domingo, 2 de agosto de 2020

WARMI URQOY (PEDIDA DE MANO)


                                                           







                                                             WARMI URQOY

PEDIDA DE MANO

 

 

Las cuerdas van quedando con la tirantez exacta que les permita emitir las melodiosas notas que, el eximio Silvera, estaba acostumbrado a extraer de su mandolina.

 —¡Me parece que ya es la hora! —Les dice a sus acompañantes.

            —¡La hora no importe Silvera! ¡Lo mismo da que sean las ocho o la una de la mañana! Total….—respondió, don José, adelantándose al grupo. Los demás continuaban sentados en las piedras que, a manera de cómodos cojines, les servían de descanso.  De la loma, donde se encontraban, podía divisarse parte de la campiña que, con su raleada vegetación, contrastaba con los desnudos rocosos que se levantan, en el horizonte, hacia el oeste. La débil luna se trenzaba, en desigual lucha, con los oscuros nubarrones que aparecían intermitentemente.

—¿Ves alguna luz en la casa? —preguntó Germán. El lejano aullido, de un perro, puso marco a sus palabras.

—¡No se ve luz, parece que ya descansan, hay mucha quietud —dijo Roberto—,¡Tócame la prima! —añadió, mientras bordoneaba su guitarra y ajustaba las clavijas, templando las cuerdas.

Silvera rasgó la primera cuerda de su bandolina y prosiguieron, con las demás cuerdas, templando en la misma nota bandolina y guitarra.

El grupo había salido media hora antes, del pueblo, y estaban a punto de llegar a la casita, de piedras y paja, que se observaba desde la loma a unos 200 metros. Era el objetivo del viaje. El tayta José, que era como lo conocían, dirigía el grupo. Por ser el propietario de aquellas tierras era requerido, por los arrendatarios, para los temas de importancia que se presentaban entre ellos: distribución de aguas temas de linderos, préstamos de sementales y también los matrimonios. Julián, un mozo de una de sus parcelas, y ahijado suyo, lo había visitado, dos días atrás, a la casa hacienda para manifestarle su deseo de casarse con Margarita, una campesina del lugar; por lo que pedía su autorización, de acuerdo a las tradiciones del lugar. Sin muchos rodeos, don José, le había dado su aprobación y, luego de despachar los asuntos diarios de la hacienda, se dedicó a los preparativos para cumplir con las diligencias del caso. Primero, tenía que organizar, la pedida de mano de la futura novia; para ello, debería contar con unos buenos músicos, que lleven alegría, en el momento de visitar a los padres; por lo que mandó, a sus propios, a buscar a Silvera y Roberto, conocidos en la comarca por sus dotes artísticas; luego, seleccionó unas botellas de buena caña, de aquella que hacía traer de las haciendas de Terebinto y Potrero en la Convención. Cuando todo estuviera listo mandaría a avisar, a Julián, que había llegado el momento del Warmi orqoy. Era así como, ahora, se encontraban cerca a la casa de Margarita. Cruzaron el espacio de terreno que los separaba de la choza y se apostaron frente a la puerta. A una señal, del tayta José, los instrumentos empezaron a desplegar dulces melodías, que embriagaban el aire, rompiendo el silencio de la noche.

—“Despierta mi amor si estas dormiiiiiiida

 Despierta mi amor si estás soñaaaaaaando

Despierta mi amor que estoy cantaaaaaando .

Vibraban las románticas letras de la canción, entonada por Silvera y Roberto, en ritmo de un sentido huayno. La tenue luz de un candil apareció en el interior.

—¿Pin sutimpi? ( ¿En nombre de quién?) —se escuchó una voz, dentro de la casa, rigiéndose por el protocolo de la costumbre.

! Wuiracocha Jose!  Sutimpi wiracocha Julian  Wiracocha  Prudencio! (¡Don José!¡ en nombre de don Julián Wiraqocha Prudencio!) —respondió una voz, del exterior, completando el mismo protocolo.

 La puerta, de la humilde choza, se abre y aparece don Prudencio, el dueño de la misma. Un hombre de, aproximadamente 60 años, de movimientos lentos, casi encorvado, casi aplastado por el tiempo y el destino, con el rostro cubierto de arrugas, tenía un semblante apacible y resignado.

