viernes, 21 de agosto de 2020

ASWAN QHARI


                                             ASWAN QHARI

                                         (EL MÁS HOMBRE)

                Corría el año 1450 d.c., aproximadamente, en los territorios del antiguo Perú. La meseta del Collao, habitada por Collas y Aymaras, estaba convulsionada. Constantes rumores hablaban de un ejército poderoso que avanzaba, del Cusco hacia el sur, conquistando pueblos y sometiéndolos al dominio de los hijos del sol. Los incas, que así eran conocidos los conquistadores de pueblos, estaban bajo el gobierno del gran Pachacutec que avanzaba victorioso y ufano, después de haber vencido a los orgullosos Chancas y haberlos confinado a destierro y prisión. La fama, del más grande conquistador del Tawantinsuyo, crecía conforme avanzaba hacia el sur.

            —¡Sus estandartes son tan numerosos que cubren los cerros y llenan los valles, mi señor, y su ejército es tan grande que, su sólo paso por un pueblo, hace temblar la tierra! ¡Muchos pueblos han caído en su poder!

            El mensajero enviado por el soberano de Macaya,[1]para comprobar los rumores sobre el ejército invasor, explica detalladamente lo observado, durante su misión, en tierras ocupadas por los quechuas. Cuando hubo terminado el informe, el semblante adusto del noble local, no se alteró. Se limitó a decir:

            —No eran rumores. Los dioses no se equivocan, los ichuyiris,[2]y los sutiyiris,[3]tenían razón. Esta invasión iba a llegar. ¿Qué nos espera? Sólo los dioses lo saben. Convoca a los mallkus[4], y a los sutiyiris, necesito opinión y consejo. Tenemos que prepararnos para resistir la invasión.

            Los Omasuyos, pueblo ancestral, afincado desde tiempos remotos cerca a uno de los ríos tributarios del lago Titicaca, tenían como capital, del reino Colla, la ciudad de Macaya. Sus habitantes tenían fama de altivos e indomables.

            El señor de Macaya habló a los jefes que estaban reunidos.

            —¡Una grave amenaza viene del norte, valientes guerreros. Un gran ejército va a invadir nuestras tierras, robar nuestro ganado y esclavizar a nuestro pueblo. Eso, han hecho en otras comarcas que han encontrado en su camino. No prepararnos, para cuando lleguen, sería el fin para nosotros!.

            El sutiyiri se adelanta un paso destacándose del grupo.

            —¡Mi señor!, estoy seguro que ninguno de los presentes piense en algo distinto que enfrentar a los invasores peleando. ¡También es mi opinión! ¡Muertos antes que esclavos!; pero tenemos que tener más datos: ¿Cuántos hombres tienen los invasores?, ¿cuándo estarán frente a nuestra ciudad?, ¿con cuántas armas contamos?, ¿tenemos el tiempo suficiente para animar a otros pueblos a combatir junto a nosotros?

            —¡Permiso para hablar, gran jefe! —Se escucha una voz entre los presentes.

            —¡Habla!

            —¡Yo fui, sutiyiri, el encargado de espiar a las avanzadas de los invasores que se hacen llamar incas!  ¡Son incontables!, pero eso no me da temor. En la forma que están avanzando, calculo que estarán aquí en tres días. Hay comunidades a su paso; pero no podrán hacerles frente. Son muy débiles militarmente.

            —¡¡¡Guerra!!!, ¡¡¡guerra!!!, ¡¡¡guerra!!! —gritan los guerreros presentes.

            —¡Me siento orgulloso de ser su su Jach´a Mallku[5], grandes guerreros!, sólo pensemos en la batalla que se avecina. ¡A las batallas se va a vencer o morir!

            Gritos de aprobación fueron el corolario de las palabras del rey omasuyo.

            Levantando las manos, buscó el silencio de sus jefes guerreros.

            —¡Ahora, preparémonos! ¡Hay que reforzar los muros y las puertas!, ¡Debemos tener la suficiente cantidad de flechas lanzas y escudos!, ¡debemos recoger material para su fabricación!...  ¡Sutiyiri!

            —¡Sí, mi señor!

            —¡Enviarás emisarios a las aldeas vecinas pidiendo apoyo! ¡Hazles saber que si nos vencen, ellos quedarán en manos de los invasores!

            —¡Iré yo mismo, Jach´a Mallku, si lo cree conveniente.

            —Me parece bien. ¡Todos a sus tareas mis valientes guerreros!

            Los jefes abandonan la reunión. La noticia sobre la proximidad de la inevitable batalla, se difunde en la ciudad inmediatamente. Cada uno de sus habitantes acude a prestar sus servicios para preparar la defensa.

 

            Una mañana, los pututos imperiales rompieron el silencio y la quietud de ese valle altoandino. Incontables estandartes de guerra fueron llenando las laderas de los cerros vecinos, mientras que en la planicie, a lo lejos, empezaba a aparecer la guardia personal del inca resguardando la litera que refulgía al sol, como fría llamarada.

            Los rumores se habían hecho realidad.

            El inca no detendría jamás su ambición de conquista, seguiría incontenible hasta el fin del mundo conocido; pero, para hacerlo tenía que avasallar a ese pueblo que se encontraba en el camino, «no será difícil —pensó—, ningún pueblo puede oponerse a tan formidable ejército, no resistirán ni el primer ataque».

            —¡Willac Uma!

            —¡Sí, gran señor!

            El sumo sacerdote se acercó a la litera, e hizo una venia.

            —¡Enviarás una embajada a pedir la rendición, el sometimiento a mi autoridad y la adoración al inti, mi divino padre!

            —¡Sí, gran señor!   

El Willac Uma obedece la orden del inca y la comitiva parte. La vista era imponente: una pampa, cubierta de pasto, salvaba la distancia entre el ejército incaico y la ciudad de Macaya; los cerros y el valle estaban cubiertos de guerreros tawantinsuyanos, cuyas armas resplandecían bajo el sol; el inca, rodeado de su guardia personal, y su plana mayor esperaban la respuesta.

Cualquier guerrero, por muy valiente que fuese, temblaría ante la sola idea de tener que enfrentarse a esa maquinaria bélica.

