NUNAKUNAMANTA
WILLAKUYKUNA
CUENTO
DE LAS ALMAS
Los
caminantes atravesaron, el riachuelo, por el puente formado por un árbol caído
sobre él. Al llegar al otro lado apresuraron el paso, inquietos, por la
posibilidad de llegar tarde al evento que se iba a desarrollar, o tal vez ya se
estaría desarrollando, a unos kilómetros -río abajo- de allí. Los rayos de la luna, filtrándose entre los árboles, dibujaban
caprichosas sombras fantasmales por el sendero, que conducía a la comunidad de
Pan de Azúcar. En un primer plano, avanzaban Eulogio, Rodolfo y Alfredo; unos
metros atrás, iban Elías, Ricardo, Rodrigo y tres, desconocidos, que se habían
sumado en el camino.
—¿Qué hora es? —preguntó Alfredo.
—Serán
ya las siete —contestó Eulogio.
—Espero
que lleguemos a tiempo —. Remarcó Alfredo. La ansiedad se reflejaba en el
rostro de los jóvenes que, más que andar, parecían correr por la ligereza del
ritmo de sus pasos. En la mente de Alfredo, que era profesor de un colegio del
pueblo, se cruzaban una serie de ideas. Había escuchado hablar de apariciones,
y fantasmas, muchas veces en su larga carrera docente; pero con las
características, de los hechos, que le habían narrado esa mañana, nunca.
—¡Profesor!
—le habían dicho sus alumnos—. ¿Cree Ud. en fantasmas? La respuesta de Alfredo había sido rotunda:
—¡No!
—¡Pero
profesor, todo el pueblo habla de que ha aparecido un fantasma, o mejor dicho,
un alma condenada en la comunidad de Pan de Azúcar! —Alfredo quedó mirando al joven y volteando,
el rostro, hacia los demás alumnos reaccionó en segundos.
—¡No
se dejen engañar por alguien, que trata de asustarlos, quien sabe con qué fin¡
—Los jóvenes volvieron a insistir.
—¡Si
existen profesor, el hermano de Eulogio ha estado cuando apareció! —Alfredo
volvió inquisitoriamente la mirada hacia Eulogio.
—¿Es
cierto? —Eulogio sostuvo la mirada, pero por algún motivo no respondió.
Alfredo, levantando la voz se dirigió a todos en general—. ¡No sé si ustedes
tengan experiencias, sobre este tema, pero yo personalmente no creo en los
fantasmas! Si por allí hay alguna aparición, envuelta en sábanas blancas o
mantos negros – yo que sé-, hay que agarrar un buen palo o, si hay a la mano,
un buen machete y hacerle frente. ¡Verán como al fantasma le van a faltar piernas
para correr! Los jóvenes cruzaron
miradas y finalmente Rodrigo intervino.
—¡No
es así como aparece profesor! En el
momento es difícil explicar la forma como se presenta; pero ¿Por qué no nos
acompaña, hoy en la noche, para que pueda verlo Ud. personalmente? —Alfredo
quedo pensativo.
—¿Esta
noche? ¿A qué hora?
—Sería
bueno salir de aquí a las seis o seis y media —intervino uno de los jóvenes,
los demás asintieron y Alfredo concluyó.
—¡Bien
¡ entonces todos los que estén decididos
a ir deben estar en la puerta del colegio a las seis. Pidan permiso a sus
padres y ahora continuemos con nuestra clase.
El
grupo de caminantes divisó, unas luces, en un claro que se abría ensanchando el
sendero. Éste desembocaba en una carretera.
—¡Allí
es profesor! —dijo Eulogio señalando unas luces que parpadeaban a la distancia.
Conforme se iban acercando, la ansiedad de Alfredo se convirtió en asombro.
Aquello era todo un espectáculo. En la parte derecha de la carretera, se
observaba unos diez vehículos estacionados
frente a un terreno, inclinado, que conducía a un nivel plano superior. En él,
se divisaba una habitación, rústica, con techo de calamina y paredes de adobe.
