domingo, 7 de junio de 2020

NUNAKUNAMANTA WILLAKUYKUNA (CUENTO DE LAS ALMAS)





NUNAKUNAMANTA WILLAKUYKUNA

CUENTO DE LAS ALMAS

 

Los caminantes atravesaron, el riachuelo, por el puente formado por un árbol caído sobre él. Al llegar al otro lado apresuraron el paso, inquietos, por la posibilidad de llegar tarde al evento que se iba a desarrollar, o tal vez ya se estaría desarrollando, a unos kilómetros -río abajo-  de allí. Los rayos de la luna,  filtrándose entre los árboles, dibujaban caprichosas sombras fantasmales por el sendero, que conducía a la comunidad de Pan de Azúcar. En un primer plano, avanzaban Eulogio, Rodolfo y Alfredo; unos metros atrás, iban Elías, Ricardo, Rodrigo y tres, desconocidos, que se habían sumado en el camino.

 —¿Qué hora es? —preguntó Alfredo.

—Serán ya las siete —contestó Eulogio.

—Espero que lleguemos a tiempo —. Remarcó Alfredo. La ansiedad se reflejaba en el rostro de los jóvenes que, más que andar, parecían correr por la ligereza del ritmo de sus pasos. En la mente de Alfredo, que era profesor de un colegio del pueblo, se cruzaban una serie de ideas. Había escuchado hablar de apariciones, y fantasmas, muchas veces en su larga carrera docente; pero con las características, de los hechos, que le habían narrado esa mañana, nunca.

—¡Profesor! —le habían dicho sus alumnos—. ¿Cree Ud. en fantasmas?  La respuesta de Alfredo había sido rotunda:

—¡No!

—¡Pero profesor, todo el pueblo habla de que ha aparecido un fantasma, o mejor dicho, un alma condenada en la comunidad de Pan de Azúcar!  —Alfredo quedó mirando al joven y volteando, el rostro, hacia los demás alumnos reaccionó en segundos.

—¡No se dejen engañar por alguien, que trata de asustarlos, quien sabe con qué fin¡ —Los jóvenes volvieron a insistir.

            —¡Si existen profesor, el hermano de Eulogio ha estado cuando apareció! —Alfredo volvió inquisitoriamente la mirada hacia Eulogio.

            —¿Es cierto? —Eulogio sostuvo la mirada, pero por algún motivo no respondió. Alfredo, levantando la voz se dirigió a todos en general—. ¡No sé si ustedes tengan experiencias, sobre este tema, pero yo personalmente no creo en los fantasmas! Si por allí hay alguna aparición, envuelta en sábanas blancas o mantos negros – yo que sé-, hay que agarrar un buen palo o, si hay a la mano, un buen machete y hacerle frente. ¡Verán como al fantasma le van a faltar piernas para correr!  Los jóvenes cruzaron miradas y finalmente Rodrigo intervino.

—¡No es así como aparece profesor!  En el momento es difícil explicar la forma como se presenta; pero ¿Por qué no nos acompaña, hoy en la noche, para que pueda verlo Ud. personalmente? —Alfredo quedo pensativo.

—¿Esta noche? ¿A qué hora?

—Sería bueno salir de aquí a las seis o seis y media ­—intervino uno de los jóvenes, los demás  asintieron y Alfredo concluyó.

—¡Bien ¡ entonces todos los que estén  decididos a ir deben estar en la puerta del colegio a las seis. Pidan permiso a sus padres y ahora continuemos con nuestra clase.

                  

El grupo de caminantes divisó, unas luces, en un claro que se abría ensanchando el sendero. Éste desembocaba en una carretera.