Regresó la comitiva y el Willac Uma se acercó al inca, a informar el resultado de la propuesta de rendición, humildemente se inclinó ante el anda y habló.

Pachacutec, el gran Pachacutec, prácticamente dio un salto para ponerse de pie y lanzando unos gritos terribles dijo:

—¡Generales! ¡Mi padre, el dios inti, es testigo de la desgracia de este pueblo! ¡Preparen el ataque, que no quede ni hombre ni mujer con vida!

¿Qué había sucedido? ¡Sorpresa! Aquel pueblo, semi salvaje según el criterio inca, sin más resguardo que sus primitivas murallas de piedra, se negaba a aceptar la autoridad y el dios del emperador cusqueño. Pachacutec había estallado en ira y haciendo lo que hacen aquellos que se dejan arrastrar por tal emoción, ordenó el aniquilamiento de aquel pueblo.

Nuevamente hubo de verse sorprendido. Jamás pensó encontrar tan porfiada resistencia.

 Los sucesivos ataques eran constantemente rechazados, a costa de grandes bajas de ambos bandos. Cayó la noche y, con ella, la meditación a la mente del inca, ¿Valía la pena aniquilar a hombres tan valientes? ¿Por qué no hacer de ellos aliados valiosos en vez de enemigos muertos? Al amanecer, el inca, convocó a un consejo de guerra.

           

            Se encontraban frente a frente el Willac Uma imperial y el Jach´a Mallku Omasuyo.

            —Hay algo que está bien claro y tú lo sabes, Mallku omasuyo, ¡La ciudad caerá!, hoy, mañana o después, pero… ¡caerá!

            —¡Si los dioses lo permiten, sacerdote!

            Las dos representaciones deliberan, a iniciativa del inca, fuera de los muros de la ciudad sitiada. A un metro de distancia, de cada interlocutor, hay dos lanceros de resguardo.

            —El noble corazón, del Sapa Inca, no quiere ver más derramamiento de sangre…

El Willac Uma se esforzaba por hacer comprender, al señor de Macaya, que el inca había escogido no derramar tanta sangre inútilmente; tampoco podía perdonar al pueblo rebelde. Sería un mal ejemplo que cundiría en todo su imperio. Los mensajeros imperiales proponían una lucha de campeones entre representantes de ambos ejércitos.

—Si no quieren derramamiento de sangre ¿Por qué nos han atacado? ¿Por qué no se retiran?

—¡Sabes, Mallku, que el inca jamás hará eso!

—¿En qué consistiría la lucha de campeones? ¡Si es que aceptamos!

—Se azotarán, alternadamente, los campeones. El último en quedar de pie será el ganador. Si ustedes ganan el inca retirará sus tropas sin condiciones. Si pierden aceptarán la autoridad del inca y el culto al dios sol.

—¿Qué garantía tenemos que el inca cumplirá su promesa?

—¡Es la palabra del hijo del sol! —exclamó el Willac Uma, alterado.

—¡Un dios que no conozco y un rey invasor! —reaccionó con firmeza el jefe omasuyo.

—¿Crees en mí?

—Pareces sincero.

—¡Entonces, yo soy la garantía!

—¿Tú, cómo?

—¡Sí, yo, con mi vida!

El jefe omasuyo, clavó su mirada en los ojos del enviado imperial.

—¡Reconozco el valor en un hombre de honor, sacerdote, dile a tu señor que acepto el duelo de campeones! ¿Será hoy, o mañana?

—¡Queda a tu criterio Malku; pero tienes que decidir ahora, porque tengo que llevar la respuesta al Sapa Inca!

—¡Mañana, después de la salida del sol!

El Willac Uma asiente con la cabeza. Ambos personajes hacen una venia y se alejan en sentido contrario, seguidos de sus resguardos, uno hacia la ciudad y el otro hacia el campamento.

 

—¡Y esa es la situación, guerreros! ¡De ese duelo depende la suerte de nuestro pueblo y de los pueblos que nos han dado su apoyo, combatiendo a nuestro lado!

El Jach´a Mallku, ha explicado a sus hombres lo tratado con el emisario del inca. Cuando hubo terminado, un frío silencio invadió el recinto. Se cruzaron muchas miradas; pero todas eran de aprobación. Movimientos de cabeza, afirmativos, y esbozos de sonrisas, eran clara señal de que aprobaban la decisión de su jefe.

—¡Ahora, bravos guerreros, tenemos que decidir quién será nuestro representante. ¿Tal vez un voluntario?

Al momento  levantaron  las manos, todos los presentes, ofreciéndose como voluntarios. El corazón, del Jach´a Mallku, se llenó de alegría y regocijado dijo:

—¡Me siento orgulloso de ver tanto valor en mis guerreros; pero. Para mí, sería tarea muy difícil elegir a nuestro campeón. ¡Que los dioses decidan quien será nuestro representante! ¡Se harán las pruebas que nuestras leyes dicen y el ganador peleará mañana! —Volviéndose al sacerdote dijo—: ¡Sutiyiri, que se hagan sacrificios a nuestros dioses, para que mañana sea nuestra la victoria!

 

Ha sido un amanecer radiante, con un sol esplendoroso que ya baña la altiplanicie andina. Las chotacabras, tortolitas y chorlos, han levantado el vuelo ante la invasión de sus predios por la soldadesca imperial.

Al centro del campo dos guerreros se embisten, furiosamente, tratando de hacerse daño mutuamente. El destino de un pueblo está en sus manos. El metal de sus quinsa palca[6], lacera, una y otra vez, las carnes de sus cuerpos.

Ha pasado una hora  y ninguno de los rivales da tregua. De pronto, un potente golpe, que cae en el cuerpo del guerrero omasuyo, lo hace, a este, retroceder y caer con una rodilla hincada en el suelo. Una mancha roja, que resalta sobre las demás, aparece en su pecho; con el rostro hacia arriba fija su mirada en el firmamento.

En el campo omasuyo, lágrimas de tristeza, lamentos y puños crispados de impotencia, acompañan la caída de su campeón.

