, una canción y palabras de agradecimiento. La dirección del plantel ofreció un brindis y bocaditos a docentes y alumnos.

El resto del día se declaró feriado por aniversario, dando espacio para poder participar del Cacharpari o despedida del cóndor.

           

            Las autoridades y la población han subido a yura- yura. La población está conglomerada alrededor del cóndor. La banda interrumpe sus interpretaciones para que el alcalde pueda hacer uso de la palabra. Es un discurso de agradecimiento “al apu cóndor por haber acompañado todas las actividades; a las autoridades en general, y al director del colegio en especial, por haber participado en las actividades, permitiendo su feliz culminación, y, al pueblo sin cuya presencia no tendría sentido el esfuerzo realizado”. Terminada su alocución, el alcalde invitó un brindis. Al cóndor se le depositó agua en un recipiente que bebió ávidamente. Cumplidas todas las instancias de la ceremonia se liberó al animal de su atadura.  La bella ave, aturdida, aletea y mira en todas direcciones; calcula el espacio; toma carrera y se eleva sobre la multitud que grita enloquecida. Se puede observar a gente persignarse y aún rezar en el momento que el cóndor deja la ladera para perderse en el horizonte. Un estruendo de silbidos, gritos y aplausos acompaña el vuelo del apu.

 



[1] Petromax = Marca de una lámpara a gas de kerosene, muy usada en el campo y lugares donde no hay luz eléctrica.

[2] Propios= Sirvientes indígenas tomados como propiedad de la casa.

[3] Lliclla= Manta que forma parte de la vestimenta femenina andina.

[4] Tinkaska= Ceremonia para realizar la Tinka u ofrenda a los apus.

[5] Primus= Marca de una cocina parecida al soplete, que funciona a gas de kerosene.

[6] Entropaos= En grupo, parecido a una tropa.

[7] Chicuelina = Es la figura taurina en la que el  torero envuelve su cuerpo con el capote y gira en sentido inverso a la dirección de la embestida del toro.

[8] Verónicas= Es cuando el torero espera la acometida del toro con el capote abierto sostenido con ambas manos. 


 

                                        IX.  SENTIMIENTOS ENCONTRADOS

 

El amanecer encuentra a las dos mujeres “acurrucadas” en las gradas, de piedra, de la capilla del pueblo; ésta es una estructura de adobe que conserva, en la parte superior, la pequeña cúpula con su cruz; lo que una vez fue el cerco, que la rodea, se encuentra derruido por partes; las gradas de piedra labrada, ahora en abandono, se encuentran incompletas y, en sus intersecciones, ha crecido la hierba separándolas aún más.

Es una mañana muy fría pero, aun así, Juana y Matilde   permanecen allí con la esperanza de poder ver a Jacinto Huallpa, que hoy lo trasladan al Cusco. La celda donde él está, un cuarto de adobe de dos metros por uno y medio, se encuentra a 50 metros de donde ellas están, pero, no pueden acercarse por prohibición expresa de los policías. Sus amplias polleras cubren sus entumecidas piernas a las que, de rato en rato, frotan para darles circulación. Así, las encontró la salida del sol.

Frente a la capilla, se encuentra el local del colegio del pueblo; en su puerta, una mujer trata de encontrar cobijo, para proteger del frío a su hijo; con su lliclla trata de calentar al niño, que apretuja sobre su pecho; Benedicta, que así se llama, ha cruzado quebradas y pampas para llegar, desde Chalhuahuacho, al saber que el padre de su hijo había sido preso.

 Era una mujer joven y su niño frisaba los cinco años. Juana y Matilde sabían de Benedicta, pero no la conocían personalmente, ahora la tenían ante sus ojos.

Desde su lugar vieron que los policías salían a tomar desayuno y unos peones ensillaban los caballos.  Juana y Matilde decidieron acercarse a la celda, pero, Barreto que había quedado de guardia, lo impidió. Esperaron pacientemente que llegará el Cabo y el Sargento. Cuando esto ocurrió, Juana se acercó al Sargento.

—Mañakusayki kay mijunachata kariyman karasaq. (Por favor déjeme darle una comidita que le he preparado a mi esposo).

—Mujer háblame en cristiano que no te entiendo. —Fue la respuesta del Sargento. En esas circunstancias Benedicta y Matilde, que se habían acercado, hicieron hasta la imposible para explicarle al Sargento, en un castellano deficiente, la intención de llevarle al detenido la comida que habían preparado.

—¡Está bien!, ¡pero solamente puede ir una de ustedes! —dijo éste, después de pensarlo un momento—. Barreto revise esos alimentos. —Barreto, diligentemente, examina la comida y la bebida, lleva luego a Juana, que había sido la designada, hacia la celda; la hizo pasar y se quedó en la puerta aguardando.

Un hombre de rostro inexpresivo, sentado en el suelo de un rincón de la celda, la recibió. Aunque Juana trató de controlarse, no pudo evitar el llanto.

—¡Los voy a “guindar”!, [1]¡Los voy a “guindar” Juana!, no llores mujer, voy a salir libre porque no me van a probar nada, ¡Soy inocente!, voy a salir libre y los voy a “guindar”, pase lo que pase, lo que me hacen no se quedará así nomás.

—Chayn  mijunachata mijuy, oskaylla. (Come este bocadito Jacinto, hay poco tiempo). —Jacinto Huallpa cogió el depósito de chicha y bebió, ansiosamente, luego cogió la presa de pollo y devoró, más que comió, con avidez. La puerta se abrió y apareció Barreto.

—Suficiente, ya es hora.

—Kunan kama  mana  tukunchu. (Pero aún no termina). —dijo la mujer.

—¡Ya!, ¡ya!, afuera, afuera. —Barreto sacó a empujones a Juana—. ¡India asquerosa, carajo!

             Afuera ya estaban el sargento y otro policía, del puesto local, montados a caballo. Barreto se encargó de amarrar las manos de Huallpa a la espalda y con otra soga amarro un lazo a su cuello.

—¡Armas de reglamento abastecidas!, ¡Cabo, verifique! —A la orden, el Cabo revisó las armas de los policías; era él, quien quedaba encargado del puesto policial, durante la ausencia del sargento y los dos policías que se llevaban al detenido. Mientras esto ocurría, unos desconocidos se estaban apostando en la esquina de la iglesia sin llamar la atención. Cuando la comitiva partió, las tres mujeres, y el niño, partieron tras de ellos, llorando y gritando tristes lamentaciones. Contrastaban, con su dolor, las burlas de los policías que llevaban al reo. El Cabo los vio partir y reparó en que, cada vez más, aumentaba el grupo que se había ubicado en la esquina de la iglesia. De repente, escuchó unos silbidos y el grupo desapareció; El Cabo, inmediatamente, ingreso al puesto, escribió una nota y llamó a uno de los peones que ayudaban en la limpieza. Algo le dijo y el peón salió a carrera para alcanzar al Sargento. Llegó a él, cuando ya estaban iniciando la subida del cerro Calvario; El Sargento detuvo la comitiva, leyó la nota y, mirando a todos lados, volvió grupas al caballo.

—¡Se suspende la marcha!, ¡Se ha suspendido la audiencia, volvemos al pueblo! —Los policías en silencio, obedeciendo la orden, volvieron al pueblo. Una vez en el puesto policial, como siempre que se encolerizaba, el Sargento con el rostro enrojecido se encaró al Cabo.

—¿Qué carajos significa esto? —decía señalando el papel.

—Es sólo una sugerencia, mi Sargento, para evitar complicaciones que podrían hacer peligrar, incluso, sus vidas. Hay gente extraña —prosiguió—,  que ha llegado al pueblo. Sus movimientos son muy sospechosos y, si no me equivoco, en estos momentos están subiendo al cerro. Si es así, pensaban en liberar al preso.—dicho esto el Cabo sale al exterior y el Sargento lo sigue; se observa, a la distancia, un grupo indeterminado de personas, unos a caballo y otros a pie, subiendo el monte Calvario.

—¡Por la gran puta! —exclamó el Sargento.

—¿Qué pensaban hacer estos indios de porquería? —dice una voz a espaldas del Sargento. Éste voltea iracundo—. Disculpe mi Sargento, es que estoy un poco nervioso. —Quien así se disculpaba era el “moroco” Barreto; no podía ocultar la impresión, por lo que acababa de ocurrir, y que de no ser por el cabo, pudo ser de fatales consecuencias.

Mientras afuera procedían a desensillar los caballos, el Sargento cerró la puerta, para dar indicaciones al personal. Ese día, no hubo más incidentes. Nadie debería acercarse al preso, era indicación expresa del jefe de la delegación policial, por lo que las tres mujeres no pudieron conversar más con él.

            Humillada y avergonzada, Juana, arrinconada a un costado de la plaza está ida; apenas si reacciona ante los acontecimientos que se han estado dando. Matilde que ha estado observando el incidente de monte Calvario, la busca con la mirada y se acerca a ella.

—¡Cómo perro me tratan los mistis!, por no saber hablar no me entienden, ¡No puedo decirles lo que pienso!, ¡no puedo pedirles justicia! —articulando dificultosamente las palabras se abraza a Matilde—. Ayúdame Matilde, ¡Ayúdame a aprender tu idioma!

Acongojada recordó los pasajes de su niñez: le parecía ver a su padre escondiéndola, bajo la cama entre cueros y  mantas, porque el profesor llegaba buscando alumnas para la escuelita de la comunidad, « cuánto daño me hizo mi padre», se dijo.

            —¡Te lo prometo, Juana! Diariamente vamos a trabajar para que aprendas bien el castellano. ¡Te falta poco! ¿No te das cuenta? Ahora lo que tenemos que hacer, es, preocuparnos de conseguir ayuda.

            Juana pareció volver a la realidad, ante el razonamiento de  Matilde. La pobre mujer, maltratada emocionalmente por tantas adversidades,  no había tomado en cuenta que, si trasladaban a Huallpa al Cusco, ellas también tendrían que viajar a esa ciudad; sólo así verían lo necesario para su defensa. Pero, ¿Cómo?, ¿Con qué recursos? Indudablemente necesitaban apoyo, ante tan difícil circunstancia. 

Había un ambiente de inquietud en el poblado que se agudizó más, al mediodía, cuando empezó a bajar la gente que había subido al cerro en la mañana. Evitaron entrar al pueblo, para tranquilidad de todos, y agarraron la ribera río arriba. Las mujeres, y el niño, buscaron una posada, donde saciar su hambre y su sed, pero dadas las circunstancias, ningún poblador se quería comprometer con el tema; finalmente fue la tía Eufrasia que, por sensibilidad maternal, al ver al niño en esas condiciones, les dio alojamiento y unos “atunes” para que puedan saciar su hambre y descansar.

Al día siguiente, temprano, luego de agradecer a su benefactora, las tres mujeres se dirigieron al puesto policial. Grande fue su sorpresa cuando constataron, llegadas allí, que solamente se encontraba el Cabo, encargado de las funciones del puesto policial. El Sargento y los policías, llevando al detenido, se encontraban muy cerca de punta de carretera, en Cotabambas. Astutamente, el comandante de puesto, organizó el traslado para las dos de la mañana, cuando todos estaban descansando, porque pensaban que efectivamente se había postergado la audiencia. Esta medida evitó que cualquier intento de rescate, si es que lo hubiera, prosperase. Jacinto Huallpa sería entregado a las autoridades respectivas, en el Cusco.

 

Las dos mujeres, con el niño, se encontraban a la entrada del pueblo. Después de una larga caminata, de varios días, habían llegado buscando al varayoc Julián Maquera, gran amigo de Jacinto.

            El temperamento, aguerrido y desconfiado, de los habitantes de Ankamarca hacía difícil el ingreso de extraños a la comunidad. Por los problemas del idioma, quien se encargaría de la comunicación sería Juana.

            —¡A dónde van? —preguntó una niña, que llevaba un hato de leña.

—¡Buscamos al varayoc —respondió Juana.

—¡Yo te conozco! —dijo una mujer, acercándose—.Te he visto en Tambobamba.

—¡Sí, allí vivía!

—Eres la mujer de Jacinto —insistió la mujer.

—¡Sí!, ¿lo conoces?

—Vivió acá, tú debes ser Juana; él es nuestro hermano. Yo soy hermana de Julián, ¿para qué buscas a Julián?

—Vengo a hablar “del Jacinto”.

La mujer la miró detenidamente; hizo lo mismo con Matilde. Desconfiada, miró el camino.

—¿Vienen solas?

—¡Sí!

—Estarán cansadas, Síganme los llevaré donde Julián.

La niña partió, a la carrera, hacia el interior del pueblo; Juana, Matilde y el niño siguieron a la mujer. A su paso, rostros adustos y recelosos, observaban el ingreso al pueblo, camino a la vivienda del varayoc de Ankabamba.

—¡Buena caminata han hecho hermanas! —dijo el varayoc—. Estamos enterados del problema, ¿dónde está ahora Jacinto?

—En el Cusco. Al dolor de perder a nuestros hijos tenemos que…—Juana se corta por la emoción y solloza desconsoladamente. La hermana de Julián se acerca y le ofrece un mate que ha estado preparando.

—¡Consuélate Juana!, las mujeres de esta tierra somos fuertes. Todo se arreglará. ¡Toma, bebe!

La mujer vuelve a la mesa y alcanza, a Anselmo y Matilde, las bebidas.

Calmada, Juana, relata todas las peripecias que han tenido que pasar desde la captura de Jacinto Huallpa.

—Nos arrebataron nuestras tierras, ¡con títulos falsos! —dice en un momento de su relato.

Efectivamente, en esos momentos Juana, el pequeño Anselmo y Matilde, están viviendo en los terrenos, que una comadre les ha dado “al partir”.

No tenía dinero para sostener el juicio de recuperación de sus tierras; tampoco para pagar la defensa de Jacinto en el Cusco.

Julián Maquera, compañero de Jacinto en sus andanzas, prometió ayudar a las dos mujeres; movilizaría a su comunidad para conseguir recursos. Ofreció hospedaje y alimento a los visitantes. Luego salió de la habitación.

            Juana, Matilde y el niño pasaron la noche en Ankabamba. Durmieron profundamente; el cansancio de días de marcha los había agotado.

            Despertaron muy temprano, al día siguiente, y se aprestaron a partir. Julián Maquera ya se encontraba en el exterior, cuando los viajeros salieron de la casa.

—¡Buenos días, hermanas!, quiero que me acepten este regalo. —Estaba jalando un hermoso burro—. Se llama Porfirio y es bien dócil. Ayudará en sus labores de la chacra.

Matilde mira a Juana y luego a Julián; éste comprende la preocupación de la mujer

—¡No se preocupen!, todo está bien. Porfirio ha sido criado aquí.

Las mujeres sonríen y abrazan a Julián agradeciéndole el gesto.

Reconfortadas por los resultados del viaje se despiden y parten.

Atrás van quedando los apus protectores de Ankabamba.

 

Las tres mujeres, convencidas que todas tenían un solo objetivo, la libertad de Huallpa, se trasladaron al Cusco. Tuvieron que abandonar sus cultivos, única forma de sustento desde que Jacinto Huallpa cayó preso, para poder apoyar en todo lo que fuese necesario al cautivo. Unos comuneros, fieles compañeros y amigos de las mujeres, se comprometieron  a cumplir con la labranza, para no perder los sembríos, y cuidar al pequeño Anselmo.

 En Cusco, la vida no las trató bien; el costo de la vivienda, la alimentación, los gastos del abogado, los trámites, y demás gastos, terminaron por desfinanciar los recursos de los que disponían. Las intrigas de Yucra, y sus hombres, sobre la culpabilidad de Huallpa, el inmenso dolor por la muerte del hijo, de una y la desaparición del hijo de la otra, el hambre y las privaciones, empezaron a hacer mella en el ánimo de las personas, más fieles, que tenía el abigeo cautivo.  Ellas no lo decían abiertamente pero, en sus adentros, empezó a germinar la duda; ¿Y si era culpable?

Llegó el momento en que los aportes de los compañeros de Huallpa dejaron de llegar, poco a poco, y eso acabó con la férrea resistencia de las mujeres.

— Tú tienes una vida que cuidar Benedicta —dijo Matilde—. Lleva a tu hijo, allá, en tu tierra no faltará un pan para ti y tu hijo, acá, ya no alcanza; nosotros, con Juana, seguiremos apoyando a Jacinto.

Lo que decía la mujer era con un estado de ánimo abatido, derrotado, desesperado, inseguro. Muchos factores iban quebrando el ánimo de las infatigables compañeras de Huallpa. Finalmente, llegó el día en que fueron desalojadas, del cuarto donde se hospedaban, y fueron a parar a la calle. Esa noche durmieron en un parque, con el cuerpo quebrantado por el frío, acurrucadas en la base de un árbol. Al amanecer Juana no pudo callar más.

—Mana atikunchu Matilde, manañan atikunchu, mana  a´qnaka atikunchu, noq´anchis jal papika, jallpata silluluan ruaspapas, imallapas mikúnapaq kanka,  noq´anchispaqmi  millay  mama kay  llaq´taca. (No se puede Matilde, ya no se puede, no se puede seguir aquí; en nuestra tierra, aunque sea arañando la tierra, tendremos algo para comer; mala madre es esta ciudad para nosotras). —Unas lágrimas, de impotencia, corrieron por las mejillas de la mujer. Matilde la apretujó, entre sus brazos, secándole las lágrimas. En su interior seguía zumbando la vocecilla de la duda, ¿y si todo lo que estaban haciendo era cubrir un asesinato?, ¿si Jacinto Huallpa era culpable?, ¿dónde estaba su hijo?,  ¿si estaba muerto, no tenía derecho a ver su cadáver y darle cristiana sepultura? Una súbita idea sofocó su respiración y aumentó sus pulsaciones,  « ¿qué estoy haciendo Dios mío?, ¿será que Jacinto sabía la terrible verdad?, ¿ésa verdad que yo he callado tantos años?, ¿será que verdaderamente fue un crimen por venganza? ¡No, Dios mío! ¿Qué cosas estoy pensando? ». Escondiendo su dolor, trató de alejar sus dudas, y estrecho fuertemente a Juana. Reconfortada, ésta, se dirigieron al mercado, tiritando por el frío, allí limosneando conseguirían el dinero faltante para regresar a Cotabambas; una vez llegadas, harían lo imposible para seguir apoyando a quien, en otros tiempos, había sido el protector de ambas.



[1] Guindar= Eliminar, asesinar



                                       X.  LA AGUADA MISTERIOSA

 

Hacía dos semanas que Abel había viajado a Lima y no se tenía noticias de él. El ingeniero Hugo Ramos, desde días atrás, se encontraba inquieto y taciturno; algo lo perturbaba y al parecer no podía encontrar una salida al tema que era la causa de sus desvelos. Por otra parte la ausencia de Abel, su amigo y confidente, aumentaba su inquietud.

Era domingo, un domingo de los que transcurren lánguidamente en los pueblos de la Sierra. Como de costumbre, el ingeniero Hugo Ramos, después de asearse se dirigió a la pensión. La puerta estaba medio abierta, por lo que Hugo pensó que, tal vez, era muy temprano. Decidió dar media vuelta para regresar a su habitación. Daría más tiempo a la dueña para preparar el desayuno. Había desandado el camino, unos cinco metros, cuando escuchó la voz de Inés  a sus espaldas.

—¡Ingeniero Ramos! ­­­­—Volvió el cuerpo hacia donde se escuchaba la voz y un aire de alegría asomó en su rostro.

—¡Inés! ¿Cómo estás?, me parece que es muy temprano para el desayuno.

—¿Temprano? ¡Ya son las nueve de la mañana! —Dirigiéndose a la puerta llamó—. Casera ¿Se puede?

—¡Ay mamitay! Pase, pase adelante. A este chico le digo que ponga seguro a la puerta para que no se cierre y no me hace caso. —Saliendo de la cocina, la dueña de casa, se acerca a una mesa, que ya está aseada y preparada, y pone los cubiertos—, tomen asiento. Ya está listo el desayuno profesores.

 Vuelve, a la cocina, mientras Inés y Hugo ocupan sendas sillas.

—¡Caramba! Yo también debí preguntar, más bien me estaba yendo.

—Ah mi querido amigo por no hablar a tiempo, lo que uno piensa, a veces las cosas no salen como uno quisiera —diciendo esto tomó los cubiertos que la casera había dejado y dejó escapar una picaresca sonrisa. Hugo Ramos la miró inquisitivamente. «Sería posible que Inés se hubiese dado cuenta de sus sentimientos». Hacia tiempo que los lazos de amistad que lo unían a Inés se habían ido convirtiendo en algo mucho más intenso que trataba de ocultar. Algo, que no lograba identificar, le impedía manifestarlo

—¿Vienen hoy tus primos? —Fue la salida que encontró

—No, no creo, porque ya estarían aquí

—Bueno, ya que no van a venir,  ¿qué te parece, si después del desayuno, vamos a visitar a Aurelio? Supongo que allí estarán Wilfredo y Romualdo.

—Yo más bien te propongo algo distinto.

—¿Qué planteas?

—En vez de ir donde mis primos, ir a la banda.

—¿Ir a la banda? ¿A ver los cultivos del frente?

—Más arriba. Hay un lugar muy bonito

—Yo sólo veo cerros, y surcos en esos cerros

—Es porque de repente no sabes mirar bien, ya te lo he dicho —explicó Inés, esbozando nuevamente esa inquietante, entre burlona y picaresca, sonrisa—, allí en esos cerros hay paisajes hermosos, yo te lo digo porque los conozco.

—Bueno, si es así, por mí está bien, pero, ¿A qué distancia está?

            —En caballo, tal vez a una hora; a pie, tal vez quince o veinte minutos porque se corta camino por senderos rocosos que el caballo no pasa.

—Entonces, ¡ni hablar!, después del desayuno nos vamos. —Hugo Ramos se quedó mirando a Inés, de soslayo, que, sabiéndose observada, se levantó y se dirigió a la cocina tratando de llamar la atención con el contorneo de su cuerpo.

—¿Se puede doña? —preguntó en la puerta

—¡Ay niñacha! Pasa nomás, si estás en tu casa. Ya estoy llevando los platos.

—Te ayudo casera, dame. —Inés se acerca a la dueña de casa y coge los platos que muestran su delicioso contenido humeante—, guiso de habas, ¡Qué rico! —Retorna a la mesa portando los platos—. ¡Sírvase señor ingeniero! —Deposita un plato en el lugar del ingeniero y el otro en su lugar, luego toma asiento.

Conforme van degustando el desayuno se entabla una amena conversación que trata desde el clima del momento hasta la calidad de los productos agrícolas de la zona, pasando por anécdotas triviales de sus centros de trabajo.

—¡Inés!

—¿Sí?

—¡Parece que ya no quieres salir al campo!

—¿Por qué lo dices?

—Pues, mira la hora que es.

—¡Cielos! ¿Diez y treinta? ¡Cómo se pasó el tiempo! .Ahorita voy a la casa. ¿Vamos en caballo o a pie?

—No lo sé, Yo no tengo caballo.

—Yo puedo ensillar el de Romualdo que lo ha dejado en la chacra.

—¿No le parecerá mal que hagamos eso?

—No creo. Total que yo también le he prestado el mío en algún momento. En fin ya veré como de todos modos vengo con dos caballos. —Se queda un momento pensando y luego añade—: hay que avisar a la casera…¡un momento!, ¿podremos volver a tiempo para almorzar? ¿Y si mejor llevamos fiambre?

—¡Claro!, me parece bien pero, ¿Qué llevamos?

—Sandwiches, gaseosa, frutas. Todo eso es liviano y rápido. Voy a decirle a la casera que nos prepare todo. Tú me esperas aquí. Yo vuelvo con los caballos. —Inés entra a la cocina de la pensión y después de un momento sale—, vuelvo ingeniero

Desaparece por la puerta y Hugo Ramos se queda sentado frente a la mesa. La mañana se ha transformado para él. Lo que había deseado fervientemente, sin pedirlo, se había presentado. Iba a salir al campo con la mujer que lo hacía sentir colmado de alegría. En su interior sentía que había nacido en él un sentimiento mucho más fuerte y más profundo e intenso que la amistad respecto a Inés. Su presencia, unida a una ansiedad difícil de explicar, le causaba una intensa alegría. ¿Pero por qué desistía de exteriorizar esos sentimientos y, por el contrario, pretendía ignorarlos sin conseguirlo? El rostro de Hugo había adquirido un semblante adusto, mientras su mente se enfrascaba en estas y otras cavilaciones. ¿Qué era lo que lograba que la presencia de Inés, en su vida,  se fuese haciendo, poco a poco, indispensable para sentirse bien? ¿Qué le atraía de aquella mujer que tanto le causaba gozo y, a la vez, le causaba una extraña inquietud interior? pasó mucho tiempo repasando, una y otra vez, estas reflexiones internas en silencio. ¿Se había enamorado? ¿Y si era así por qué no se lo manifestaba? ¿Qué se lo impedía?

—¡Ya están listos los sandwches ingeniero! —Salió hablando la casera, desde la cocina—. ¡Estoy poniendo algo de fruta, manzanas, plátanos y naranjas! También un par de gaseosas. Acomodo todo en esta canastita, ya me la devuelven después.

—Gracias mamita, dime ¿Cuánto te debo?

—¡No Ingeniero!, ya me pagó la señorita Inés. —Un repiqueteo de cascos, sobre el empedrado de la calle, interrumpió a la dueña de la pensión que desvío su mirada hacia la puerta de la calle—, parece que ya está aquí la señorita.

Hugo Ramos salió, apresurado a la puerta, dejando la canasta en la mesa, su rostro se iluminó regocijado al ver, a la joven, descender de su hermoso corcel blanco. En sus manos sostenía las riendas de otro caballo, un Overo, de regia estampa, que llenaba los ojos de cualquier mortal.

—¡Qué hermoso! ¿De dónde lo sacaste? Yo creí que estaba en el campo, con tus primos.

—Sí, pero lo han traído porque mañana vamos a ir a recibir a Abel.

—¿Mañana llega?

—Sí, en eso quedamos todos cuando se fue. Mañana es la fecha que acordamos. No creo que le causa molestia que tú montes su caballo en este pequeño trayecto.

—¡No! ¡Claro que no! él no es así. En todo caso yo se lo explicaría. Ya está lista la merienda. —Hugo se volvió a la pensión y salió poco después con la canasta en sus manos—. Yo la acomodo en mi silla.

—¿Si, quieres?

—Sí, no hay problema, aunque mejor hubiese sido acomodar todo en una alforja, pero ya está hecho —dicho esto montó al corcel— estamos listos señorita ¿Por dónde vamos?

—Tenemos que pasar la plaza ¡vamos! —Inés espoleó su caballo y Hugo la siguió con el Overo.

Era una media mañana espléndida. Un tiempo tibio matizado con una briza fría, que bajaba de la cordillera, hacían  un agradable marco ambiental para el paseo.

—Vamos a ir a un lugar que espero que te guste pero, para eso, hay que ir a la banda.

—De acuerdo ¡Niñacha! —dijo el ingeniero entre divertido y socarrón.