            —¡Allí es profesor! —dijo Eulogio señalando unas luces que parpadeaban a la distancia. Conforme se iban acercando, la ansiedad de Alfredo se convirtió en asombro. Aquello era todo un espectáculo. En la parte derecha de la carretera, se observaba  unos diez vehículos estacionados frente a un terreno, inclinado, que conducía a un nivel plano superior. En él, se divisaba una habitación, rústica, con techo de calamina y paredes de adobe. Frente a la puerta de entrada se destacaba un patio, de tierra apisonada, que recién había sido regado. Detrás de la vivienda, se extendía un enorme cacaotal, donde se podía distinguir una especie de atalaya, era la colca donde se guardan los productos, agrícolas, para una mejor conservación. El patio, estaba atestado de gente: unos oraban, otros cuchicheaban y, por último, algunos simplemente guardaban silencio, como esperando algo que tenía que ocurrir. En el ambiente flotaba una atmósfera de recogimiento y temor. Alfredo y los jóvenes subieron, la rampa de tierra, y llegaron al patio. Los presentes no les dieron ninguna importancia, estaban absortos en sus oraciones, sus conversaciones y sus pensamientos solitarios. El profesor se acercó, a la puerta de la habitación, seguido de sus acompañantes. El interior estaba a oscuras. El fulgor de la luna llena era la única luminosidad que se filtraba, a duras penas, hasta el quicio de la puerta. La ausencia de ventanas, hacía más difícil el ingreso de luz y, por lo tanto, distinguir a las personas ubicadas en el interior. Uno de los jóvenes, recién llegados, encendió una linterna para poder ver.

 —¡MANAQASUKUQKUNA, MANACHANINCHAQKUNA  MANA….SAQRAKUNA! (¡Malcriados!, ¡blasfemos!, ¡descreídos! ¡Diablos!) —Fueron las palabras airadas que salieron, de la habitación, como reacción violenta a la linterna prendida. Como las voces iban en aumento, y con mayor agresividad, hubo que apagar la linterna. De repente un vocerío en la parte del patio llamó la atención.

—¡ HAMUSHANÑAN, HAMUSHANÑAN! (¡Ya viene!, ¡Ya viene!) —exclamaba la gente y caía de rodillas. Simultáneamente el cacaotal empezó a agitarse, haciendo un ruido aterrador, como si fuese presa de un fuerte temporal; sin embargo, no había una brizna de viento. Seguidamente las calaminas empezaron a vibrar: ratatatatatata… con una brusquedad, propia de un intenso movimiento sísmico. La gente, tanto del interior como del patio, con la expresión del pánico en sus rostros, y los ojos desorbitados,  se des hacían en plegarias y ruegos para calmar tan extraño fenómeno.

—ÑAÑAYKUNA TURAYKUNA TAYTACHA (hermanas y hermanos ¡Dios nos acompañe!) —Un sobrecogedor, e indescriptible timbre femenino resonó en el interior causando un silencio, absoluto, entre los presentes. Un sudor frío cubrió el cuerpo de Alfredo y una humedad, viscosa, pegaba la camisa a su cuerpo; una sensación de asombro, y miedo, habían paralizado sus músculos y, acaso, su cerebro. Al escuchar, por primera vez, esa voz había sentido erizarse sus cabellos, mientras por su columna se trasladaba, de la cabeza a los pies, una corriente que -a manera de sobrecarga emotiva- le había fundido todo atisbo de razonamiento.

            —¿Qué es esto profesor?, ¿qué explicación puede darnos de esto? —preguntó, Rodolfo, acercándose al profesor.

 —¿Qué?  ¡No lo sé! ¡Nunca he visto algo parecido! —respondió el profesor agarrándose la cabeza, como tratando de despertar de un mal sueño. Los demás jóvenes se arremolinaron  junto a él, cerca al quicio de la puerta, mientras la voz seguía resonando en el interior.

—¡HAMUSHANIN QANKUNAPAQ  CHANINCHAYCHIS!( ¡Vengo para que crean en mí!) —Fueron  las siguientes palabras que lanzó la espeluznante aparición, cuando  se sintió su presencia en la habitación. El profesor, en su desesperación por saber que pasaba allí, prendió su linterna y enfocó hacia el lugar donde se escuchaba la voz, esperando ver a alguien. Un nudo en la garganta impidió que se le escapara un grito de angustia y temor: ¡Nada! ¡No había cuerpo físico alguno!, solamente  la voz cambiaba de ubicación, cada vez que la trataba de ubicar, jugando con su desconcierto y su miedo. Una serie de imprecaciones salió de la multitud, ante aquel acto, para ellos, sacrílego; pero lo más atemorizante fue la reacción de la voz que, acercándose al lugar donde se prendió la luz, espetó con tono amenazador:

—¿QANKUNACHU NOQAMANTA? ( ¿Ustedes, quieren burlarse de mí?) —Y pronunciando diferentes nombres, entre los que estaban Rodolfo y Ricardo sentenció—: ¡Sichus  kankuna  mana jampiq  wañunankama  onkoyta munankichischu chayka,  mañakuna   chunka unchaupi  Kimsa chunka  yanankuta, Kinsa chunka muchayuskayki maría , Kunan  kallariychis. ( ¡ Si no quieren que les mande una enfermedad incurable, que les cause la muerte,  deberán  rezar en mi nombre, durante 10 días, 30 oraciones del padre nuestro y 30 oraciones del Dios te salve maría, empezando ahora). —Los aludidos balbuceaban, palabras ininteligibles, creyendo estar iniciando su castigo.  Rodolfo y Ricardo, sin dudar un instante, habían caído de rodillas para acompañar a los demás castigados. La voz seguía moviéndose, de un lugar a otro, y entre todo lo que decía manifestaba su preocupación por las injusticias de esta sociedad; por la maldad de la gente que había originado su muerte; por la cercanía del fin del mundo; por la necesidad de hacer una capilla, en ese lugar, dedicado a la Virgen del Carmen ya que ese debería ser un lugar sagrado dedicado solamente al culto.

—¡Benjamín! —dijo la voz con un tono, profundo, que parecía emerger del infierno.

—¿Mamitay? —respondió, sollozando, un hombre entre los asistentes. Por el conocimiento que se tenía había sido compadre de la mujer cuya alma, supuestamente, se encontraba conversando en ese momento con él.

            —¡NOQAN PAMPACHASAYKI IMA MANACHANIN RUWAWASQAYKIMANTA, ICHAQA  ASHQATAN MAÑAKUNAYKI  TAYTACHAQAQ  PANPACHANANPAQ! ( ¡Te perdono, por todo el mal que me hiciste, pero debes rezar mucho para tener el perdón de Dios!)

El hombre, en extrañas convulsiones, explotó en llanto y cayo revolcándose en el suelo. Los gritos de dolor y remordimiento del pobre hombre, de continuar,  pudieran haber helado la sangre del más pintado de los mortales y del más creyente de los allí presentes; pero de pronto, todo quedó en silencio. La voz, tan repentinamente como llegó, desapareció. Dejó de escucharse.

Tal si se hubiese roto un encanto, todos prendieron sus linternas; buscaban algo en el techo, las paredes, los rincones: ¡Nada!

 Como si alguien hubiese dado una orden, salieron disparados en loca carrera hacia la carretera; gritaban y juraban jamás volver a ese lugar. Los jóvenes que acompañaban a Alfredo, lo miraban inquisitoriamente, esperaban que les dijera algo; pero él parecía haber quedado plantado junto a la puerta.

            —¿Profesor! ¿Qué hacemos? —dijo Rodolfo. Alfredo, sacudido de sus pensamientos, respondió pausadamente.

            —Tenemos que irnos jóvenes, esto me parece increíble, nunca lo había visto, ni siquiera escuchado en comentarios; se necesita pensar mucho, para saber de qué se trata; mañana lo conversaremos, ahora, hay que ir a descansar.

El cuarto, que hacía unos minutos estaba hacinado de gente, ahora lucía vacío; en el patio quedaba un hombre, de aspecto famélico, extremadamente delgado; en su rostro huesudo, unas enormes ojeras encerraban una mirada de angustia, miedo y dolor: un alma atormentada.

 

Al día siguiente la noticia de la aparición, era el pan del día en el pueblo. Los comentarios en las tiendas, las pensiones y los hogares trataban sobre la sorprendente aparición del “alma nativa”, nombre con el que se le había bautizado a ese fenómeno fantasmal. El colegio no era la excepción. Era la tercera aparición; sin embargo, había sido la más impactante. El hecho no había pasado desapercibido para el periodismo y las autoridades, tanto de la capital del departamento como de la capital de la república, y pronto, Pan de Azúcar tuvo nuevos visitantes ansiosos de observar el fenómeno de las apariciones. El problema que se les presentaba, a esos observadores, era que no se sabía en qué momento, y cuándo, volvería a aparecer “alma nativa”. El profesor Alfredo, por su parte, ya repuesto de las impresiones que le causara el fenómeno de la aparición, les había prometido, a sus alumnos, encontrar una explicación lógica a los acontecimientos que se estaban presentando. Pensaba, para sus adentros, que si no lo lograba habría que aceptar que un fantasma había vuelto del más allá.

