WARMI URQOY
PEDIDA
DE MANO
Las
cuerdas van quedando con la tirantez exacta que les permita emitir las
melodiosas notas que, el eximio Silvera, estaba acostumbrado a extraer de su
mandolina.
—¡Me parece que ya es la hora! —Les dice a sus
acompañantes.
—¡La
hora no importe Silvera! ¡Lo mismo da que sean las ocho o la una de la mañana!
Total….—respondió, don José, adelantándose al grupo. Los demás continuaban
sentados en las piedras que, a manera de cómodos cojines, les servían de
descanso. De la loma, donde se
encontraban, podía divisarse parte de la campiña que, con su raleada
vegetación, contrastaba con los desnudos rocosos que se levantan, en el horizonte,
hacia el oeste. La débil luna se trenzaba, en desigual lucha, con los oscuros
nubarrones que aparecían intermitentemente.
—¿Ves
alguna luz en la casa? —preguntó Germán. El lejano aullido, de un perro, puso
marco a sus palabras.
—¡No
se ve luz, parece que ya descansan, hay mucha quietud —dijo Roberto—,¡Tócame la
prima! —añadió, mientras bordoneaba su guitarra y ajustaba las clavijas,
templando las cuerdas.
Silvera
rasgó la primera cuerda de su bandolina y prosiguieron, con las demás cuerdas,
templando en la misma nota bandolina y guitarra.
El
grupo había salido media hora antes, del pueblo, y estaban a punto de llegar a
la casita, de piedras y paja, que se observaba desde la loma a unos 200 metros.
Era el objetivo del viaje. El tayta José, que era como lo conocían, dirigía el
grupo. Por ser el propietario de aquellas tierras era requerido, por los
arrendatarios, para los temas de importancia que se presentaban entre ellos:
distribución de aguas temas de linderos, préstamos de sementales y también los
matrimonios. Julián, un mozo de una de sus parcelas, y ahijado suyo, lo había
visitado, dos días atrás, a la casa hacienda para manifestarle su deseo de
casarse con Margarita, una campesina del lugar; por lo que pedía su
autorización, de acuerdo a las tradiciones del lugar. Sin muchos rodeos, don
José, le había dado su aprobación y, luego de despachar los asuntos diarios de
la hacienda, se dedicó a los preparativos para cumplir con las diligencias del
caso. Primero, tenía que organizar, la pedida de mano de la futura novia; para
ello, debería contar con unos buenos músicos, que lleven alegría, en el momento
de visitar a los padres; por lo que mandó, a sus propios, a buscar a Silvera y
Roberto, conocidos en la comarca por sus dotes artísticas; luego, seleccionó
unas botellas de buena caña, de aquella que hacía traer de las haciendas de
Terebinto y Potrero en la Convención. Cuando todo estuviera listo mandaría a
avisar, a Julián, que había llegado el momento del Warmi
orqoy. Era así como, ahora, se encontraban cerca a la casa de Margarita.
Cruzaron el espacio de terreno que los separaba de la choza y se apostaron
frente a la puerta. A una señal, del tayta José, los instrumentos empezaron a
desplegar dulces melodías, que embriagaban el aire, rompiendo el silencio de la
noche.
—“Despierta
mi amor si estas dormiiiiiiida
Despierta mi amor si estás soñaaaaaaando
Despierta
mi amor que estoy cantaaaaaando .
Vibraban
las románticas letras de la canción, entonada por Silvera y Roberto, en ritmo
de un sentido huayno. La tenue luz de un candil apareció en el interior.
—¿Pin
sutimpi? ( ¿En nombre de quién?) —se escuchó una voz, dentro de la casa,
rigiéndose por el protocolo de la costumbre.
—! Wuiracocha Jose! Sutimpi
wiracocha Julian Wiracocha Prudencio! (¡Don José!¡ en nombre de don
Julián Wiraqocha Prudencio!) —respondió una voz, del exterior, completando el
mismo protocolo.
La puerta, de la humilde choza, se abre y
aparece don Prudencio, el dueño de la misma. Un hombre de, aproximadamente 60
años, de movimientos lentos, casi encorvado, casi aplastado por el tiempo y el
destino, con el rostro cubierto de arrugas, tenía un semblante apacible y
resignado.