 Se dirigieron en dirección al río. Inés con la locuacidad de siempre iba explicando a Ramos como conoció el lugar hacia donde se dirigían, así como la situación de las propiedades que iban atravesando. Estas y otras ocurrencias le daban un clima amical de sobremanera agradable al viaje. Subieron una lomada, de suave pendiente, toda cubierta de vegetación silvestre que le daba una atractiva visión. Al llegar a la parte alta de la cuesta Hugo Ramos volteó la mirada y se sintió atraído por el espectáculo que observaba. Frenó su caballo y contempló Coillurqui.  El poblado aparecía en esa época del año como para una postal: los techos, de color rojizo por sus tejas, dejaban escapar el humo de las cocinas de leña por sus chimeneas; se observaba el riachuelo cruzando, parte del poblado, al lado derecho y la calle empedrada bajando de las faldas del macizo andino para perderse en el verdor de la plaza central.

—¿Qué te parece mi pueblo?

—¡Muy bonito!, ¿tu pueblo?, ¿tú naciste aquí?

—¡No! Pero vivo aquí, mis padres viven aquí, mi familia vive aquí. —Inés vivamente emocionada se calma un poco y luego continúa—, ¿Ves algo extraño aquí, que contraste con el paisaje?

Hugo reacciona mirando a todos lados.

—No, absolutamente nada raro. Veo todo normal. Los sembríos a nuestro costado, los cerros del frente, pelados, sin vegetación salvo esos eucaliptos en la ladera. Si no me equivoco son tres o cinco. No los distingo bien, desde acá, porque están muy juntos.

—¡Exacto! Hacia allí nos dirigimos. —Inés azuzando su cabalgadura reinició la marcha, pero esta vez al galope por ser terreno plano, Hugo Ramos la imitó y en un momento estuvieron junto a los eucaliptos.

—Fallaste en tu deducción, Hugo, ¡mira! Son ocho lo que pasa es que están bien juntos. Tenemos que desmontar para pasar.

—¿Pasar? ¿A dónde, si allí sólo hay rocas? —Sin escucharlo Inés bajó de su caballo y, jalándolo, se internó entre los eucaliptos cuyos, robustos y leñosos, cuerpos   se separaban, unos de otros, apenas un metro y un metro y medio de distancia. « ¿Hacia qué lugar vamos si solamente se ve roca allí?» se preguntaba Hugo Ramos. Cuando llegaron al otro lado del bosquecillo, Inés, se adelantó y Hugo pudo ver un sendero ascendente que era imposible divisar desde el bosque. Por él subió Inés.

—¡Sígueme Hugo! —Le dijo, Inés.

Por el  sendero solamente pasaba una persona jalando a su cabalgadura, que a duras penas seguía, detrás. El sendero, después de unos 10 metros, doblaba hacia la izquierda y empezaba a ensancharse. Hugo Ramos seguía, en silencio, a Inés; ésta se detuvo esperando a que llegue él. Cuando estuvo junto a la joven se quedó sin aliento, no por el cansancio, que no lo tenía, sino por la maravilla que observaba.

—¡Cielos, Inés! —Alcanzó a decir—. ¡Qué maravilla! ¿Cómo es posible?

—Para la madre naturaleza hay muchas cosas maravillosas que sí son posibles. Te dije que iba a valer la pena hacer un día de campo. ¿Tú has leído la tradición “La gruta de las maravillas” de Ricardo Palma?

—¡Sí, claro que sí! —respondió Hugo emocionado.

—Ya ves, es lo mismo. Esto no es una gruta, pero es una maravilla.

—¡Sí que lo es! —dijo Hugo que había quedado embelesado con lo que observaba.

En realidad era un paisaje de ensueño, en el corazón de los andes. La curva que tenía el camino, al subir al lugar, no dejaba ver absolutamente nada hacia el exterior y viceversa. Una pétrea pared, de roca volcánica, lo impedía. En el interior había un espacio de unos 300 metros cuadrados, distribuidos en forma casi circular. En el centro, de ese espacio, aparecía un afloramiento acuífero a cuyo alrededor habían crecido gramíneas, pasto y tréboles; pero, lo que le daba un aspecto paradisiaco eran los árboles, las flores silvestres y las aves que se encontraban en el lugar. El color metálico, de las rocas del fondo, hacían resaltar aún más el colorido paisaje. Inés dejó a sus anchas su cabalgadura. Otro tanto hizo Hugo Ramos, después de bajar la canasta. Las nobles bestias, remolineando sus colas, empezaron a mordisquear la fresca yerba del lugar.

—¿Y cómo llegaron aquí estas plantas, estos árboles? —inquirió Hugo Ramos, aún entusiasmado.

—El agua, es un afloramiento del subsuelo. ¡Vamos, tócala! —El ingeniero se acerca al manante e introduce sus dedos en el agua.

—¡Está tibia!

—Claro, no tiene la temperatura de las aguas del riachuelo, o del río, de afuera. Sin embargo, como no es caliente, totalmente, origina el crecimiento de esta vegetación. ¡Mira! —dijo señalando al costado derecho de la entrada—. Si te das cuenta esa pared es de naturaleza caliza; en cambio, la parte de acá, es de naturaleza más dura porque es volcánica. Vienen juntas, capricho de la naturaleza. Supongo que todo el espacio donde estamos ha sido de naturaleza caliza y se ha deteriorado, con los agentes externos, hasta hacerse esta olla que estamos viendo. Lo demás lo ha hecho el viento que ha ido depositando tierra de labranza, a través del tiempo, hasta permitir el desarrollo de vegetación. Labor de la madre naturaleza ¿En cuánto tiempo? Tal vez miles o millones de años  quizás.

—Pero, los árboles y las plantas ¿De dónde salieron?

—Alguien tiene que haberlos sembrado, eso es indudable. Por ejemplo, esos sauces llorones no los hay ni en el río de afuera. —Hugo se dirigió hacia los árboles que aparecían, frente a él, y acarició los retoños de un eucalipto que lo envolvió con la fragancia de sus hojas.

—¿Vamos hasta el fondo?

—¡Claro a eso hemos venido! ¿No?—diciendo esto Inés se apresuró a tomar la delantera. Cuando llegaron, a la pared rocosa, a Hugo lo recorrió un ligero escalofrío al observar la inmensidad de la mole que tenía delante y de la que, desde el lugar donde se encontraba, no podía divisar su final. « Qué pequeños somos ante la madre tierra» pensó. Inés, al observar a Hugo tan vulnerable, ante aquello que observaba por primera vez, sonreía entre complacida y burlona.

—¿Qué le parece esto, ingeniero?

—¡Muy bonito, Inés, muy bonito! Me parece extraordinario que exista un lugar así, y que ni siquiera necesita la intervención humana para existir.

—¡Precisamente por eso existe!, ¡porque no hay intervención humana!; de lo contrario esto sería un muladar de los visitantes, las aguas del manantial estarían contaminadas y los árboles ya habrían sido talados —argumentó Inés.

—En eso te doy la razón Inés —respondió el ingeniero, dirigiendo la mirada hacia una pequeña saliente, que a la altura aproximada de un metro, aparecía en la pared rocosa—. Ese es un andén natural —dijo señalando la vegetación que con el tiempo se había acumulado.

—Otro capricho de la naturaleza Hugo. —Inés se movilizaba observando las ramas, que acariciadas por la suave briza andina, pendían de un hermoso sauce llorón. Fueron recorriendo el círculo pétreo, que rodeaba los árboles, hasta llegar al lugar donde estaban los corceles, enfrascados en un delicioso festín vegetariano.

—Las aves se han ahuyentado, con nuestra presencia, pero si nos quedamos quietos te aseguro que bajan al manantial. En esos árboles, con seguridad, hay infinidad de nidos. —Hugo haciendo un amén, a las palabras de Inés, se recostó sobre la hierba. Cerca estaban pastando los caballos, los cuales no se inmutaron al verlo.

—Me dices que nos quedemos quietos y tú, sigues caminando Inés.

—Es que voy a traer la canasta de la merienda. Quiero tomar gaseosa.

 Mientras Inés traslada,  la canasta, Hugo se acomoda de espaldas sobre el suelo con la mirada fija en el cielo. Ante sus ojos las nubes formaban caprichosas figuras, que estimulaban la presencia de seres irreales en su mente. Se encontraba meditando, sobre la presencia de esos seres, cuando fue interrumpido.

—¿Ya tienes hambre?

—No, todavía no.

—Yo tampoco, pero si tengo algo de sed. —Inés deja la canasta entre ella y Hugo; seguidamente se sentó sobre la hierba—. Si no hacemos ruido pronto aparecerán las aves.

 Terminaba de hablar, cuando una paloma de monte bajó a beber agua. Pronto otras aves la imitaron. Un hermoso jilguero macho, con su peculiar cabeza negro azabache y su cuerpo amarillo jaspeado, se posó en una rama muy cercana a los visitantes, que se deleitaban con su melodioso gorjeo. Zorzales, tordos, gorriones, y otras aves, de singular belleza, subían y bajaban de los árboles al manantial, enriqueciendo aquel paisaje con sus trinos y sus vuelos.

—Te digo Inés que lo estoy pasando fantástico ¿Cómo conociste este lugar?

—Mis padres me traían de pequeña y a ellos sus padres, según me contaron.

—Este es un secreto indescifrable, sobre todo ¿Quién plantó aquí esos árboles?

—Hablando de secretos indescifrables —interrumpió Inés—, tengo una comadre que a la vez es comadre de Juana, la mujer de Huallpa. Ella ha estado en el Cusco y allá está Juana, junto a la otra mujercita que anda con ellos.

—¿Matilde o Benedicta?

—Matilde, así se llama. Dicen que Benedicta se ha regresado, pero las dos que se han quedado, Matilde y Juana, la están pasando muy mal. No tienen ni para comer y duermen en los parques. Lo que quiero contarte es que han conseguido, después de tantas penurias, dinero y tiempo, que haya una nueva revisión del cadáver.

—¿Una nueva necropsia?

—Sí, no sé cómo lo han conseguido; pero me alegro por ellos, sobre todo por los niños que quedan, el de Benedicta y el de Juana.

—Dime Inés, pero dímelo con franqueza y con todas sus letras ¿Es cierto lo que se dice sobre el último hijo de Juana?   ¿Es cierto que…

—¡Ya sé lo que quieres preguntar! Pero te pido por favor que no lo hagas; yo no tengo la respuesta para esas suposiciones; ni siquiera me atrevo a pensarlo ¡Dios! ¿Qué sería?

—Disculpa, no quería tratar el tema. Sólo se me ocurrió. Es una duda que…

—Déjalo allí! —dijo con mucha firmeza Inés—, no porque sea gente humilde, debemos pensar lo que nos dé la gana sobre ellos. Cuantas veces me he pasado horas enteras pensando en la atrocidad que se habla sobre esa pobre mujer.

Se queda pensando un momento y eleva la mirada al cielo. Era indudable que la llegada de Huallpa, originaría un nuevo alboroto en el pueblo.

—¿Lo saben tus primos?

—Aún no, pero como mañana vamos a ir a Cotabambas a esperar a Abel, allí les contaré ¿No quieres ir?

—Quisiera pero, tengo tantos pendientes por terminar, voy a estar bien ocupado.

—Me gustaría que fueras, pero, claro el trabajo es así. —Inés se queda mirando a Hugo y, por un momento, sus miradas se cruzan causando un ligero rubor en el rostro de la muchacha, lo que no pasa inadvertido para Hugo Ramos. «¿y si ella siente lo mismo por él?  ¿Si ella también siente que sus sentimientos van más allá de la amistad? ¿Y si aprovecha las circunstancias de este paseo para declararle su amor? No, no puede echar a perder esa amistad, con la cual se siente muy bien, por un exceso de confianza. Más bien un abuso de confianza. Ella diría: “si sabes que estoy comprometida cómo te atreves a decirme eso”. ¿Y si la invitación al paseo ha sido un pretexto para estar a solas con él? »

—¡Ingeniero! ¡Ingeniero! —La voz de Inés lo saca de sus pensamientos —, ¿Le sucede algo? Lo llamo y no me responde ¿Le ha causado molestia que no le responda sobre el hijo de Juana?

—¡No!, ¡no es eso Inés!, me distraje un poco al pensar en los trabajos que tengo para mañana. Definitivamente no podré viajar. —El canto de un zorzal los hace voltear el rostro—. Yo creo que ahora sí me atrevería a dar cuenta de esos apetitosos sándwiches ¿De qué los encargaste?

—De carne ¿Te sirves? —Inés ha cogido un sandwiche, envuelto en una servilleta, y se lo alcanza a Hugo. Él lo toma y vuelve a mirar, furtivamente, a la chica que siente la mirada y sonriendo le sirve un vaso de gaseosa—. Con gaseosa sabe mejor ¡Sírvete!

—Gracias Inés. Vuelvo a repetirte que, todo esto, es muy bonito. Cuando me levanté, el día de hoy, no pensé que pasaría un día tan espléndido. —Tratando de aliviar su mente empezó a tomar distintos tópicos de conversación, en los cuales se enfrascaron, mientras degustaban el fiambre que habían llevado. Entre comida, risas y gaseosas fue transcurriendo el tiempo. El ingeniero pronto se dio cuenta, por la sombra de los árboles, que había pasado el medio día; sin embargo, él, sentía como que recién habían llegado.

—¡Cielos! ¡Cómo ha pasado el tiempo! —Mostrando cierta preocupación Inés había hecho la misma observación—. Ya deben estar preocupados en mi casa.

—¿No indicaste a dónde ibas?

—No, pero deben imaginar que he salido a pasear si no están los caballos. Además, ellos están pastando muy bien. —Inés volteando hacia donde están los caballos sonríe—. ¿Ya quieren irse? —Vuelve el rostro hacia Hugo—, ¿y tú, Hugo?

—No quisiera irme nunca de este lugar, pero tengo que preparar el material para mañana. Te propongo una cosa.

—¿Qué cosa? —responde Inés volviendo el rostro.

—Si salimos, ahora mismo, quisiera hacer el recorrido de regreso a pie ¿Aceptas?

—¡Claro que sí! De esa manera también los caballos descansan para mañana. —Ambos se levantaron y cogieron sus cabalgaduras. Hugo cogió la canasta y volvió a amarrarla a la silla del overo. Inés emprendió el camino hacia la salida, mientras Hugo echa una última mirada a la belleza que deja atrás.

La salida del macizo fue tan difícil como el ingreso; sin embargo, después de unos cuantos tropezones y otros tantos resbalones, pronto estuvieron en el bosquecillo de los ocho eucaliptos.

—Algo que no se me ocurrió preguntarte Inés ¿Cómo es que estos eucaliptos han sobrevivido a los taladores?

—Lo que ocurre es que la falta de árboles ha hecho necesario que el gobernador prohíba, bajo pena de multa y cárcel, la tala de árboles.

—¿Y si lo hacen de noche?

—Ingenuo ¿Tú crees que en esta soledad no se escucharía el golpe del hacha sobre los árboles? Además, ¿dónde desaparecerían la madera, de la noche a la mañana, sin que nadie viera algo?

—Tienes razón. En buena hora lo que ha hecho el gobernador. —Entre bromas y anécdotas los dos jóvenes y sus cabalgaduras hicieron el retorno al poblado. Cuando llegaron al pueblo eran las tres de la tarde. Un recorrido que se hace en 15 minutos, 20 a más tardar, lo habían hecho en una hora y media.

 Llegados a la calle principal se despidieron con un fuerte abrazo, como si no se fuesen a ver en un largo tiempo. Hugo se dirigió a la pensión a devolver la canasta e Inés se dirigió a su casa con las cabalgaduras.

 

                                   XI.  OTRA VEZ  ÑAHUINLLA

 

Aurelio se paseaba, nervioso, por la calle principal del pueblo; ésta, la calle, era una sucesión de pequeños charcos lodosos alternados por tramos empedrados. Inés y Wilfredo bebían, lentamente, una gaseosa en la tienda de la esquina donde finalizaba la calle y, desde allí, observaban el inquieto trajinar de su primo. La ubicación que tenían, frente a la plazoleta, que servía de terminal improvisado a los vehículos que llegaban les permitía, también, darse cuenta del momento que llegase el ómnibus.

Los tres primos, porque Romualdo se había quedado en Coillurqui, se encontraban, desde las 10:00 de la mañana, en Cotabambas esperando la llegada de Abel; esto, la llegada de los jóvenes con el “malacara”, obedecía a un acuerdo que tuvieron cuando el profesor viajó a Lima: el overo  quedaba bajo el cuidado de Aurelio, durante la ausencia de Abel, y llegado el momento se trasladarían con el caballo a Cotabambas para regresar juntos.

La ansiedad, por ver al amigo, crecía conforme se acercaba la hora de la llegada del ómnibus; para distraer el tiempo, visitaron todas las tiendas, recorrieron todas las calles del pueblo, ingresaron al campo que servía para las ferias, y aun así, el reloj no avanzaba.

—¿Qué pasa Aurelio?, ¿la novia te ha pedido matrimonio, que estás tan nervioso? —La voz venía de un callejón que subía a la calle principal; Aurelio volvió el rostro y encontró la sonrisa amiga de Gerardo, un policía, antiguo amigo de la familia Fernández. Regresaba de hacer una diligencia.

—¡Hola, Gerardo!, ¿cómo estás?, ¿estás destacado acá?

—Sí, ya llevo un mes por acá, y tú, ¿qué haces?, ¿vas a viajar?

—¡No, no!, estoy esperando a un profesor que tiene que llegar de Lima, le he traído su caballo.

—Pues, ya no tarda en llegar el ómnibus; aunque, ya debería estar aquí. —Mira hacia la comisaría y silva; un hombrecito sale y corre al encuentro del policía—. ¡Nos vemos Aurelio!

El policía sigue su camino y se encuentra con el hombrecito: conversan algo y, después de unos segundos, ambos regresan al puesto policial.

El ómnibus hace su aparición a las 2:00 de la tarde. Inés y Wilfredo se desprenden, de su esquina, y van al encuentro de Aurelio; juntos se dirigen al improvisado terminal, donde ha estacionado el vehículo pesado. Los pasajeros empiezan a descender, hasta que queda nadie en el carro. Entre los pasajeros no estaba el profesor; esto causó desaliento, en el ánimo de los jóvenes, que cruzaban miradas sin saber que decir.

—¡Aurelio!, ¿no está tu amigo? —Los jóvenes volvieron sus cuerpos hacia el lugar,  de dónde provenía la voz a sus espaldas; dos policías se encontraban de pie, observando bajar la carga, uno de ellos era Gerardo.

—No, no ha llegado, es raro porque había confirmado su llegada en una carta.

—Tal vez no alcanzó el ómnibus; pero, estamos informados, que van a llegar dos camiones. Tal vez allí.

—¿Cierto?

—Cierto, nos han dado instrucciones para el control.

—Entonces esperaremos un poco más —dijo Inés—, alejándose en dirección a la tienda de la esquina, seguida por Wilfredo. Aurelio, después de despedirse de Gerardo les hizo compañía.

Habría de pasar mucho tiempo antes que se divisara, a la distancia en la carretera, una polvareda que se hacía más visible conforme avanzaba el camión que la provocaba; cuando el chofer bajaba del camión, después de estacionarlo, aparecía el segundo camión, a la distancia.

Los jóvenes, nuevamente, corrieron al encuentro de las personas que descendían de los camiones; nuevamente quedaron frustrados, al no encontrar entre los pasajeros a Abel. Sin decir nada Aurelio se retiró contrariado, « ¿qué puede haber pasado? Abel no abandonaría a “Malacara”; además, sus cosas las ha dejado en la pensión, ¿se retiraría sin avisar, como lo había hecho un profesor anterior?».

—¿Qué hacemos, Abel? —preguntó Inés

—Yo creo, yo creo…—Titubeó Aurelio—.Tiene que venir, esperaremos.

—Pero, ya no quedan más carros. —comentaba Wilfredo, mirando la carretera que se perdía en la lejanía. Habían esperado, mucho tiempo los camiones, tanto que la tarde ya se iba, entre celajes rojizos y negruzcos.

—¡Parece que tendremos que quedarnos!. —Aurelio miraba el cielo, pensativo—, si viajamos nos agarraría la lluvia en la pampa. Vayamos a visitar al tío Gualberto. ¿Qué les parece? Allí pasaríamos la noche.

—Apruebo —dijo Wilfredo—, seguido de un movimiento de cabeza afirmativo de Inés.

Después de haber recogido sus caballos, los tres jóvenes, se encontraban caminando cuesta arriba por la calle principal. Se detuvieron frente a una gran puerta tachonada de bronce; el aldabón de la misma, mecido por la mano de Inés, sonó pesadamente. Del interior salió la respuesta.

—¡Ya voy!, ¿Quién toca así?

—¡Somos los sobrinos del tío Gualberto!

La puerta se abrió, chirriante, y apareció una señora de avanzada edad.

—¿Se encuentra el tío Gualberto? —preguntó Inés.

—¡Señorita!, ¡qué gusto verla! Sí, sí está, ¡Jacobo, Jacobo! —Al llamado apareció un niño—. Avísale al patrón que ha llegado su sobrina. ¡No!, sus sobrinos. Vuelves para que lleves los caballos a la chacra. ¡Pasen, pasen ¡

El niño entra corriendo y sale, al poco rato, seguido  de un hombre de cabellos canos, tez rosada y bigotes poblados.

—¿Qué pasa con mis sobrinos? Han estado mosqueándose todo el día por el pueblo, ¿y recién me visitan? Todo se sabe por aquí. —Los sobrinos cruzaron miradas, sin decir palabra, y un rubor cubrió sus mejillas. Aurelio rompió el silencio.

—Creímos que estabas en el Cusco, tío.

—Pero si ni siquiera se han acercado a tocar la puerta, en todo el día. —Un silencio embarazoso siguió a las palabras de Gualberto—. ¡Ja ja ja ja!. —Una estridente risa brotó de la garganta del anfitrión—. ¡No se preocupen muchachos!, les estoy haciendo una pequeña broma. —El semblante de los jóvenes cambió—. Díganme, ¿qué hacen en Cotabambas? A visitarme no han venido, eso está claro.

—Estamos esperando al profesor Abel Gómez.

—¿Abel Gómez?

—El profesor que reemplazó al “desertor” de ciencias sociales.

—¿No es un morenito que jugó por el equipo de Coillurqui, en el aniversario?

—¡Sí, tío, él es! —Se apresuró a aclarar Inés—, le hemos traído su caballo, pero no ha llegado, no sé, que puede haber pasado.

—El viaje es largo, desde Lima, algún contratiempo habrá tenido. Quédense a descansar aquí, ésta noche, ya mañana se irán o, si desean, pueden partir después de la llegada del ómnibus. Por mí, si es que quieren, se pueden quedar una semana.

—¡Gracias tío Gualberto! —intervino Aurelio—, suficiente con esperar mañana; si es que no viene, partiremos al atardecer.

—¡No vamos a seguir conversando aquí afuera, sobrinos! Vamos, pasemos. —Gualberto emprende el retorno al interior, seguido de sus sobrinos.

            El anfitrión, que era muy bueno en ese sentido, hizo preparar un caldo de gallina que les hizo muy bien a los visitantes.

La cena sirvió para que el tío Gualberto se enterara de los últimos acontecimientos que se daban en el pueblo de Coillurqui; a la vez, los Fernández, se informaron respecto a ciertos movimientos que se estaban dando en el campo, debido a que algunos vecinos inescrupulosos, valiéndose de artimañas jurídicas, estaban arrebatando sus tierras a pequeños parcelarios; inclusive, a las comunidades.

—¿Pero cómo logran eso, tío? —La pregunta, que con toda lógica formuló Aurelio, dio lugar a que el tío Gualberto se deshiciera en todo tipo de detalles, respecto a las prácticas ilegales que hacían algunos acaudalados ”campesinos” para extender sus propiedades.

—Se valen de una y mil artimañas, sobrino: falsifican documentos, compran jueces y notarios corruptos, pagan policías para los desalojos. Un montón de barbaridades. No sé cómo han sacado títulos de propiedad, que datan, desde el tiempo de mis abuelos. ¿Se imaginan?

—Es peligroso que se esté provocando protestas campesinas, tío; podría haber un levantamiento; Ya ha ocurrido eso, según mis padres, en otras épocas. —Inés, levantando la mirada de su plato, siguió hablando—. Pero, ¿cómo puede ocurrir eso?, si está tan cerca, todo el movimiento que ha provocado la reforma agraria.

—La verdad que es difícil entenderlo, sobrina. ¿Cómo puede haber impunidad para estos individuos?, habiendo todo un aparato estatal encargado, precisamente, de corregir la desigualdad en la distribución de tierras. Pareciera que existen personas interesadas en crear inestabilidad y desorden, en el campo, ¿quién sabe con qué intenciones?

El tema llevó a Gualberto, y sus sobrinos, a elaborar una serie de suposiciones, cada cual más certera, sobre el evidente malestar que se habría estado originando en el campo. Cuando creyeron terminado el comentario, abordaron otros temas, no menos atractivos para una sobremesa. El tío Gualberto se sentía muy bien con la visita; escanció la cena, con un delicioso vino traído de Ica, y aprovechó para decirles que asaría un cordero, al día siguiente, si es que se quedaban. Estaba muy contento.

—Así, esperan un día más al profesor, si llega que disfrute de un asado cotabambino; que, estoy seguro, en Lima ni se conoce. —Don Gualberto, copa en mano, trataba de convencer a sus sobrinos de permanecer un día más en casa. Después de unos cuantos brindis más, la labor de convencimiento había dado resultado.

 

Al día siguiente, Inés, se levantó muy temprano; antes que sus primos, aunque no tan temprano como creía. El tío Gualberto ya se encontraba en el patio, dirigiendo el sacrificio de un cordero.

—¡Buenos días tío!, ¿cómo lo vas a hacer?

—Asado a la brasa, ¿te parece?

—Claro que sí. ¿Necesitas ayuda?

—No sobrina, con tu presencia es más que suficiente. ¿Qué pasa con los muchachos?

—Parece que el vino los está haciendo dormir más de la cuenta. Ya vendrán.

El cordero ha sido muerto y lavado ante la mirada acuciosa de don Gualberto.

—¡Raquel!

—Mande Patrón.

—Encarga a dos personas que se ocupen, del maceramiento, y sirve el desayuno a mi sobrina. —Se queda pensando unos instantes—. De una vez, para mí también, ¿qué quieres sobrina, café o leche?

—Las dos cosas, tío, si no es molestia.

—¿Cómo va a ser molestia, Inés? ¡Ya escuchaste Raquel, para mí café bien cargado¡ Vamos sobrina, entremos.

            Aurelio y Wilfredo, después de cumplir con el ritual del aseo, encuentran al tío Gualberto e Inés tomando desayuno y charlando amenamente. Con las disculpas del caso, por la tardanza, se incorporan a la mesa y extienden la conversación, durante un buen tiempo.

—Muchachos, la conversación está muy buena, pero debo ir, tal vez una media hora no creo que sea más, a la propiedad a hacer una diligencia; no sé, si me acompañan o prefieren quedarse en casa.

—¡Yo lo acompaño, tío! —dijo Aurelio.

—Yo, tío, me quedaré para ayudar a Raquel —aclaró Inés—, tu puedes ir con Aurelio y Wilfredo; no creo que Wilfredo quiera quedarse en la cocina.