La brutal embestida le ha abierto el pecho al guerrero.

—¡Si lo ataca ahora, todo habrá terminado Jach´a Mallku¡ —dice desesperado el Sacerdote omasuyo.

—No sutiyiri, ¡no puede tocarlo! El turno de golpear le toca a nuestro guerrero. ¡Si no responde habremos perdido el duelo!

Un murmullo creciente llena la pampa; la muchedumbre, agolpada en los muros de Macaya  se agita nerviosamente; el murmullo se vuelve clamor y el clamor en gritos de aliento para su campeón.

El guerrero omasuyo, consciente de la responsabilidad que descansa sobre él, logra ponerse de pie y, tomando nuevos bríos, salta descargando un terrible golpe sobre su adversario; los metales de su quinsa palca se estrellan, con inusitada violencia, sobre el hombro de su rival que lanza un quejido.

Ambos contendientes están al límite de sus fuerzas. La sangre tiñe sus ropas; pero aun así, el látigo va y viene, una y otra vez.

Un ruido de huesos rotos y un quejido; nuevamente el guerrero omasuyo ha descargado un golpe fulminante sobre el brazo herido del guerrero inca; sin embargo éste continúa en la lucha.

Los guerreros caen una y otra vez; otras tantas vuelven a levantarse.

El robusto brazo traza un círculo, con su arma; el látigo corta el aire con un silbido y los metales se incrustan, en la base del cuello del guerrero inca. El potente golpe rompe la clavícula y presiona la tráquea. El hombre se desploma y queda en posición de rodillas, sentado sobre sus talones. Trata de incorporarse, pero es en vano, su cuerpo se ladea y cae estrellando su cabeza sobre el ichu[7] de la pradera andina.

Silencio absoluto. Todos esperan la reacción del inca.

Pachacutec se pone de pie y ante lo irremediable, exclama:

—¡Hawari! ¡Hawari maqanakuy aswan qhari![8] (Miren, miren guerreros, el más hombre)

 A una señal del inca los pututos anunciaron la victoria del guerrero omasuyo.

            Pachacutec cumplió su palabra y, respetuoso del valor de aquellos hombres, casó a algunos de sus generales con las hijas del lugar, quedando todos en paz y regocijo.

            Desde entonces el lugar fue conocido como la tierra de los Aswan qhari. Cuando llegaron los españoles, por razón de pronunciamiento como ocurrió en otros lugares, Awan qhari lo convirtieron en Azangaro, nombre con el que identificaron tanto al pueblo como al río tributario del lago Titicaca.



[1] Capital del reino Colla

[2] Adivinos, en aymara

[3] Sacerdotes, en aymara

[4] Jefes, en aymara

[5] Gran jefe

[6] Latigo de tres puntas con terminales metálicas.

[7] Pasto de las punas

[8] Miren, miren guerreros, el más hombre.

 


martes, 11 de agosto de 2020

NOCHE DE PAZ... NOCHE DE AMOR

                                  

                                                NOCHE DE PAZ…NOCHE DE AMOR

 

            —La niña está muy mal, señora. —El galeno conmovido por la angustia de la madre trata de ser lo más  sincero y prudente posible—. Necesita mucho cuidado, de lo contrario su estado puede empeorar y ser de fatales consecuencias.

            Un viento frío, casi helado, penetra por las rendijas que quedan entre las apolilladas tablas de la pared. Un olor a humedad se siente en el humilde cuarto, iluminado por la débil llama de un lamparín

            —¿Qué es lo que tiene doctor?

            —En el momento su mal, bueno, uno de sus males, es una neumonía; por eso es la fiebre; pero padece de una fuerte anemia que tenemos que tratarla con prontitud. —El doctor escribe algo que luego entrega a la mujer y continúa con las indicaciones—, cómprele estas medicinas, lo más pronto posible. Mañana volveré para ver cómo está.

            —¡Sí ,doctor! ¡Gracias!, estoy esperando que venga mi esposo. No tardará. Ha ido a buscar algo de dinero.

            La niña, tendida sobre un rústico jergón, sigue con afiebrada mirada la figura que se pierde tras la desvencijada puerta.

            —Mamá, ¿ya se va el señor?

            —Sí, hijita.

            María, con paso vacilante, se dirige hacia la puerta; posa la mirada ansiosa en las oscuras calles, de aquel apartado rincón de la ciudad, sin encontrar respuesta a su inquietud; al levantar el rostro, se queda observando el rítmico centellear de las estrellas. Una ininteligible plegaria escapa de sus labios.

            —¡Mamá! —llama la niña—. ¿Vendrá Papá Noel ahora?

            Visiblemente sorprendida por la pregunta, María, guarda pesado silencio; luego, tratando de aparentar serenidad responde con cierto aplomo:

            —¡No lo sé hijita¡

            —Mamá. ¿Por qué Papá Noel solamente me ha visitado una vez y a otros los visita siempre?

            —Este…tal vez…—El rostro de la mujer adquiere un rictus de angustia. Evitando la mirada de la niña vuelve el rostro  hacia la ventana de la casita de madera —. Bueno yo creo que es porque a menudo nos cambiamos de casa y él no sabe dónde encontrarnos; pero, mira, tu papá ha salido y quizás lo encuentre. Sí es así, le avisará donde estamos y nos visitará con toda seguridad.

            La mujer, sintiéndose impotente, vuelve a dirigirse a la puerta; la abre, observa, nada, nada que calme su angustia.

            —Mamá, no te puedo ver bien.

            —¡Dice el doctor que pronto vas a mejorar! Nos ha dado una receta para que te compremos remedios en cuanto llegue tu papá. —María se lleva la mano a los bolsillos y extrae el papel, mientras se acerca a su hija—. Aquí está ves ¡Caramba, si supiera leer te diría lo que dice aquí!; pero no importa, ¡Dios santo! ¡Sí estás que ardes!

 

            La iluminada oficina parecía venirse abajo; las súplicas lastimeras eran apagadas por la cruel e imperiosa voz que respondía; el escritorio dejaba escapar secos chasquidos al contacto de los encolerizados puños que caían sobre él; las paredes parecían censurar, con su eco, la agria conversación que allí se desarrollaba.