—¡Honras
mi humilde casa papay! ¡Pasen wiraqochas! —Hace una inclinación, con la cabeza,
y se pone a un lado de la entrada, por la que ingresa la comitiva. En el
interior una mesa, de madera mohosa, sirve de base a un mechero, de querosene,
que resplandece en el centro. Dos viejas bancas, de madera cubiertas de cueros
de cordero, flanquean la mesa: son los únicos muebles de la pequeña habitación;
a la derecha un tabique, de ramas y cañas, separa lo que debe ser el
dormitorio. En la entrada, del mismo, se encuentra una mujer que, agarrando una
lliclla que cubre sus hombros, poco a poco se va acercando a don Prudencio.
—¿Cómo
están?
Inicia
don José.
—¡Bien
nomas Papay!
Responde
don Prudencio. .
—¡Me
da gusto verlos Don Prudencio, doña Luciana! ¡Me da gusto verlos y que estén
bien de salud! ¡Vengo con una misión muy importante, pero antes de conversar
quiero que te sirvas este pequeño obsequio! ¡Oscar el paquete!
Del grupo, se separa un joven con una bolsa
que pone en la mesa.
—¡Es
buena caña! ¡De lo mejor que hacen en Terebinto! —Sentencia don José. —Les
decía don Prudencio, doña Luciana, que hemos venido por un motivo muy
importante. Tú sabes que Julián —señalando al joven que se encuentra a la mano
derecha—, es mi ahijado y yo, en este momento, hablo en su representación.
Vengo a pedir la mano de tu hija, Margarita, para mi ahijado, Julián. Según sé
las pretensiones, de mi ahijado, son correspondidas por tu hija.
Don Prudencio y doña Luciana cruzan miradas y,
volviéndose hacia don José, don Prudencio exclama.
—¡Hay
papay! ¡Algo así imaginé cuando escuché la música y tocaste la puerta! ¡Taitita
lindo! Tu ahijado ha puesto los ojos en mi hija ¿Qué puedo yo negarte?, pero no
está en mí la decisión, aunque fuese mi desgracia, yo no obligaría a mi hija,
mi querida Margarita, a aceptar algo contra su voluntad —Don Prudencio ha
hablado mostrando ese orgullo, y dignidad, que caracterizaron su juventud; sin
embargo, reaccionando como si hubiese cometido una gran falta ante el dueño de
sus tierras, añade con grosera mansedumbre— ¡Creo que ella debe decidir Papay!.
—Muy
bien, entonces, ¡Luciana, anda a llamar a tu hija! ¡Pero vamos! ¡Vamos! ¡Oscar
sirve las bebidas! ¡Esta noche debe ser una gran noche!
Luciana,
con paso lento, ingresa al dormitorio.
Oscar, diligentemente sirve hasta la mitad, sendos vasos de caña, a los
concurrentes. Hacen un brindis, siempre con la iniciativa de don José, y se
enfrascan en una conversación, indefinida, sobre las virtudes de los jóvenes.
Transcurrido un tiempo aparecen, por la puerta del dormitorio, doña Luciana con
una hermosa joven cuya belleza impresiona, gratamente, a los asistentes.
Margarita, es la expresión de una juvenil gracia, y belleza, que parece haber
sido extraída de algún cuento de hadas y trasladada a aquella tierra, hostil y
dura, donde se necesita más fuerza que belleza para sobrevivir.
—¡Ven
niñacha, acércate! —Dice don Prudencio. Margarita, dócilmente, se acerca y se
coloca junto a su padre— ¡Margarita, el tayta don José, ha venido a pedir tu
mano para su ahijado el don Julián. Me ha explicado todo lo bueno que puede
ser, para ti, ese matrimonio y, a mí, me parece bien; pero no puedo, o no
quería, dar mi consentimiento sin antes escucharte a ti ¿Se conocen con Julián?
—¡Si
papay!
—¿Estás
enamorada de él?
—¡Sí
papay!
—¡Y
yo de ella don Prudencio! —Terció Julián interviniendo en la conversación que,
don Prudencio, sostenía con su hija—, y queremos con su bendición, y la de mi
padrino, formar una familia.
—¡Don
José! ¡Papá lindo! ¡Has honrado mi casa ,visitándome, para traerme esta noticia
que es alegría para mi hogar, porque si Margarita se siente bien sus padres
también nos sentimos bien.