Un hecho distrajo del tema, de alma nativa, a Alfredo. Al terminar las clases del día, Gregorio un estudiante de la comunidad, se acercó a él para invitarlo a una velada que se iba a realizar en su chacra.

—Es algo muy bonito  profesor. Además mi mamá quiere conocer a su esposa. Cómo Ud. está siempre ocupado, me parece que esta es una buena oportunidad.

—Pero, ¿Es esta misma noche?

—Sí, Ud. puede ir a las seis. He hablado con unos amigos para que pasen por usted. —Alfredo sintiéndose comprometido, con tanta gentileza, aceptó.

 

Eran luciérnagas deslizándose, rítmicamente, por el sendero que lleva  hasta la parte baja, del camino a la comunidad de Terebinto. Los faroles, con su tenue luz, apenas dejaban divisar los morenos rostros de sus portadores. De trecho en trecho iban saliendo, de los cacaotales,  nuevos caminantes que se incorporaban al bullicioso cortejo.

—¡Mira!, ¡más luces mamá!— le dice el niño a la esposa de Alfredo.

—Sí, hijito, son los amigos de Gregorio que van a ayudar en la velada.

—¿En la velada?

—Sí hijito

—¿Qué es una velada mamá? —pregunta curiosamente el niño.

—Ahora lo vas a ver. Es un trabajo que se hace en la chacra; pero como se hace de noche le dicen velada. —El niño se queda tranquilo por el momento. Sus pasitos apresurados tratan de igualar la marcha de la comitiva, que se desplaza por el irregular camino. Llegan a un pequeño desvío y siguen por él, saliendo del camino principal. El nuevo sendero los lleva al interior  de un  bosque de cafetos, donde divisan unas luces.

—¿Allí hay una casa mamá? —pregunta el niño.

—Sí, hijito, allí vive Gregorio. —A la luz de un petromax se distingue, entre el follaje, un grupo de personas compartiendo en un pequeño matukancha. Frente a ellos hay una modesta casa de adobes y techo de paja. Dos mujeres entran y salen, inquietamente, repartiendo ponche a los presentes. Un bullicioso “chusquito” sale al encuentro de los recién llegados, ladrando estridentemente, que hasta el momento suman unas veinte personas.

—¡Mamitay, que suerte que hayas venido, señoracha! Siquiera así me visitas ¡Pasa mamita linda! —Quien así ha recibido, a la esposa de Alfredo, es Saturnina Atapaucar la mamá de Gregorio. Se deshace en atenciones con Catalina y sus dos pequeños hijos. Los hace sentarse a la mesa cerca al fogón, que los niños miran con curiosidad.

—¡Así vivimos en el campo mamita! —Saturnina, parada frente al fogón pasea la mirada por las paredes de su humilde cocina, cuyas paredes ennegrecidas por el humo de la leña,  restan la luminosidad de los mecheros

—Es bonito —responde Catalina—, sobre todo ese ambiente de paz y tranquilidad que nos da la naturaleza

—Hoy estamos haciendo ayni, porque nos está ganando la cosecha, el café  se está echando. Hay que aprovechar lo más que se pueda

—¡Madre!, ya voy a entrar con la gente —interrumpe Gregorio, que ha entrado a la cocina.

—Sí hijo está bien ¿Cuántos petromax hay?

—Cuatro, pero con los faroles se completa, hay 30 mamá, te aviso por…

—¿Sí hijo ya lo sé, anda nomas!

Saturnina no dejó terminar a Gregorio, por la vergüenza de permitir, delante de Catalina, que su hijo le dijera cuantas raciones debería cocinar. Gregorio se interna en el cafetal, con las personas, y las ubica en las áreas respectivas para iniciar el trabajo.