Frente a la puerta de entrada se destacaba un patio, de tierra apisonada, que
recién había sido regado. Detrás de la vivienda, se extendía un enorme
cacaotal, donde se podía distinguir una especie de atalaya, era la colca donde
se guardan los productos, agrícolas, para una mejor conservación. El patio,
estaba atestado de gente: unos oraban, otros cuchicheaban y, por último,
algunos simplemente guardaban silencio, como esperando algo que tenía que
ocurrir. En el ambiente flotaba una atmósfera de recogimiento y temor. Alfredo
y los jóvenes subieron, la rampa de tierra, y llegaron al patio. Los presentes
no les dieron ninguna importancia, estaban absortos en sus oraciones, sus
conversaciones y sus pensamientos solitarios. El profesor se acercó, a la
puerta de la habitación, seguido de sus acompañantes. El interior estaba a
oscuras. El fulgor de la luna llena era la única luminosidad que se filtraba, a
duras penas, hasta el quicio de la puerta. La ausencia de ventanas, hacía más
difícil el ingreso de luz y, por lo tanto, distinguir a las personas ubicadas
en el interior. Uno de los jóvenes, recién llegados, encendió una linterna para
poder ver.
—¡MANAQASUKUQKUNA, MANACHANINCHAQKUNA MANA….SAQRAKUNA! (¡Malcriados!, ¡blasfemos!,
¡descreídos! ¡Diablos!) —Fueron las palabras airadas que salieron, de la
habitación, como reacción violenta a la linterna prendida. Como las voces iban
en aumento, y con mayor agresividad, hubo que apagar la linterna. De repente un
vocerío en la parte del patio llamó la atención.
—¡
HAMUSHANÑAN, HAMUSHANÑAN! (¡Ya viene!, ¡Ya viene!) —exclamaba la gente y caía
de rodillas. Simultáneamente el cacaotal empezó a agitarse, haciendo un ruido
aterrador, como si fuese presa de un fuerte temporal; sin embargo, no había una
brizna de viento. Seguidamente las calaminas empezaron a vibrar:
ratatatatatata… con una brusquedad, propia de un intenso movimiento sísmico. La
gente, tanto del interior como del patio, con la expresión del pánico en sus
rostros, y los ojos desorbitados, se des
hacían en plegarias y ruegos para calmar tan extraño fenómeno.
—ÑAÑAYKUNA
TURAYKUNA TAYTACHA (hermanas y hermanos ¡Dios nos acompañe!) —Un sobrecogedor,
e indescriptible timbre femenino resonó en el interior causando un silencio,
absoluto, entre los presentes. Un sudor frío cubrió el cuerpo de Alfredo y una
humedad, viscosa, pegaba la camisa a su cuerpo; una sensación de asombro, y
miedo, habían paralizado sus músculos y, acaso, su cerebro. Al escuchar, por
primera vez, esa voz había sentido erizarse sus cabellos, mientras por su
columna se trasladaba, de la cabeza a los pies, una corriente que -a manera de
sobrecarga emotiva- le había fundido todo atisbo de razonamiento.
—¿Qué
es esto profesor?, ¿qué explicación puede darnos de esto? —preguntó, Rodolfo,
acercándose al profesor.
—¿Qué?
¡No lo sé! ¡Nunca he visto algo parecido! —respondió el profesor
agarrándose la cabeza, como tratando de despertar de un mal sueño. Los demás
jóvenes se arremolinaron junto a él,
cerca al quicio de la puerta, mientras la voz seguía resonando en el interior.