—No, claro que no. Y, ¿cómo van a ir, a pie o en caballo?

—Si es aquí nomas sobrino, ¿vamos a ensillar para ir al frente?

—No, tío, vamos a pie nomás. —Sentenció Aurelio, ante la mirada de desaliento, de Wilfredo.

Dieron por terminado  el desayuno y se dirigieron a la salida del comedor; los varones se encaminaron a la calle e Inés se fue al encuentro de Raquel.

 

La referida propiedad, unas dos hectáreas, se encontraba en una ladera que, a simple vista, no estaba lejos del poblado; lucía bien cuidada y los sembríos, de alfalfa, le daban un vistoso verdor. Don Gualberto, seguido de sus sobrinos, entró a su querencia después de haber recorrido el camino durante 20 minutos; de tal manera que la media hora,  de ausencia que se dijo, fue un mal cálculo.

Después de inspeccionar el corral, y comprobar que habían sacado el ganado a pastar, habló largamente con el encargado de la estancia. Aurelio y Wilfredo recreaban la vista mirando el ganado que, a prudente distancia, pastaba plácidamente.

El retorno fue más rápido; aun así, con todos los quehaceres del tío Gualberto, cuando estaban ingresando a la casa ya era cerca del mediodía.

Raquel e Inés habían puesto de manifiesto todas sus dotes culinarias; el cordero, dando vueltas sobre unas candentes brasas, despedía un olor tan estimulante que, con tan sólo estar cerca, se adivinaba la sabrosura de potaje que esperaba a los comensales.

El tío Gualberto, ante tal estímulo, recurrió nuevamente al vino iqueño; pero esta vez, no le fue tan difícil encontrar “partidarios” con quienes compartirlo. Era indudable, que había un agradable ambiente en la casa. El tío Gualberto, a quien se le veía muy feliz, se esforzaba en hacer agradable la estadía de sus sobrinos.

—¡Tengo parte del vino Iqueño, sobrinos!, pero si prefieren envío por cerveza. Felizmente, estamos en punta de carretera, eso no es problema. Lo que pasa es que yo no bebo cerveza, por el problema de la próstata.

—No te preocupes tío, como aperitivo está bien el vinito, ¿tú que dices Wilfredo?

—¡De acuerdo, ya después veremos!

—Acá en el patio hace mucho calor, pasemos mejor a la casa. —El tío Gualberto se dirige al interior seguido de sus sobrinos. Llegados a la mesa, Aurelio y Wilfredo, ocupan unas sillas; don Gualberto ingresa a un ambiente interior. Después de unos minutos, regresa con una garrafa en sus manos—. A ver sobrinos, ¡llenemos esas copas!

El anfitrión llena las copas y sale, a la puerta de la sala con la garrafa, en las manos.

—¡Inés! ¡Inés! —La joven voltea la mirada hacia la puerta y deja la brocha con la que estaba untando, el menjurje condimentado, al cordero.

—¿Sí, tío?

—¡Ven a acompañarnos en un brindis!

            —Enseguida, tío. —Inés se acerca al interior y coge la copa, que descansa sobre la mesa, destinada para ella.

—¡Sobrinos, por la alegría de tenerlos en mi casa y que la armonía familiar no se aleje de nuestros hogares! ¡Salud!

—¡Salud! —responden a una sola voz, los tres jóvenes.

Los brindis se fueron sucediendo, uno tras otro, y el tiempo fue transcurriendo. Don Gualberto había previsto todo. Para ayudar a Raquel, envió a un matrimonio de peones que vivían en la estancia; para observar la llegada del ómnibus, envió a un “propio” con la orden de llevar al profesor Abel, a la casa, en cuanto baje del carro; Para atender lo relativo a las atenciones del almuerzo, le había encargado a Raquel que escoja a los más indicados.

 

El potaje degustado, en el almuerzo, fue tan exquisito como lo habían imaginado los invitados; Don Gualberto no se limitó en el agasajo. Se comió y se bebió con generosidad; la parte incómoda fue, cuando se enteraron que no había llegado Abel. El vino hizo posible que ese malestar pronto se disipara, tío y sobrinos, continuaron alegremente tan hermoso compartir.

El vino y el cansancio, con el paso del tiempo, llevó a los Fernández al descanso.

 

Rayaba la aurora, salpicada de luceros, sobre el silencioso poblado de Cotabambas, cuando tres jinetes se alejan hasta perderse en la lejanía. Las cansadas pupilas, del viejo Gualberto, se humedecen de soledad y ternura, al ver a sus sobrinos partir.

 

Era pasado el mediodía y el sol asomaba tímidamente. El ómnibus, como era frecuente en las últimas semanas, arribó muy atrasado; entre las personas que llegaban ese día estaba Abel; lucía desmejorado y pálido, una infección estomacal en proceso de cura, y una gripa galopante habían afectado su salud. Abrigaba la débil esperanza que alguien lo estuviese esperando, o que le hubiesen dejado al “Malacara”, para poder trasladarse; por lo que, a paso vacilante, se dirigió al corral de caballos que estaba a la entrada del pueblo. El dueño, que lo conocía, le salió al encuentro.

—¿Qué ha pasado, profesor? Lo han estado esperando, dos días, dos jóvenes y una señorita; ¡hoy en la madrugada se han vuelto para Coillurqui!

—No he podido venir antes, estaba mal de salud.

—¡Y aún lo está, según parece, profesor! Sería bueno que hoy pase la noche acá y mañana viaje.

—No puedo, Ya son dos días que tengo faltando a clases. Alquíleme por favor un caballo.

—Lo siento, profesor, como usted ve, no están aquí.

—¿Y ese?

—¡Es una Yegua!, ¿qué pasa profesor?, ¿no está viendo bien usted?

—No importa la yegua, amigo, necesito viajar.

—Es lenta, pero bien dócil, lo importante es que regresa sola de dónde sea; pero, insisto profesor, debe descansar. ¡Mire! Va a llover.

—No importa amigo, ¿cuánto sería el costo?

Sin contestar, el dueño de la estancia, se dirige al interior y regresa con una montura. Después de ensillar la yegua, acordar el precio y darle algunas indicaciones a Abel, el estanciero, abre la puerta del corral y deja partir al profesor.

El jinete lleva atravesado, sobre su silla, un “mapa mudo[1]” que cubre con su poncho; unas alforjas, que lleva sobre sus hombros, contienen los pocos enseres que transporta; su sombrero de ala ancha y su chalina, ambos de color negro, lo protegen del frío que ya empieza a manifestarse. El cielo se va oscureciendo y negros nubarrones se van acumulando, sobre la cumbre de los cerros.

 

Abel ya se encuentra en la gran meseta de Llamayupa, que se extiende sobre las alturas de Cotabambas, cuando se desata un aguacero infernal. La pampa se ha oscurecido, siendo aún, de día; los rayos, cual violentas explosiones, están a punto de espantar a la yegua; el viaje se hace incómodo, por la lentitud de la yegua y la temperatura corporal, del jinete, que va en aumento. Abel se ha dado cuenta que está afiebrado, débil, y no puede controlar bien a la yegua.

El animal avanza, sin guía, por el sinuoso  camino; los relámpagos descubren, en las rocas, figuras fantasmales que se imaginan, ora a la distancia, ora frente al rostro; sin embargo Abel se dio cuenta, demasiado tarde, que las figuras que percibió no eran fantasmas, no eran imaginadas, ni estaban a la distancia. Frente a él apareció un grupo de jinetes que, al galope, venían en dirección contraria. Al descubrir su presencia, lo rodearon y desataron un vocerío incomprensible; Algunos, que tenían carabinas en bandolera, terciaron sus ponchos. Del grupo se separó un hombre y se acercó al profesor.

—¿Quién eres, wiracocha? —Le dijo en castellano defectuoso; otro hombre, que estaba en la parte posterior del grupo, se acercó y se puso al lado de Abel.

—Soy un profesor de Coillurqui, debo seguir, porque se hace de noche. —Diferentes expresiones verbales, que salían del grupo, se escuchaban con apremio; pero Abel no las entendía, porque se hablaba en quechua.

—¡Él es mi compadre Facundo Yucra!, ¡queremos tomar un trago contigo!

—Pero, estoy mal, y estoy apurado.

—¡Sólo un trago, espérate un poco! —Manifiesta impetuoso el hombre. Saca un cuerno de res, pulcramente pulido, y lo alcanza al referido Yucra; éste, lo llena con el contenido de una botella que extrae de debajo de su poncho y lo alcanza a Abel.

—¡Toma!, ¡los machos toman así! —Abel con la mirada afiebrada, más por miedo que por ganas, coge el cuerno y bebe. Un ardor intenso hiere su garganta, y, no puede impedir que una tos repentina sacuda su cuerpo. Un estallido de carcajadas, descontroladas y humillantes, unidas a todo tipo de expresiones salió del grupo. Yucra solamente miró.

—¡Toma! —Volvió a rugir el hombre. Abel, encorajinado por su orgullo, hizo un esfuerzo y cerrando los ojos bebió todo el contenido—. ¡Hurra! —Gritó el compañero de Yucra, los demás hicieron lo mismo. Abel entendió que todos, o la mayoría, estaban borrachos.

—¡Véndeme tu arma! —gritó Yucra, para imponerse al ruido de un trueno, mirando el bulto que aparecía, atravesado bajo el poncho, sobre la montura.

—¡No es un arma, parece, pero es un mapa! —Levantó el poncho, dejando ver el palo en el que estaba enrollado el mapa. Un estruendo de carcajadas se sumó a la cadencia sonora de la lluvia. Yucra y su compañero espolonearon sus caballos y partieron, entre carcajadas, el resto los siguió.

 Abel había perdido valioso tiempo, taloneó a la yegua, y siguió su camino; la fiebre iba haciendo más borrosa su visión y la lluvia, que caía en velos transparentes, se afanaba en convertir en charcos la llanura.

Era bien entrada la noche, cuando el viajero llego al final de la pampa, ubicó  el sendero de bajada al pueblo y se persigno para iniciar el descenso.

  Había transitado un buen trecho, cuando un rayo cayó muy cerca de la cabalgadura; La yegua se encabritó, arrojando al jinete que rodó entre los arbustos, y emprendió veloz carrera, perdiéndose entre los peñascos. Abel estuvo inconsciente, a merced de la lluvia, ¿cuánto tiempo?, nunca lo supo.

Cuando volvió a la realidad, con su humanidad abatida por la fiebre y el dolor, se incorporó lentamente; la lluvia, que caía a cántaros, había convertido en una superficie jabonosa la ladera; a la distancia, en medio de las tinieblas de la tormenta, distinguió unas luces, apenas visibles, que imagino eran de Coillurqui. Caminó, sin encontrar el sendero que había perdido, entre matorrales y espinos; finalmente llegó a una zona habitada, así lo imaginó, escuchando los ladridos de los perros que habían olfateado su presencia.

—¡Señor!, ¡Señora!, ¡Señor! —Empezó a gritar, acercándose a prudente distancia, para encontrar a alguien que lo pueda orientar hacia la vivienda de los Fernández. De una casa iluminada, salió un hombre con una lamparilla en sus manos.

—¿Quién está allí?, ¿quién es?

—¡Soy el profesor Abel Gómez, del colegio del pueblo, me he perdido!

—¡Acérquese, profesor! —Abel se fue acercando con dificultad, debido a los golpes, cuando estuvo cerca levantó el rostro que tenía unos hilillos de sangre—. Sí lo conozco profesor, usted vive donde Gabriel Fernández.

—Sí, así es, venía del Cusco y me he perdido en la bajada.

—Se ha desviado bastante, profesor, estamos como a un kilómetro de la casa. —Acercándose, con el lamparín, descubre los ojos vidriosos del profesor, por lo que pone su mano sobre la frente—. Profesor, tiene usted mucha fiebre y está empapado. Sígame, lo voy a llevar.

—¿Hasta allá?, se va a mojar.

—Peor está usted, profesor. Además esa fiebre es mala. ¡Sígame!

 

La casa tenía un ambiente festivo, se escuchaba música, risas y conversaciones en subido tono. Abel utilizó la llave para ingresar a su cuarto, mientras el buen samaritano, que lo socorrió, golpeaba la puerta de calle de la casa Fernández sin obtener respuesta. Se desesperaba y las manos le dolían por la potencia con la cual golpeaba.

—¡Ya voy! ¿Quién toca a estas horas? —La empleada abre la puerta y el vecino, con desesperación y apremio, le explica lo sucedido. Juntos se dirigen al cuarto de Abel y lo encuentran acurrucado sobre su cama—. ¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido profesor?

Como impulsada por un rayo sale corriendo a comunicar lo acontecido.

—Ya está con sus amigos profesor, yo vuelvo a mi casa, ellos lo atenderán.

Abel agradece al generoso vecino y busca entre sus pertenencias ropa seca. Un murmullo de voces se acerca por la calle. Gabriel ingresa al cuarto, con evidente semblante de preocupación, seguido de Aurelio e Inés.

            —¿Qué ha pasado, Abel? ¿Por qué estás así? Estás mal. —Gabriel se acerca y le pone la mano en la frente—. Estás que ardes.

—¡Voy a traer al sanitario! —Aurelio sale velozmente en busca del sanitario.

—¡Déjanos solos Inés!, vamos a cambiarlo, esto le va a causar mucho daño. —Gabriel saca ropa de la maleta, mientras Inés abandona el cuarto, ayuda a cambiarse al profesor y lo hace ingresar a la cama. Transcurren largos minutos de espera, que Gabriel utiliza para agradecer a su vecino por el apoyo que le dio al maltratado Abel, y lo despide amablemente. El enfermo respira agitadamente, cada vez, con mayor dificultad. 

—¡Acá está el sanitario! —Aurelio ingresa seguido por el sanitario; éste, saluda y se dirige a la cama.

—¿Qué ha pasado profesor? —Abel no contesta porque está semiinconsciente. Le coloca un termómetro en la boca y le dirige una mirada a Gabriel.

—Está haciendo una neumonía, voy a tener que inyectarlo. —Los hermanos asienten con la cabeza y el sanitario abre su maletín para preparar la ampolla; luego, se acerca nuevamente a la cama y coge el termómetro—.Claro, mucha fiebre, ¿cómo ha llegado hasta la casa con esa fiebre?

—¡Lo trajo un vecino! —aclara Aurelio.

—¡Felizmente!, bueno, hay que inyectarlo. —El sanitario procede a inyectar a Abel y luego se dirige a Gabriel—.Es necesario que guarde reposo, ni siquiera podemos lavar esas heridas, porque no podemos mojarlo, solamente las limpiaré con alcohol. Mañana me acercaré para aplicarle una segunda dosis; esperemos su recuperación.

El sanitario se acerca al paciente y procede a limpiar las heridas que, los arbustos y espinos, le han hecho a su cuerpo. Terminada su labor se despide de los hermanos Fernández.

—Descansa Abel, ya te vas a mejorar, quiero que sepas  que estamos muy contentos que hayas vuelto; claro, no esperábamos en estas condiciones. —comenta Aurelio

Abel, esboza una débil sonrisa.

—Los muchachos estuvieron esperando, dos días —indica Gabriel—, tanto que Inés, incluso, faltó al trabajo; recién hoy día se han venido en la mañana. Ya te contaremos. Descansa, estaremos viniendo para ver como sigues.

—Está bien.

Gabriel sale, seguido de Aurelio. Abel fatigado cierra los ojos. En la casa la música continúa.

 

Es una mañana llena de trinos y un sol maravilloso, contrasta con los sombríos amaneceres que se han estado presentando en la región. Han pasado tres días, desde la llegada de Abel, en los que se mantuvo en cama cumpliendo las recomendaciones del sanitario Díaz.

Estando en el descanso obligatorio, desde el día siguiente de los acontecimientos que le tocó vivir, se pudo enterar de algunas cosas que saciaron su curiosidad e inquietud. Se enteró, por ejemplo, que la fiesta que encontró, cuando llegó del Cusco, se debía al cumpleaños de Gabriel; por lo que, en la primera ocasión que tuvo, le manifestó sus saludos y felicitación; por boca de Aurelio supo que los jinetes, con los cuales se cruzó en la pampa, pertenecían a la cuadrilla de Facundo Yucra, uno de los abigeos más conocidos de la zona; con las visitas del sanitario Díaz, se informó que estuvo en grave peligro porque su gripe, con la lluvia, se transformó en una compleja neumonía. Ahora, descansado y con una moral en lo más alto de su expresión, se dirigía a tomar desayuno para, luego, asistir a clases.

 

En el colegio, alumnos y profesores, lo recibieron con gran alegría.

Hugo Ramos había estado muy afligido, por la salud de su amigo Abel. Continuamente lo visitó, mientras estuvo en cama, y cuando ya estaba restablecido no desaprovechaba ocasión alguna, para acercarse a tratar diferentes temas de conversación. Esa noche, nuevamente visitó a su amigo; esta vez, para pedirle un consejo, aunque no encontraba la forma de hacerlo;  titubeaba, cada vez que quería tocar el tema.

—¿Qué es lo que pasa Hugo?, te veo raro, ¿quieres decir algo?

—Ya que tocas el tema, sí, quiero conversar contigo sobre algo especial. —Se queda pensativo, mira hacia la puerta, vuelve la mirada a Abel, sonríe y continúa en silencio.

—¿Qué pasa?, ¿de qué se trata?

—Es sobre Inés. Estoy enamorado de ella.

—¿Y?, ¿por qué no se lo dices?

—Allí, justamente está el problema, cada vez que intento hacerlo, hay algo que me lo impide. ¿No sé qué hacer?

—Tú conciencia, tú conciencia es lo que impide tu declaración de amor.

—¿Mi conciencia? ¿Qué tiene que ver mi conciencia en esto?

—Te lo digo: ¿Tú sabes que Inés tiene novio?

—¡Sí!

—Por supuesto, incluso lo conoces, porque estuvo en el aniversario del colegio; has tomado cerveza con él, o en todo caso estuvo en el grupo en el cual estábamos nosotros. ¿Cierto?

—¡Cierto!

—Tu conciencia te dice: ¿Cómo vas a cometer esa deslealtad, Hugo?

—¡Me haces sentir como un ruin!

—Yo no, tú conciencia.

—Te explico, Abel, las veces que hemos estado con sus primos, o solos, me ha dado a entender, y parece que sus primos también lo saben, que las relaciones no andan bien y que ella ha decidido terminar. Aparte de eso, y no te lo había contado, antes que tú llegues me invitó a salir al campo. A propósito, aprovecho para decirte que me tomé el atrevimiento de montar a “malacara” en ese paseo.

—¡No te preocupes por eso!, sé que lo habrás cuidado bien. No sabía de ese detalle. Parece una insinuación, ¡o lo es!

—Pero, ¿qué hago?

—Te sugiero algo. Tú tienes el temor de hacer el ridículo, cuando en tu cara te digan: “Qué le pasa ingeniero, ¿por qué abusa de la confianza? ¿Acaso no sabe que tengo novio?”

—Sí.

—Entonces, hay una forma en que le declares tu amor y a la vez, si te rechaza, no te lo digan en tu cara pelada, ¿cómo?, con una carta.

—¡Carambas! ¿Cómo no lo pensé?, has dado en el clavo, ¡Gracias hermano! Ya sabía que necesitaba conversar contigo.

—Muy bien, hazlo pronto. En esta vida nadie sabe lo que puede pasar en el futuro. Ahora, permíteme cambiar de tema, ¿qué sabes de Yucra?

Hugo Ramos, lo miró sonriente, había cambiado su semblante desde que escuchara la sugerencia de Abel. Le explicó lo poco que conocía de él, sus aventuras como abigeo; su rivalidad con Jacinto Huallpa; su carácter taimado y, hasta cierto punto, traicionero; cómo se había ofrecido, de testigo, en el juicio de Huallpa y cómo era el principal verdugo del infortunado abigeo.

—Vaya, ¡qué personaje! ¿Verdad Hugo?

—Si analizas bien, te darás cuenta que esos personajes sólo existen en los cuentos.

—Uno de los personajes de Ñahuinlla. Tanto les he escuchado hablar de Ñahuinlla, que ya me han dado ganas de viajar a ese lugar.

—¿Por qué no?, se puede organizar un viaje.

—Pero, ya faltan solo unos días para el 30 de agosto.

—¿Y qué se necesita sólo cabalgaduras y alimentos. Yo lo sé por experiencia. Tú ya tienes caballo, Inés y sus primos, si es que quieren ir, tienen sus caballos. El único que no tiene caballo soy yo. Puedo alquilarlo. Te digo que vale la pena ir. Es una bella aventura.

—Muy bien Hugo, organizaremos el viaje; pero, primero, soluciona tu asunto.

—Sí, claro, ahora mismo me voy a preparar “el asunto”. —La comprensiva mirada de Abel, se encuentra con la expresión sonriente de Hugo, que le estrecha la mano y sale a la calle.

El silencio y la oscuridad se han apoderado del pueblo; las últimas lamparillas se van apagando, en las casas, dándole al ambiente una sensación de tristeza y soledad. A la distancia ladra un perro.

Abel, se ha quedado profundamente dormido. Unos golpecillos en la puerta, que se sienten atronadores por el silencio, alteran su descanso. Al comienzo, confundido, pensó que soñaba; pero la insistencia lo volvió totalmente a la realidad.

—¡Profesor, lo buscan! —Se escuchó una voz en el exterior.

 Imprudentemente, Abel, se levantó y abrió la puerta. Su sorpresa fue grande cuando reconoció, en el sujeto parado frente a él, a la persona que lo había interceptado, días antes, en la pampa. Tenía entre sus manos un pequeño cordero.

—¡Soy Núñez! —dijo el desconocido—. Wiracocha Facundo te envía este regalo.

De entre las sombras aparecieron dos hombres más; a uno de ellos Abel, identifico como Facundo Yucra.

—¡Wiracocha profesor!, ¿podemos pasar? —Abel no asimilaba la sorpresa. « ¿Qué hace aquí este individuo, que además no es de mi agrado?, ¿por qué el obsequio?, ¿qué más me espera esta noche?». Quedó indeciso, ante la pregunta de Facundo Yucra, luego recuperó la calma.

—Pasen, señores, pasen, ¿a qué debo la visita?

—¡Hemos venido, porque quiero hacer compadrazgo contigo, profesor! —respondió sin medias tintas el fornido abigeo, mirando a los ojos al profesor, continuó—. En señal de unión te traigo este cordero. Tú eres macho y eres profesor. Quiero que cuando crezca, mi hijo, sea como tú y que tú lo guíes. —Yucra sacaba con dificultad las palabras, en un castellano que con esfuerzo articulaba—. No todos los mistis son como tú.

            Los dos hombres, el tercero estaba afuera haciendo guardia, se miraron y Núñez sacó, de entre sus ropas, un cuerno pulido que Abel reconoció.

—¿Aceptas profesor? —Abel había quedado estupefacto. Tenía ante él a uno de los abigeos más temidos de la región; pero todo lo que le habían dicho, de él, no encajaba en el comportamiento, ni la actitud, del interlocutor que estaba en su cuarto. ¿Eran acaso falsas las afirmaciones que se daban sobre Yucra?

—Le digo, señor, que me ha agarrado de sorpresa. Su intención me halaga, pero estas cosas hay que tomarlas con bastante seriedad. Como dice, un padrino tiene que ser un guía, un ejemplo para su ahijado; y, si yo acepto, tengo que ser eso. Tendría que pensarlo, déjeme pensarlo señor Yucra.

A Facundo Yucra le pareció estar soñando, cuando aquel forastero lo llamó señor Yucra. Consideraba al profesor alguien diferente, pero que lo llame señor, ya le parecía extraño. Miró a Núñez y sacó una botella de licor, de entre sus ropas, llenó el cuerno y se lo alcanzó a Abel.

—¡Tomemos por nuestra amistad profesor!, ¡tome usted!

Abel reconoció que,  tenía que aceptar la copa, no quedaba otro camino, si no quería ofender al abigeo.

—¡Salud, señor! —Se llevó la copa a los labios y recordó las burlas, que originó en la pampa cuando divulgo el ardor en la garganta, por lo que haciendo un gran esfuerzo bebió todo el aguardiente.

—Me gusta que no le hagas asco a nuestro trago, tomas como nosotros. —Fue Núñez quien habló esta vez. Facundo Yucra llenó la copa y bebió; luego, volvió a llenar la copa y la entregó a Núñez, quien bebió sin dilación.

—Wiracocha profesor, estaré esperando la respuesta. Recibe mi regalo de amistad. —Recibe el cordero de manos de Núñez y se lo entrega a Abel—. Estaré atento en cualquier momento.

Se acerca a Abel y lo estrecha en un abrazo; la bola de coca, oculta al interior de la mejilla izquierda del abigeo, despide un fuerte olor que impregna el rostro del profesor.

Los tres hombres desaparecen tan sigilosamente como llegaron, dejando al futuro padrino con un cordero en sus brazos.

 

El sábado por la mañana, Abel, se dirigió a la pensión más temprano que nunca, quería comunicar a Hugo la increíble, extraña e inesperada experiencia de la noche anterior; sin embargo, hasta cuando terminó su desayuno, Hugo no apareció.

—Profesor, ¿qué milagro tan temprano?

—¡Hola Inés!, es que me están ocurriendo cosas muy extrañas. ¿Te acuerdas que te dije de mi encuentro con Facundo Yucra en la pampa?

—Sí.

—Bueno pues, te cuento ahora, anoche me visitó en el cuarto.

— ¿Qué?

—¡Sí!, estaba con un tal Núñez y otro más. Llegó tarde, como a las diez.

—¿Diciendo, qué?

—Quiere que sea padrino de su hijo. Mira que con la emoción, o sería miedo por lo que se dice de él, ni siquiera he preguntado la edad de su hijo, ni su nombre.

—Te diré que muy poco sé de ese hombre. ¿Cómo ha podido llegar hasta acá?

—Me ha dejado un cordero, en señal de amistad, dijo.

—¡Caramba!, si es así es porque está pensando en serio. ¿Brindaron con algo?

—¡Sí!, ¡en el mismo cuerno de res, con el que me hizo tomar en la pampa! Bebimos aguardiente.

—Entonces, mi querido Abel, Yucra quiere hacerte su compadre. —Inés voltea el rostro, cuando siente la presencia de un niño que llega a la pensión y se dirige a ella.

—¡Señorita!, ¡tengo que entregarle esta carta de parte del ingeniero Ramos! —El niño entrega la carta a Inés, ella la recibe algo sorprendida.

—¿No va a desayunar el ingeniero?

—No creo, señorita, está saliendo al campo. —El niño desaparece, con ágiles pasos, por la puerta; Inés, mirando interrogativamente a Abel, abre el sobre y empieza a leer la carta; conforme avanza la lectura un rubor enciende sus mejillas, cada vez, con más intensidad.

—¡Discúlpame!, ya regreso. —Estrujando el sobre entre sus manos y doblando la carta, Inés, se retira apresuradamente sin explicación alguna. Abel se queda sentado y pensativo.