Una
tímida sonrisa aparece en los labios de Margarita, al escuchar las palabras de
su padre, se acerca a su madre y se cobija en sus brazos.
—¡No
se diga más don Prudencio! ¡Todos estamos de acuerdo, Salud, por este
acontecimiento!
Levanta su copa, don José, y todos los presentes
lo imitan, llevándose a los labios las copas con el aguardiente de caña. Desde
que ingresara Margarita, al ambiente que ocupaban, todos habían quedado
impresionados por su belleza, pero, quien había quedado verdaderamente aturdido
y prendado de la bella joven, desde el primer momento, era Roberto, uno de los
músicos acompañantes de don José. El músico, extranjero en esas tierras, creía
revivir, al mirar los negros y brillantes ojos de Margarita, el hechizo de un
romance ya lejano en su natal, Jauja. Los brindis se sucedían, uno tras otro,
elevándose cada vez más la euforia estimulada por el aguardiente.
—!Kunan wata, papa
cosechapi allin kanka, papay!
(¡Este año habrá buena cosecha de
papas papay !)
—¡Dios
te oiga Prudencio! La próxima semana saldré a ver cómo está la reproducción de
las ovejas!
La guitarra, de Roberto, inició un lastimero
Yaraví.
Bebieron,
comieron y bailaron sin restricción. Continuaron bebiendo hasta el amanecer.
Los ojos, ansiosos de Roberto, no dejaban de observar a Margarita que,
ruborizada, bajaba la cara cada vez que su mirada se cruzaba con la de aquel
desconocido. Esto ocurría, con más frecuencia, porque los efectos del alcohol
aumentaban, con el transcurso del tiempo. Julián, no era ajeno a estas
circunstancias. Dentro de su pecho se mesclaban sensaciones de cólera e
impotencia, ante las actitudes de aquel extraño, puesto que él sólo tenía
vínculos con don José. Margarita, dos veces, había intentado retirarse
manifestando sentirse mal y, otras tantas, don José lo había impedido.
—¡Cómo
me vas a hacer ese desaire futura ahijada! ¿Es esta la forma de atenderme? ¡Prudencio!
¿Mi presencia no vale? ¡Tu hija
se va a casar con un ahijado de José de los Ríos y, a José de los Ríos, nadie
lo deja en una mesa! —Vociferaba, mientras golpeaba la mesa con un puño. El
licor, que embotaba paulatinamente sus sentidos, iba desapareciendo, poco a
poco, al gentil hacendado que había llegado, horas antes, a la puerta de la
casa. Había otro José de los Ríos, otro Tayta José. Por momentos las
conversaciones eran intercaladas con música, que nadie escuchaba, y hasta los
intérpretes habían perdido la dulzura de sus melodías. Estaban totalmente
ebrios.
—¡Ya
llegaron! —Dice Oscar poniéndose de pie al escuchar un galopar de caballos. Con
paso vacilante se dirige a la puerta y la abre— ¡Ya están, aquí, don José!
Don
José había encargado, a uno de sus empleados, ir a la hacienda a traer
cabalgaduras para llevarlos, de regreso. Se había cumplido el encargo. Luego de
despedirse, unos, y, otros sin hacerlo, subieron a sus caballos. No pasó
inadvertido que don José, después de despedirse de los padres, quedó
conversando con Margarita unos minutos; luego se dirigió a su cabalgadura,
montó y encabezó la partida hacia la casa hacienda. La aurora hacia su
aparición en el horizonte.
Llegó
el día del matrimonio. Don José de los Ríos, había cuidado todos los detalles.
Una gran mesa, colocada en el centro del gran salón de la hacienda, sería el
lugar donde se ubicarían las autoridades y personas notables del pequeño
Distrito. Había hecho llegar músicos del Cusco; el sacerdote, que oficiaría la
misa y el matrimonio, era también del cusco. En la capilla, de la casa
hacienda, se oficiaría la misa y el matrimonio.