            —Pero, patrón, le pido, le ruego, sea usted comprensivo; lo que le pido es un préstamo; se lo pagaré con mi trabajo, aunque tenga que hacerlo día y noche; pero por favor concédame esta gracia, ¡Mi hija se muere! ¡Necesito dinero, por favor!

            —¡Lo siento, Pedro, no tengo dinero!, ¡ya te he pagado la semana!; ¡ si te has gastado el dinero en remedios, o que se yo, no es culpa mía¡ ¡Yo no soy una mina!, además, ¿De dónde crees que saco para regalarles los panetones  de Pascua? ¡Es de mi dinero! ¡Gasto demasiado en ustedes!  ¿Y todavía quieres más?

            El olor a fino tabaco que exhalaba el puro de Andrés Luna se mezclaba con la etérea fragancia de una copa de champagne que, en un sillón contiguo, saboreaba un amigo del inflexible patrón.

            —Pero, patrón…por piedad.

            —¡Te he dicho que no puedo! ¡¡ACASO NO ME DEJO ENTENDER??

            —¡Desgraciado! ¡Maldito seas tú y tu dinero! ¡Más comprensión tiene un perro que tú, porquería vestida de…!

            —¡PLAFF!

            La mano del acaudalado industrial se estrella en el rostro del humilde obrero que, lleno de ira e impotencia, retrocede un paso con los puños cerrados.

            —¡Estúpido! ¡Insensato! ¿Quién crees que eres? ¡Cholo imbécil, vete! ¡Vete, sal de mi vista! ¡Agradece que no te haga apresar, porque te tengo lástima! ¡Vete, vete, antes que te meta un balazo!

            La puerta se cierra tras el humillado Pedro y un molesto silencio  invade la oficina. El ruido de una botella al chocar con una copa hace volverse al enojado patrón.

            —¿Quién era ese cholo? —pregunta el amigo de Andrés Luna.

            —¡Un estúpido mal agradecido!, ¡dice que se muere su hija! ¿Qué culpa tengo yo? ¡que no tiene dinero! ¿Qué culpa tengo yo? ¡Si yo tengo dinero es porque trabajo, se utilizar el cerebro, sé pensar y no soy una bestia como ellos!, pero…¡Vean ese atrevimiento! ¿Creen que uno tiene que solucionarles todos sus problemas? ¡Qué me interesa a mí lo que les suceda a ellos! —Andrés Luna se queda un instante en silencio, aspira profundamente y se dirige a su amigo—: vamos, pásame una copa, quiero olvidar el mal rato que me ha hecho pasar ese infeliz.

            —¡Servido, Andrés!

            —¡Ah, qué bueno está esto!, oye, que te parece si vamos a mi casa. La cena va a estar deliciosa y de beber, ¡Tú ya sabes!

            —A ver, déjame pensarlo un poquito.

            —¡Anímate hombre!, solamente me falta firmar estos documentos. —Andrés Luna mira su reloj y exclama—: ¡Huy, tenemos tiempo de sobra ¿Me acompañarás a casa?

            —¡No me parece mala la idea! ¡Salud!

 

Las portezuelas se abrían y cerraban, al paso de los ocasionales visitantes; un pesado vaho, mezcla de alcohol y humo de tabaco, sale como tibias lenguas etéreas a perderse en el inmenso vacío de la noche. Un hombre camina sin rumbo, con la mirada fija en el suelo, como queriendo contar sus pasos.

—¡Hey, Pedro! ¿Cómo estás? ¿No pasas a acompañarme a tomar una copa?

El hombre, concentrado en quién sabe qué pensamientos, continúa su marcha.

—¡Hey, Pedro!, ¡Pedro!, ¿no me oyes?

— ¡He! ¿Quién? —Pedro, sorprendido y avergonzado se acerca a su amigo— ¡Hola Juan, disculpa que no te haya contestado estaba pensando…!

—¿Qué te pasa?, te veo preocupado, ¿qué tienes?

—¡Cosas de la vida, Juan!, ¡no sé qué hacer, mi hija está muy enferma y no encuentro dinero! Todo el día he ido de tropiezo en tropiezo, sin encontrar lo que busco; ya son las once de la noche y en mi casa no hay ni un pedazo de pan.

—¿Será posible?, ¿por qué no has acudido a mí? ¡Carambas, hombre!

¿Qué medicinas se necesitan?

—¡no lo sé!, salí temprano de casa, ya debe tener la receta María.

—¡Vamos, Vamos!, ¡vamos, yo te ayudaré!

 

Las calles, atestadas de gente, apenas si eran transitables; los escaparates, bellamente decorados, lucían hermosos juguetes que habrían satisfecho el gusto del niño más exigente; en el ambiente, el ruido de bombardas y cohetes, apagaba la conocida letanía de:” felices pascuas” mientras que, presurosos, hombres y mujeres se entrecruzaban, sonrientes, rumbo a su hogar.

—Mamá, tengo hambre y la cabeza me duele. ¿Por qué tarda papá? ¡Mamá, no te veo!, ¿dónde estás?... ¡No te vayas!

—¡Hijita!, ¡hijita!, ¿qué tienes? ¡Contéstame por favor! ¡Dime…!

—¡Mamá!, ¿vendrá Papá Noel ahora?...¿Vendrá…?

—¡Sí hijita, sí!, ¡vendrá!

—¡Mami!, ¡me ahogo…!, a..bri…ga…me, ten…go …fri…o.

—¡Noo!, ¡mi  niña se muere!, ¡se muere!, ¡Pedro!, ¡Pedro!, ¿dónde estás, Pedro!... ¡Hijita!, ¡contéstame, por favor, contéstame!...¡Nooo..!, ¡Nooo, está muerta…!  ¡Nooooooooo…!

 

—¡Ja, ja, ja, ja, ja!, ¿no te lo decía yo, mi querido amigo?...¡Soy feliz!, ¡Sí, feliz…ja, ja, ja, ja, ja! ¡Y todo gracias a que se utilizar bien el cerebro! ¡Sí amigo, Andrés Luna tiene dinero porque es inteligente! ¡Qué venga ese pavo y que viva la vida…!    