Inés ha llegado a su casa y se encierra a leer, una y otra vez, la carta:

“Querida Inés:

Muchas veces es difícil, para una persona, abrir las puertas del alma para decir cosas que la razón guardar quisiera; pero, cuando se tiene una obsesión, que quema y tortura como un dardo encendido en el corazón, es inútil tratar de alejar de la conciencia una pasión que se desboca, como incontenible manantial. Por eso, al poner en tu poder estas líneas quiero tener la versatilidad necesaria, para hacer que mis sueños lleguen a tu alma y que, las letras que escribo, repetirte puedan mis anhelos. Hay sentimientos e impulsos que son más fuertes que nuestra razón; impulsos que nacen de lo más profundo del alma y que totalmente dominan nuestro ser; Sentimientos que se forjan y cristalizan, en el nombre e imagen de una mujer. Esa mujer eres tú. La imagen que se liga a mis recuerdos y persigue mis noches de insomnio. El nombre que, noche y día, se ha fijado en mi mente. Quisiera que sintieras en tu pecho la angustia que yo siento y así pudieras comprender el motivo que me impulsa a declararte este amor, que de repente no tiene cabida en tu corazón y sin embargo el mío se desgarra de pasión por ti. Estoy enamorado de ti y no puedo remediarlo. ¿Cómo empezó esto? No lo sé. Sólo sé que no puedo vivir sin ti. ¿Será posible ser correspondido?

Espero la respuesta en ese hermoso lugar que me enseñaste, digno escenario, para la inmensidad de mi pasión: la aguada de los pinos. Te espero allí a las cuatro de la tarde. Si no vienes es obvia la respuesta.

                                                                             Hugo”

 

El día transcurre lentamente, el sol se ceba en los peñascos andinos y el labriego preña la tierra con los frutos del mañana; de algún lugar, el viento arrastra viejos himnos pastoriles, que se pierden en los vericuetos rocosos de la vieja montaña.

Hugo Ramos se encuentra, sentado frente a la aguada, contemplando el inquieto trajinar de las aves y sus bellos colores; En la sublime quietud de aquel paraíso, el dulce trinar de los jilgueros es un bálsamo que llena de suave quietud su alma atormentada. Solitario, evalúa las consecuencias de la carta que envió a Inés. Si la respuesta fuera favorable, se sentiría uno de los hombres más dichosos de la tierra; pero, ¿si no fuese así? Ahora se da cuenta, tendría que renunciar, no solamente al amor de Inés, sino también a la amistad de los Fernández. No podría soportar la vergüenza; tampoco las burlas de quienes han sido, hasta ese momento, sus más leales amigos.

Son 4:45 de la tarde y Hugo se da por vencido. « No vendrá» dice en su interior; el ruido de unos cascos, sobre la roca, lo sacan de sus cavilaciones; de un salto se pone de pie y dirige su mirada a la entrada; en ella está, de pie cogiendo las riendas de su caballo, Inés. Ambos se dirigen al encuentro, sin decir una sola palabra, son sus corazones los que hablan. Hugo coge las manos de Inés y la estrecha en un tierno abrazo; ella, acercando su cuerpo, musita al oído:

—Yo también, yo también siento lo mismo por ti

Ofrece sus sensuales labios, y  Hugo la besa apasionadamente. Besos y caricias, mutuamente correspondidas, sellan el inicio de aquel romance; Juramentos y promesas son el complemento de la intensa fiebre pasional.

—Sólo una cosa te pido, Hugo.

—¿Cuál?

—Que esto no se sepa, ni mis primos deben enterarse, hasta que yo solucione mi asunto. —Hugo se queda pensativo.

—¿Tus primos no lo aprobarían?

—No es eso, pero sería reguero de pólvora; en fin, tú ve lo conveniente, yo enfrentaré lo que sea necesario.

—¡Será como dices! —Tomándola de la mano se interna en el follaje y coge una flor; mirándola tiernamente le coloca suavemente la flor entre los cabellos—. ¡Qué hermosa estás!

La vuelve a besar.

—Espero que no lo tomes a mal, pero tengo que irme; salí de la casa con el pretexto que iba por algo urgente al fundo de Aurelio. Si se le ocurre ir al pueblo, me descubren.

—Tienes razón, está bien. Yo también quería hablar con Aurelio.

—¿Sobre qué?

—Una propuesta que tiene Abel, quiere hacer un viaje a Ñahuinlla.

—¿Ñahuinlla?

—Sí, le ha entrado la curiosidad por todo lo que le hemos hablado. ¿Sabes que ha conocido a Yucra?

—Sí, oye, fíjate que casualidad. ¿No?

—Claro, de todos modos voy a hablar con Aurelio. Tú te apuntas. ¿No?

—Hay que ver. Ya ves todo el lío que se armó porque me fui sin avisar. Aurelio de todas maneras viene mañana; mi preocupación es que se le puede ocurrir venir hoy día. Si puedo más tarde nos vemos.

—Tienes razón. —Se besan y, tomados de la mano, se dirigen a la salida. Inés toma la delantera, una vez afuera, monta y dirige la mirada a Hugo.

—Quiero que sepas, que estoy muy feliz. —Talonea su caballo y se pierde en el bosquecillo de pinos.

            Hugo llega al anochecer al poblado, va primero a su cuarto y luego a la pensión, quiere  encontrar a Abel, pero éste no está ubicable. Cena sólo, porque tampoco llega Inés, y aunque quisiera buscarla recuerda lo que han conversado respecto al secreto. Ya en su cuarto, se dedica a revisar sus documentos de trabajo, hasta altas horas de la noche. Por su ventana divisa la hermosa luna, que se levanta en el horizonte, en todo su esplendor. El cielo está limpio. Esa noche Hugo siente que la luna brilla más. Esa noche Hugo siente que la luna está más cerca.

           

Es un domingo típico de los andes la gente de las comunidades se concentran en el pueblo para apertrecharse de víveres y realizar algunas transacciones.

Abel ha llegado a la pensión y se encuentra tomando desayuno. Un rumor de voces, cada vez más audible, se va acercando por la calle principal del pueblo. Pisadas y voces se detienen frente a la puerta de la pensión.

—¡Profesor, buenos días! Te has levantado temprano para ser domingo.

—¡Buenos días, Inés! Ni tan temprano, porque ya son las nueve. ¿Cómo estás Aurelio?, ¿cómo están muchachos? ¿Por fin te decidiste a venir? Después de mucho tiempo. ¿No?

—Hace días tenía que venir, porque tengo que hacer una compra, por allá abajo; pero no se pudo, hay mucho trabajo. Aprovecho que estoy acá para conversar un poco, ¿me dice Inés que quieres ir a Ñahuinlla?

—Sí, yo le dije a…—Abel se detiene, porque se da cuenta que él no le dijo algo a Inés; pero, reaccionando responde—…yo dije que me he entusiasmado tanto, con sus relatos, que quisiera viajar.

—Justamente, Abel, estamos en agosto.

—Claro que solamente faltan algunos días para el 30, pero, si estás de acuerdo nos podemos organizar en el tiempo que queda.

—¡Ya estamos organizados, Abel!, cada uno sabe lo que hay que conseguir para el viaje. Faltaría comunicarle a Hugo nuestras intenciones y saber si está de acuerdo. Él es el encargado de la carpa. —Abel piensa: « mis intenciones se las comunique a Hugo y no a Inés. Si Inés las conoce quiere decir que Hugo se las comunicó, después que Inés recibió la carta, lo cual indicaría…»  

—¡Abel, parece que no me escuchas! —Termina de hablar Aurelio y en la puerta aparece Hugo Ramos.

—¡Como pensé!, estaban reunidos aquí! ¡Buenos días con todos! —Los presentes respondieron el saludo e invitaron al ingeniero a sentarse a la mesa. Hugo, fue estrechando la mano de los presentes, al llegar a Inés, un ligero rubor encendió las mejillas de la joven.

—Estamos acordando un nuevo viaje a Ñahinlla, Hugo, esta vez con Abel. ¿Qué te parece? —Comentó Aurelio.

—Por mi parte, estoy de acuerdo. Total que ese día es feriado, no hay problemas con el trabajo.

—Nosotros tampoco tenemos problemas, con las clases, ¿verdad Abel? —Inés hace ese comentario dirigiéndose hacia la cocina de la pensión—. ¡Casera, desayunos!

Miradas furtivas, acompañadas de sonrisas complacientes, se cruzan entre Inés y Hugo, lo que no pasa desapercibido para Abel que sonríe maliciosamente.

            —¿Y yo? ¿Qué debo llevar yo? —interroga Abel.

—Todo está distribuido, Abel —indicó Hugo—, pero si quieres puedes unirte a uno de nosotros para que tengas participación.

—A mí, que tengo el asado, se necesita la mano de un varón para ese trabajo. ¿Por qué no hacemos un nuevo sorteo? —Todos intercambiaron miradas.

—De acuerdo Inés, yo te voy a apoyar. Del asado nos encargamos nosotros.

            La intervención de Abel, puso fin al atisbo de descontento que se observó en Inés, todos quedaron conformes.

            Las conversaciones continuaron, mientras degustaban sus desayunos; Abel, que ya había consumido el suyo, no se retiraba atraído por el sabor que tenían las anécdotas que se narraban, y, porque se sentía bien en compañía de sus amigos.



[1] Mapa mudo=  Mapa en el cual sólo está dibujado el contorno de los departamentos sin ninguna inscripción, o nombres.                                  



                              XII.  UN EPISODIO INCONFESABLE

 

Juana había  notado que cuando quería ir a algún sitio, Matilde en los últimos meses, evitaba acompañarla. Cualquier pretexto era bueno, para evitar salir de la casa que las cobijaba. Hacía dos meses que no sabían nada del Cusco, no tenían comunicación, por lo que trataban de informarse por medio  de terceros. Tenían compañeros, de la comunidad, que viajaban y les traían la información que necesitaban, sobre Jacinto Huallpa. El abigeo se encontraba, desde hacía 8 meses, en la cárcel de Quencoro esperando que concluyan las investigaciones, para ser juzgado.

Juana Había llegado, al promediar la mañana, a casa de una vecina que ese día llegaba del Cusco. La pintoresca casita, de techo de paja y blanqueada de tiza, se encontraba a dos horas de camino de la vivienda de Juana; por lo que, ésta, había salido de caminata al amanecer, para esperar la llegada de la viajera, dejando a Matilde en las labores pendientes de la casa.

  La esposa, de Jacinto Huallpa, paso buena parte del día esperando la llegada de su vecina, la que se produjo bien entrada la tarde. En la ruta es comprensible esa clase de retrasos; por cuanto los imprevistos no garantizan, de ninguna manera, la puntualidad en la llegada de los camiones. Después del efusivo encuentro de las vecinas, Juana, recibió una carta que leyó ansiosamente, con no poca dificultad. Después, se desarrolló una amena conversación amical que las llevó a tratar, hasta bien entrada la noche, diferentes temas, relacionados con la carta; por lo que Juana decidió pasar la noche allí, aceptando la invitación de su vecina.

 

Esa noche, Matilde tenía dificultades para dormir. El pequeño Anselmo, acurrucado en su cahuito[1], había cedido al cansancio y dormía profundamente. Todas esas semanas había sido de arduo trabajo, cosechar y ensacar para preparar la carga que se llevaría al Cusco. La venta, de papas y lizas, ayudaría a pagar el abogado que necesitaba Huallpa. Por fin, con el temor de la soledad y muchas dudas rondando su cabeza, se quedó dormida.

—¡No!, ¡no, por favor!, ¡yo no tengo nada que ver!, ¡no!, ¡yo no! —El dulce sueño había sido roto por unos gritos desgarradores, que despertaron a Anselmo sobresaltado.

—¡Tía, tía!, ¿qué pasa, tía?, ¡tía!, ¿estás bien? —Matilde abrió los ojos, se encontraba sentada, al borde de la cama, y lloraba desconsoladamente. La mirada sufrida de Anselmo la conmovió; poniéndose de pie, y tratando de serenarse, empezó a caminar por el cuarto. Se paró frente a Anselmo, secándose las lágrimas

—No le vas a decir nada, de esto, a tu mamá. No quiero preocuparla. Por favor, promételo.

—No tía, ya lo sé; la vez pasada, tampoco le conté.

—Trata de dormir de nuevo, Anselmito. Yo voy a estar bien. No te preocupes.

—Sí, tía —Anselmo se volvió a acurrucar, en su cama, pero no podía dormir, « ¿Qué era lo que pasaba con su tía?, ¿era el miedo lo que originaba eso?, ¿Por qué, desde que regresaron del Cusco, estaba así?, ¿por qué, cada vez que estaba sola ocurría eso?». Matilde dejó de caminar, por el cuarto, y se sentó sobre la cama. Su pecho palpitaba con violencia y no podía controlarse.   «¿ por qué sueño, cada vez, con ese espectáculo sangriento?, además, ¿quién es ese hombre sin rostro que termina asesinándome en mis sueños?». La cabeza le dolía, de tanto pensar, y no podía conciliar el sueño. Matilde se daba cuenta que sus pesadillas se hacían, cada vez, más frecuentes. Eso le inquietaba, porque llegaría el momento que no podría ocultarlas a Juana, « tal vez me han embrujado, o es que esta casa está maldita, ¿Por qué en mis sueños Juana está ensangrentada?, ¿está condenada Juana?, Dios mío que cosas pienso». La aurora sorprende a Matilde, fuera de su cama, acurrucada junto a la puerta. Es el pequeño Anselmo quien la saca de su sueño.

—Tía, ¿por qué no has dormido en tu cama?, ¿qué es lo que te pasa? —Matilde lo mira con ternura y lo abraza « angelito mío ¿qué culpa tienes tú de esto?», luego se para y camina hacia el rincón donde está el fogón.

—¡Es un nuevo día Anselmo! Hoy hay mucho trabajo; pero primero vamos a tomar desayuno. ¡Voy a prepararlo! —Anselmo, viendo a Matilde de mejor ánimo comparado con el de la noche anterior, se alegra y, sin decir nada,  sale a buscar leña para el fuego.

Han terminado de tomar el desayuno y Matilde se dirige, con sus herramientas, a terminar la cosecha mientras Anselmo lava la vajilla

Una silueta se dibuja en el camino que llega a la casa, Matilde, reconociendo a Juana, espera en el patiecito de tierra frente a la vivienda.

—¡Buenos días, Matilde! —dice efusivamente la recién llegada.

—Buenos días Juana —responde Matilde con un tono cansado.

—¡Dios mío, mamita!, ¿por qué estás así? —Juana que, se ha acercado a abrazarla, se queda mirando las ojeras de Matilde y añade—: ¿No has dormido?

—Sí, pero tuve malos sueños, ya pasará. ¿Qué has averiguado?

—El abogado ha mandado carta. ¡Mira! —Baja su quepi y, de entre las cosas que lleva, extrae una carta cuyo sobre ya está abierto.    

—¿Tú la has leído?

—¡Para que veas que ya puedo hacerlo! ¡Toma! —Juana sonríe y le alcanza la carta a Matilde; ésta lee ávidamente, cuando concluye, una débil sonrisa aparece en su rostro.

—Dice que hay probabilidades de una nueva revisión del cadáver, una nueva necropsia. Dice que van a exhumar el cadáver.

—¡Sí, Matilde!, el único problema es lo que está pidiendo al final.

—Sí, pues, quinientos soles. —Se queda pensativa y añade—. ¿Alcanzaremos a juntar, el dinero, con la cosecha?

—¡Y si no alcanza venderemos todo lo que se pueda vender, Matilde!; si es necesario el asno, las gallinas, la tierra.

—Tú lo quieres mucho, ¿verdad?

—Lo quiero y lo extraño. Le hace mucha falta al Anselmo. ¿Qué pasa?, ¿por qué me preguntas eso? —Juana queda mirando a Matilde y ésta le devuelve una indescifrable  mirada, « ¿y si lo quieres por qué no le dices la verdad?».

—Es sólo una pregunta. Me alegra que algo se está logrando; hay que juntar el dinero. Me adelanto al trabajo.

—Sí, yo voy en seguida, voy a comer algo. ¿Cómo se portó el Anselmo?

—Como siempre ¡Muy bien! —contesta Matilde, alejándose en dirección a la chacra.

Pronto estuvieron, Juana y Anselmo, ayudando a terminar de cosechar  y en sacar, las papas y las lizas, el producto del trabajo de ese año. Estaba ya oscureciendo cuando regresaban a la casa con hambre y un cansancio a flor de piel.

—He conversado con el hijo del compadre Juan, para que nos ayude a cargar, al carro, mañana —comentó Matilde.

—Yo también le dije ayer y, de paso, le comenté al mismo compadre. Es seguro que los dos nos ayudan mañana.

—Quisiera llevar la carga mañana al Cusco; quiero, también,  conversar con la amiga Clotilde. Tú te has estado encargando de todo, yo también quiero ayudar. Si te quedas con Anselmo pasarás más tiempo con él. ¿No crees que te necesita? ¿Qué dices?

Matilde guarda silencio esperando una respuesta. Juana se queda pensando,  se siente cansada, los trámites que hay que hacer en el palacio de justicia, pero sobre todo las coordinaciones para obtener dinero ya que el producto de la chacra está prácticamente hipotecado, la confunden y agotan.

—Es mi obligación, Matilde, pero si puedes hacerlo, y quieres, yo te lo agradezco. Así estaré un tiempo con el Anselmo.

 

Como dijera Juana, el compadre y su hijo se presentaron, en la madrugada, para ayudar a acomodar la carga que previamente trasladaron, en repetidos viajes, hasta la carretera. Terminada la faena, Matilde se encontraba cómodamente instalada en un camión que llevaba toda clase de carga, incluyendo animales.

Cuando llegó el camión, al Cusco, ingresó hasta el mercado de San Pedro; conocidas “mayoristas” se disputaban el privilegio de acaparar todos, o la mayor parte, de los productos que llegaban.

Matilde distinguió, entre los comerciantes, a su amiga Clotilde acercándose a ella por ser la compradora de siempre. Un saludo amical, y un tira y jala por los precios, fue lo que siguió entre las dos amigas. A su alrededor un bullicio ensordecedor coronaba transacciones semejantes. Después de realizadas las operaciones mercantiles, el camión se alejó del lugar. Clotilde, después de cerrar el negocio, reparo en el rostro de Matilde y al verla demacrada y ojerosa se inquietó.

—¿Estás enferma, Matilde?

—No, claro que no. —Un temblor invadió su cuerpo y un sollozo escapó de sus labios.

—¡Estás mal, chica!, ¿qué tienes? —Clotilde se acercó y abrazó a Matilde, ésta prorrumpió en doloroso llanto.

—¡Tengo una gran angustia!, necesito hablar con alguien, ya no puedo más, es algo muy delicado, no sé qué  hacer.

—Puedes hablar conmigo, Matilde, y si no deseas hacerlo porque hay poca confianza, yo lo entiendo, te recomiendo que busques un confesor. ¡Tú estás mal!, podrías ir a Belén. Allí hay un confesor muy bueno, el padre Luna. Es un hombre de Dios. Todas las tardes atiende en la iglesia.

Clotilde hizo pasar a Matilde, a su puesto, y envió a comprar un mate de manzanilla que, luego, la mujer bebió a sorbos. Ya repuesta, agradeció las atenciones y se despidió pretextando ir a almorzar.

 

Siguiendo el consejo de su amiga del mercado, Matilde, se dirigió a la iglesia de Belén. Es un frío atardecer cusqueño; está cansada, físicamente, y abatida, moralmente. El trabajo, de descarga y venta de los tubérculos, la ha agotado; sin embargo, se dirige a la iglesia porque le urge hablar con un confesor. La carga que tiene en su interior la está matando, ella lo siente así. La puerta pequeña de la entrada principal, de la iglesia, está abierta y por ella ingresa Matilde; luego de persignarse se dirige al confesionario, en él, hay una persona de rodillas y otra esperando, a cierta distancia. Matilde se acerca a ella.

—¿Es el padre Luna, el confesor?

—Sí, hermana —responde lacónicamente la mujer y sigue orando.

 Matilde la imita en sus oraciones, pero no puede concentrarse. Cuando le toca su turno, va al encuentro del sacerdote, se acerca a la ventanilla del confesionario y cae de rodillas.

—¡Buenas tardes padre, tome mi confesión!, ¡yo no soy del cusco, quiero contarle cosas horribles que me atorment…

—¡Despacio hija mía! —interrumpió el sacerdote, ante el atropello verbal que hacía Matilde—.Voy a tomar tu confesión, pero debes calmarte y hablar con serenidad. —Espera un instante y luego continúa—. ¿Ya estás lista?

—¡Sí, padre!

—¡Muy bien!, entonces comienza.

—Tengo sueños horribles, padre, tanto que hasta tengo miedo de dormir. En cuanto me duermo, sueño que estoy en un cuarto oscuro sin ninguna puerta; luego el cuarto se ilumina y aparece mi compañera, una compañera que tengo, completamente desnuda, tendida en el suelo,  bañada en sangre y muerta. Cuando me acerco, para levantarla, aparece un hombre que no tiene cara, en sus manos tiene un puñal, y termina asesinándome. Tengo mucho miedo padre. Tanto que, como le digo, ya no quiero ni dormir.

—Has cometido algún pecado terrible, hija mía, que te está persiguiendo. El hombre sin rostro, que te persigue y quiere apuñalarte, es el pecado que te está matando; lo logrará si es que no lo expulsas de tu alma. Dios que todo lo ve te alcanza tu redención; yo estoy para ayudarte, si quieres confesarlo. —El sacerdote había ensayado una interpretación de los sueños de Matilde, dándoles un significado freudiano.

—¡Padre!, el pecado no lo he cometido yo.

—¿Cómo es eso?

—Sí padre, no soy yo. Yo vivo con una compañera, que también es mi comadre, desde hace muchos años. Cuando mi esposo falleció, ella y su esposo, nos cobijaron a mi hijo y a mí. Ahora su esposo está en desgracia.

—¿Qué le ha pasado?

—Está preso, es por eso que nos apoyamos, entre las dos, con la venta de los productos de la tierra.

—Hasta el momento no me cuentas nada fuera de lo normal

—Un día padre, que yo me retrasé en llegar del Cusco a mi casa, ocurrió algo terrible. Llegué como a las siete de la noche. Después de llevar al asno, al corral, entre al cuarto y vi una escena abominable: mi compañera estaba completamente desnuda, en el suelo, junto a la cama de su hijo mayor, que también estaba desnudo. Había botellas de licor cerca a la cama y el cuarto olía a eso, a licor. El olor era intenso.

—¡Jesús! ¡Divino Cristo!, ¡qué barbaridades hablas mujer!

—¡Es la verdad, padre! Mi primera reacción fue salir corriendo. Me dije que me iría de allí, a cualquier lugar; pero, me pareció que alguien estaba por allí afuera y no quise que se supiera lo que yo había visto. Volví, tome una frazada, envolví a mi compañera y la puse con gran esfuerzo en su cama. —Mientras Matilde hablaba, el sacerdote murmuraba ininteligibles oraciones. La mujer, dominada por la emoción,  continuó—, parecía estar muy borracha; sin embargo no olía a licor.

—¿No olía a licor?, el licor maldito. ¿Con qué animales estás viviendo?, ¡bestias embrutecidas por el licor, y quien sabe que más vicios, que tiene esa raza degenerada; se entregan al desenfreno moral y cometen iniquidades sin nombre!, ¿una madre y su hijo? ¡Son el demonio!

—Dios me perdone padre por lo que estoy diciendo, y por lo que voy a decir, mi compañera resultó embarazada.

—¡¡¿¿Qué??!! —Se sentía la agitación del padre, que con voz entrecortada, continuó—, estoy rezando por tu alma y la de esos pobres desdichados, pero me duele el corazón de escucharte.

—Cuando llegó el tiempo, yo ayude en el parto sin preguntar nada. Ella, también, nunca hablo del asunto. Esa es la gran carga que llevo, padre, en mi conciencia. Esto, pasó hace mucho tiempo, pero los constantes comentarios que hace la gente, sobre todo en los últimos meses, me ha afectado de la manera que usted ve. No sé, ¿qué hacer?

—¡Inmediatamente, te pido!, ¡no!, ¡te ordeno!, que abandones esa casa. Es una guarida de demonios. Tu pecado es haber convivido con esos seres monstruosos, con esos demonios. El mal avanza, hija mía, hay que combatirlo; si quieres salvar tu alma, tienes que alejarte del mal. Te pongo como penitencia…—El sacerdote continuaba hablando pero, Matilde, sólo escuchaba una voz lejana; en su interior se sentía aliviada, y a la vez avergonzada, había descargado su conciencia pero había divulgado el secreto más valioso que guardaba su compañera, amiga y, hasta se podría decir, familia. Escucho las últimas palabras del padre, como en un vaho de inconciencia, cuando hacía la señal de la cruz—…yo te absuelvo en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Puedes ir en paz, hija mía, repito que debes abandonar esa casa. Tu pecado es haber convivido, todo este tiempo, con pecadores endemoniados, sin protestar; Dios tenga misericordia contigo y vele tus sueños.

Matilde se retira del confesionario, visiblemente más tranquila, esa noche durmió en el puesto, de su amiga del mercado, y muy de madrugada estaba embarcándose de retorno.

            Cuando llegó al cruce, que la llevaba al sendero de la pequeña propiedad de Juana, eran las 2:00 de la tarde. Bajó del carro, acomodó las vituallas que había comprado, en un pequeño quepi[2] y se lo llevó a la espalda. Había tomado una decisión, abandonaría esa casa; sin embargo, nuevos acontecimientos estarían por perturbar aún más el ánimo de Matilde.

 

            En el colegio agropecuario de Coillurqui, como de costumbre ha sonado la campana a las 10:10 hrs. De la mañana, marcando los minutos de descanso. Los estudiantes salen, apretujándose por las puertas, en el afán de ganar el patio; hay que aprovechar los pocos minutos de descanso.

            Inés quiere tomar un café, de esos que prepara la señora Josefa; baja las escalinatas y, al llegar al piso inferior, queda petrificada al levantar la vista. Unos segundos, que le parecen una eternidad, tarda en reponerse.

            —¡Gustavo!, ¿qué haces acá? —Recortado, a contra luz, en el umbral de la puerta de calle, está Gustavo Antúnez De la Riva,  oficialmente, el novio de Inés.

            —He venido a visitarte. Llegué hace una hora y no resistí la tentación de venir a verte. Ayer estuve en Cotabambas. —Se acerca y pretende darle un beso. Inés lo esquiva.

            —¡Detente!, estamos en el colegio, ¡no puedes estar aquí!, ¿no has recibido mi carta?

            —¡Por eso he venido!

            —¡Pero si la carta es bien clara, Gustavo! No puedes forzar algo que ya no existe; ¡es más, parece que nunca existió! Al menos, yo lo siento así.

            —Debemos hablar esto con tranquilidad, y en otro lugar; no me puedes decir las cosas así, con tanta frialdad e informalidad.

            —¿Informalidad?, lo formal es solamente para darle gusto a tus padres o a los míos, ¿crees que quiero eso?

            —¡Lo que a mí me parece!, más bien, que es cierto lo que se habla por allí, sobre el ingenierillo ese!

            —¿Ingenierillo?