A la luz de las lámparas brillan los rojizos frutos, arrancados de sus ramas y colocados en el morral de los labradores. Dos hombres iban recolectando lo cosechado, en sendos costales, y llevándolo a una máquina apostada, expresamente, en un ángulo del matukancha. Allí otros dos hombres, uno echando agua y el otro accionando la máquina, iban pelando el café despojándolo de su roja cubierta.  En el interior de la chacra el bullicio era mayúsculo, el trabajo se acompañaba de un ambiente festivo sumamente agradable. Alfredo estaba muy emocionado, nunca había visto ese tipo de actividad laboral, ni la forma en que se realizaba. La mayoría de los participantes, amigos de Gregorio, eran estudiantes del colegio. Alfredo comprendió, viendo ahora, porqué a veces no cumplían con las tareas que se les dejaba: estudiaban y ayudaban en el trabajo de los padres. Las horas transcurrían sin sentirse. Entre bromas, y anécdotas, el sueño y el cansancio no aparecían; por supuesto que uno de los temas que más se trataba era el de “alma nativa”, sobre el cual, se hacían toda clase de comentarios y bromas.

 Estaban en plena actividad cuando se escuchó un silbato. Era la una de la mañana y se estaba dando la señal que la velada había terminado. Hombres y mujeres dejaron la labor y, lentamente, iban  llegando al matukancha. En el centro de él, Saturnina Atapaucar y dos mujeres más, los esperaban con un perol humeante de caldo de gallina. Conforme llegaban iban recibiendo su plato de caldo. Una exquisita presa de gallina, de casa, acompañada de su moraya, su uncucha y su yuca era el ingrediente perfecto para concluir tan acogedora actividad. Los niños de Catalina sentados en el suelo del matukancha, protegidos por “Guardián” el chusquito de la casa, saboreaban una presa que cogían con sus manos sin reparar en nada de lo que los rodeaba. Las bromas continuaron en el matukancha. Doña Saturnina les agradeció, la ayuda, y se comprometió con todos a retribuir el ayni. Conforme terminaban, su cena, se iban agrupando para acompañarse en el camino, de acuerdo al lugar donde se dirigían.

—¿Ya nos vamos mamá? —preguntó la niña.

—Sí, hijita, pero aún tengo que ayudar a la señora Atapaucar.

—¿Yo en que te ayudo?

—¡No hijita, tú no!, pero no te vayas a alejar de tu hermano.

—Mamá dile a la señora que nos regale el perrito —dice inocentemente la niña.

—¡No!, eso no se puede, el perrito cuida la casa de la señora. Ya vuelvo. —Catalina se aleja en dirección a la cocina, dejando a la niña en divertido juego con su hermano y “guardián. Luego de un momento salen las cuatro mujeres, de la cocina, un grupo de personas está esperando, con Alfredo entre ellos. Se despiden de los dueños de casa y emprenden el retorno.

—¡Hasta más tarde profesor! —se escucha la voz de Gregorio.

La procesión de faroles se dirige, ahora de subida, en dirección al pueblo. En el trayecto van desapareciendo, en la espesura del monte, algunos faroles en los mismos lugares donde, horas antes, aparecieron. Por fin, a las tres de la mañana, se estaban acostando los niños después de una hermosa, y para ellos divertida, experiencia.

 