 

 

 


 

lunes, 10 de agosto de 2020

EL SECRETO

                                                  EL SECRETO

                                         (UNA CHICA CASADERA)

 

                                                                                            

                —¡¡Oh, no…!! ¡Dios santo!, ¿qué es esto?, pero, ¡No puede ser! ¡¡Edelmiraaaa!!!

                El grito destemplado coge de sorpresa a la muchacha, que se encuentra realizando labores en la cocina; instintivamente dirige la mirada hacia el lugar de donde proviene la voz.

                —¡Voy, tío, voy ! Huy la rabieta, ¿y ahora? —Edelmira deja el trasto que tenía en sus manos y se dirige a la habitación donde se encuentra su tío.

            —¡Muchacha desconsiderada!, ¡qué es lo que me has hecho? ¡Válgame Dios! ¡Mi ropa!

            —¡Pero, tío! ¿Por qué te pones así, qué es lo que te preocupa?

            —¿Qué me preocupa? ¡Mira como está mi pantalón! —Don Jacinto señala las botas de su pantalón, que visiblemente una está más ancha y más alta que la otra—, ¡Dos años en una academia de costura, un año en un instituto de alta costura y no sabes distinguir entre una talega y un pantalón? ¿Cómo me has hecho esto?

            —Pero, tío. —La voz nerviosa, de Edelmira, delata a una jovencita avergonzada y temerosa que no ha podido evitar sentirse mal por el reproche.

            —¡Yo te lo hago dijiste, no gastes en el sastre! ¡Como has malogrado la tela!

            —Tío, quiero que comprendas, por favor…

            —¡Tío te buscan! —Sebastián, un niño de diez años, entra a la habitación interrumpiendo la acalorada conversación.

            —¿Me buscan?, ¿quién me busca?

            —¡Es la doña Candelaria! —responde Sebastián.

            —¡Que me buscan, que me buscan! ¿Qué querrá?, ¿y cómo la recibo así, en estas fachas, sí los otros pantalones aún están tendidos en el cordel?

            —Pero tío, no tienes por qué preocuparte, ¿Por qué te vas a sentir mal, si crees que esta mal hecho el pantalón? Doña Candelaria comprenderá.

            —¿Comprenderá? ¿Qué va a comprender?, ¿Acaso no te das cueenta como estoy?

            —¡Tío —insiste Edelmira—, ¿Acaso ella es una perfecta costurera? ¿No has visto como le hace los pantalones a su marido?, Ja, ¿de qué vas a tener vergüenza, tío? —Volviéndose a Sebastián le hace un movimiento con la cabeza—: ¡dile que pase!

            —¡¡Queee!! ¡Ahora tú das las órdenes aquí! —Sebastián que ha estado a punto de salir se queda contemplando al iracundo don Jacinto, éste se lleva las dos manos a la cabeza como si quisiera calmar un gran dolor; vuelve la mirada hacia Sebastián que espera una orden y añade—: ¡Dile que pase!

Sebastián, algo confundido, se dirige a la puerta que ha quedado entreabierta, al abrir ésta totalmente, queda frente a una dama de avanzados años, rostro macilento y desgarbada apariencia.

            —Pase usted, por favor, doña Candelaria.

            —¡Gracias! —Doña Candelaria al ingresar dirige una amplia sonrisa a los dueños de casa que ya se encuentran en la sala— ¡Buenos días con todos!, buenos días don…Jacinto…

            La visitante se queda mirando los pantalones de don Jacinto y, atrevidamente trata de dar una vuelta alrededor de él.

            —¡Buenos días doña Candelaria! ¿Tengo algo curioso para que me mire de esa forma?

            —¡No!, ¡no!, ¡nada, nada!, este, ¿celebran algo especial? —Doña Candelaria, entre perturbada y curiosa, no ha dejado de mirar los pantalones de don Jacinto; al darse cuenta de su impertinencia levanta la mirada y se encuentra con los acusadores ojos de don Jacinto

            —¿Qué de especial tendría que celebrar yo? ¡Y déje de mirarmne de esa forma que me pone nervioso! ¿Dígame qué la ha traído por acá?

            —¡Dios mío, don Jacinto! ¡Me abochorna! ¡Usted ayer me invitó a almorzar, Ay que vergüenza!

            Con las mejillas encendidas por el desconcierto y a vergüenza, doña Candelaria dirige su mirada a la puerta y adelanta un pie con la intención de dirigirse a ella.

            —¡Ay tío, qué cabeza la tuya!  —La intervención de Edelmira detiene la intención de doña Candelaria—,, si precisamente por eso me dijiste…

            —¡Sí, sí, sí!, ¡no, no!, doña Candelaria, ¡Qué torpeza la mía! ¡Es que en realidad estos chicos me tienen loco! ¡Es la pura verdad!

            —¡Ah¡, era eso, ¡Que pavo me hizo pasar, vecino!, por un momento pensé…

            —Que se le vaya cualquier idea de la cabeza vecina

            —¡Tío! —vuelve a intervenir Edelmira—, si me disculpan debo atender las cosas de la casa. Tú sabes: la cocina, la limpieza, ¿No?

            —¡Sí, sí!, ¡claro!, y ya sabes, todo se hace como hemos acordado.

            —¡Sebastián! —dice Edelmira— ve y llama a Julián es necesario que todos ayudemos.

            Sebastián sale en busca de Julián y, Edelmira, se dirige a la cocina.

            — Y ahora que estamos solos, don Jacinto, le diré que …—Doña Candelaria se acerca y le habla al oído a don Jacinto.

            —¡No me diga! —responde don Jacinto con gesto de sorpresa, e indicando el sofá, añade—: siéntese por favor.

            — ¡Gracias ¡¡Sí, como le decía! —Doña Candelaria vuelve a pronunciar algo al oído de don Jacinto.    

            —¡No! —Don Jacinto, exclama entre entusiasmado y sorprendido mientras ocupa asiento—, ¿así que así es?

            —¡Sí!