            La conversación, que se sostuvo bastante tiempo, se fue haciendo cada vez más incómoda, para ambos. El sonido de la campana, provoca el griterío de los estudiantes que ingresan, en tropel, por las escaleras. Inés, da media vuelta y sube la escalinata; Gustavo, se queda parado en la puerta, mordiéndose los labios.

            El resto de la mañana se vio a Inés nerviosa y alterada. Diez minutos, antes de la salida, pidió permiso y desapareció. En la pensión tampoco se hizo presente y, al trabajo, no asistió en la tarde.

            Al anochecer apareció en su casa.

            —¿Puedes decirme qué es lo que pasa entre tú y Gustavo?

            Las palabras de doña Justina, madre de Inés, sonaban graves y amenazantes.

            —Nada fuera de lo normal, ¿habló contigo?

            —¡Sí!, no me parece bien que se rompa un compromiso de esa manera. ¡Quiere hablar contigo!

            —¡Yo no quiero hacerlo!, ya hemos hablado.

            —Espero que no sea cierto lo que me ha dicho de un ingeniero, ¡que supongo es el ingeniero Hugo!

            —¿Y qué pasaría, si fuese cierto?

            —¿Qué?, ¿quiere decir que es cierto?, ¿qué vas a hacer con un..?

            —¿Un qué?, ¡es un profesional!

            —¡Y nosotros!, ¿cómo quedamos con el compromiso?

            —¡Es mi vida, mamá!

            La conversación prosiguió con explicaciones de ambas partes, sin que ninguna de ellas cediera. Finalmente la madre abandonó la sala totalmente encolerizada.

            Gustavo viajó al Cusco, al día siguiente, sin lograr hablar con Inés.

 



[1] Cahuito= Cama rústica hecha con cañas y/o palos amarrados con cortezas deshilachadas.

[2] Quepi= Paquete que es el resultado de acomodar muchas vituallas en una manta que generalmente se lleva en la espalda.



     XIII.  UN ANIVERSARIO AMIGO Y UNA EXCURSIÓN ESCOLAR

           

            La curiosidad reina en el ambiente; los docentes se preguntan ¿Qué es tan importante para citarlos, de urgencia, un día jueves a las 7 de la noche. ¿No se podía tratar, el asunto que fuera, mañana viernes a primera hora? Nadie sabía la respuesta.

            El portero había colocado el “petromax” en el salón-auditorio y los invitó a pasar; pero, él tampoco tenía la respuesta. Pasos apresurados se escucharon en el corredor de entrada.

            —¡Van a disculpar, señores profesores!, ¡buenas noches! Comprendo que es incómoda esta situación; pero es algo urgente que tenemos que tratar y solamente tenemos el día de hoy.

            Gabriel deja la puerta y entra al recinto acompañado de un joven y de la señorita secretaria.

            —Felizmente —manifiesta a continuación—, todos los que laboramos en el plantel permanecemos en el pueblo. El único que está afuera, porque ya se fue a su comunidad, es el profesor Lorenzo. He enviado a llamarlo; pero, si no viene supongo que acatará lo que diga la mayoría.

            Los docentes seguían intrigados.

            —¿De qué se trata señor director? —dijo el profesor Eugenio

—Precisamente a eso iba. El joven, aquí presente, viene de parte del profesor Salinas, director del centro educativo de Palpacachi. —Todos vuelven la mirada hacia el joven—. Como a ustedes les consta nos visitó, con una delegación, en el día de nuestro aniversario. Ha venido con una invitación porque el aniversario de su plantel es el día martes; sus actividades se inician el lunes. Por la premura del tiempo es que el joven necesita llevar la respuesta hoy, después de esta reunión. Viajará de noche.

            Los profesores quedaron sorprendidos con la información. Verdaderamente era un caso de urgencia.      

            —¡Vamos a leer la invitación! ¡Señorita, por favor, lea usted el oficio!

            La señorita secretaria dio lectura al documento que, después de las presentaciones de rigor, empezaba por explicar las razones que habían motivado la tardanza en la comunicación; luego pedían una respuesta clara para poder tomar las provisiones del caso.

            —¿A qué distancia queda el centro educativo de Palpacachi, señor director? —preguntó Abel.

            —¡No está lejos!, pero para ir despacio, si es que se acepta la invitación, tendríamos que salir el día domingo.

            —Yo creo que se debería aceptar, señor director, por reciprocidad —expresó el profesor Eugenio.

            —Sí, me parece que sí —dijo el profesor Jerónimo.

            —Para hacer las cosas en orden, ya que estamos haciendo un acta, voy a someter a votación. Aunque primero díganme ¿Hay alguna oposición al viaje?

            Ninguna voz se levantó para opinar.

            —Yo creo que nadie podría opinar en contra, señor director —intervino Jerónimo.

            —¡Bien!, entonces, ¡aprobada, la participación, por unanimidad ! Señorita secretaria elabore usted  un oficio, de respuesta, para que pueda partir de inmediato el joven. Nosotros tenemos que organizar el viaje.

            —¡Sí!, señor director! —Inés se retiró, hacia la oficina de secretaría; en la puerta se cruza con el profesor Lorenzo que, agotado y sudoroso, ingresa al salón.

            —¡Señor director —interviene nuevamente el profesor Jerónimo—,de acuerdo a lo que hemos escuchado, la participación implica llevar equipo de futbol y llevar el elenco de danzas que parece que les ha impresionado.

            —¡Sí, así es! —responde Gabriel Fernández.

            —Entonces, señor director —siguió hablando Jerónimo—, en el equipo de fútbol, participan alumnos y en la danza también, ¿vamos a llevar a los alumnos participantes?

            —¡Señor Director! —manifestó, el profesor Eugenio—, si van a tener que viajar algunos alumnos; por qué no extendemos la invitación a todos lo que quieran ir, y así, llevamos una gran delegación. ¡Estaríamos haciendo una excursión! Hace tiempo que no salimos con nuestros alumnos.

            —Me parece una buena idea, profesor, pero, ¿Habrá tiempo para comunicarles?, creo que sí —confirmó Gabriel.

            Gabriel se entusiasmaba con el rumbo que tomaba la reunión.

            —¡Se me ocurre el siguiente itinerario!: salir el domingo a medio día; pasaríamos la noche, en la propiedad del señor gobernador. Estoy seguro que no solo nos cobijará, sino que, se alegrará de hacerlo. Es muy buena persona y hay una buena amistad con él. En la madrugada reanudaríamos el viaje;  estaríamos en Palpacachi, a las diez u once, para participar en todas las actividades.

            —Me parece que es una buena idea, señor director, de esa manera no nos cansamos, en el viaje, ni cansamos a los caballos. ¿Qué les parece colegas? —pregunta Abel, emocionado.

            Los profesores aprueban la idea con bastante optimismo.

            El joven mensajero había permanecido en silencio, observando el desarrollo de la reunión. El director, Gabriel Fernández, finiquitó algunos aspectos más, sobre el viaje, y agradeció la presencia de todos los docentes. Los profesores se encontraban satisfechos, con los resultados de la reunión.

            Gabriel leyó el oficio que le presentó la secretaria y, después de estampar su firma y su sello, lo entregó al mensajero; el mismo que partió inmediatamente. Junto al oficio iba una carta, escrita por puño y letra del director, dirigida al gobernador; el joven la entregaría en su camino a Palpacachi.

            Concluidas sus labores, Gabriel, se retiró satisfecho a su casa.

 

            —¡Le digo, patrón, que es la oportunidad que esperábamos! No se volverá a presentar, me parece. Irán como treinta jinetes. El Zenobio lo escuchó en el pueblo.

            —¡Mierda!, ¡treinta jinetes!, unos más, nadie lo notará.

            —¡Sí, patrón!, toda la gente estará concentrada en la fiesta; no habrá resistencia. ¡Ya hemos marcado la ruta!

            —¿A cuántos has avisado?

            —¡A seis, patrón!

            —No me parece suficiente, avisa a cuatro más; envía a Julián y Valentín a “catear” el lugar.

            —¿Ahora mismo?

            —Sí, ahora.

            —¡Sí, patrón! —El abigeo duda al marcharse, de la puerta voltea para insistir—. Patrón, el mana wañuq está cateando[1] hace dos días el asunto.

            —¡No importa, envía a Julián y Valentín!

            —¡Sí , patrón!

            Núñez sale de la choza y se interna en la oscuridad de la noche; En el rostro de Yucra hay una expresión de satisfacción.

 

            Son las once de la mañana, del día domingo, cuando se realiza la partida de la delegación estudiantil. Abre la marcha, el director del colegio teniendo a su diestra al profesor Eugenio; en la retaguardia, cerrando la comitiva, va el profesor Jerónimo acompañado por el auxiliar del plantel. El resto de docentes, confundidos con los alumnos, viajan al centro, con algunos padres de familia que han decidido acompañarlos.

            La jornada se realiza sin novedad, recorriendo lomadas y desfiladeros, hasta que llega a divisarse las primeras chozas de los pastores del gobernador. Cuando están ingresando a la casa- hacienda del gobernador es la una de la tarde.

            —¡Bienvenido, señor director!, ¡bienvenidos, señores! —exclama el gobernador, que ha estado esperando y observando, con gran inquietud, la llegada—.¡Es una gran satisfacción recibirlos en mi humilde morada!

            Los jinetes van desmontando y acercándose al gobernador que les estrecha la mano.

            —¡Qué hermosa actitud la suya, señor gobernador!, ¡Cuánto le agradezco, la hospitalidad para mis muchachos y los docentes!, verdaderamente quedamos muy comprometidos —dice Gabriel, estrechando en un abrazo al gobernador.

            Los profesores lo imitan y se forma un círculo alrededor del anfitrión.

            —¡Oye, tú! —indica el gobernador a uno de sus peones que, atento, no se ha separado de él—. Lleva a los jóvenes para que acomoden sus caballos en el corral. Que desensillen, porque acá van a pasar la noche.

            —¡Sí , patrón!

            Acto seguido, el gobernador, invita a Gabriel y los docentes a pasar a un ambiente, ex profesamente preparado. En el lugar hay una gran mesa, con dos floreros de bellas rosas y clavelinas.

            —¡Pueden dejar sus cosas aquí!, ¡mientras desensillan y se asean! —dice una muchacha, que tiene la tarea de guiar a los visitantes. Los invitados acomodan sus enseres, en un lado del ambiente, y siguen a la joven que los conduce hacia un tanque de cemento, en cuyo costado está el caño que controla el fluido.

            Después de haber pasado por el proceso de limpieza, docentes, alumnos y demás miembros de la comitiva, se encuentran cómodamente instalados alrededor de la mesa y otros muebles instalados para la ocasión.

            —¡Señores! —El gobernador, poniéndose de pie se dirigió a los invitados—. Es para mí una gran alegría contar, en mi humilde casa, con la presencia de tan selecta delegación. Espero que, el tiempo que van a pasar en ella, sea merecedor de un digno recuerdo. Sírvanse, por favor, este ágape brindado con todo mi cariño.

            Un “gracias gobernador”, en coro, rubricó las palabras del dueño de casa. Jóvenes mestizas, encargadas de la atención, iban y venían, apresuradamente, para atender a tan numerosa concurrencia.

            El anfitrión se portó generosamente: un caldo de gallina, seguido de unos chicharrones de cerdo, con sus morallas y papas, hicieron la delicia de los visitantes.

            Concluido el almuerzo el director, Gabriel Fernández, tomó la palabra para ofrecer el agradecimiento protocolar; a su vez el gobernador volvió a tomar la palabra para hacer un brindis, y, expresar la sincera alegría que sentía por tenerlos en casa.

            —¡Señores! —dijo con alegría—. Tal vez no pueda expresar, adecuadamente, los sentimientos que cobija mi alma al recibirlos en esta ocasión. Siéntanse como en su casa. Quienes deseen descansar, comuníquenlo al encargado; quienes deseen pasear, por el campo, pueden hacerlo con toda libertad. Por una amistad duradera: ¡Salud!

            —¡Salud! —Fue la respuesta general.

Luego del brindis los estudiantes fueron abandonando, lentamente, el recinto.

            —¡Señor director! —expresó el gobernador—, le voy a pedir, y si desean también los señores profesores, acompañarme al vivero. Hay especies muy bonitas para ver.

            —¡Encantado! —respondió Gabriel.

            —¡A mí también me gustaría ir! —exclamó, Abel.

            —¡Y a mí! —manifestaron a una voz los docentes.

            —Entonces vayamos. —Fue la decisión del Gobernador.

            Caminaron unos cincuenta metros, por la parte posterior de la casa, y llegaron a un cerco de adobes y piedras; en la puerta trabajaba un labriego, de avanzada edad.

            —¿Cómo van las cosas, Ramón?

            —Bien nomas, señor gobernador.

            —Vamos a entrar, ¡acompáñanos!, quiero que expliques a los profesores, sobre las variedades que estás cultivando.

            —¡Muy bien, señor! —dijo Ramón ingresando al interior de los muros.

            Era, don Ramón, un anciano bonachón de pocas palabras. Llegó diez años atrás, a la provincia, y recorrió toda la región, “difundiendo la palabra de Dios”; fue así como conoció la propiedad del señor gobernador, cuando éste no tenía aún el cargo; era el próspero vecino Anacleto Guizado. Los intentos de Ramón, por atraerlo a su doctrina religiosa, fueron estrechando vínculos afectivos que terminaron en una sólida amistad. Los servicios que brindaba, en la propiedad, se hicieron permanentes y, así, se convirtió en la persona de confianza de don Anacleto.

            Cuando ingresaron los acompañantes del gobernador quedaron impresionados por la belleza que aparecía ante sus ojos. Siguiendo la forma del cerro se había preparado una andenería que a simple vista era una alfombra de hermosas flores: lirios, jacintos, claveles, rosas, margaritas, clavelinas. Era una maravilla.

            —¡Qué hermoso! —exclamó Inés, emocionada.

            —¡Maravilloso! —exclamaron otras voces

            —¿Cómo se ha logrado este excelente trabajo, señor gobernador? —preguntó Abel.

            —Con dedicación, profesor, Ramón es un experto.

            Fueron subiendo, uno a uno los andenes, observando las especies que Ramón había aclimatado.

            —¿Aquí también crecen orquídeas, Ramón? —preguntó, sorprendido, Abel.

            —¡Sí , profesor!, pero tardó tiempito —respondió Ramón.

            —¡¡¡Dios mío, qué lindo!!! —Inés, que se encontraba más arriba, en otro andén, había lanzado una exclamación que llamó la atención de todos. Cuando llegaron al lugar, atraídos por la curiosidad, comprobaron la razón de su actitud.

            En un espacio, de aproximadamente un metro cuadrado, habían unas rosas aterciopeladas color concho de vino; sobresalían de otras rosas: blancas, rosadas, amarillas y rojas.

            —¡Son únicas en su especie, por aquí! —dijo el gobernador, con cierto orgullo—. Se llama príncipe negro.

            —¿Príncipe negro?, son hermosas —remarcó Inés—. ¿Quién no quisiera tenerlas en su jardín?

            Observando el entorno del rosal, no dejaban de elogiar la belleza del “príncipe negro”.

            Recorrieron todos los andenes, llenándose de un sentimiento de paz y de gozo vivificante.

            Cuando terminaron el recorrido, muy satisfechos los excursionistas, felicitaron y abrazaron a Ramón; el labriego, quedó muy complacido por el reconocimiento.

            De vuelta en casa, el gobernador sacó unos piscos que degustó con sus invitados. Aurelio consideró que era un buen momento, para practicar la música que se iba a presentar mañana; reunió a los músicos y, previo afinamiento, iniciaron un “recital” que agradó y cautivó a los presentes.

            Llegaron las sombras de la noche, y con ellas, el cansancio hizo su presencia. Abel se apartó de los músicos y se dirigió a la puerta de la habitación; no tardó en volver.

            —¡Hugo!, tú estás con casaca, préstame tu poncho.

            —¡Pero si estás con poncho!

            —Hace frío afuera; quiero salir a caminar un poco.

            —Bueno, cógelo.

            Abel cogió el poncho, que estaba sobre una silla, se lo puso, sobre el que llevaba puesto, y salió.

            Afuera había un vientecillo helado que punzaba la piel; caminó hacia el patio, a cuyo costado estaba el corral. El “malacara” relinchó. Allí permaneció un buen tiempo.

            Abel ha estado observando las luces de un caserío, en la otra banda; pequeñas luciérnagas que se van apagando lentamente. Una sombra se acerca a sus espaldas; toma forma y voz.

            —¡No lo he escuchado tocar , Abel!, ¿cuál es su instrumento? —pregunta el señor, que va llegando.

            —¡Don Ramón!, no lo distinguí a contraluz, ¿de qué instrumento me habla, don Ramón?

            —Bueno, por la forma en que lleva los ponchos.

            —¡No lo entiendo!, explíqueme.

            —Usted lleva dos ponchos.

            —¡Sí, claro!, hace mucho frío.

            —¡Ah, caramba!, discúlpeme, olvidaba que usted es foráneo. En esta zona —explicó don Ramón—, no sé si en otras, solamente los diestros, en la ejecución de un instrumento, llevan dos ponchos; es la forma en que se identifican. Yo tampoco lo sabía cuando llegué aquí.

            —¿Usted no es graguino de nacimiento?

            —No, no lo soy.

            —¿Y cómo llegó por acá?

            —¡Uy, esa es una larga historia!

            —Hay tiempo de sobra, ¿no?

            —Yo nací en Sicuani.

            —¿Sicuani?

            —¡Sí!, es una hermosa ciudad al sur del Cusco. Buen clima y gente muy trabajadora.

            —Ya lo creo don Ramón.

            —Tuvo su buena época, cuando había mucha plata por el comercio de la lana. Llegaba gente de todas partes. Las locomotoras del tren llegaban repletas de gente.      

            —¿Y cómo así, apareció por acá?

            —Bueno, le cuento que tuve un padre muy abusivo. Si no traía leña a tiempo, me golpeaba; si no traía pasto para los conejos, me golpeaba; por cualquier cosita me golpeaba.

            —¿Y su mamá?, ¿su mamá no hacía nada?

            —Le tenía mucho miedo a mi padre, ¡con decirle, profesor, que cada vez que mi madre me defendía también le pegaba a ella!, “¡Por tener un hijo vago!”, le decía. —Don Ramón se queda callado; luego, con voz algo quebrada continúa—, mi madre sufría mucho.

            —Parece que, en muchos lugares, los padres confunden autoridad con abuso por su condición de mayores.

            —Un día me amarró, manos y pies, y me colgó del techo. Me azotó hasta que yo ya no tenía voz para gritar. Mi madre, que estaba en el campo, escuchó mis gritos y vino a socorrerme. También recibió una golpiza; tanto que hasta le rompió la cabeza.

            —¡Qué maldad!

            —¡Sí!, pero ya no aguanté. Esa noche me escapé de la casa. Estaba desesperado. Me metí en un camión de carga y aparecí en Arequipa.

            —¿En Arequipa?, ¿tenía familia allá?

            —¡No!, pero, ¡Cualquier cosa era preferible a seguir en Sicuani con mi padre!

            —¿Cuántos años tenía?

            —¡Diez años!

            —¿Diez años?

            —¡Sí!, los primeros días fueron muy tristes. Dormía en la calle y pedía limosna; pero en el mercado de San Camilo conocí a una señora muy buena que me tuvo confianza; con el tiempo me empleo para ayudarla con los quehaceres de su casa y de su puesto en el mercado. Ella y su esposo me trataron muy bien, era la familia Carpio.

            —Por lo que me dice usted encontró las condiciones adecuadas para quedarse en Arequipa. ¿Qué paso?, ¿por qué no se quedó?, ¿Cuánto tiempo estuvo en Arequipa?

            —En Arequipa estuve dos años en casa de esos señores. Me trataron como a un hijo. Un día se apareció una señora que yo conocía de vista porque a veces llegaba a mi casa en Sicuani. La escuche hablar muy alterada con mi protectora. Resulta que, durante mi ausencia, mi madre había fallecido. Mucho sufrimiento y la pena de mi partida la llevaron a la tumba. Esa señora era la nueva pareja de mi padre.

            —¿Y para qué se había acercado la señora al mercado?

            —Era porqué en mi casa de Sicuani se habían enterado, por medio de comerciantes, de mi presencia en Arequipa. La señora llegó con orden de mi padre para hacerme regresar. Amenazó al señor Carpio y su esposa de denunciarlos por rapto. Tuvieron que dejarme ir con mucha pena. 

            Don Ramón se ha puesto nostálgico. Un suspiro prolongado sale de sus labios; voltea el rostro, al sentir que alguien se acerca.

            —¡Inés, creí que te habías ido a descansar! —Exclama sorprendido, Abel.

            —No, estuve en la cocina, conversando con las chicas. Creo que allí voy a descansar: es calientito. Como no te vi, en la sala, creí que tú ya estabas descansando.

            —¡Tampoco! Estoy conversando con don Ramón. La noche está linda.

            —Sí, ¡el cielo está tan estrellado! —Se queda observando el cielo y cuando baja la mirada, sonríe burlonamente—. Abel, ¿cómo así te has puesto dos ponchos?

            —¡Sí, ya lo sé!; me lo explicó don Ramón. Imagínate, ¡yo un diestro!, ¿en qué?

            Inés, volvió a  esbozar una sonrisa. Dirigió la mirada al cielo e hizo algunos comentarios, según las costumbres del lugar.

            Adentro ya habían cesado las canciones; los tres amigos consideraron que era momento de descansar y se dirigieron al interior.

 

            Al día siguiente, Jerónimo fue el primero en levantarse.

            Del interior de la casa fueron apareciendo los profesores en busca de sus caballos; tardaron un poco en ponerse en condiciones de viaje.

            —¡Señor director, tomarán algo caliente!, no van a irse así nomás. Pasen, por favor, con confianza.

            El gobernador había hecho preparar mote y cancha que alcanzó, en una bandeja humeante, a los estudiantes en el patio. Seguidamente hizo repartir, con una empleada de la casa, café. Habiéndose levantado temprano, previó lo necesario para despedir, con un desayuno, a los visitantes.

            En una mesa, generosamente surtida, los profesores compartían el desayuno.

            —Estamos en deuda con el gobernador Gabriel.

            —Así es, ingeniero, ya habrá oportunidad de agradecerle como se debe.

            —Yo creo que merecería se le haga una invitación especial, don Gabriel —dijo la profesora Clarisa.

            —¡Ya lo creo, profesora, ya lo organizaremos.

            Pasada una hora todos estuvieron listos para partir.

            Gabriel Fernández hizo el agradecimiento de rigor, que fue replicado por algunos docentes y alumnos. Todos, al despedirse, pugnaban por estrechar la mano del gobernador, lo que lo llenó de júbilo; un sincero sentimiento de estimación, hacia aquellos jóvenes que lo habían visitado, llenó el alma del generoso anfitrión.

            Esta vez, Abel y Hugo cierran la partida de jinetes. Se han recorrido unos cien metros; Hugo, inquieto, mira a uno y otro lado; termina por acercarse al caballo de Abel.

            —¿Puedes hacerme un favor, Abel?

            —¿De qué se trata?

            —Ahora no me preguntes nada. Yo te explicaré después. Quiero que me acompañes.

—¿A dónde?

—¡A volver!

—¿A volver?

—Yo después te explico. —Hugo talonea su caballo y se adelanta, a conversar con Gabriel.

            —¡Señor director! —dice poniéndose a su costado—. He olvidado algunas cosas, donde el gobernador; debo volver. Le he pedido a Abel que me acompañe. No se preocupe usted. Yo conozco el camino; los alcanzaremos.

            —Con tal que lleguen a la hora —dijo el director.

            Hugo regresa donde Abel y, ambos, inician el retorno.

El gobernador se siente sorprendido, al verlos regresar.

            —¿Qué ha sucedido, profesor, ingeniero?

            —¡quiero conversar con usted, gobernador!, ¿se puede pasar?

            —¡Por supuesto!, ingeniero.

            Un peón agarra las riendas de los caballos y los tres hombres ingresan a la casa; Hugo se acerca al gobernador y le dice algo en voz baja.

            —Habría que conversar con Ramón, señor ingeniero, ¡son como sus hijas! Lo haré llamar

            —No creo que don Ramón se oponga. ¡Qué hermoso trabajo el suyo!

            —¡Ya lo creo!, vuelvo enseguida señores. —El gobernador sale, llama a un peón y conversa con él; regresa y atiende a los visitantes.

            —¡Señor gobernador! ¿Desde cuándo trabaja don Ramón con usted? —pregunta Abel

            —A ver, profesor, yo diría que desde hace unos diez años.

            —¡Diez años! —exclamó Hugo—. ¿Y él de dónde es?

            —Por lo que yo sé, —responde el gobernador—, es natural de Sicuani. Antes de venir, trabajó en la Prelatura de esa ciudad como carpintero. Hizo muy buenos trabajos para la iglesia, lo que le dio muy buenos ingresos.

            —¿Es por eso que se convirtió en un mensajero religioso? —preguntó Hugo.

            —¡No!, ¡no es por eso!, lo que ocurre es que el buen Ramón tuvo muchas dificultades en su niñez.

            —¡Algo sé, de eso! —dijo Abel.

            —Desde pequeño fue obligado a trabajar en una carpintería. Allí aprendió el oficio; nunca lo dejaron ir a una escuela; tuvo un padre muy tirano.

            —Sin ofender a nadie, gobernador, —intervino Hugo—, pero eso ocurre por estos lados muy a menudo.

            —Puede que sea cierto, ingeniero. Lo lamentable, en este caso, es que junto al oficio, Ramón, aprendió la afición por el alcohol y las mujeres.

            —caramba! —exclamó Abel.

            —Cuando murió el padre —continuó hablando el gobernador—, Ramón ya ganaba buen dinero en la Prelatura; pero su vida era un desperdicio. Continuamente aparecía durmiendo en las calles, completamente embriagado.

            —Pero, ¿Y la actitud religiosa?, ¿de dónde salió? —preguntó Hugo.

            —¡Precisamente, de esas borracheras! —dijo el gobernador—. Una vez que se había quedado durmiendo la borrachera en una calle, cerca al mercado de Sicuani, se le apareció un joven; le habló de tal manera que lo hizo reflexionar sobre la forma de vida que llevaba; sobre lo inútil de sus esfuerzos en el trabajo, si todo lo tiraba en alcohol y mujeres; sobre lo bueno que sería si su vida la utilizase en cosas provechosas; sobre los beneficios espirituales de servir a Dios y no al diablo. Lo cierto es que cuando recobró totalmente la lucidez, en su casa, no sabía si el joven que se apareció fue en sueños o en la realidad, pero quedó impresionado. Desde allí cambió totalmente de vida.

            La conversación continúa entre comentarios y risas  con gran algarabía,  lo que expresa una reunión muy amical.

            El gobernador vuelve a salir, después de media hora, acompañado de Abel y Hugo. Afuera, el peón espera con una caja de cartón que entrega a su patrón; éste, a su vez, se la entrega a Hugo y le estrecha la mano, despidiéndolo. Ambos jóvenes montan y parten.