            —¡Honras mi humilde casa papay! ¡Pasen wiraqochas! —Hace una inclinación, con la cabeza, y se pone a un lado de la entrada, por la que ingresa la comitiva. En el interior una mesa, de madera mohosa, sirve de base a un mechero, de querosene, que resplandece en el centro. Dos viejas bancas, de madera cubiertas de cueros de cordero, flanquean la mesa: son los únicos muebles de la pequeña habitación; a la derecha un tabique, de ramas y cañas, separa lo que debe ser el dormitorio. En la entrada, del mismo, se encuentra una mujer que, agarrando una lliclla que cubre sus hombros, poco a poco se va acercando a don Prudencio.

            —¿Cómo están?

Inicia don José.

—¡Bien nomas Papay!

Responde don Prudencio. .

—¡Me da gusto verlos Don Prudencio, doña Luciana! ¡Me da gusto verlos y que estén bien de salud! ¡Vengo con una misión muy importante, pero antes de conversar quiero que te sirvas este pequeño obsequio! ¡Oscar el paquete!

 Del grupo, se separa un joven con una bolsa que pone en la mesa.

—¡Es buena caña! ¡De lo mejor que hacen en Terebinto! —Sentencia don José. —Les decía don Prudencio, doña Luciana, que hemos venido por un motivo muy importante. Tú sabes que Julián —señalando al joven que se encuentra a la mano derecha—, es mi ahijado y yo, en este momento, hablo en su representación. Vengo a pedir la mano de tu hija, Margarita, para mi ahijado, Julián. Según sé las pretensiones, de mi ahijado, son correspondidas por tu hija.

 Don Prudencio y doña Luciana cruzan miradas y, volviéndose hacia don José, don Prudencio exclama.

—¡Hay papay! ¡Algo así imaginé cuando escuché la música y tocaste la puerta! ¡Taitita lindo! Tu ahijado ha puesto los ojos en mi hija ¿Qué puedo yo negarte?, pero no está en mí la decisión, aunque fuese mi desgracia, yo no obligaría a mi hija, mi querida Margarita, a aceptar algo contra su voluntad —Don Prudencio ha hablado mostrando ese orgullo, y dignidad, que caracterizaron su juventud; sin embargo, reaccionando como si hubiese cometido una gran falta ante el dueño de sus tierras, añade con grosera mansedumbre— ¡Creo que ella debe decidir Papay!.

—Muy bien, entonces, ¡Luciana, anda a llamar a tu hija! ¡Pero vamos! ¡Vamos! ¡Oscar sirve las bebidas! ¡Esta noche debe ser una gran noche!

Luciana, con paso lento, ingresa al dormitorio.  Oscar, diligentemente sirve hasta la mitad, sendos vasos de caña, a los concurrentes. Hacen un brindis, siempre con la iniciativa de don José, y se enfrascan en una conversación, indefinida, sobre las virtudes de los jóvenes. Transcurrido un tiempo aparecen, por la puerta del dormitorio, doña Luciana con una hermosa joven cuya belleza impresiona, gratamente, a los asistentes. Margarita, es la expresión de una juvenil gracia, y belleza, que parece haber sido extraída de algún cuento de hadas y trasladada a aquella tierra, hostil y dura, donde se necesita más fuerza que belleza para sobrevivir.

            —¡Ven niñacha, acércate! —Dice don Prudencio. Margarita, dócilmente, se acerca y se coloca junto a su padre— ¡Margarita, el tayta don José, ha venido a pedir tu mano para su ahijado el don Julián. Me ha explicado todo lo bueno que puede ser, para ti, ese matrimonio y, a mí, me parece bien; pero no puedo, o no quería, dar mi consentimiento sin antes escucharte a ti ¿Se conocen con Julián?

—¡Si papay! 

—¿Estás enamorada de él?

—¡Sí papay!

            —¡Y yo de ella don Prudencio! —Terció Julián interviniendo en la conversación que, don Prudencio, sostenía con su hija—, y queremos con su bendición, y la de mi padrino, formar una familia.

—¡Don José! ¡Papá lindo! ¡Has honrado mi casa ,visitándome, para traerme esta noticia que es alegría para mi hogar, porque si Margarita se siente bien sus padres también nos sentimos bien.