En los días que siguieron Alfredo dedicó gran parte de su tiempo en dilucidar el tema de “alma Nativa”. Para tal circunstancia conversó, con cuanto vecino estuviese a su alcance, especialmente con los de mayor edad; visitó los alrededores de Pan de Azúcar y habló con los tenientes gobernadores y autoridades del sindicato de campesinos, así como con las mujeres de la zona. Finalmente, recopiló la siguiente información: En la casa de las apariciones había vivido un matrimonio, siendo la esposa Natividad Huamán y Leandro Guzmán el esposo. Fue un matrimonio normal y, ambos conyugues, se llevaban en buenos términos; sin embargo, Natividad se hizo conocida por no ser muy respetuosa de la fidelidad conyugal. Se dice que había tenido muchos amoríos, extraconyugales, lo cual en sí ya era gravísimo, si se tiene en cuenta el carácter profundamente religioso y moral de las comunidades de la zona. Aunque, muchas veces, religión y moral están algo contaminadas de superstición, estos hechos, ya le había acarreado la antipatía, e incluso el repudio de las mujeres del lugar; pero, Natividad, pasó todo límite permisible cuando cayó en los brazos de su compadre Benjamín que, según se dice, era un apuesto mozo muy enamorador. La esposa, ofendida, organizó la desgracia de la infortunada Natividad. Reunió a las mujeres que, de alguna manera, habían sido agraviadas y le tendieron una celada. Recogieron ají “marate”, en una cantidad considerable; lo molieron con pepa y cascara y esperaron a que Natividad baje al río a lavar ropa. Cuando ésta así lo hizo, la cogieron, la desnudaron y le rellenaron la vagina con el “marate” molido, amén de la golpiza que le dieron, dejándola inconsciente. La consecuencia no se hizo esperar porque, Natividad, cayó enferma de gravedad, tanto por la golpiza recibida como por la infección generalizada, que le produjo el ají molido introducido en su vagina. En esos lugares, donde la atención médica era casi imposible, así como por las circunstancias en que se presentaron los acontecimientos, murió Natividad presa de terribles sufrimientos. En su lecho de muerte, prometió que volvería para vengarse de todos aquellos que le habían hecho daño: hombres, de falsas promesas, y mujeres, despiadadas. Habían pasado 15 años y, Natividad Huamán, había vuelto. Sus primeras manifestaciones fueron tocar la puerta y llamar a su esposo el cual, cada vez que habría y salía, no encontraba a nadie. Todo esto, ocurría a la medianoche. Leandro, se volvió taciturno, ya no conversaba con sus amigos, ni visitaba a nadie. Se iba consumiendo, poco a poco. No podía dormir bien, en las noches, y, en el día, debería ir a trabajar en el campo. Por aquel entonces, los sindicatos campesinos tenían una gran injerencia en la vida de sus asociados, incluso en temas tan delicados como la vida íntima. Leandro, agobiado por su problema, y sin salida posible, recurrió al sindicato y en la asamblea del día domingo expuso su caso. Los asambleístas, entre burlones e incrédulos, escucharon la versión de Leandro. El secretario general, aunque no convencido totalmente de las afirmaciones de Leandro, decidió darle ayuda. Se nombró a un miembro, del sindicato, para que lo acompañe por las noches. Entonces ocurrió algo extraordinario. Al filo de la medianoche, las calaminas de la casa empezaron a temblar, mientras afuera una voz se escuchaba:

—¿Leandro por qué no quieres venir a mí? —El campesino acompañante de Leandro inmediatamente se puso de pie y, machete en mano, abrió la puerta. Afuera, a pesar que se escuchaba la voz, no se veía algo o alguien; el hombre sintió que las piernas se le aflojaban y el miedo iba invadiendo todo su ser. Leandro, por su parte, ya estaba de pie junto a su compañero.

—¡Así ocurre todas las noches compañero! —El campesino acompañante de Leandro, controlando a duras penas su miedo, le pone la mano sobre el hombro y fija su mirada en él.

            —¡Aquí no podemos permanecer compañero, es preferible que nos vayamos a mi casa, mañana informare al compañero secretario general. —Leandro sin fuerzas, para oponer algún argumento a la propuesta, asintió con la cabeza y, ambos, emprendieron el recorrido del sendero que lleva a la carretera. A sus espaldas seguía el estribillo:

—¿Leandro por qué no quieres venir a mí ?

 Así había empezado el calvario, del pobre Leandro, después de 15 años de perder a su esposa.