 

            Los rayos de luz, que despiden los “petromax”, llegan hasta muchos metros alrededor de la ciudadela de carpas, en que se ha convertido la plaza principal. La música invade todos los rincones; endulza sentimientos y desboca los recuerdos. Parejas de jóvenes se desplazan, por los espacios de la plaza, ensayando sus mejores frases de sutil galanteo: es la fiesta que cierra todas las actividades del aniversario del colegio de Palpacachi.

            Las jornadas han sido intensas con delegaciones invitadas que le han dado colorido y realce. Coillurqui ha tenido una honrosa participación, tanto en futbol como en la presentación de su elenco de danzas, por lo que fue muy elogiado.

Hacia un costado de las carpas, dos atractivas mestizas se divierten bailando con dos jóvenes que, al parecer, no son del lugar. Abel se encuentra, cerca al lugar del baile, compartiendo con docentes del colegio de Palpacachi y algunos padres de familia.

            Un grito estridente  y, luego, todo tipo de expresiones, grotescas y groseras,  alteran el ambiente festivo; lo convierten en un griterío babeliano.[2]

—¡Estas limacas[3], piensan que son la última chupada del mango¡

Quien así se ha expresado, es el profesor Eugenio; pasó por el lado de Abel, sin reconocerlo, y se perdió entre la multitud. El griterío aumenta.

            Abel  y sus interlocutores no comprenden lo que sucede.

            Una patada a la altura de la nuca cae sobre Abel, haciéndolo perder el equilibrio. La botella, que tiene en sus manos, se estrella sobre el piso estallando y esparciendo, contenido y vidrios, en todas direcciones. Abel, en el suelo, es acometido por los dos individuos extraños que le propinan una andanada, de golpes e improperios.

            —¡¡¡Él no es!!!  ¡Él no es!, ¡él no es! —exclaman las voces chillonas de las llamadas limacas.

            Alumnos y padres de familia, que se encontraban en las cercanías, así como los docentes, que estaban compartiendo con Abel, reaccionaron violentamente, ante agresión tan brutal.

Tarde comprendieron su error los extraños. Fueron atacados,  perseguidos e insultados; tuvieron que  refugiarse en el puesto policial.

            Abel, magullado y adolorido, no comprendía lo que pasaba; lo levantaron, y, dio unos cuantos pasos cojeando. Poco a poco se fue alejando el dolor.

Unos disparos, que, por la intensidad del sonido, eran hechos muy cerca, atrajeron la atención de los beligerantes. En la calma, del silencio que se hizo, se escuchó con mayor nitidez: era un intenso tiroteo, no muy lejos de allí.

 Los pobladores, inquietos y atemorizados, cruzaron miradas sin saber, cómo, proceder.

            —¡Todos adentro del colegio! —gritó el profesor Salinas.

            Los lugareños salieron corriendo a sus casas; los visitantes, no necesitaron una nueva orden para para correr a refugiarse al interior del colegio.

            —¡En esta oscuridad una bala perdida puede ser fatal! —dijo Gabriel que tenía a su lado a la secretaria del plantel.

            Abel recobró su vitalidad y corrió con el grueso de estudiantes, hacia el colegio. Los policías, provistos con sus armas de reglamento, salieron corriendo hacia las afueras del pueblo, lugar de donde venía el ruido de los disparos.

            Después de unos segundos se hizo un silencio aterrador. No se escuchaba nada.

            Un grito espeluznante, que se supone era una orden, fue el preludio de un rumor de cascos, pezuñas y voces ininteligibles. El rumor fue creciendo hasta convertirse en una especie de movimiento telúrico: una partida de hombres, conduciendo una recua de reses, pasó apenas a cien metros de donde se había realizado la fiesta. El temblor se fue calmando conforme, hombres y bestias, se alejaban rumbo al norte, entre gritos y disparos. La delegación estaba atónita.

            Pasados unos minutos llegaron los policías; traían dos peones heridos por los abigeos y arreaban cuatro reses rescatadas de los asaltantes.

            —¡Han asaltado la hacienda de Zenón Robles! —dijo el sargento dirigiéndose al puesto policial—. ¡En unas tres horas amanecerá!

Efectivamente, había pasado la media noche, las reses no podrían seguir a esa velocidad. Tendrían que  detenerse; al menos era la suposición del Sargento.

            —¿Hacia dónde irán? —preguntó el profesor Salinas, recuperado del susto.

            —¡Van hacia el norte! —dijo Gabriel—. ¿Pero cómo desaparecerán todo ese ganado?

            La ausencia de cabalgaduras, y la oscuridad de la noche, impidió que los policías persigan a los delincuentes.

            El inusitado acontecimiento del asalto, que puso a todos en zozobra, así como el incidente del ataque de dos extraños al profesor Abel, hizo que el director, Gabriel Fernández, tomase la decisión de partir de retorno inmediatamente. Los docentes difundieron la orden, y, se inició la preparación del viaje.

            —¡Señor director!, ¡todos estamos listos!, ¡pero no encontramos al profesor Eugenio!

            —¡Carambas!, ¡que contratiempo!, hay que avisar a los alumnos que ayuden a buscar.

            Toda la delegación y los docentes del pueblo iniciaron la búsqueda. El resultado negativo puso nerviosos a todos. ¿Qué podría haber pasado con el profesor?

            —¿Quién es el profesor Gabriel Fernández? —preguntó una anciana que venía acompañada de un muchacho. Cuando se acercó lo suficiente, reconocieron a la dueña de casa donde se había alojado parte de la delegación.

            —¡Soy yo, respondió Gabriel!

            —¡Hay un hombre en mi casa! —dijo el muchacho—, dice que es profesor. Estaba escondido debajo de una cama.

            —¡Nos ha asustado mucho! —exclamó la anciana—, estaba roncando borracho debajo de la cama, queremos que usted lo vea, para saber si es cierto que es profesor. ¡Puede ser abigeo!

            Gabriel acompañó a la anciana y al muchacho.

            El incidente fue superado, con las explicaciones convenientes, y la delegación partió.

           

Con la claridad del día, los dos efectivos disponibles, porque uno quedó en el puesto policial, iniciaron la persecución. Iban bien apertrechados, como la ocasión lo requería. La frustración fue grande al no encontrar ningún rastro. Las huellas habían sido borradas y el ganado “se hizo humo”.

            Existían senderos, ocultos en esas sierras, cuyo conocimiento sólo era patrimonio de algunos bandoleros. Esa era la razón del éxito de sus correrías.

 En las investigaciones, sobre el asalto a la hacienda de Zenón Robles,  nunca se encontró a los responsables.

 

            Días después el ingeniero Hugo Ramos conversaba con Abel, que aún cojeaba, sobre las incidencias del viaje que resultó ser toda una aventura. Iban saliendo de la pensión.

            —¿Habías visto, alguna vez, un asalto así, Abel?

            —¡No, es escalofriante!, a cualquiera le puede caer una bala.

            —Claro que sí, a propósito, me enteré sobre los extraños que te agredieron.

            —¿Sí?

            —¡Sí!, eran policías.

            —¿Policías?

            — ¡Ajá!, policías que habían llegado acompañando a sus novias.

            —¿Sus novias eran las limacas?

            —¡Sí!, parece que Eugenio quiso besar a una de ellas; aunque, por el escándalo, parece que la besó cuando bailaban. Como el pasó por donde estabas tú, te confundieron con él sus acompañantes.

            —¡Carambas, que me costó la confusión!, ¿y cómo fue a quedar bajo una cama, dormido?

            —Cuando empezó la balacera se metió al cuarto, bajo de la cama, como estaba embriagado se quedó dormido.

            Entre burlas y risas, los dos amigos, continuaron recordando anécdotas del viaje en sus diversas etapas. Abel contó que le pareció extraño que, durante todo el viaje, Hugo, solo abriese la caja de cartón cuando estaba solo;  y que, cuando empezó la balacera, lo primero que puso a buen recaudo fue la mencionada caja. Hugo le dio las explicaciones del caso que le provocó una sensación de ternura a Abel. Llegando al final de la calle se despidieron. Abel se dirigió al colegio.

 

            La noche estaba borrascosa; el cielo encapotado amenaza con lluvia. Dos sombras se mueven sigilosamente, al amparo de la noche, procurando pasar inadvertidas. Llegan al costado de la capilla del pueblo y se detienen.

            —Te digo que es buena platita, hombre. —El hombrecillo saca de su chuspa unas hojas de coca, que va acomodando en su boca, y continúa—. Es gente importante que tiene buena voluntad para quien haga el trabajo; pero, quiere gente derecha, como tú, como yo, que tenga los cojones bien puestos.

            El hombrecillo apenas dejaba ver sus ojos achinados, el sombrero de lana que cubría su cabeza, hasta las orejas y el poncho terciado que cubría parte de la cara, hacían imposible su reconocimiento.

            —Sé que es buena platita, pero si se descubre, ¿Quién me protege?

            —Ya sabes, hombre. —Encara a Núñez y lo recrimina—, ¿desde ahora, estás pensando, en fracasar?

            —¡No!, ¡claro que no!, pero hay que considerar todas las posibles consecuencias.

            —¡No te acobardes, compadre!, a los dos nos conviene este “trabajito”

            El compadre de Núñez es un taimado hombrecillo, de un metro y medio de estatura. La poliomelitis le dejó graves secuelas, en una de sus extremidades inferiores, originándole una cojera que le ha ganado el apodo de Mana wañuq (el inmortal, el que no muere). Se dice de él que nunca “estirará la pata”. Sus condiciones físicas, y su carácter, lo han convertido en un sujeto, inteligente y malévolo, capaz de las peores cosas si es que con ello obtiene un beneficio.

            —La cantidad que me ofreces es tentadora, ¿Puedo usar apoyo?

            —¿Estás loco compadre? Esto lo tenemos que saber tú y yo, nadie más.

            —Yucra tiene que saberlo.

            —¡No!, ¡nadie más!

            —Déjame pensarlo, compadre.

            —No demores mucho, yo necesito una respuesta mañana.

            El hombrecillo se pierde en la calle empedrada y oscura; Núñez se queda pensativo e indeciso. Empieza a llover.

 

 

 

 



[1] Cateando=  Observando, mirando.

[2] Babeliano= Relativo a la torre de Babel, por la confusión de lenguas.

[3] Limacas= Se dice de las chicas pueblerinas que viajan a Lima y retornan, después de un tiempo, a su lugar de origen pretendiendo no saber hablar quechua.



                                            XIV.  UNAS ROSAS Y…

 

            Era sábado. Muy de mañana llegó Hugo a la pensión, esperaba la llegada de Inés; ésta llegó media hora después.                   

            —¡Te estaba esperando!

            —¡No lo sabía!, ¿habíamos quedado?

            —¡No!, ¡claro que no! Se me ocurrió así, de improviso. ¿No quieres acompañarme a la aguada?

            —¿Ahorita?

            —¡Claro!, después que tomes el desayuno, por supuesto.

            — A ver; pero, tengo algunas cosas que hacer. Estaremos hasta medio día ¿Te parece?

            —¡Muy bien!, no hay problema.

            Inés se adentró a la cocina; habló algunas cosas con la dueña de casa y salió.

            —Esperemos un poquito, ¿tú ya tomaste desayuno?

            —Sí, llegué temprano.

            La casera salió poniendo los cubiertos en la mesa y luego volvió con un plato de lomo saltado.

            —¡Carambas, las preferencias! —expresó burlonamente Hugo.

            —No son preferencias Hugo, es un favor que le he pedido a la casera, desde ayer. ¿Vamos a ir a pie o en caballo?

            —A pie, así cortamos camino; llevaremos gaseosas.            

            Hugo se dio cuenta que Inés no había probado bocado alguno por seguir la conversación; por lo que se sintió algo incómodo.

            —Te dejo, para que desayunes; ya vuelvo.

            Hugo salió y bajó la calle central, se dirigió hacia la plazoleta y dobló en dirección al colegio. Iba pensando en muchas cosas, pero, en todas ellas, estaba presente el recuerdo de Inés. Pensaba en lo felices que son con ese amor apasionado y oculto a los ojos de la gente; en lo afortunado que se sentía de verse correspondido, con la misma intensidad, con la que él amaba.

            Sumido en sus pensamientos ni cuenta se dio que se encontraba de retorno, subiendo la calle empedrada. Cuando levantó la vista observó que Inés salía de la pensión. La vio tan bella como siempre.

            —¡Estamos listos, Hugo! —Inés levantaba una bolsa, mostrándola; llevaba gaseosas.

            —¿Por qué siempre te adelantas a comprar?

            —¿Qué más da?, ¿nos vamos?

            Partieron bajo un tímido sol que peleaba, esforzadamente, por ganar el espacio celeste a negros nubarrones que aparecían en lontananza.

            En el camino, los viajeros, fueron comentando, de manera jocosa y anecdótica, diferentes incidentes de la semana.

           

            Ingresaron a su mundo de ensueño; el gorjeo de las aves, el colorido de las mariposas, el perfume de las flores, era el marco ideal para el volcánico idilio de los jóvenes amantes. Hugo, llevó de la mano a Inés hacia el interior. « ¿Qué era lo que quería mostrar, Hugo?», pensó Inés. Llegaron a la repisa que sobresalía de la pared de piedra.

            —¡¡¡Qué belleza!!! —exclamó Inés, con desbordante entusiasmo.

            —Se las compre al gobernador.

            En el pequeño andén natural, bellas y aún cubiertas por el rocío matinal, están unas rosas color concho de vino: son las “Príncipe negro”. Durante los dos meses que ha transcurrido, desde la excursión a Palpacachi, Hugo, ha estado cuidando las rosas que trajo, tan celosamente protegidas, de la propiedad del gobernador. Las trasplantó y “prendieron”.

            Sobre la pared de piedra, con letras cuidadosamente elaboradas, está escrito con pintura blanca: “Tan inmenso e imperecedero como estas rocas; tan bello como estas rosas, así, es nuestro amor”

            —¡Si tú sientes lo mismo!, ¡quiero que pongas, con tu propia letra, tu nombre!

            Inés, que no salía de su asombro, tardó en responder. Unas lágrimas de felicidad rodaron por sus mejillas.

            —¡Sí, claro! —dijo algo adormecida; súbitamente, despertando del pasajero sopor, y, con el rostro radiante de alegría, añadió—: ¡Por supuesto!, ¡sí!, ¿pero con qué?

            Hugo se agacha y, de entre unas piedras pequeñas que hay en el suelo, extrae un tarrito de pintura y unos pinceles.

            —¡Tú escoge, que pincel utilizarás!

            Inés coge un pincel y, con la pintura ya preparada, escribe su nombre bajo el texto. Hugo, a continuación, hace lo mismo. Cuando ambos terminan su labor, la inscripción reza: “Tan inmenso e imperecedero como estas rocas; tan hermoso como estas rosas, así, es nuestro amor. Inés y Hugo “

            Con los ojos humedecidos, Inés abraza a Hugo y lo besa.

            Se estrechan en un tierno abrazo.

 

El sol empezaba a calentar cuando los dos amigos subían la lomada que los conducía a la casa de Aurelio. Un vientecillo helado rozo el rostro de los enyuntados viajeros. La conversación del camino tocaba el tema del momento: el regreso de Jacinto Huallpa para una nueva exhumación.

—Después de tanto tiempo, Hugo, ¿crees que se pueda obtener algún dato que influya en el juicio?

—Supongo, porque ahora si son especialistas los que tienen a su cargo el procedimiento. Precisamente en eso se ha basado la defensa.

—¿En Qué?

—Que quién hizo la necropsia, no era una persona profesional para esa tarea.

—¡Qué caso tan difícil!, ¿no? Y sobre todo por los comentarios que hay alrededor

—Justamente eso te iba a decir, Abel. Hay comentarios terribles, no sé dónde se originan, que dejan mal parado a Jacinto Huallpa. Hasta asco da comentarlo; pero en el campo se habla mucho de eso.

            —¿Por ejemplo?

            —¡Que el último hijo de Huallpa no es su hijo!

            —Yo también he escuchado algo a una vecina de la tía Eufrasia. Se refirió a Juana, la esposa de Jacinto, como “la asquerosa qarqaria”; porque, según ella, había tenido relaciones con su propio hijo. El resultado sería el hijo menor. Toda una historia macabra.

            —¡Vaya!, ¡estabas más enterado que yo, Abel!

            —Cosas que se escuchan entre los alumnos del campo. Lo único que no cambia, es el trato que le dan al pobre hombre; aunque ahora ha venido con abogado.

—Ojalá que eso cambie las cosas. Y, cambiando de tema, ¿qué  le vas a decir a Aurelio para que nos acompañe?

            —La verdad, nada más, que vamos a recoger unas ropas.

            —¿Estará desocupado? Porque ese hombre siempre dice: “discúlpame pero no puedo”. Así es siempre. Tú lo conoces bien, Hugo.

            —Ya veremos, pues.

            Sin escatimar distancias, los viajeros, hacían muchas conjeturas sobre la  decisión que tomaría Aurelio; de pronto estaban frente a la propiedad de los Fernández.

            —¡Carambas!, ¡que corto se hizo el camino!

            —Yo ni cuenta me di, Abel, parece que va a ser un buen día.

            Los amigos ingresaron, pasando la cerca de entrada, y fueron recibidos por los ladridos de dos perros que emprendieron la carrera para embestirlos. Ambos intrusos se quedaron quietos, esperando lo peor, pero los perros al acercarse los reconocieron; frenaron sus ímpetus y, moviendo sus colas, lanzaron aullidos de alegría.

            —¡Abel, Ingeniero!, ¿qué milagro?, ¿qué los trae por acá? —La voz de Aurelio salía del establo. La figura del joven se fue perfilando, contra el sol,  hasta hacerse visible. Traía, en ambas manos, sendas correas con las que iba jalando  dos vacas para llevarlas al pastizal.

            —Venimos a visitarte, y, proponerte algo que espero aceptes —dijo Hugo.

            —¿De qué se trata señores?

            —Mira, vamos a visitar a don Clímaco, un amigo de la comunidad del frente y…

            —¡Ya me imagino! —interrumpió Aurelio—. Ustedes van en plan de pasar un buen fin de semana.

            —¡No tanto así! —dijo Hugo—,yo tengo mañana una reunión a primera hora y después tengo que viajar.

            —¡Bueno Abel, Ingeniero! ¿Qué toco yo en este cuento?

            —Precisamente eso —dijo Abel—, tocas la guitarra. Queremos hacer un poco de música, y tomar unas chichas, aprovechando que es un bonito día.

            —Mi padre ha viajado al Cusco; sin embargo, yo creo que podría dejar algo avanzado para poder acompañarlos. ¿Me esperarían una media hora?

            —¡Por supuesto?

            Fue la respuesta en dúo.

            —¡Muy  bien¡  ya vuelvo.

            Aurelio se internó en el establo; después de unos minutos, salió al corral y habló con el kamayoc; finalmente se dirigió al interior de la casa.

 Dos pares de ojos, que habían seguido al ingeniero y al profesor desde la salida del pueblo, observaban, ocultos entre los roquedales, los movimientos de los tres amigos.

La media hora se prolongó con demasía; cuando el aburrimiento llegaba al límite, apareció Aurelio.

—Abel he mandado ensillar al “malacara” y dos caballos más.

—¿Para qué, Aurelio?, es un bonito día, ¡caminemos! —dijo el ingeniero

            —¡Por mí, no hay problema! —exclamó Aurelio—. Entonces, vámonos.

            Los tres amigos emprendieron la ruta, hacia la vivienda del amigo agricultor. Dos pares de ojos siguieron sus movimientos.

            Media hora de caminata, entre bromas y anécdotas, ubicó a los jóvenes a la entrada de la comunidad donde vivía don Clímaco Atausinchi, el labriego anfitrión. No tardaron en ubicar la casa.

            —¡Buenos días ingeniero¡ ya decía yo, ¿cuándo vendrá el ingeniero por sus cosas? Hasta que apareció usted. ¡Buenos días profesor!, ¡buenos días joven Aurelio!

            —¡Buenos días, Clímaco! —dijo Aurelio—, queremos probar la buena chicha, ¡a estos señores les ha dado sed la caminata!

            —Encantado de atenderlos, joven, pasen, pasen adelante. ¡Carmen! —Llamó don Clímaco hacia el interior.

            Los caminantes ingresaron hacia el interior de la vivienda; se acomodaron, en unos asientos, alrededor de una mesa y cruzaron miradas de satisfacción.

            —¡Carmen, atiende chicha!

            —¡Voy, Clímaco, voy!

            Del patio trasero ingresa una señora que, después de saludar, atiende a los visitantes con una espumante bebida servida en transparentes “caporales”.

            —Resulta que el ingeniero —cuenta don Clímaco—, hace dos días nos visitó, de madrugada, para mediar en un tema de distribución de aguas. Hacía tanto frío que vino “bien forrado”; pero el trabajo se prolongó hasta medio día y no se iba a ir, con tanto sol, con chompa, poncho y doble pantalón. Dejó sus cosas encargadas.

            —Acá preparan buena chicha, don Clímaco —dijo el ingeniero saboreando la bebida.

            —Acá mismo preparamos el guiñapo, ingeniero.

            —Sírvase, usted también, don Clímaco. —Abel levantó el caporal moviéndolo en círculos.

            —¡Gracias profesor! ¡Carmen, tráeme un vaso!

            Los “caporales” se fueron llenando, repetidamente, y la alegría fue en aumento conforme avanzaba la tarde. Doña Carmen sirvió un “piqueito”, de conserva de pescado, que palió el hambre de los amigos.

            —Don Clímaco, tiene usted una guitarrita; la vez pasada que estuve aquí, la he tocado, ¿me la puede prestar?

            —¡Claro que sí, Aurelio!; pero le falta la primera. Unos señores, técnicos creo que eran, estuvieron aquí y la rompieron.

            —¡Como para eso vengo preparado, don Clímaco! —Aurelio extrae, del bolsillo de su pantalón, un paquetito y lo abre. Sonriendo dice—: aquí está el repuesto.

            —¡Ni hablar!, voy por la guitarra.

            Don Clímaco se interna en el cuarto adjunto y vuelve con una guitarra.

            Después, de algunos aprestamientos, Aurelio inicia un huayno muy sentido; las letras calan en el ánimo de los oyentes.

            —Ese “huajcha puquito” es un huayno que llega al corazón —comenta don Clímaco.

            —Y sobre todo cuando lo cantan con el alma —responde el ingeniero.

            Cuando termina el tema, Aurelio, recibe la merecida felicitación por su interpretación fuera de serie.

            Los temas se van sucediendo en competencia con los “caporales”. Afuera el cielo va perdiendo su brillantez y negros nubarrones se van acumulando sobre la comunidad. Unos lejanos truenos presagian la llegada de un aguacero.

            —¡Carambas!, parece que la lluvia nos va a malograr el retorno —expresó Aurelio, mientras bordoneaba la guitarra.

            —¿Para qué hacerse problemas?, se pueden quedar en la casa; es preferible a pescar un resfriado de los buenos —sugirió don Clímaco.

            —Todavía es temprano. Ya veremos —manifestó Abel.

            —Yo sí de todas maneras tengo que volver ahora. Me he comprometido para una reunión a primera hora y luego tengo que viajar —indicó Hugo.

            —¡Pero si mañana es sábado, Hugo!; además, va a llover —exclamó Aurelio.

            —Sí, pero me he comprometido.

            Nuevos truenos se escucharon, esta vez más cerca, y las nubes ocultaron totalmente el sol. Hugo se asomó a la puerta.

            —¡Diablos!, empezó a llover.

            —¡Ya ves!, te dije que llovería, quédate nomás —insistió Abel.

            —Quisiera, pero no puedo. Aparte de la reunión, a la que he citado, debo viajar al Cusco, porque me han convocado mis superiores. No puedo fallar.

            —Entiendo ingeniero —dijo don Clímaco—, le voy a ensillar mi caballo; mañana enviaré a recogerlo. Comprendo su inquietud.

            Don Clímaco se retira en dirección al corral; el día se aleja velozmente; los truenos y el viento son el marco de un copioso aguacero. Aurelio, sigue entonando emotivas canciones.

—Ya está ingeniero. —Don Clímaco ha ingresado completamente mojado.

            —¡Gracias, don Clímaco! —Hugo se despide de todos, estrechando sus manos, y sale al encuentro del caballo. Monta y talonea al animal, que parte lentamente.

 

—¡Mana Wuañuq, mira!, el jinete, el poncho blanco.

—¡Es él!, compadre, la espera valió la pena, ¡prepárate!

Hugo Ramos, avanza al trote lento de su jamelgo; el ancho sombrero y la chalina, que rodea su cuello y cubre parte de la boca, apenas si dejan ver su rostro. Ha cruzado el pequeño riachuelo y gana el camino de la banda opuesta. Ha recorrido unos 300 metros.

Un estampido estalla en los oídos del ingeniero; el caballo caracolea y el jinete cae al sendero; con el impulso de la caída rueda al barranco.

—¡Le diste, compadre, le diste!; ahora desaparezcamos antes de que lleguen los de la casa.

—Ni cuenta se han de haber dado.

Las dos sombras desaparecen entre los peñascos.

 

—¿Eso ha sido un trueno o un disparo, Aurelio?

—Me pareció un disparo, Abel.

—Con esta lluvia y a esta hora, ¡quién podría estar cazando —apuntó don Clímaco.

—¡Papa!¡Papá!

Un niño entra corriendo.

Don Clímaco de un salto se pone de pie ante la entrada de su hijo.

—¡El caballo ha regresado, a toda carrera!

—¡Mierda, ¿qué pasó?—Aurelio sale al exterior gritando—,¡Ingeniero!, ¡ingeniero!, ¡Vamos Abel!

Aurelio, seguido de Abel, emprendió la carrera por la ruta que había seguido Hugo; bajaron hasta el riachuelo, enfocando sus linternas, porque la oscuridad ya había anulado los pocos hilos de luz que quedaban del día. No encontraron rastro alguno que delatara la presencia de Hugo.

Los comuneros se sumaron a la búsqueda.

—¡Acá, don Clímaco, acá abajo hay un cuerpo! —Un joven que había bajado la quebrada gritaba desde el fondo.

Todos los rescatistas se apresuraron a bajar. En el suelo estaba tendido, inconsciente, el ingeniero Hugo Ramos. Su cuerpo ensangrentado hacía temer lo peor.

—¡No es una herida mortal! —dijo Aurelio que había llegado a examinar el cuerpo.

Aunque el poncho estaba ensangrentado y el rostro presentaba magullones y cortes, por la caída, la herida de bala no había tocado órganos vitales; se había alojado en el muslo.

Arriba, en el camino, los comuneros habían aprestado mulas para su traslado al pueblo. El ingeniero fue recobrando el conocimiento.

Fue subido, con sogas, aún aturdido. Llegado al sendero fue trasladado, en mulas y parihuela, al pueblo.

 

—El pueblo está movido, patrón.

—¿Por qué dices eso?

—El Zenobio viene de allí, parece que han “guindao” al ingeniero Ramos; otros dicen que es al profe Abel.

—¿Qué?, ¿al profe Abel? ¡Carajo! ¡Cunan saquenque huahuayta manan padrinuyoc! (ya dejaste a mi hijo sin padrino)

—Las noticias son confusas, patrón, le he preguntado al Zenobio, pero no sabe más

—¿Quién ha hecho eso?