Una tímida sonrisa aparece en los labios de Margarita, al escuchar las palabras de su padre, se acerca a su madre y se cobija en sus brazos.

—¡No se diga más don Prudencio! ¡Todos estamos de acuerdo, Salud, por este acontecimiento!

 Levanta su copa, don José, y todos los presentes lo imitan, llevándose a los labios las copas con el aguardiente de caña. Desde que ingresara Margarita, al ambiente que ocupaban, todos habían quedado impresionados por su belleza, pero, quien había quedado verdaderamente aturdido y prendado de la bella joven, desde el primer momento, era Roberto, uno de los músicos acompañantes de don José. El músico, extranjero en esas tierras, creía revivir, al mirar los negros y brillantes ojos de Margarita, el hechizo de un romance ya lejano en su natal, Jauja. Los brindis se sucedían, uno tras otro, elevándose cada vez más la euforia estimulada por el aguardiente.

!Kunan wata, papa  cosechapi allin  kanka, papay! (¡Este año habrá buena cosecha de    papas papay !)

—¡Dios te oiga Prudencio! La próxima semana saldré a ver cómo está la reproducción de las ovejas!

  La guitarra, de Roberto, inició un lastimero Yaraví.

            Bebieron, comieron y bailaron sin restricción. Continuaron bebiendo hasta el amanecer. Los ojos, ansiosos de Roberto, no dejaban de observar a Margarita que, ruborizada, bajaba la cara cada vez que su mirada se cruzaba con la de aquel desconocido. Esto ocurría, con más frecuencia, porque los efectos del alcohol aumentaban, con el transcurso del tiempo. Julián, no era ajeno a estas circunstancias. Dentro de su pecho se mesclaban sensaciones de cólera e impotencia, ante las actitudes de aquel extraño, puesto que él sólo tenía vínculos con don José. Margarita, dos veces, había intentado retirarse manifestando sentirse mal y, otras tantas, don José lo había impedido.

—¡Cómo me vas a hacer ese desaire futura ahijada! ¿Es esta la forma de atenderme?  ¡Prudencio!  ¿Mi presencia no vale?  ¡Tu hija se va a casar con un ahijado de José de los Ríos y, a José de los Ríos, nadie lo deja en una mesa! —Vociferaba, mientras golpeaba la mesa con un puño. El licor, que embotaba paulatinamente sus sentidos, iba desapareciendo, poco a poco, al gentil hacendado que había llegado, horas antes, a la puerta de la casa. Había otro José de los Ríos, otro Tayta José. Por momentos las conversaciones eran intercaladas con música, que nadie escuchaba, y hasta los intérpretes habían perdido la dulzura de sus melodías. Estaban totalmente ebrios.

—¡Ya llegaron! —Dice Oscar poniéndose de pie al escuchar un galopar de caballos. Con paso vacilante se dirige a la puerta y la abre— ¡Ya están, aquí, don José!   

Don José había encargado, a uno de sus empleados, ir a la hacienda a traer cabalgaduras para llevarlos, de regreso. Se había cumplido el encargo. Luego de despedirse, unos, y, otros sin hacerlo, subieron a sus caballos. No pasó inadvertido que don José, después de despedirse de los padres, quedó conversando con Margarita unos minutos; luego se dirigió a su cabalgadura, montó y encabezó la partida hacia la casa hacienda. La aurora hacia su aparición en el horizonte.

Llegó el día del matrimonio. Don José de los Ríos, había cuidado todos los detalles. Una gran mesa, colocada en el centro del gran salón de la hacienda, sería el lugar donde se ubicarían las autoridades y personas notables del pequeño Distrito. Había hecho llegar músicos del Cusco; el sacerdote, que oficiaría la misa y el matrimonio, era también del cusco. En la capilla, de la casa hacienda, se oficiaría la misa y el matrimonio.