            Empezó como un rumor de voces ininteligibles, luego llegaron los gritos destemplados y finalmente el ruido de los trastos chocando con las paredes: se había armado un alboroto en la cocina

            —¡Suelta eso , Julián! —Se escucha la voz de Edelmira— ¡Te he dicho muchas veces que tú no tienes por qué meter las manos aquí!.

            —¡Mamá! ¡ay, ay! ¡Suelta, ay! —Julián es sacado a jalones de la puerta del refrigerador.

            —¿Qué crees? —Se vuelve a escuchar a Edelmira—, aquí no se hace lo que a ti te parece, sino lo que se debe. ¡Toma!

            —¡Caramba con estos chicos! —exclama don Jacinto, que ha visto suspendidas sus confidencias por el escándalo de la cocina—, a veces se pasan de la raya, pero Edelmira los pone en línea.

            —¡Toma! ¡Ay, Suelten! ¡Ay, abusivos! —La voz de Edelmira suena angustiada y suplicante— ¡Ay, tío, abusivos! ¡Toma, Ay!

            —¡Jesús, don Jacinto!, ¿no cree que el desorden está pasando a mayores? —dice doña Candelaria, encarando a su interlocutor.

            —¡Por supuesto doña Candelaria pero esto lo arreglo yo en un instante.

Don Jacinto se pone de pie y se dirige a la cocina; está a punto de ingresar; pero es arrollado por Edelmira que sale corriendo.

            —¡Tío! —exclama Edelmira, mientras don Jacinto se estrella contra el suelo.

            —¡Don Jacinto! —grita doña Candelaria.

            —¡Muchacha que me descalabras! —Don Jacinto desde el suelo, impotente y furioso golpea el suelo queriendo descargar su enojo—, ¿qué es este escándalo? ¡Por Dios! ¿Están locos? ¡Sebastián, Julián!

            —¡Ella empezó tío! —dice Julián saliendo de la cocina junto a Sebastián.

            —¡Le tiró un cucharonazo a Julián, tío? — dice Sebastián reforzando la versión de su hermano.

            —¡Vieras el desorden que han hecho adentro , tío! —se justifica Edelmira ante don Jacinto, que empieza a incorporarse.

            —¡Qué escándalo! Disculpe usted doña Candelaria —Volviéndose a los jóvenes— ¿No se dan cuenta qué impresión estamos dando a nuestra invitada?

            —Oh, no se preocupe don Jacinto, así son los muchachos; además, yo bien podría ayudar con lo de la cocina, nos conocemos tanto tiempo que no creo que me prohíba ingresar ¿Verdad?

            —¡Está en desorden, tío! —dice Edelmira preocupada.

            —No importa vecino, vamos, no se preocupe.

            —Está bien, doña Candelaria, ¡Y ustedes a hacer todo lo que falta! ¡Ya después hablaremos sobre esto!

            Edelmira se acerca a la ventana de la sala; afuera se recortan las casas del barrio que, de forma escalonada, aparecen como las piezas de un nacimiento engastadas en la ladera de un cerro lleno de sol y esperanzas. Observa el hormiguear de sus vecinos, absortos en sus labores diarias, y un suspiro escapa de sus labios.    

            —¡Cocinar, lavar, cocinar, lavar!, pero esto se va a acabar. ¡Cocinar, lavar, barrer!, ¡Tender camas!, y todo para atender a este par de vagonetas. ¡Pero esto muy pronto se acabará! ¡Muy pronto! ¡Ya lo verán!

            —¡Claro!, pero no me amenaces. Creo que sé a qué te refieres —dice Julián dándose por aludido.

            —Si piensas, lo que yo creo que piensas, ni lo pienses. Seguro que te refieres a …—tercia Sebastián que no llega a terminar de expresar su pensamiento por la interrupción de Edelmira.

            —¡Me refiera a lo que me refiera! ¡Estoy aburrida, completamente aburrida!

¡Ay, pero cuando me case!

            Edelmira sume una actitud romántica y ensaya unos pasos de baile, ante la mirada inquieta de sus hermanos.

            —¿Cuándo te cases? ¿Por qué has de casarte? —pregunta Julián incómodo.

            —¡Claro que me casaré!

            Don Jacinto y doña Candelaria que salían a la sala se detienen ante la puerta al escuchar las palabras de Edelmira, hacen la intención de escuchar y se miran asombrados

            —¿Casarse, Edelmira? —es la pregunta que sale de los labios de don Jacinto automáticamente.

            —¿Y por qué me caso? ¿Es obvio, no? ¡Tengo poderosísimos motivos! , la gente, se casa cuando tiene motivos muy fuertes. Ante la justicia divina y humana nadie me juzgará mal.

            —¿De que ley hablas? —pregunta Sebastián.

            —¡Mira, mejor cambiemos de cinta, porque así como estoy no voy a echarme atrás en mi decisión!

            Doña Candelaria y don Jacinto, que no han escuchado bien la conversación, se miran estupefactos

            —¿Casarse? —dice doña Candelaria.

            —¿Cinta? —dice inaudiblemente don Jacinto mientras hace un ademán de abultamiento en el vientre.

            —¿Decisión? ¡Dios, don Jacinto! ¿Qué pasó?

            Las últimas palabras de doña Candelaria fueron sin ningún control, lo que atrajo la atención de Edelmira y sus hermanos; sabiéndose descubiertos, don Jacinto avanzó hacia la sala.

            —¿Qué escucho? ¿Acaso ha sucedido lo que pienso?

             ¡Exactamente, tío! Yo… —Edelmira no puede concluir su respuesta por la intervención de doña Candelaria.

            —¿Qué otra cosa, don Jacinto? ¡Pero calma y serenidad ante todo! ¡Estas cosas hay que tomarlas con calma! —Aconseja doña candelaria.

            ¡Sí, sí! ¡Claro! ¡Claro, con serenidad! —Asiente don Jacinto.

            —¡Con calma, con serenidad! ¿Creen que la calma puede arreglar estas cosas? —las palabras de Edelmira expresan lo mortificada que se encuentra en ese momento, luego añade—: Si precisamente yo estoy…

            —¡ Si hija, sí!,  ¡lo hemos escuchado! —interrumpe don Jacinto.