La pregunta de Facundo no tiene respuesta.

—¿No has escuchado carajo?, ¿quién ha sido?, ¿Quién ha hecho un trabajo sin avisarme?

El abigeo, cabizbajo, responde sumisamente.

—El mana wañuq, patrón.

—¿El mana wañuq? Si ese cobarde no se atreve ni a degollar un cordero.

—El Núñez está comprometido.

—¿Qué? ¿Núñez?

Facundo Yucra se queda pensativo. Su hombre de confianza ha actuado solo en un “trabajo” sin consultarle, ni siquiera avisarle; lo cual, aparte de mortificarlo, prende una luz de alerta en su interior. Un hombre que, teniendo un jefe, organiza solo un trabajo de tal riesgo, sin avisarle, no es de confianza; es peligroso, para el jefe y la  gente del oficio.

 

En el pueblo, el sanitario ha concluido su trabajo; ha extraído la bala del muslo del ingeniero Ramos y lo ha trasladado, con ayuda de los comuneros a su domicilio.

El comandante, del puesto policial, ha descartado la idea de la bala perdida de algún cazador; sin embargo, Hugo y su entorno se aferran a esa teoría, puesto que el ingeniero no tiene enemigos.

 

—¿Cómo has podido fallar, Núñez?

—La lluvia no dejaba ver bien. Estaba seguro de haberle dado.

—¡Le has dado!, pero solamente en la pierna. Lo peor del asunto es que el sargento no cree en el cuento de la bala perdida. Está investigando.

—¡Mierda!, y de seguro que el Facundo ya lo sabe.

—Creo que te conviene ausentarte un tiempo. ¡Ya sabes dónde ir!

Núñez se queda pensando unos instantes.

—Lo único bueno es que nadie nos vio; pero, allí queda todo esto. No quiero saber nada del “trabajito ese”.

—Tendré que buscar a alguien, que sí sepa trabajar.

Núñez queda mirando con cólera al hombrecillo y luego vuelve la mirada hacia la oscura calle.

—¡Haz lo que quieras!

El abigeo se pierde en las sombras de la noche; mana wañuq se queda masticando su frustración



XV.   CUANDO SE MUEVEN LOS HILOS DEL DESTINO

 

            —¿Qué pasa, Matilde?, ¿qué es lo que no puede decir tu boca y tus ojos quieren decir?

            —Me voy a ir.

            —¿Es que tú también me estas detestando?, ¿es que acaso en tu corazón de misti había hipocresía?

            —¡Lo que has hecho es horrible, Juana!

            —¿Lo que he hecho?, ¿qué he hecho? Lo horrible está en tu pensamiento, Matilde. Tú piensas como todos los mistis: nosotros somos como animales, capaces de las peores cosas, como el perro, como la rata, que podemos aparearnos con nuestros hijos y tener hijos con nuestros hijos; no tenemos sentimientos, no tenemos razón ni inteligencia. Según ustedes el “indio” es el peor de los animales; por eso yo soy hacay huarmi tian wahuanmi (esa mujer que vive con su hijo). Soy la condenada ¡Soy la Qarqaria[1]! —Se queda  cabizbaja, suspira y levanta la cabeza —. Nosotros también vivimos, Matilde: sentimos, queremos, deseamos y, ¡también odiamos!

            —¡Pero si yo te vi!

            —¡No sé, que hayas visto, Matilde!, ¡Por primera vez voy a hablar de lo que pasó en la casa ese día¡ Yo llegué, y cuando entré, mi Rosauro estaba sobre la cama completamente borracho, como muerto, no pude despertarlo, ¡qué le habrían dado!

            —¿Estaba calato[2]?

            —¡No, Matilde, No!, ¡no estaba calato! De la oscuridad salieron dos hombres, no sé si recién entraban o ya estaban adentro. Me golpearon y me violaron. Cuando me defendía mordí la cara a uno de ellos; el otro me golpeó la cabeza y me desmayé. No sé cuánto tiempo estuve así. Desperté muy noche y estaba calata envuelta en mi cama.

            —Yo te puse allí, yo te recogí del suelo donde estabas sin ropa.

            —¿Y dónde estabas? Yo pensé que llegaste al día siguiente.

            —Dormí afuera, al pie de la puerta. No quise preguntar, no quise saber nada. ¡Pensé lo peor!, tú estabas, en el suelo, calata y Rosauro, en su cama, también calato.

            —¡Dios mío, qué maldad! —Se queda cabizbaja y añade—, quise contártelo, pero tenía vergüenza, mucha vergüenza. Callé, porque pensé que tú no lo sabías; tenía vergüenza que tú lo supieras. —Solloza y levanta la cara con preocupación —. ¿Estuvo alguien contigo cuando llegaste?

            —No, sólo yo, pero ¿No reconociste a ninguno de los que te hicieron eso?

            —¿Acaso no te diste cuenta , en Ñahuinlla, quien tiene una cicatriz de mordida en la cara? —Se queda pensativa y añade —: ¿Quién odia a Jacinto?

            —¡El Facundo! —La reacción de Matilde es una combinación de ira y asombro.

            —Estoy segura que es él.

            —¿Pero, por qué no se lo dijiste al Jacinto?

            —Lo habría matado y yo no quería verlo en la cárcel.

            —¿Quién me ayuda a cargar al Porfirio? Alguien tiene que coger de un lado para yo subir la leña. —Anselmo aparece jalando al burro. La conversación entre Juana y Matilde se interrumpe. Matilde abraza a Juana, mirándola fijamente a los ojos le dice:

            —¡Lo que te han hecho no puede quedar así!; ¡pueden volver a intentarlo, si no hacemos algo! —Estrecha fuertemente el abrazo y le susurra al oído—. Luego conversamos. Voy a ayudar a Anselmo.

            —¡Yo te voy a ayudar!—Matilde se dirige hacia Anselmo—¿Dónde dejaste la leña?

            —¡Cerca al riachuelo tía¡

            Matilde coge la soga y camina jalando al “Porfirio”, seguida de Anselmo. Llega a un montículo, de leños y ramas,  cerca está  la acequia que provee de agua a la comunidad.

            —¡A ver!, ponemos un leño a cada lado, a la vez, así va cargando parejo, ¿está bien?

            —¡Sí, tía!

            Poco a poco la carga va quedando lista. El “Porfirio” rebuzna y mueve la cola, alegremente. Terminada la labor, Anselmo jala al burro en dirección a la casa. Matilde camina detrás.

            —¡Con esta carga tenemos para unos días, tía!

            —¡Sí Anselmo, está bien!

            —Demoró toda la mañana, pero en la carga, el “Porfirio” ayuda bastante. Si no, ¿a qué hora terminaríamos?

            —Tienes razón Anselmo. Otro día yo te ayudo a juntar.

            Esa tarde Matilde y Juana no pudieron continuar su conversación, porque ésta empezó a sentirse mal. Las continuas caminatas, los viajes al Cusco, las privaciones de todo tipo y las urgencias económicas estaban minando su salud. Tener que recordar, como lo había hecho con Matilde, episodios tan desagradables de su vida, agravaron su situación.

            No probó alimentos ese día. Lo que preocupó de sobremanera a Matilde y al pequeño Anselmo.

            —Un mate de “paico” te caería bien, Juana. De repente es la gripe. ¡No lo sé!, ¡pero tienes que guardar cama! 

            —Creo que sí, me siento un poco débil.

            —¡Mucho trabajo hemos tenido!, ¡tienes que ser fuerte! Te prepararé un caldito.

            Matilde se dirige a la esquina que funge de cocina; prende el fuego; pone a hervir agua y sale a la huerta a buscar “asnapa”.

            Anselmo, preocupado, ayuda a su madre a ingresar a la cama. La observa y toca su frente; sorprendido, al sentir la temperatura, sale corriendo en busca de Matilde.

            —¡Tía!, ¡tía!, ¡mira a mi mamá!, ¡creo que tiene fiebre!

            Matilde deja las hierbas en el suelo, y entra corriendo.

            —¡Juana!, ¡Juana!, ¿estás bien? —Toca su frente y se sorprende—. ¿Qué ha pasado?, ¿Por qué estás así? Anselmo puedes cuidar a tu mamá, mientras yo voy donde la comadre Eudocia?

            —¡Sí, tía!

            —¡Ya vuelvo!, cuida la olla. —Matilde se dirige a la puerta.

            —¡Tía!

            —¿Sí? —responde Matilde, dándose vuelta.

            —¿Y si voy yo?, puedo ir corriendo.

            —¿Estás seguro?

            —¡Sí, tía!

            —Anda entonces, Anselmo, ¡no demores!

            El niño sale corriendo y emprende la ruta, hacia la casa de la comadre Eudocia.

            La comadre Eudocia es una “curandera” de avanzada edad. Experta en curar “mal de ojo” y “vientos encontrados”. Para el campesino, de las lejanas comunidades, es la alternativa ante la ausencia de médicos en la zona. El sanitario del pueblo no va a lugares muy apartados y, en este, caso la paciente está a tres horas de camino, distante del pueblo.

            —¡Juana!, ahorita va a estar el caldo para que te recuperes.

            —¡Arí, Matilde!, gracias. —Seminconsciente, Juana ha cerrado los ojos

            —Anselmo ha ido a traer a la comadre Eudocia. Te vas a poner bien. —Matilde se siente angustiada. « ¿Qué es lo que ha pasado?», se dice, « ¿algo que comió, o un mal viento?». Todo aparece confuso para ella.

            —¡Matilde!

            —¿Juana?

            —¡Júrame!, Que si algo me pasa, nadie sabrá lo que hemos conversado.

            —¡Pero, Juana!

            —¡Nadie, Matilde!, no quiero que Jacinto se sienta humillado.

            —¡No te va a pasar nada, Juana!, ¡Mañana ya vas a estar bien! —Matilde siente pesar y está a punto de darle la razón a Juana. «Cómo se sentiría Jacinto si supiera que Anselmo es hijo de su peor enemigo; porque eso es así. Si Juana salió embarazada después de la violación, quiere decir que Anselmo es producto de esa violación».

            Juana vuelve a cerrar los ojos, y, se va sumiendo en un sopor que la transporta a un mundo que ya, casi, había olvidado:

            —«Hemos traído el sorcuy- wakanki, mamay, haremos la tinkaska antes de ir a Ajamata». Siente que está en las llanuras de Ayumaqui viendo a Rosendo y Rosauro, cabalgando sobre “Illapa” y “Azabache”, recogiendo al galope las flores sagradas para tinkar a los apus.

            —«Debes sentirte orgullosa, Matilde, no hay caballo que pueda ganarle a “Illapa”; ni habrá en mucho tiempo». Su delirio febril la ha llevado al pasado y se siente en Ajamata, la gran meseta de competencias, viendo los triunfos de “Illapa” y “Azabache”, los caballos de Rosendo y Rosauro en las carreras comunales. Ve a su sobrino y su hijo victoriosos y elogiados por las jóvenes solteras de la comunidad. Se siente en los momentos de gloria y felicidad familiar.

            —¡Juana!, ¡Juana! —Matilde llama desesperadamente, pero Juana no reacciona.

            —¡Comadre!, ¡comadre, Juana! —La comadre Eudocia, que ha llegado tan rápido como ha podido, se une a los intentos de despertar a Juana de su inconsciencia. Unas lágrimas asoman en los ojos de Juana y, lentamente, empieza a parpadear—. ¡Por fin, comadre!, ¿qué ha pasado contigo? ¡Estabas muy dormida! —Le alcanza un depósito—. Tienes que beber esto.

            La pócima, que ha preparado la comadre Eudocia, le sabe tan amarga, a Juana, que le provoca arcadas; aun así, la bebe.

            —¡Te vas a mejorar mamita! —dice cariñosamente Anselmo.

            —Ahora van a dejarnos solas. ¡Tengo que frotarla!

            Matilde y Anselmo abandonan la habitación; la comadre Eudocia se dispone a hacer la segunda parte del tratamiento. Frota todo el cuerpo de la mujer con ruda y otras yerbas, que ha preparado con sumo cuidado. Concluida su labor, ingresan Matilde y Anselmo. Matilde se dirige hacia la cocina y regresa con un plato humeante.

            —¡Juana!, tómate este caldito. Es de gallina negra, te reanimará.

            —¡Gracias Matilde!, ¡gracias comadre Eudocia! —dice Juana, cogiendo el plato entre sus manos.

            —¡Comadre Matilde!

            —¿Comadre?

            —Mañana no debe levantarse aún. Te dejo estas hierbas. —Le entrega un manojo de hierbas envuelto en periódico—. Debes frotarla con esto a las diez de la mañana y le das de beber, la mitad de este contenido. —Le entrega una ollita con un líquido en su interior—. La otra mitad se la das de beber en la noche. Lo calientas.

            La curandera se despide de Juana; le acaricia los cabellos a Anselmo y se acerca a Matilde. La abraza y le susurra al oído:

            —¡Cuida a la comadre!

            —Sí, comadre. ¡Yo la acompaño!

            —¡No te preocupes, Matilde!, yo voy sola.

            La comadre Eudocia sale y se pierde, entre los surcos de la chacra, camino a su casa.

 

            —¡Necesito saber cuál es el motivo, Matilde!, ¡comprende!, tomar una medida fuerte va a llevar a venganzas de los dos lados.

—Necesitamos tu apoyo, pero me avergüenza contarte todo. ¡No quiero que se entere la gente!

—Nosotros nunca hablamos nuestros secretos, Matilde.

—¿Prometes que esta conversación  quedará, solamente, entre nosotros?

—Lo prometo, Matilde, me siento bien porque has  venido a confiarme tu problema.

Matilde da unos pasos en dirección opuesta a Felipe. Ha pensado, toda la noche, para tomar esa decisión. Buscó a Felipe durante el día, visitó casi todas las viviendas de la comunidad, hasta que lo encontró en casa de su madre. Era la única persona en quien podía confiar para encontrar justicia, ante los atropellos de Yucra; pero, ¿cómo hacer para que intervenga?

—¡He sido violada, por Facundo Yucra!

—¡¡¿¿Qué??!!

—¡Sí, Felipe! Sé que no encontraré justicia con las autoridades. No tenemos dinero para eso. ¡Quiero la justicia nuestra!

El rostro de Felipe quedo lívido. Tal vez por la sorpresa; quizás, por la cólera. Se quedó pensando.

—Tengo que consultarlo con don Jacinto.

—¡No Felipe!, él no debe saberlo

—¡No puedo hacer algo a sus espaldas!

—Después que se solucione su problema, nosotras mismas se lo diremos.

El abigeo duda. Está consciente que una ofensa de esa naturaleza solamente se lava con la muerte; también sabe que, la muerte de Yucra, traerá más muertes. Yucra también sabía las consecuencias, cuando cometió ese delito. Fue una provocación. No podía quedar sin respuesta. Yucra tendría que pagar su deuda de sangre. Lo que desconocía Felipe era que este delito se cometió 6 años atrás.

 

No lejos de allí, en una casucha alejada de la comunidad, se desarrollaba otra conversación.

—¿Qué más has visto cuando estuviste allí?

—Que no solamente Zenón es el que tiene mucho ganado patrón. En las alturas hay buenos hatos, y allí, sí que no hay gente armada.

—¿El Julián y el Valentín, te fueron de alguna ayuda?

—Algo don Facundo, más se preocupaban en enviar informe para Núñez.

—¿Para Núñez?

—Sí, decían que él sí sabía preparar bien el trabajo.

Facundo Yucra se sintió inquieto. Sus hombres estaban empezando a creer que Núñez era mejor planificando trabajos. No podía permitirlo, estaba perdiendo autoridad.

—¿Y tú, que piensas?

—¡Qué voy a pensar, tayta Facundo!, a mí me falló.

—¿Con lo del ingeniero?

—¡Sí, papá lindo!, ¿lo sabías?

—¿De quién fue la idea, de hacer el trabajo sin consultarme? Esa clase de trabajos hace mucho escándalo. Nosotros no queremos eso.

—Sí papay, Facundo, pero pensé que era seguro porque Núñez tiene su gente de confianza que lo apoya.

La conversación de Facundo con mana wañuq fue accidental, porque el hombrecillo había llegado allí en busca de otra persona, pero le sirvió a Facundo para darse cuenta que Núñez era popular entre sus hombres. ¿Quién había hecho correr el rumor, que el trabajo de Palpacahi fue preparado por Núñez?, ¿sería él mismo?, ¿estaba queriendo socavar su autoridad?

           

Matilde ha regresado a la casa. Juana ya está caminando. Se ha levantado para preparar comida a Anselmo. Cuando Matilde llega, las mujeres se miran y se saludan con una sonrisa.

            —¿Por qué están a oscuras? ¡Anselmo prende el mechero!

—¿Dónde estuviste, tía?

            —Sí Matilde, no avisaste que salías. Nos preocupaste.

            —Cuando salí estabas durmiendo, no quería despertarte. Estuve en casa de la mamá de Felipe.

—¿Felipe? —pregunta algo sorprendida, Juana.

—Sí, tenía que tratar un asunto muy importante.

—¿Sobre qué  —pregunta, nuevamente, Juana.

—Ya te contaré; ahora dime, ¿hay para mí?

—Sí, tía, siéntate.

Matilde puso la nota pintoresca a la tertulia comentando todo lo que había visto y oído en la caminata que había realizado durante el día. Por ella se enteraron quién en la comunidad estaba embarazada; quién había tenido buenos ingresos, en la presente cosecha; quién tenía una vaquita recién parida; quién tenía problemas con el esposo; qué compañero visitaba con frecuencia la comunidad vecina etc. Juana y Anselmo festejaban las ocurrencias de Matilde. Después de los momentos de angustia que habían pasado el día anterior, ahora vivían momentos de paz y de sosiego.

Ha pasado una semana y Juana está totalmente restablecida. Las labores de la chacra han vuelto a la normalidad y las mujeres se sienten favorecidas con el apoyo del joven que Felipe a enviado para su protección.

—No me has dicho a que fuiste a la casa de la mamá de Felipe.

—Como estabas mal no quería preocuparte, Juana.

—Comprendo.

—¡Fui a pedir justicia!

—¿Qué?, ¡no habrás contado lo que conversamos!

—¡No! ¿Cómo se te ocurre?

—¿Conseguiste apoyo?

—¡Sí!, quiero que escuches bien, Juana. —Matilde se acerca y le habla en voz baja, casi susurrando—. Para Felipe, y para todo aquel que se entere del problema, quien ha sido violada por Facundo Yucra he sido yo.

—¿Qué, que dices Matilde?

—Sí, de esa manera nadie podrá humillar a Jacinto, y de todas maneras Yucra tendrá su castigo. Es nuestro secreto. ¿Estamos de acuerdo?

—¡No sabría  que decirte, Matilde!, eres tan buena.

—¡Recuerda!, es nuestro secreto. ¡Nadie!, ¡nadie!, debe saberlo. —Se queda un momento pensativa y mira el rostro agradecido de Juana—. ¿Algún día piensas decirle, a Anselmo, quien es su verdadero padre?

—¿Qué?, ¿Qué dices Matilde?, ¿qué se te ha metido en la cabeza?

—¡Juana! Si tu embarazo fue producto de la violación, ¡Anselmo es hijo del Facundo!

            —¡No, Matilde! ¡No! ¡Como tú me recogiste calata del suelo, pensé que te habías dado cuenta! —Juana, visiblemente alterada por el rumbo que tomaba la conversación, encaró a Matilde—. ¡Yo ya estaba embarazada, cuando fui violada! ¿Piensas que Jacinto no se hubiese dado cuenta? Anselmo es mi hijo y es hijo de Jacinto, no tiene nada que ver con mi desgracia. Tú crees que no me duele que mi hijo escuche todas las calumnias que se dice de mí.

            —¿Qué perro tan desgraciado puede haber regado esas mentiras?, ¡hasta yo las creí!

            —¿Quién quiere ver humillado al Jacinto, Matilde?, ¿a quién lo humillaron ante todas las comunidades?

            —Sigue siendo el mismo, ¿no?, pero tiene que pagar Juana.

            —¡Sí!, ¡tiene que pagar!, pero nosotras somos mujeres y él siempre está acompañado. —Juana se queda pensativa, levanta el rostro y encara a Matilde —. Yo sola no podría hacerlo, ¡no te vayas, por favor!

            —¡No Juana!, ¿cómo puedes pensar?, ¡Yo estaba equivocada!, Dios mío ¿Cómo pude pensar mal de ti?, ¿cómo voy a dejarte?, ¿cómo voy a alejarme de Anselmo que es como un hijo para mí?

            Matilde se acerca a Juana y le tiende la mano; la compañera responde el gesto y ambas mujeres, entre sollozos, se estrechan en un sincero abrazo.

 

Un incidente vino a cambiar los planes de Felipe. Yucra y Nuñez habían llegado a Chalhuahuacho, donde uno conocidos, mientras se calmaban las aguas en Tambobamba, el lugar que acababan de dejar. Llegaron a una fiesta patronal, en la cual, se encontraron con otros compañeros. La cita había sido previamente preparada. Se bebió más de la cuenta; dando lugar a que afloraran pensamientos que, con mucha dificultad, se habían logrado mantener ocultos hasta el momento. Unas palabras, sin mayor importancia, dieron inicio a la tragedia.

—Muy buen trabajo el de Palpacachi, patrón —dijo uno de los hombres de Yucra.

—Sí, nos dio buena platita.

—¡Que no se olvide, don Facundo, que quién lo organizó fui yo! —dijo Núñez

Facundo, algo nublado por el alcohol, no respondió.

—¡Voy a mear! —dijo levantándose de la mesa.

—¡Es cierto, tú lo organizaste!, estuvo muy bien, ¡ningún herido!, ¡ningún preso!

—¡Cierto!, podría organizar trabajos como ese y mejores. —Núñez apenas si podía articular las palabras por su estado de embriaguez—. ¿Por qué tendría que pedir permiso, para hacerlo?    

            Núñez, por la tremenda borrachera en que se encontraba, no se dio cuenta que Facundo Yucra había vuelto con una escopeta en la mano.

            —¡Así que era cierto!, ¡traidor!, ¡Tú quieres ser el jefe!

            El alcohol, la inseguridad sobre la lealtad de Núñez y las palabras de mana wañuq resonando en sus oídos, pesó más que cualquier razonamiento. Un tiro de escopeta, a quemarropa, destrozó el pecho del desventurado Núñez, que no tuvo ni la oportunidad de ponerse de pie. Murió en el acto.

            —¡Patrón! ¿Qué hiciste?, ¡es tu compadre!

            —¡Es un traidor!

            Los parroquianos, de la pequeña cantina, salieron corriendo como alma que lleva el diablo.

            —¡Vete Facundo!, ¡Vete! ¡Huye! —Le gritó uno de sus hombres. Sacándolo, casi en vilo del lugar, lo subió al caballo —. ¡Huye, yo te alcanzo, mi caballo no está listo! ¡Esto ya se jodió! —Dirigiéndose a uno de sus compañeros le dice—: ¡Avisa a todos que desaparezcan!

              Un tropel de cascos se pierde, en la soledad de la noche, en diferentes direcciones; un cuerpo inerte y sangrante queda en la pequeña cantina de Chalhuahuacho.

           

La recuperación de Hugo fue rápida. Su juventud y fortaleza contribuyeron, indudablemente, a ello; pero lo que más influyó, en su estado de ánimo, fue el deseo de vivir, y, la alegría que acompañaba su existencia. No era para menos, sus vínculos sentimentales con Inés pasaban por un momento excelente. Se les veía con esa felicidad, que llena el espíritu, cuando un amor es sinceramente correspondido; sin embargo, la embriaguez de ese idilio hizo perder las precauciones, que los enamorados, habían previsto de mutuo acuerdo.

            Ante los comentarios, bien o mal intencionados, que circulaban con profusión, doña Justina, decidió cortar por lo sano. Era la mañana del primer sábado de diciembre. Inés no terminaba de levantarse cuando su madre ingresó al cuarto.

            —¡Tenemos que viajar urgentemente al Cusco, Inés!

            —¿Al Cusco?

            —¡Sí!, tengo que atender un caso urgente allá: sola no puedo viajar. ¡Prepara lo indispensable!

            —¡Madre!, ¡Yo no quiero ir al Cusco!    

            —Tendrás que ir, Inés. ¡Yo no puedo ir sola!, a ti también te conviene.

            —¿A mí?

            —Sí, a ti. ¡Salimos después del almuerzo! Tú escoges si almuerzas en tu pensión o conmigo.

            La madre salió sin dar más explicaciones.

 

            El día lunes, Inés no asistió al trabajo. El día martes, no fue a tomar desayuno por lo que Hugo pensó que no había vuelto, aún, del Cusco. Para tener convencimiento, de ello, fue a buscarla al colegio. Sí había vuelto. Encontró a una Inés evasiva, aunque siempre, agradable en su conversación.

            —Si supieras, Hugo. Como es fin de año, hay un cerro de documentos que tengo que ayudar a tramitar y concluir. Toda la semana prácticamente voy a estar ocupada; más aún, como ayer he faltado. Por eso no he podido, ni siquiera, ir a desayunar.

            —Comprendo. —Al verla nerviosa, Hugo pregunta—. ¿Estás bien?

            —¡Claro, Hugo! —Queda indecisa —Mira, aunque no nos veamos en la semana, el sábado lo tendremos para nosotros.

            Lo mira, y, una lágrima pretende asomar en sus ojos. Voltea el rostro y hace el movimiento para irse; pero, en una reacción inesperada lo abraza y lo besa, sin importarle que unos alumnos estaban observando. Nunca había procedido así.

            —Si no es en la semana, el sábado a las nueve, Hugo. —Inés da media vuelta y se interna en la oficina.

            La semana pasó rápidamente. Inés, verdaderamente atareada, estaba dejando en orden toda la documentación oficial, en lo que a secretaría respecta, para la finalización del año escolar. En la pensión no se le vio durante ese tiempo; posiblemente tomaba sus alimentos en casa de su mamá.

            El día viernes en la mañana se apersonó a la pensión a tomar desayuno. Encontró a todos los amigos reunidos; entre ellos Hugo y Abel.

            —Recién te dejas ver, Inés, yo que estoy en el colegio solamente escucho tu voz cuando paso cerca de la oficina.

            —Ya sabes, Abel, como se trabaja en estos días.

            —¡Sí, es cierto! —indicó Abel.

            Inés sonriente, aunque alfo formal, vuelve el rostro hacia Hugo.

            —¿Cómo va el trabajo ingeniero?

            —¡Todo Bien!, lamentablemente, en esta temporada de lluvias, es complicado el control de los proyectos con las comunidades que se está trabajando.

            —Todo va a estar bien, Hugo, tú te entiendes bien con la gente del campo.

            —¡Felizmente! —manifestó Hugo.

            —¡Carambas!, ¡demora mucho la casera!, creo que mejor tomo un café en el colegio.

            Inés, se levantó y se despidió de los amigos. Cuando le dio la mano a Hugo, éste le dijo:

            —¡Vamos, te acompaño a la puerta! —Inés se ruborizó pero, convenientemente, camino hacia la puerta —. ¿Mañana a las nueve?