Eran
las 9 de la mañana, cuando ya todos los invitados estaban reunidos, que se dio
inicio a la ceremonia religiosa. El altar, bellamente decorado a pedido del
sacerdote, daba un marco especial al acontecimiento. Los asistentes, incluyendo
a la gente del pueblo, lucían sus mejores galas; puesto que, eran muy pocas las
veces que había oportunidad de hacerlo, en aquellos alejados lugares. La esposa
del gobernador miraba, de reojo, a la del Alcalde y se regocijaba, en su
interior, que no estuviese mejor vestida que ella; además el collar, que ella
tenía, era de oro legítimo y el de su vecina, ocasional, solamente era bañado
en plata. Tanta era la preocupación, de las damas presentes, por el tema del
buen vestir, que muy poca o nula era la atención que prestaban a las palabras
del sacerdote, en el desarrollo de la ceremonia. Solamente reaccionaron con prontitud, para
aplaudir, cuando escucharon el “yo los declaro marido y mujer”. Concluida la
ceremonia, el Tayta José invitó a los presentes a pasar al salón, donde unos
empleados los fueron ubicando en sus respectivos lugares, señalados
previamente. Don José se ha sentado en la cabecera de la mesa, flanqueado por
algunas autoridades y el sacerdote.
—¡Un
brindis por los novios! —Dice don José, levantando su copa— ¡¡Salud!!
—¡¡Salud!!
—responde un tintinear de copas chocando.
No
faltan quienes se acercan a saludar a don José, y a los novios. Margarita está
radiante. Su belleza natural se ve aún más luminosa, con la vestimenta de
novia, que para la fecha se ha dispuesto; sin embargo hay, en su rostro, cierta
inquietud que vanamente trata de disimular. Han tintineado las copas, varias
veces, y la alegría va en aumento. Por último se ha servido el almuerzo y, los
comensales, lo disfrutan con gran beneplácito. Margarita casi inaudiblemente
musita:
—¡Ya es la hora! —Levantándose le dice
suavemente a Julián—: Voy al baño, ya vuelvo!
Los
asistentes, poco interés prestan a otra cosa que no sea engullir, el apetitoso
cerdo que yace, muy bien condimentado, en sus platos. El vino se sirve
generosamente. Margarita se dirige a la puerta, que da al jardín, y sigue a la
derecha, perdiéndose en el corredor que va a las habitaciones de la hacienda.
Julián la ha seguido hasta el jardín pero, al no encontrarla, sigue de frente
hasta la parte posterior de la casa. Dirige su mirada hacia el bosquecillo, que
se alza hacia el poniente. En el gran salón, la algarabía va en aumento, pero
ya no es don José el que invita a los brindis, porque también está ausente. Los
empleados y mujeres de la casa, sigilosamente, atienden a los invitados; ellos,
están ajenos a la alegría que éstos manifiestan y solamente cruzan cómplices y
misteriosas, miradas. Roberto que ha asistido al evento y ha estado junto al
sacerdote, algo masculla en voz baja.
—¡Maldito!
¡Maldito seas! ¡Me juraste que no lo harías! —Presionaba, fuertemente, la copa
que tenía en sus manos mientras miraba el asiento vacío de don José.
—¿Qué
sucede hijo?, ¿creo que dijiste
algo? ¡Si no me equivoco tú eres el
sobrino del tayta José! ¡Ten en cuenta que todo lo que ocurre, en esta vida, es
por la voluntad de Dios! ¡Alégrate, es día de fiesta! —Llama a uno de los
empleados y se hace llenar la copa— ¡Acá también para mi amigo! —dice señalando
la copa de Roberto.
Julián
ha llegado al bosquecillo, arranca una flor silvestre, se la lleva a los labios
y llora amargamente, un llanto de dolor e impotencia. Luego de calmarse, saca
su pañuelo, se seca las lágrimas y desanda la ruta; cruza el potrero y llega al
jardín. Parado, allí un momento, ve aparecer a Margarita por el corredor de la
casa. Está vestida con la ropa del día a día, ha dejado la ropa de la
ceremonia. Con paso presuroso, se dirige hacia él y lo abraza mientras dos
lágrimas se deslizan por sus mejillas.
—! Munakuyki
Julian ! ! Tukuy sonkoyhuan munakuyki
(¡Te quiero Julián! ¡Te quiero con toda mi alma!)
Entre el delirante júbilo de la
concurrencia, se escucha la voz del tayta José que ya se encuentra en el gran
salón.
—¡¡Que
vivan los novios!! —dice estentóreamente José De los Ríos
—¡¡¡Qué
vivaaaaaaannnnnn!!! —Corea la embriagada
multitud.
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