—¡HAMUSHANIN
QANKUNAPAQ CHANINCHAYCHIS!( ¡Vengo para
que crean en mí!) —Fueron las siguientes
palabras que lanzó la espeluznante aparición, cuando se sintió su presencia en la habitación. El
profesor, en su desesperación por saber que pasaba allí, prendió su linterna y
enfocó hacia el lugar donde se escuchaba la voz, esperando ver a alguien. Un
nudo en la garganta impidió que se le escapara un grito de angustia y temor:
¡Nada! ¡No había cuerpo físico alguno!, solamente la voz cambiaba de ubicación, cada vez que la
trataba de ubicar, jugando con su desconcierto y su miedo. Una serie de
imprecaciones salió de la multitud, ante aquel acto, para ellos, sacrílego;
pero lo más atemorizante fue la reacción de la voz que, acercándose al lugar
donde se prendió la luz, espetó con tono amenazador:
—¿QANKUNACHU
NOQAMANTA? ( ¿Ustedes, quieren burlarse de mí?) —Y pronunciando diferentes
nombres, entre los que estaban Rodolfo y Ricardo sentenció—: ¡Sichus kankuna
mana jampiq wañunankama onkoyta munankichischu chayka, mañakuna
chunka unchaupi Kimsa chunka yanankuta, Kinsa chunka muchayuskayki maría ,
Kunan kallariychis. ( ¡ Si no quieren
que les mande una enfermedad incurable, que les cause la muerte, deberán
rezar en mi nombre, durante 10 días, 30 oraciones del padre nuestro y 30
oraciones del Dios te salve maría, empezando ahora). —Los aludidos balbuceaban,
palabras ininteligibles, creyendo estar iniciando su castigo. Rodolfo y Ricardo, sin dudar un instante,
habían caído de rodillas para acompañar a los demás castigados. La voz seguía
moviéndose, de un lugar a otro, y entre todo lo que decía manifestaba su
preocupación por las injusticias de esta sociedad; por la maldad de la gente
que había originado su muerte; por la cercanía del fin del mundo; por la
necesidad de hacer una capilla, en ese lugar, dedicado a la Virgen del Carmen
ya que ese debería ser un lugar sagrado dedicado solamente al culto.
—¡Benjamín!
—dijo la voz con un tono, profundo, que parecía emerger del infierno.
—¿Mamitay?
—respondió, sollozando, un hombre entre los asistentes. Por el conocimiento que
se tenía había sido compadre de la mujer cuya alma, supuestamente, se
encontraba conversando en ese momento con él.
—¡NOQAN PAMPACHASAYKI IMA MANACHANIN
RUWAWASQAYKIMANTA, ICHAQA ASHQATAN
MAÑAKUNAYKI TAYTACHAQAQ PANPACHANANPAQ! ( ¡Te perdono, por todo
el mal que me hiciste, pero debes rezar mucho para tener el perdón de Dios!)
El
hombre, en extrañas convulsiones, explotó en llanto y cayo revolcándose en el
suelo. Los gritos de dolor y remordimiento del pobre hombre, de continuar, pudieran haber helado la sangre del más
pintado de los mortales y del más creyente de los allí presentes; pero de
pronto, todo quedó en silencio. La voz, tan repentinamente como llegó,
desapareció. Dejó de escucharse.
Tal
si se hubiese roto un encanto, todos prendieron sus linternas; buscaban algo en
el techo, las paredes, los rincones: ¡Nada!
Como si alguien hubiese dado una orden,
salieron disparados en loca carrera hacia la carretera; gritaban y juraban
jamás volver a ese lugar. Los jóvenes que acompañaban a Alfredo, lo miraban
inquisitoriamente, esperaban que les dijera algo; pero él parecía haber quedado
plantado junto a la puerta.
—¿Profesor!
¿Qué hacemos? —dijo Rodolfo. Alfredo, sacudido de sus pensamientos, respondió
pausadamente.
—Tenemos
que irnos jóvenes, esto me parece increíble, nunca lo había visto, ni siquiera
escuchado en comentarios; se necesita pensar mucho, para saber de qué se trata;
mañana lo conversaremos, ahora, hay que ir a descansar.
El
cuarto, que hacía unos minutos estaba hacinado de gente, ahora lucía vacío; en
el patio quedaba un hombre, de aspecto famélico, extremadamente delgado; en su
rostro huesudo, unas enormes ojeras encerraban una mirada de angustia, miedo y
dolor: un alma atormentada.
Al
día siguiente la noticia de la aparición, era el pan del día en el pueblo. Los
comentarios en las tiendas, las pensiones y los hogares trataban sobre la
sorprendente aparición del “alma nativa”, nombre con el que se le había
bautizado a ese fenómeno fantasmal. El colegio no era la excepción. Era la
tercera aparición; sin embargo, había sido la más impactante. El hecho no había
pasado desapercibido para el periodismo y las autoridades, tanto de la capital
del departamento como de la capital de la república, y pronto, Pan de Azúcar
tuvo nuevos visitantes ansiosos de observar el fenómeno de las apariciones. El problema
que se les presentaba, a esos observadores, era que no se sabía en qué momento,
y cuándo, volvería a aparecer “alma nativa”. El profesor Alfredo, por su parte,
ya repuesto de las impresiones que le causara el fenómeno de la aparición, les
había prometido, a sus alumnos, encontrar una explicación lógica a los
acontecimientos que se estaban presentando. Pensaba, para sus adentros, que si
no lo lograba habría que aceptar que un fantasma había vuelto del más allá.