            —¡Sí , Hugo, a las nueve! —Inés se retiró, camino unos pasos y volvió el rostro; sonrojada, pero sonriente añadió —: ya sabes, junto a las rosas.

            Hugo respondió con una sonrisa. Volvió al interior y siguió conversando, con los amigos, mientras llegaba el desayuno.

 

            Eran las nueve de la mañana del día sábado: Hugo entraba al recinto granítico de la aguada. Las aves del interior levantaron vuelo cuando notaron su presencia. « Junto a las rosas», le había dicho Inés; por lo que se internó hasta el lugar acordado. « Todavía no llega», pensó al notar su ausencia. Al acercarse a las rosas notó que, en la base donde estaba la sentencia de amor que ellos suscribieron, había un sobre blanco en cuya superficie rezaba: "lo que se dice en esta pared es una verdad imperecedera.” Más abajo, en letra pequeña, decía: “para ti, Hugo”.

            Sorprendido, y con el corazón palpitando aceleradamente, abrió el sobre; en el interior había una carta:

“Mí eternamente amado Hugo:

Espero que puedas perdonarme, algún día, por el dolor que voy a causarte con esta carta. En estos momentos estoy viajando al Cusco.

            No te dije, ni te digo nada personalmente, porque quiero conservar en mis recuerdos tu imagen con la alegría de nuestros mejores momentos de felicidad; tampoco he querido que te quedes con el recuerdo de mi rostro triste y angustiado, si es que hubiese tenido que decirte esto en forma personal.

            El destino nos juntó, y, te confieso que es lo mejor que me pudo pasar; sin embargo, lo nuestro no puede continuar, hay circunstancias muy fuertes que me hacen renunciar a ti.

            Tal vez no comprendas la importancia, y la fuerza, que tiene en mi familia el cumplimento de la palabra empeñada, y, las consecuencias que trae la trasgresión de un compromiso pactado. Me tocó vivir encerrada en el pasado. En un círculo donde la fuerza, del orgullo familiar, se impone a los deseos y voluntades de alguno de sus miembros.

            Quiero que sepas que tomar esta decisión ha sido lo más difícil que me ha tocado hacer en mi vida; porque eres la persona que me hizo saber que existe un mundo que vale la pena vivir; la persona que me hizo soñar que existe la felicidad. ¿Lo nuestro fue un embrujo de amor? Yo quiero pensar que fue un hermoso sueño pasional del cual nunca hubiese querido despertar.

            ¿Me creerías si te digo, que lo que hago es porque te quiero?

            ¿Me creerías si te digo, que lo que hago es por tu bien y el mío?

            No sé si lo creas; sólo sé que jamás dejaré de amarte.

Adiós.

Inés. ”

            Anonadado por las circunstancias; estupefacto por las líneas que acababa de leer, no podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo. Quedó estático, insensible al tiempo y todo cuanto lo rodeaba. «“tan inmenso e imperecedero como estas rocas; tan bello como estas rosas, así, es nuestro amor”,  “lo que se dice en esta pared es una verdad imperecedera”». Hugo sentía que se le apretujaba el corazón, un nudo en la garganta le impedía la respiración normal y un golpeteo doloroso lastimaba su cerebro. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Nunca supo cuánto tiempo estuvo allí.

 

—¡No me dijo nada , Abel! Conversaba conmigo como si nada estuviese ocurriendo.

            —Desde un comienzo debiste suponer que algo así podía ocurrir.

            —¿Pero, por qué?

            —Porque estaba comprometida.

            —Me dijo que había terminado.

            —Y puede ser cierto, pero en algunos lugares del país, todavía, el peso de la familia, especialmente de los padres, es importante en las decisiones de los hijos. Pueden llegar a extremos para imponer sus criterios. Eso tú lo sabes mejor que yo, porque has vivido más tiempo acá.

            Hugo tiene la carta en sus manos; lee una y otra vez:

             “¿Me creerías si te digo, que lo que hago es porque te quiero?

            ¿Me creerías si te digo, que lo que hago es por tu bien y el mío?”

            —¡Qué manera de querer!

            —Que solamente se puede explicar de una manera.

            —¿Cuál?

            —¿Tú has creído en la bala perdida?

            —¡¡¿¿Qué??!!  ¿Tú crees?

            —¡Yo no lo afirmo!, ¿pero no te parece raro?, ¿Qué tal si, en vez del muslo, era el corazón o la cabeza? ¡Era una bala perdida y punto! —Guarda silencio unos instantes—. Y sus primos, ¿sabían algo de Inés y tú?

            —¡No lo creo!, aunque tal vez, han debido sospecharlo.

            —¿Qué piensas hacer Hugo?

            —¡No lo sé! ¡La verdad que no lo sé!, ¿si supieras como me siento?

            —¡Ya lo creo! ¿Has tratado de imaginarte en el lugar de ella?

            —¡No habría hecho eso!, ¡me ha tratado como un juguete!

            —¿Lo crees así?

            —¿Tú, no?

            —¡No me parece!, una mujer, que toma como juguete a su pareja, no habría dedicado tanto tiempo para cuidarlo y mimarlo como hizo ella contigo, cuando estuviste herido.

            —La compasión también hace ser solícita y dedicada a una persona.

            —¡No seas exagerado! En el colegio todos vieron cuando, la semana pasada, dejó plantado al tal Gustavo. ¿Qué más indicios quieres de que siempre actuó “derecha” contigo?

            —¡No lo sé, Abel! ¿Sabes?, me siento mal. Me retiro, me voy a mi cuarto.

            —¿No vas a cenar?, ya es hora.

            —No, no tengo hambre; ¡nos vemos!

            Hugo deja el cuarto de Abel y toma la calle. La oscuridad va invadiendo el pueblo.

 

            Abel se ha levantado temprano. El incidente entre Inés y Hugo lo ha perturbado, profundamente, por el cariz que han tomado los acontecimientos. Después de ordenar algunos planes de lección, para el día lunes, decide ir a buscar a Hugo. Desayunarían juntos, y, luego saldrían a caminar; tal vez, visitarían a Aurelio. Entró al patio, donde estaba ubicado su cuarto, pero éste estaba con candado. «Debe haberse ido a la pensión», se dijo. Salía del patio cuando se encontró con el dueño de casa que ingresaba.

            —¡Buenos días, profesor!

            —¡Buenos días, don Fausto!, ¿qué sabe del ingeniero?

            —Ha viajado.

            —¿Cómo?

            —¡Sí!, ha salido como a las cuatro de la mañana. Ayer había contratado un caballo. Un peón lo está guiando; lo malo es que está viajando borracho.

            —¿Borracho?, ¿por qué?

            —Toda la noche ha estado tomando. ¡No le miento!, ¡mire! —Don Fausto, se dirige al cuarto y lo abre; ingresa con Abel siguiéndolo. Un fuerte olor a licor está impregnado en el cuarto—. Aunque usted no lo crea, solito se ha “soplao” esas dos botellas. —El dueño de la casa le señala dos botellas de aguardiente, que  están sobre una silla. Al lado hay tres botellas de gaseosa. —¿Por qué está así el ingeniero?, ¿qué le está pasando?

            —No lo sé —dice esquivamente Abel.

            —¡Olvidaba, profesor!, le dejó esta nota. —Saca del bolsillo de su camisa un papel y se lo entrega a Abel.

            —¡Carambas! —Abel lee el escrito—. Parece que va a demorar en volver.

            El escrito decía: “Abel, si vas al Cusco, en la siguiente semana, búscame en el hotel “Matará”

 

            Facundo, llegó a refugiarse a Ankabamba. Lo que se hacía, generalmente, en esos casos. Desde un inicio, Julián Maquera no mostró buena voluntad para esconder y proteger a Facundo. Los conocidos devaneos protagonizados por el abigeo, con algunas autoridades, para perjudicar a Jacinto Huallpa, hicieron que no fuese bien recibido en el pueblo. Por otra parte, la noticia de la muerte de Núñez, en tan lamentables condiciones, convertía a Facundo en un visitante no deseado. No sintiéndose seguro en Ankabamba, Facundo Yucra abandono el lugar; pero su suerte estaba echada. A dos kilómetros de Ankabamba fue capturado por tres policías, y partidarios de Núñez que querían venganza.

           

Era más de una hora que el abigeo estaba atado, bajo el sol, a un oxidado fierro. Estaba entre los escombros de lo que, alguna vez, fue una pileta en el centro de la plaza. De espaldas a los cascotes de cemento armado, y con las manos sobre su cabeza, trataba de acomodar su cansado cuerpo sobre las piedras del suelo.

Desde que llegó, sentía esa inevitable sensación de evacuar las entrañas; no le había sido permitido. La sangre se le agolpó en el rostro; sin poderlo evitar, sintió el líquido mojando su ropa y sus piernas, hasta formar un pequeño charco bajo sus nalgas. Inclinó la cabeza, derrotado, abandonado, queriendo ocultar su vergüenza y humillación bajo el ala de su sucio sombrero. Sintió pena, más pena que nunca, ¿dónde estaban aquellos que decían estar dispuestos a dar la vida por él? Solamente veía rostros asustados, tras las ventanas entreabiertas.

—¡Estuvo muy bueno el cuy kanka, mi sargento¡ —dijo el guardián del orden, saliendo de una casa frente a la plaza.

—¡Claro!, la chola lo prepara bien, además es limpia, ¡raro entre estos indios!

El policía se adelanta hacia el reo; el sargento habla con los civiles, compañeros de Núñez, que acompañan la partida.

—¡Pero…! ¡Sargento!, ¡el indio este, se ha orinado!

            —¿Se ha orinado?, ¡Ja, ja, ja, ja, ja¡ —Se siente la risa burlona, del otro policía que ha llegado al lugar. El Sargento sigue distante—. Ya estás que te meas de miedo, ¿no? ¡Ya sabes lo que te espera carajo!

            Yucra levanta la mirada, «si estuviera suelto no dirías eso en mi cara, aunque muriese, pagarías tus palabras». Sus ojos enrojecidos por el sol son dos brasas alimentadas por el odio.

            —¿A quién miras así?, ¡indio de mierda! ¡Yo te voy a enseñar a respetar, carajo! ¡Toma mierda, baja esa mirada! ¡Toma, carajo!

            Yucra siente la bota del policía hundirse, una y otra vez, en sus carnes. El rostro, costillas, estómago sienten el brutal ataque, de un enfurecido vigilante del orden. Yucra se sumerge en una piadosa inconsciencia.

            —¡Ortiz! —Llama el sargento avanzando hacia él.

            —¡Sí mi sargento!  

—¡Trae los caballos!, ¿qué pasa con el preso, Barreto?

—¡Se ha desmayado, sargento!

—¡Carajo!, ¡méale la cara, a ver si se levanta!, espera, tírale un poco de agua. Pídele a la chola de la comida.

—¡Enseguida mi sargento!

Imágenes difusas van emergiendo del fatigado cerebro del abigeo. Sus tumefactos ojos van percibiendo, poco a poco, la claridad. Por su lacerado rostro, se deslizan restos de fideos y arroces, junto con el agua servida arrojada sobre su cabeza. Un tirón de la soga lo hace inclinarse hacia adelante; se pone de pie con dificultad. Improperios y golpes lo ponen nuevamente en marcha. Yucra va sujeto en la misma forma en que llegó: con una soga al cuello y con las manos amarradas a la espalda; ambas sogas están amarradas a la silla de un policía.

La comitiva ha pasado por el semiderruido cerco que da acceso al caserío, luego por una planicie cubierta de pasto para, finalmente, iniciar el descenso al valle. El sendero poco a poco se va angostando obligando a los viajeros a marchar en una sola columna. Yucra pasea su mirada por el maravilloso paisaje que aparece allá abajo. De reojo mira el abismo, unos 200 metros de precipicio “cortado a cuchillo”. Una idea se abre paso en su cerebro. ¿Para qué llegar a Coillurqui? ¿Acaso no sabe cómo trata la justicia al abigeo de poncho y ojota? Su cara entumecida, el dolor de su maltratado cuerpo, cada paso de su esforzado trote,  cada esfuerzo de sus exhaustos pulmones, se lo recuerdan. Ha robado, ha violado y ha matado. Es culpable. ¿Qué puede esperar?

Yucra levanta la mirada al cielo y, como poseído por un dios pagano, grita enloquecido:

—¡Taita cristo que me escuchas!, ¡perdona a tu hijo Yucra!, ¡recógelo y apiádate de él! —Volviendo, el fiero rostro, hacia sus captores continúa—: ¡Mistis hijos del diablo!, ¡jamás harán suplicar a Yucra! —Los caballos caracolean, asustados y se empujan mutuamente—. ¡Al infierno iremos todos!

Con el impulso de sus últimas fuerzas, Yucra, se ha lanzado contra el caballo a cuya silla estaba amarrado; Ortiz, en un felino movimiento, agarró por el cuello al sargento, evitando que sea arrastrado. Barreto, que se había adelantado, observaba, entre aterrado y asombrado, como bestias y hombres chocaban, una y otra vez, en las salientes rocosas, hasta quedar en el fondo del abismo. Yucra había muerto.

—¡Qué indio de mierda! —Fue el epitafio, lanzado por Barreto  

           

 

 

 

 

 



[1] Qarqaria= Diosa del incesto

[2] Calato= Desnudo





EPÍLOGO

 

En un hospital, del cuzco, la enfermera Yovanna Rojas entra, como de costumbre, a preparar la visita médica para el paciente de la cama 43. Labor de rutina que cumple hace 7 meses: hacerle lavado, con toallas húmedas, acomodarle las almohadas, peinarlo y cambiar sábanas, cada tres días, aunque por las penurias económicas, de esa sección de atención a menesterosos, no se cumplía a cabalidad estas disposiciones. Sólo la voluntad, inquebrantable, de la señorita enfermera y su firme convicción vocacional, de ayuda al prójimo, hacían que esa sección, de enfermos sin recursos, siguiese funcionando. Las donaciones y aportes, de “damas pudientes” de la localidad, contribuían a esa noble labor.

—¡Dios mío! —Exclamó Yovanna al pararse frente a la cama nª 43—. ¡Bendito sea Dios! ¡Doctor! ¡Doctor!

El paciente de la cama 43 abría, lentamente, los párpados después de 7 meses y dos días de haber estado inconsciente. Un samaritano desconocido al haberlo encontrado, malherido, lo había llevado al hospital su poniendo que fue víctima de un asalto. Después de los trámites, de ley, el desconocido fue internado en el nosocomio. Ahora el paciente de la cama 43 iba volviendo a la realidad. En su mente, con gran dificultad, se fue haciendo la luz

 —¿Dónde estoy? —Con la mirada inquieta y un parpadeo nervioso, cada vez más intenso, había pronunciado esa pregunta, apenas audible—. ¿Quiénes son ustedes? —Doctores, y asistentes, se habían sumado a la enfermera, y luego de las iniciales manifestaciones, de sorpresa y alegría, que causara el despertar del inquilino de la cama nro. 43, procedieron a auscultar detenidamente al paciente.

 —¡No te preocupes, estás en buenas manos! Nos tenías en ascuas, estuviste mucho tiempo dormido! —Pulso, presión sanguínea, dilatación ocular, respiración y otros datos que dieran una visión exacta de la situación del paciente fueron  sucediéndose, uno tras otro. A su vez el paciente, de la cama 43, empieza a recordar. Recuerda su nombre, se llama Rosendo, recuerda a su primo Rosauro , y, se ve cabalgando junto a él por la ruta, de herradura, que lleva a Cotabambas; recuerda la belleza matinal de los parajes andinos, que van recorriendo; recuerda como aparece, ante ellos, la víbora que se lanza sobre el caballo de Rosendo, haciéndolo perder el equilibrio y precipitarse al abismo, arrastrando a la mula con las provisiones y al caballo de él; recuerda como quedo atascado, en una cornisa del precipicio, luego de haber sufrido fuertes y mortíferos golpes en todo el cuerpo.  Se ve colgado observando como la bestia, que ha caído sobre el cuerpo de Rosauro, se levanta   rengueando y se aleja cojeando. El azabache se  aleja quebrada abajo, junto a la mula y a su caballo “Illapa”, que está en iguales condiciones. Un escalofrío recorre su cuerpo, al revivir los difíciles momentos escalando, con el cuerpo bañado en sangre y los huesos quebrantados, hasta el sendero de donde había caído; le parece, aún, sentir el frío de la noche  y la luz de la linterna, posándose en  su rostro; la voz amiga, consolándolo y prometiéndole ayuda. De pronto, su cerebro fatigado, vuelve a sumirse en una profunda oscuridad, que anula totalmente sus recuerdos, no obstante estar consciente del presente.

—¿Cómo te hiciste esa herida? ¿Algún asalto? —pregunta el galeno, señalando la cabeza del paciente, éste, instintivamente se toca la herida. Un tajo profundo, indicio de una fractura craneal semejante, recorre desde la frente la zona parietal de la cabeza—. Fue muy difícil hacer sanar esa herida —añadió el doctor—. El paciente mira nuevamente a todos lados y cae desvanecido sobre su almohada.

 

Era una mañana soleada cuando, Antonio Barreto, salió del pueblo a hacer una notificación. El “zorro”, su caballo, devoraba distancias bajo el fuete del guardián de la ley. Una vez hecha la diligencia, que lo sacó del pueblo, como de costumbre “se invitó” a algunas casas que estaban en el camino y, finalmente, se dirigió a una ranchería donde vivía una agraciada campesina, llamada Victoria, a quien asediaba constantemente. Se iba la tarde, cuando Barreto entraba al pueblo; ingresaba por la senda que llega al riachuelito, que baja del macizo andino y cruza el poblado. El jinete llegaba, al paso cansino de su caballo, cabizbajo y con un rictus de dolor en el rostro; de repente, antes de llegar al riachuelo, se desploma echando espuma por la boca. Queda tendido sobre el suelo con el tórax en tierra y los pies sumergidos en el agua. Unos labradores, que regresaban de sus labores en el campo, se acercan al ver la extraña escena; al reconocer a Barreto, se miran entre sí, miran a todos lados, y apresuran el paso desapareciendo rápidamente. Pasados unos minutos. llegaron dos mujeres a coger agua del riachuelo; pero, al ver el cuerpo, corrieron despavoridas sin auxiliar al pobre infeliz. Regresaba del campo, por el mismo camino, una niña de diez años jalando un becerro. Al ver al hombre tendido, se acercó y lo reconoció, dejó su becerro y corriendo fue a la casa de la tía Eufrasia; informó lo que había visto y, juntas, regresaron con una lámpara donde se encontraba Barreto tendido. Llegadas, vieron la mala situación en que se encontraba; inmediatamente avisaron al sanitario del pueblo; lo llevaron, a la posta médica, y le prestaron la atención necesaria. Al día siguiente, el pueblo estaba conmocionado con la noticia de la muerte de, el celoso guardián de la ley, Antonio Barreto. Todos comentaban que había sido envenenado y que la atención llegó muy tarde, sin embargo, en el informe que se hizo después, se leía:” CAUSA DE LA MUERTE: INTOXICACIÓN POR ALIMENTOS”.

 

Jacinto Huallpa estuvo preso, en el Cusco, dos años; el informe de la necropsia firmada por el “especialista” y los peritos, así como el testimonio de Facundo Yucra, fueron lapidarios. Muchos intereses gravitaron en su contra; llegaron, inclusive, a cuestionar el origen del dinero con que se pagaba al abogado. Éste tuvo que solicitar una nueva necropsia, para lo cual, los interesados tendrían que cubrir todos los gastos, del especialista y los peritos, que se trasladasen desde el Cusco. Finalmente, con los nuevos informes, y la falta de pruebas objetivas, Huallpa fue puesto en libertad. Cuando Jacinto Huallpa regresó, a su tierra, todas las autoridades del pueblo renunciaron o pidieron su traslado, por convenir al servicio. Jacinto Huallpa al volver no era el mismo. Las privaciones y los maltratos, si bien no habían doblegado su espíritu, habían mellado su organismo: una ligera cojera, en la pierna derecha, dificultaba su andar; el hombro derecho muy inflamado, le limitaba el movimiento del brazo; por otra parte su comportamiento era esquivo y desconfiado. Pronto se enteró que Facundo Yucra, poseedor del Capac Kamay, había muerto trágicamente; así como, que otros jóvenes habían ocupado el lugar de Rosauro y Rosendo. Contando siempre con la lealtad de sus hombres, pensó, como en otros momentos ¿Qué hacer?

 

Con la muerte de Facundo Yucra, terminó la posibilidad de convertir al profesor Abel en padrino del hijo de aquél. Abel nunca conoció al niño. Estando en el Cusco, el profesor, se enteró del matrimonio de Inés con su antiguo novio; así como de la renuncia de Hugo a su trabajo en Coillurqui.

Cuando Abel viajó a Lima fue a visitar a Hugo Ramos. Llegó a la calle Francisco Pizarro n° 326 que el ingeniero le había indicado en cierta oportunidad. Su sorpresa fue mayúscula, cuando encontró a otra persona viviendo en esa dirección domiciliaria. «Posiblemente copié mal la dirección», pensó el profesor. Nunca más, volvió a encontrarse con el ingeniero.

 

Pedro Romero, “don Piter”, como era conocido en el pueblo, era un próspero bodeguero cuya propiedad se encontraba cerca a la plaza de armas de “La Planchada”, un pueblo de la costa peruana, en Arequipa. Esa mañana se encontraba conversando con su amigo, Panchito Robles, en la puerta de su negocio. El tema de la conversación es el “tío Illapa”, un orate del ambiente local, que había sido atropellado por un desconocido.

—Cuando escuché el golpe, y el grito, salí pero ya estaba lejos el auto; no pude ver la placa —decía don Piter.

—Hiciste bien, en llamar a la policía, el golpe ha sido tan terrible que el auto debe llevar una abolladura; en la carretera puede ser localizado —dijo panchito, y añadió—. ¿Cuánto tiempo ya está en el pueblo con nosotros el “tío Illapa”?

—Bueno, serán unos cinco años. Un buen día, al abrir la bodega, lo vi durmiendo en una de las bancas del parque, muy mal aseado y tiritando de frío —afirmó don Piter.

—Lo que yo recuerdo es que, al comienzo, la gente quería echarlo del pueblo; decían que era agresivo.

—Tal vez algunos pensaban así, pero no, no era agresivo; era algo raro sí; había momentos en que, parecía recobrar la razón, conversaba muy bien; pero terminaba llorando y nuevamente se desubicaba —recordaba el tío Piter.

—¿Por qué el apodo del “tío Illapa”,  Piter —preguntó Panchito.

—¡Porque a todo animal, que encontraba, le decía Illapa!; era una idea fija que tenía en la mente. A mí me parece que es un mecanismo de asociación; puede ser cierto lo que una vez me dijo, en sus momentos de lucidez, que él sabía montar caballo y que tenía uno que se llamaba Illapa.

—¿Illapa? ¿Qué significará? —se preguntó en voz baja panchito

—¡Yo he indagado! —respondió don Piter, habiendo escuchado el soliloquio de Panchito—. Significa rayo; si es cierto, lo que me dijo, se trataría de un caballo muy veloz. Vaya uno a saber lo que ocurre en la mente de un loco.

—¿Tienes alguna noticia del hospital?

—¡No, nada! —dijo don Piter volteando la cabeza, al sentir una palmada en la espalda.

—¡Buenos días don Piter!, ¡hola Panchito! —saludó el recién llegado y añadió—. ¿Es cierto que “el tío Illapa” se ha accidentado?

—No se ha accidentado, ¡lo ha atropellado un desgraciado de esos! —repuso Panchito.

—¡Pobre Illapa!, ¿Es grave? —preguntó Ambrosio, que así se llamaba el recién llegado.

—¡Parece que sí! —respondió don Piter.

—A veces conversaba conmigo, aunque generalmente era introvertido y mustio, había días que le gustaba conversar. —Ambrosio se detuvo un momento y, luego, con una expresión de tristeza continuó—. ¡No sé si sea cierto! Pero, en una oportunidad, lo encontré frente al hospital, mirándolo absorto; me inquietó y me acerqué; me dijo que él había estado en un hospital, pero lo sacaron porque no tenía dinero.  Le pregunté ¿Qué hospital era y dónde quedaba?, me miro y dijo ¿Qué hospital? Y se alejó corriendo mientras gritaba ¡Illapa! ¡Illapa!, pobre hombre, ¿tendrá familia?, y si la tiene ¿dónde estará? —Terminó Ambrosio, emitiendo un profundo suspiro.

—¿Cuántos años tendrá el “tío Illapa”? —Panchito había lanzado, despreocupadamente, la pregunta que dio lugar a que, sus interlocutores, frunciesen el ceño en actitud reflexiva.

—Es difícil calcularlo, pero me parece que tendrá entre unos 50 a 55 años. —Señaló Ambrosio.

—A mí me parece que es un buen cálculo Ambrosio —acotó don Piter; se interrumpe cuando suena su celular y lo coge para atender. Escucha atentamente, mientras sus acompañantes guardan un inquieto silencio. Un aire de tristeza ensombrece su rostro—. Señores, mi hija me dice que, el “tío Illapa”, no pudo resistir a las graves lesiones del accidente, acaba de fallecer; según me dice esa gran lesión que tenía en el cráneo, y parecía una simple cicatriz, volvió a fracturarse originando la muerte esta vez. —Es visible la atribulación que ha dejado, en el ánimo de los tres amigos, la sensible noticia de la muerte de un personaje, que ya era parte del paisaje socio- urbano de La Planchada.

 

Una madrugada había aparecido, en una de las bancas del parque, hambriento, sucio y cansado. No se sabía de donde venía, ya no tenía zapatos y sus pies, desollados, indicaban un largo trajinar por quien sabe que lugares. Su primer protector fue don Piter. Descubrió, en el desconocido, a un hombre que por momentos, y a veces por días enteros, razonaba correctamente; entonces hablaba: de su caballo Illapa, del hospital de donde fue echado por falta de dinero, de un primo que no sabía dónde estaba.

 

Don Piter y sus amigos ayudaron, a financiar un entierro, para que el “tío Illapa” no fuese echado a la fosa común. Al día siguiente, después de un discreto funeral, don Piter regresó a su bodega y prendió el televisor; era la hora de los noticieros, por lo que escuchó con atención “…y el presidente de la república considera como el contrato del siglo, la firma del proyecto de las Bambas, al entregar en concesión, a la empresa XTRATA COOPER, 35,000 hectáreas en Apurímac, para la explotación minera. Es la salida que necesitan las regiones de Apurímac y Cusco para iniciar el despegue que ambicionan porque...”. Don Piter cambia de canal y atiende a un cliente que llega a su bodega.

En el cementerio queda una tumba, en cuya lápida se lee “TIO ILLAPA . X/X/ X/ – 18/O7/ 2010.

  

A muchos kilómetros de la Planchada, en un cementerio de Apurímac, una anciana coloca flores sobre una tumba, la lápida pertenece a Matilde Gonza Chuquitaipe.   04/05/ 1938 – 17/ 07/ 2010.

 

INTRODUCCIÓN A : HISTORIA Y MÁS

INTRODUCCIÓN   “La historia no es un proceso mecánico; es un proceso gobernable. Y en ese gobierno de la historia tienen su parte la voz del...