 

Alfredo se enteró, por sus alumnos, que siguieron otras apariciones de “alma nativa”. En todas ellas, se remarcaba la necesidad de convertir el lugar en una capilla, por ser un lugar sagrado, que debería dedicarse a la oración. En el lugar, se hicieron presentes investigadores de fenómenos paranormales, así como miembros del servicio de inteligencia, del ejército y la policía, además del enjambre de periodistas que se desesperaban por cubrir las incidencias del fenómeno “alma nativa”; sin embargo, habrían de quedar todos frustrados, porque después de dos semanas de repetirse los hechos, el fenómeno jamás volvió a aparecer. Se dieron muchas explicaciones sobre el origen de estos eventos: ¡Es una advertencia divina! , decían unos; ¡Al diablo se le escapó un condenado, pero lo ha vuelto a capturar! , decían otros; ¡Es un condenado que nunca va a tener paz mientras no se construya la capilla!, se escuchaba en boca de otros tantos. He aquí una explicación que, a la luz de las circunstancias y las averiguaciones posteriores, ensayó el profesor Alfredo para trasmitir a sus alumnos: Cuando el rey de España Carlos III, en el año de 1767, ordena la expulsión de los Jesuitas del virreinato del Perú, en el decreto señalaba que fuesen expatriados en el momento que se les ubicase, solamente con la ropa que llevaban puesta, sin ningún otro bien material. Los jesuitas tenían grandes posesiones en el Perú. En sus templos, y conventos, guardaban celosamente infinidad de reliquias de oro y plata, que por ser de esos metales, valían una gran fortuna. Aunque el decreto tenía rigor de secreto, la noticia se filtró y llegó a oídos de los Jesuitas antes que el mismo decreto. Cuando la noticia llegó al Cusco, los Jesuitas, decidieron juntar todos sus bienes metálicos y fundirlos en lingotes para poderlos trasladar fuera del país. Pretendían de esa manera no dejar sus riquezas en poder de los virreinales. Seleccionaron a jóvenes frailes, de entera confianza, que deberían llevar una recua de 200 mulas cargadas con lingotes de oro y plata.  Se sacaría esa carga por el Amazonas. Cuando la caravana partió, la infidelidad, o inocencia en la conversación de uno de los frailes del Cusco, enteró a las autoridades españolas, las que inmediatamente dispusieron una partida que siguiese y dé alcance a los fugitivos.  Los frailes fueron alcanzados en Quillabamba, pero, la carga había desaparecido. A pesar de las torturas a que fueron sometidos, los frailes, éstos jamás divulgaron el destino de los lingotes; por lo que fueron ahorcados en ese lugar. Los virreinales jamás encontraron el oro, pero, por algunos indicios, producto de las torturas aplicadas a los frailes, se cree que pueden estar en alguno de estos tres lugares de La Convención: Potrero, Chaco Huayanay o Pan de Azúcar.

Resulta que una autoridad del pueblo, muy amante de la lectura, se había dedicado a investigar esta realidad histórica, y, había llegado a la conclusión que, el cargamento en cuestión, fue  enterrado en Pan de Azúcar; pero, el lugar estaba ocupado, y en posesión de Leandro Guzmán; por lo que, entrando en contacto con personas, de suma confianza, a las cuales enteró de la situación, planifico todo un sofisticado plan para sacar del lugar al propietario, o al menos tener la oportunidad de cavar, con el pretexto de la construcción de una capilla. La vida licenciosa, de la difunta, les daba el tema perfecto para montar el entramado. Se valieron de receptores- transmisores diminutos, utilizados por gente infiltrada entre los concurrentes, hilos de metal finísimo para el movimiento del cacaotal y las calaminas, poleas y motores con silenciador a cierta distancia de la casa y un técnico que operaba en la Colca ubicada al costado de la casa. El carácter supersticioso de la población, referente a los temas de ultratumba, favoreció los planes. Sin embargo, cuando aparecieron los periodistas y los servicios de inteligencia, el temor los hizo retractarse de sus intenciones. Aunque se señaló a algunas personas, como protagonistas de estos eventos, la falta de pruebas y lo increíble de la sofisticación de un plan de esta naturaleza, es esas regiones, hizo que todo quede como una anécdota en el imaginario colectivo del pueblo. Esa fue la explicación que el profesor Alfredo dio a sus alumnos. Si le creyeron a no ¿Quién sabe?  Puede ser que alguno de ellos esté en este momento planificando la forma de apropiarse de ese cargamento de oro y plata perdido ¿Quién sabe?


Mg. Luis Alberto Flores Castillo












                                             


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