            —¡Y si han escuchado todo te darás cuenta que.,., — Edelmira no concluye de hablar porque nuevamente es interrumpido por don Jacinto.

            —¡Claro que me doy cuenta!, ¡enseguida traeremos aquí a ese facineroso!

            —¿A quién? —pregunta Edelmira, algo asombrada, mirando a su tío y luego a sus hermanos.

            —¡Por supuesto tiene que ser así! ¡No faltaba más! —tercia doña Candelaria interviniendo con vehemencia en la conversación.

            —¡Y enseguida te has de casar hija! —afirma don Jacinto.

            —¿¿Enseguida?? —preguntan en coro Edelmira y sus hermanos, con asombro.

            —¡Por supuesto! ¿No ven ustedes lo que está sucediendo con su hermana? —dice eufórico don Jacinto, casi gritando.

            —Pero es muy normal que ella… —No termina Sebastián porque es interrumpido por el áspero vozarrón de don Jacinto.

            —¿Normal? ¿Normal le llamas a lo que ocurre? ¡Claro, normal es para ustedes! ¡Esta juventud! ¡ Como si la casa fuera una pocilga, donde jamás se vieron buenas costumbres! ¿Y ahora?, su hermana no podrá casarse de blanco.

            —¡No casarse de blanco! —exclaman Edelmira y sus hermanos.

            —¡De ninguna manera que se haga de otra forma, tío! ¡Me casaré de blanco o no me casaré!

            —¡Y con corona de azahares! —dice entusiastamente Julián

            —¡Y con paje y coro! —añade Sebastián.

            —¡Y en la iglesia catedral!  —dice Edelmira cruzando los brazos en una actitud desafiante.

 

            —¡Basta, Basta! ¿Qué creen ustedes que es la ceremonia religiosa del matrimonio?, ¿una farsa?

            —¡Por supuesto que no, don Jacinto! , chicos, en la forma que se presenta este matrimonio no veo la manera que la ceremonia sea como ustedes quieren, por discreción.

            —¡Ninguna discreción, doña Candelaria! —Edelmira se ha expresado muy impulsivamente, luego, volviendo el rostro hacia don Jacinto añade—: y otra cosa tío, me parece que esto es un asunto de familia y de nadie más.

            —¡Dios, don Jacinto! —exclama sonrojada doña Candelaria.

            —¡Cordura!, ¡cordura! ¿Es que acaso no podemos tener un poco de razonamiento?

            —Pero tío, sigo insistiendo en que es muy normal mi comportamiento cuando he tomado esta determinación. —insiste con aplomo Edelmira.

            —¿Normal? —interviene don Jacinto con el rostro enrojecido por la cólera..

            —¡Ay esta juventud? —dice doña Candelaria persignándose.

            —¡Normal, así que normal! —continúa don Jacinto—, ¿normal es acaso que se mancille el nombre de la familia, haciendo lo que quieres hacer?

            —Pero es que eso no puede dar lugar a ningún comentario; además, ¿quién comentaría? —Edelmira ha hablado encogiéndose de hombros y dirigiendo la mirada hacia doña Candelaria.

            —¿Quién?, si tenemos el periodismo en casa. —comenta Julián, mirando también a doña Candelaria.

            —¡Julián! —interviene don Jacinto—, ¿qué es esto?  ¿Aquí se está perdiendo los buenos modales y el respeto?

            Doña Candelaria, aunque visiblemente afectada por los comentarios de los muchachos se acerca a don Jacinto y le dice algo al oído.

            —¡Claro, Claro! —exclama don Jacinto; llevándose la mano a la barbilla continua—: lo esencial es saber que piensa él, su familia; saber de dónde es él.

            —¿Él?, ¿quién él? —pregunta Edelmira, intrigada.

            —¡El responsable de todo esto! —dice doña Candelaria, indignada.

            —¡Sí el responsable! —exclama furioso don Jacinto.

            —Pero…es que no hay solamente un responsable ¿No lo quieren entender? —dice Edelmira llevándose las manos a la cabeza.

            —¿Queeee? —exclaman al unísono doña Candelaria y don Jacinto, escandalizados.

            —¡Esto es el colmo! Aquí ya se perdió toda la delicadeza, la… —Don Jacinto es interrumpido por el sonido del timbre de la puerta—, ¿y ahora qué?

            —Voy a ver, tío. —Se ofrece alegremente Sebastián.

            —¡No yo voy! —dice Edelmira, adelantándose a abrir la puerta—, ¿quién?, ¡ah eres tú Antonio!

            —¿Antonio? ¿Qué hace mi Antonio aquí? —se pregunta doña Candelaria extrañada.

            —Has llegado justo a tiempo. En el momento adecuado. —Le dice Edelmira al recién llegado—, precisamente hablábamos de mi problema, que también es tu problema ¿No?

            —¿Qué, él? —grita don Jacinto.

            —¿Él qué? —pregunta extrañada Edelmira, mirando a todos lados

            —Edelmira era un secreto. —dice suavemente Antonio como no queriendo ser oído por todos.

            —Sí, lo sé. —responde Edelmira—, pero ya no podía soportarlo y se ofreció la oportunidad para conversarlo.

            —Pero…no sé. —titubea Antonio.

            —Todo va bien. —dice, Edelmira, dándole ánimo al joven—, a tal punto que mi tío quiere casarme enseguida.

            —¿Enseguida?, bueno eso está bien para ti, pero tú sabes que ese no es mi problema.

            —¿Qué? —estalla, don Jacinto— ¿No quieres casarte?

            —¡No señor, claro que no!, eso no está dentro de mis planes.  

            —¿No te quieres casar? —vuelve a preguntar don Jacinto—, ¡te casarás, te casarás ahora mismo, aunque tenga que molerte a palos!

            —¡Ay Jesús!, ¡ay Jesús!  ¡ay! 

            Doña Candelaria ha caído al suelo, visiblemente afectada emocionalmente por las sorpresivas revelaciones que ha estado escuchando.