Un
hecho distrajo del tema, de alma nativa, a Alfredo. Al terminar las clases del
día, Gregorio un estudiante de la comunidad, se acercó a él para invitarlo a
una velada que se iba a realizar en su chacra.
—Es
algo muy bonito profesor. Además mi mamá
quiere conocer a su esposa. Cómo Ud. está siempre ocupado, me parece que esta
es una buena oportunidad.
—Pero,
¿Es esta misma noche?
—Sí,
Ud. puede ir a las seis. He hablado con unos amigos para que pasen por usted.
—Alfredo sintiéndose comprometido, con tanta gentileza, aceptó.
Eran
luciérnagas deslizándose, rítmicamente, por el sendero que lleva hasta la parte baja, del camino a la
comunidad de Terebinto. Los faroles, con su tenue luz, apenas dejaban divisar
los morenos rostros de sus portadores. De trecho en trecho iban saliendo, de
los cacaotales, nuevos caminantes que se
incorporaban al bullicioso cortejo.
—¡Mira!,
¡más luces mamá!— le dice el niño a la esposa de Alfredo.
—Sí,
hijito, son los amigos de Gregorio que van a ayudar en la velada.
—¿En
la velada?
—Sí
hijito
—¿Qué
es una velada mamá? —pregunta curiosamente el niño.
—Ahora
lo vas a ver. Es un trabajo que se hace en la chacra; pero como se hace de
noche le dicen velada. —El niño se queda tranquilo por el momento. Sus pasitos
apresurados tratan de igualar la marcha de la comitiva, que se desplaza por el
irregular camino. Llegan a un pequeño desvío y siguen por él, saliendo del
camino principal. El nuevo sendero los lleva al interior de un
bosque de cafetos, donde divisan unas luces.
—¿Allí
hay una casa mamá? —pregunta el niño.
—Sí,
hijito, allí vive Gregorio. —A la luz de un petromax se distingue, entre el
follaje, un grupo de personas compartiendo en un pequeño matukancha. Frente a
ellos hay una modesta casa de adobes y techo de paja. Dos mujeres entran y
salen, inquietamente, repartiendo ponche a los presentes. Un bullicioso
“chusquito” sale al encuentro de los recién llegados, ladrando estridentemente,
que hasta el momento suman unas veinte personas.
—¡Mamitay,
que suerte que hayas venido, señoracha! Siquiera así me visitas ¡Pasa mamita
linda! —Quien así ha recibido, a la esposa de Alfredo, es Saturnina Atapaucar
la mamá de Gregorio. Se deshace en atenciones con Catalina y sus dos pequeños
hijos. Los hace sentarse a la mesa cerca al fogón, que los niños miran con
curiosidad.
—¡Así
vivimos en el campo mamita! —Saturnina, parada frente al fogón pasea la mirada
por las paredes de su humilde cocina, cuyas paredes ennegrecidas por el humo de
la leña, restan la luminosidad de los
mecheros
—Es
bonito —responde Catalina—, sobre todo ese ambiente de paz y tranquilidad que
nos da la naturaleza
—Hoy
estamos haciendo ayni, porque nos está ganando la cosecha, el café se está echando. Hay que aprovechar lo más
que se pueda
—¡Madre!,
ya voy a entrar con la gente —interrumpe Gregorio, que ha entrado a la cocina.
—Sí
hijo está bien ¿Cuántos petromax hay?
—Cuatro,
pero con los faroles se completa, hay 30 mamá, te aviso por…
—¿Sí
hijo ya lo sé, anda nomas!
Saturnina
no dejó terminar a Gregorio, por la vergüenza de permitir, delante de Catalina,
que su hijo le dijera cuantas raciones debería cocinar. Gregorio se interna en
el cafetal, con las personas, y las ubica en las áreas respectivas para iniciar
el trabajo.