Eran las 9 de la mañana, cuando ya todos los invitados estaban reunidos, que se dio inicio a la ceremonia religiosa. El altar, bellamente decorado a pedido del sacerdote, daba un marco especial al acontecimiento. Los asistentes, incluyendo a la gente del pueblo, lucían sus mejores galas; puesto que, eran muy pocas las veces que había oportunidad de hacerlo, en aquellos alejados lugares. La esposa del gobernador miraba, de reojo, a la del Alcalde y se regocijaba, en su interior, que no estuviese mejor vestida que ella; además el collar, que ella tenía, era de oro legítimo y el de su vecina, ocasional, solamente era bañado en plata. Tanta era la preocupación, de las damas presentes, por el tema del buen vestir, que muy poca o nula era la atención que prestaban a las palabras del sacerdote, en el desarrollo de la ceremonia.  Solamente reaccionaron con prontitud, para aplaudir, cuando escucharon el “yo los declaro marido y mujer”. Concluida la ceremonia, el Tayta José invitó a los presentes a pasar al salón, donde unos empleados los fueron ubicando en sus respectivos lugares, señalados previamente. Don José se ha sentado en la cabecera de la mesa, flanqueado por algunas autoridades y el sacerdote.

—¡Un brindis por los novios! —Dice don José, levantando su copa— ¡¡Salud!!

—¡¡Salud!! —responde un tintinear de copas chocando.

No faltan quienes se acercan a saludar a don José, y a los novios. Margarita está radiante. Su belleza natural se ve aún más luminosa, con la vestimenta de novia, que para la fecha se ha dispuesto; sin embargo hay, en su rostro, cierta inquietud que vanamente trata de disimular. Han tintineado las copas, varias veces, y la alegría va en aumento. Por último se ha servido el almuerzo y, los comensales, lo disfrutan con gran beneplácito. Margarita casi inaudiblemente musita:

 —¡Ya es la hora! —Levantándose le dice suavemente a Julián—: Voy al baño, ya vuelvo! 

Los asistentes, poco interés prestan a otra cosa que no sea engullir, el apetitoso cerdo que yace, muy bien condimentado, en sus platos. El vino se sirve generosamente. Margarita se dirige a la puerta, que da al jardín, y sigue a la derecha, perdiéndose en el corredor que va a las habitaciones de la hacienda. Julián la ha seguido hasta el jardín pero, al no encontrarla, sigue de frente hasta la parte posterior de la casa. Dirige su mirada hacia el bosquecillo, que se alza hacia el poniente. En el gran salón, la algarabía va en aumento, pero ya no es don José el que invita a los brindis, porque también está ausente. Los empleados y mujeres de la casa, sigilosamente, atienden a los invitados; ellos, están ajenos a la alegría que éstos manifiestan y solamente cruzan cómplices y misteriosas, miradas. Roberto que ha asistido al evento y ha estado junto al sacerdote, algo masculla en voz baja.

—¡Maldito! ¡Maldito seas! ¡Me juraste que no lo harías! —Presionaba, fuertemente, la copa que tenía en sus manos mientras miraba el asiento vacío de don José.  

—¿Qué sucede hijo?,   ¿creo que dijiste algo?  ¡Si no me equivoco tú eres el sobrino del tayta José! ¡Ten en cuenta que todo lo que ocurre, en esta vida, es por la voluntad de Dios! ¡Alégrate, es día de fiesta! —Llama a uno de los empleados y se hace llenar la copa— ¡Acá también para mi amigo! —dice señalando la copa de Roberto.

Julián ha llegado al bosquecillo, arranca una flor silvestre, se la lleva a los labios y llora amargamente, un llanto de dolor e impotencia. Luego de calmarse, saca su pañuelo, se seca las lágrimas y desanda la ruta; cruza el potrero y llega al jardín. Parado, allí un momento, ve aparecer a Margarita por el corredor de la casa. Está vestida con la ropa del día a día, ha dejado la ropa de la ceremonia. Con paso presuroso, se dirige hacia él y lo abraza mientras dos lágrimas se deslizan por sus mejillas.

 —! Munakuyki Julian ! ! Tukuy sonkoyhuan  munakuyki (¡Te quiero Julián! ¡Te quiero con toda mi alma!)

Entre el delirante júbilo de la concurrencia, se escucha la voz del tayta José que ya se encuentra en el gran salón.

—¡¡Que vivan los novios!! —dice estentóreamente José De los Ríos 

—¡¡¡Qué vivaaaaaaannnnnn!!! —Corea la  embriagada multitud.

                                                                                            

 

 

 

 

 

 

 

 


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