            —¡Doña Candelaria! ¡No es este el momento de hacer payasadas! ¡Estas cosas son muy serias! —grita desesperadamente don Jacinto.

            —¡Mamá, mamá! —Afligido, Antonio se ha acercado a su madre y la coge entre sus brazos— ¿Qué es lo que sucede, no me explico todo esto?

            —¿Qué sucede? ¿Pregunta qué sucede? —interviene don Jacinto, encarando a Antonio, que sostiene a su madre en sus brazos—, ja, ¿Qué sucede? ¡Edelmira esta en cinta, tu no quieres casarte! ¿y me preguntas qué sucede?

            —¿Edelmira en cinta? —Antonio ha hecho la pregunta con una expresión de asombro incontenible.

            —Antonio, ¿por qué no me lo dijiste? —pregunta doña Candelaria incorporándose y con una expresión de ternura y preocupación a la vez.

            —¡No sabía que Edelmira esta en cinta, Madre!

            —¡Tú eres el culpable! —reprocha Sebastián.

            —¿Qué? —responde Antonio.

            —¡Se volvieron locos! —dice Edelmira.

            —¡Pobre mi Antonio! —dice doña Candelaria.

            —¡Es un abusador! —dice Julián.

            —¡Un desvergonzado! —dice Sebastián.

            —¡Desvergonzada dirán! —replica doña Candelaria.

            —¿Quién? —pregunta Edelmira.

            —¡Tú! —responde doña Candelaria

            —¡¡Cállense!! —grita don Jacinto imponiendo silencio—, vea usted doña Candelaria, esto tenemos que arreglarlo nosotros como personas mayores. Usted ha venido aquí haciéndose la mosquita muerta…

            —¿Qué?

            —¡Sí!, finge no saber nada. Quién sabe si estaba muy bien esterada de lo que el pelmazo de su hijo hacía con mi sobrina.

            —¿Qué, qué? ¿Trata de justificar a su sobrina? ¿Quién me dice si no es usted que, de acuerdo con ella, han montado esta farsa para atrapar a mi Toñito?

            —¡Toñito, Ja!, tremendo manganzonaso que de infante lo único que tiene es el reducido cerebro que de su madre heredó, y no le digo…

            —¡Tío! ¿Qué es esto? —pregunta, Edelmira, desconcertada— ¿Ustedes están locos? ¿Siendo tan amigos se ponen a discutir de esa forma? ¿Por qué?, si estábamos conversando tan bonito.

            —¡Pero hija! ¿Cómo no voy a discutir si esta señora apoya lo que el desalmado de su hijo te ha hecho?

            —¿Que me ha hecho?, pero, ¿qué me ha hecho tío?

            —¡Pero cómo! Oh no ¡ahora sí que no entiendo nada! Dime ¿El es tu enamorado?

            —¿Qué, mi enamorado? ¡No! —responde Edelmira completamente sorprendida.

            —¿No te ibas a casar con é? —insiste don Jacinto.

            —¡Oh no, tío!, él solamente me dio la idea, y a la vez, yo le sugerí que si estaba aburrido en su casa, se fuera de ella.

            —¿Aburrido de su casa mi Toñito? —interviene doña Candelaria con voz angustiada.

            —Cierto, madre —afirma con voz agitada por la emoción Antonio—. La única persona de confianza que tengo para contar mis angustias es Edelmira; es por eso que ambos planeamos independizarnos. Ella casándose y yo yendo a buscar fortuna a otra parte. ¿No te das cuenta que todas las tareas de la casa las recargas en mí? Tú me dejas lavando, planchando, cocinando, limpiando, mientras pasas el tiempo en casa de los vecinos. No tengo tiempo ni para estudiar. ¿Cómo no voy a sentirme desesperado?

            —¡Así es, tío!, son las mismas razones por las que yo he decidido casarme., Lógico que primero tengo que tener un novio; por eso no puedo casarme inmediatamente como tú quieres. ¡Ah, pero eso sí, tiene que ser de blanco!

            —¿Entonces no estás en cinta? —pregunta, tímidamente, doña Candelaria.

            —¿Cómo se les ocurre semejante cosa?, cuando escuché eso pensé que estaban haciendo alguna broma.

            —Doña Candelaria. Aquí ha habido un mal entendido que debemos rectificar: mi sobrina no está en cinta, su hijo no es culpable, mi sobrina no se casa y su hijo no se va. Estoy seguro que nosotros como mayores sabremos rectificar los errores que han dado lugar a que estos jóvenes hayan planeado decisiones equivocadas.

            —¡Por supuesto, don Jacinto!, pero también creo que debemos disculparnos por ciertos excesos que hemos cometido aquí ¿No? —dijo doña Candelaria con cierto sarcasmo.

            —¡Claro, claro que sí, doña Candelaria! —dijo don Jacinto sintiéndose aludido—, y empezaré por decirte, Antonio, que me siento arrepentido de haber dicho lo que todos ustedes escucharon; yo sé que eres un muchacho inteligente; lo que dije fue en un arrebato de cólera. —dirigiéndose a doña Candelaria, continúa don Jacinto—, ahora me doy cuenta vecina que tanto Antonio como Edelmira necesitan un poco de comprensión y apoyo, para evitar que se vayan a otros lugares a caer en las garras de ese mundo infame que allá afuera espera.

        —¡Lo dicho, don Jacinto!, yo también quiero decir algo, especialmente a tí,  Edelmira, no eres la primera mujer que ha pasado por estos momentos de locura; pero no hay nada mejor que una conversación sincera y respetuosa con la familia. Todo tiene solución.

            —¡Debes tener calma que ya habrá tiempo para que un príncipe azul llegue a tu vida! —añadió don Jacinto— pero eso sí, antes tienes que aprender algunas  cosas, como por ejemplo —se mira las botas de sus pantalones—, ¡siquiera a coser pantalones! ¡Ja! ¡Conque una chica casadera!. 

 

INTRODUCCIÓN A : HISTORIA Y MÁS

INTRODUCCIÓN   “La historia no es un proceso mecánico; es un proceso gobernable. Y en ese gobierno de la historia tienen su parte la voz del...