A
la luz de las lámparas brillan los rojizos frutos, arrancados de sus ramas y
colocados en el morral de los labradores. Dos hombres iban recolectando lo
cosechado, en sendos costales, y llevándolo a una máquina apostada,
expresamente, en un ángulo del matukancha. Allí otros dos hombres, uno echando
agua y el otro accionando la máquina, iban pelando el café despojándolo de su
roja cubierta. En el interior de la
chacra el bullicio era mayúsculo, el trabajo se acompañaba de un ambiente
festivo sumamente agradable. Alfredo estaba muy emocionado, nunca había visto
ese tipo de actividad laboral, ni la forma en que se realizaba. La mayoría de
los participantes, amigos de Gregorio, eran estudiantes del colegio. Alfredo
comprendió, viendo ahora, porqué a veces no cumplían con las tareas que se les
dejaba: estudiaban y ayudaban en el trabajo de los padres. Las horas
transcurrían sin sentirse. Entre bromas, y anécdotas, el sueño y el cansancio
no aparecían; por supuesto que uno de los temas que más se trataba era el de
“alma nativa”, sobre el cual, se hacían toda clase de comentarios y bromas.
Estaban en plena actividad cuando se escuchó
un silbato. Era la una de la mañana y se estaba dando la señal que la velada
había terminado. Hombres y mujeres dejaron la labor y, lentamente, iban llegando al matukancha. En el centro de él,
Saturnina Atapaucar y dos mujeres más, los esperaban con un perol humeante de
caldo de gallina. Conforme llegaban iban recibiendo su plato de caldo. Una
exquisita presa de gallina, de casa, acompañada de su moraya, su uncucha y su
yuca era el ingrediente perfecto para concluir tan acogedora actividad. Los
niños de Catalina sentados en el suelo del matukancha, protegidos por
“Guardián” el chusquito de la casa, saboreaban una presa que cogían con sus
manos sin reparar en nada de lo que los rodeaba. Las bromas continuaron en el
matukancha. Doña Saturnina les agradeció, la ayuda, y se comprometió con todos
a retribuir el ayni. Conforme terminaban, su cena, se iban agrupando para
acompañarse en el camino, de acuerdo al lugar donde se dirigían.
—¿Ya
nos vamos mamá? —preguntó la niña.
—Sí,
hijita, pero aún tengo que ayudar a la señora Atapaucar.
—¿Yo
en que te ayudo?
—¡No hijita, tú no!, pero no
te vayas a alejar de tu hermano.
—Mamá dile a la señora que
nos regale el perrito —dice inocentemente la niña.
—¡No!, eso no se
puede, el perrito cuida la casa de la señora. Ya vuelvo. —Catalina se aleja en
dirección a la cocina, dejando a la niña en divertido juego con su hermano y
“guardián. Luego de un momento salen las cuatro mujeres, de la cocina, un grupo
de personas está esperando, con Alfredo entre ellos. Se despiden de los dueños
de casa y emprenden el retorno.
—¡Hasta
más tarde profesor! —se escucha la voz de Gregorio.
La
procesión de faroles se dirige, ahora de subida, en dirección al pueblo. En el
trayecto van desapareciendo, en la espesura del monte, algunos faroles en los
mismos lugares donde, horas antes, aparecieron. Por fin, a las tres de la
mañana, se estaban acostando los niños después de una hermosa, y para ellos
divertida, experiencia.
En
los días que siguieron Alfredo dedicó gran parte de su tiempo en dilucidar el
tema de “alma Nativa”. Para tal circunstancia conversó, con cuanto vecino
estuviese a su alcance, especialmente con los de mayor edad; visitó los
alrededores de Pan de Azúcar y habló con los tenientes gobernadores y
autoridades del sindicato de campesinos, así como con las mujeres de la zona.
Finalmente, recopiló la siguiente información: En la casa de las apariciones
había vivido un matrimonio, siendo la esposa Natividad Huamán y Leandro Guzmán
el esposo. Fue un matrimonio normal y, ambos conyugues, se llevaban en buenos
términos; sin embargo, Natividad se hizo conocida por no ser muy respetuosa de
la fidelidad conyugal. Se dice que había tenido muchos amoríos,
extraconyugales, lo cual en sí ya era gravísimo, si se tiene en cuenta el
carácter profundamente religioso y moral de las comunidades de la zona. Aunque,
muchas veces, religión y moral están algo contaminadas de superstición, estos
hechos, ya le había acarreado la antipatía, e incluso el repudio de las mujeres
del lugar; pero, Natividad, pasó todo límite permisible cuando cayó en los
brazos de su compadre Benjamín que, según se dice, era un apuesto mozo muy
enamorador. La esposa, ofendida, organizó la desgracia de la infortunada Natividad.
Reunió a las mujeres que, de alguna manera, habían sido agraviadas y le
tendieron una celada. Recogieron ají “marate”, en una cantidad considerable; lo
molieron con pepa y cascara y esperaron a que Natividad baje al río a lavar
ropa. Cuando ésta así lo hizo, la cogieron, la desnudaron y le rellenaron la
vagina con el “marate” molido, amén de la golpiza que le dieron, dejándola
inconsciente. La consecuencia no se hizo esperar porque, Natividad, cayó
enferma de gravedad, tanto por la golpiza recibida como por la infección
generalizada, que le produjo el ají molido introducido en su vagina. En esos
lugares, donde la atención médica era casi imposible, así como por las
circunstancias en que se presentaron los acontecimientos, murió Natividad presa
de terribles sufrimientos. En su lecho de muerte, prometió que volvería para
vengarse de todos aquellos que le habían hecho daño: hombres, de falsas
promesas, y mujeres, despiadadas. Habían pasado 15 años y, Natividad Huamán,
había vuelto. Sus primeras manifestaciones fueron tocar la puerta y llamar a su
esposo el cual, cada vez que habría y salía, no encontraba a nadie. Todo esto,
ocurría a la medianoche. Leandro, se volvió taciturno, ya no conversaba con sus
amigos, ni visitaba a nadie. Se iba consumiendo, poco a poco. No podía dormir
bien, en las noches, y, en el día, debería ir a trabajar en el campo. Por aquel
entonces, los sindicatos campesinos tenían una gran injerencia en la vida de
sus asociados, incluso en temas tan delicados como la vida íntima. Leandro,
agobiado por su problema, y sin salida posible, recurrió al sindicato y en la
asamblea del día domingo expuso su caso. Los asambleístas, entre burlones e
incrédulos, escucharon la versión de Leandro. El secretario general, aunque no
convencido totalmente de las afirmaciones de Leandro, decidió darle ayuda. Se
nombró a un miembro, del sindicato, para que lo acompañe por las noches.
Entonces ocurrió algo extraordinario. Al filo de la medianoche, las calaminas
de la casa empezaron a temblar, mientras afuera una voz se escuchaba:
—¿Leandro
por qué no quieres venir a mí? —El campesino acompañante de Leandro
inmediatamente se puso de pie y, machete en mano, abrió la puerta. Afuera, a
pesar que se escuchaba la voz, no se veía algo o alguien; el hombre sintió que
las piernas se le aflojaban y el miedo iba invadiendo todo su ser. Leandro, por
su parte, ya estaba de pie junto a su compañero.
—¡Así
ocurre todas las noches compañero! —El campesino acompañante de Leandro,
controlando a duras penas su miedo, le pone la mano sobre el hombro y fija su
mirada en él.
—¡Aquí
no podemos permanecer compañero, es preferible que nos vayamos a mi casa,
mañana informare al compañero secretario general. —Leandro sin fuerzas, para
oponer algún argumento a la propuesta, asintió con la cabeza y, ambos,
emprendieron el recorrido del sendero que lleva a la carretera. A sus espaldas
seguía el estribillo:
—¿Leandro
por qué no quieres venir a mí ?
Así había empezado el calvario, del pobre
Leandro, después de 15 años de perder a su esposa.
Alfredo
se enteró, por sus alumnos, que siguieron otras apariciones de “alma nativa”.
En todas ellas, se remarcaba la necesidad de convertir el lugar en una capilla,
por ser un lugar sagrado, que debería dedicarse a la oración. En el lugar, se
hicieron presentes investigadores de fenómenos paranormales, así como miembros
del servicio de inteligencia, del ejército y la policía, además del enjambre de
periodistas que se desesperaban por cubrir las incidencias del fenómeno “alma
nativa”; sin embargo, habrían de quedar todos frustrados, porque después de dos
semanas de repetirse los hechos, el fenómeno jamás volvió a aparecer. Se dieron
muchas explicaciones sobre el origen de estos eventos: ¡Es una advertencia
divina! , decían unos; ¡Al diablo se le escapó un condenado, pero lo ha vuelto
a capturar! , decían otros; ¡Es un condenado que nunca va a tener paz mientras
no se construya la capilla!, se escuchaba en boca de otros tantos. He aquí una
explicación que, a la luz de las circunstancias y las averiguaciones
posteriores, ensayó el profesor Alfredo para trasmitir a sus alumnos: Cuando el
rey de España Carlos III, en el año de 1767, ordena la expulsión de los
Jesuitas del virreinato del Perú, en el decreto señalaba que fuesen expatriados
en el momento que se les ubicase, solamente con la ropa que llevaban puesta,
sin ningún otro bien material. Los jesuitas tenían grandes posesiones en el
Perú. En sus templos, y conventos, guardaban celosamente infinidad de reliquias
de oro y plata, que por ser de esos metales, valían una gran fortuna. Aunque el
decreto tenía rigor de secreto, la noticia se filtró y llegó a oídos de los
Jesuitas antes que el mismo decreto. Cuando la noticia llegó al Cusco, los
Jesuitas, decidieron juntar todos sus bienes metálicos y fundirlos en lingotes
para poderlos trasladar fuera del país. Pretendían de esa manera no dejar sus
riquezas en poder de los virreinales. Seleccionaron a jóvenes frailes, de
entera confianza, que deberían llevar una recua de 200 mulas cargadas con
lingotes de oro y plata. Se sacaría esa
carga por el Amazonas. Cuando la caravana partió, la infidelidad, o inocencia
en la conversación de uno de los frailes del Cusco, enteró a las autoridades
españolas, las que inmediatamente dispusieron una partida que siguiese y dé alcance
a los fugitivos. Los frailes fueron
alcanzados en Quillabamba, pero, la carga había desaparecido. A pesar de las
torturas a que fueron sometidos, los frailes, éstos jamás divulgaron el destino
de los lingotes; por lo que fueron ahorcados en ese lugar. Los virreinales
jamás encontraron el oro, pero, por algunos indicios, producto de las torturas
aplicadas a los frailes, se cree que pueden estar en alguno de estos tres
lugares de La Convención: Potrero, Chaco Huayanay o Pan de Azúcar.
Resulta
que una autoridad del pueblo, muy amante de la lectura, se había dedicado a
investigar esta realidad histórica, y, había llegado a la conclusión que, el
cargamento en cuestión, fue enterrado en
Pan de Azúcar; pero, el lugar estaba ocupado, y en posesión de Leandro Guzmán;
por lo que, entrando en contacto con personas, de suma confianza, a las cuales
enteró de la situación, planifico todo un sofisticado plan para sacar del lugar
al propietario, o al menos tener la oportunidad de cavar, con el pretexto de la
construcción de una capilla. La vida licenciosa, de la difunta, les daba el
tema perfecto para montar el entramado. Se valieron de receptores- transmisores
diminutos, utilizados por gente infiltrada entre los concurrentes, hilos de
metal finísimo para el movimiento del cacaotal y las calaminas, poleas y
motores con silenciador a cierta distancia de la casa y un técnico que operaba
en la Colca ubicada al costado de la casa. El carácter supersticioso de la
población, referente a los temas de ultratumba, favoreció los planes. Sin
embargo, cuando aparecieron los periodistas y los servicios de inteligencia, el
temor los hizo retractarse de sus intenciones. Aunque se señaló a algunas
personas, como protagonistas de estos eventos, la falta de pruebas y lo
increíble de la sofisticación de un plan de esta naturaleza, es esas regiones,
hizo que todo quede como una anécdota en el imaginario colectivo del pueblo.
Esa fue la explicación que el profesor Alfredo dio a sus alumnos. Si le
creyeron a no ¿Quién sabe? Puede ser que
alguno de ellos esté en este momento planificando la forma de apropiarse de ese
cargamento de oro y plata perdido ¿Quién sabe?
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