ASWAN QHARI
(EL
MÁS HOMBRE)
Corría el
año 1450 d.c., aproximadamente, en los territorios del antiguo Perú. La meseta
del Collao, habitada por Collas y Aymaras, estaba convulsionada. Constantes rumores
hablaban de un ejército poderoso que avanzaba, del Cusco hacia el sur,
conquistando pueblos y sometiéndolos al dominio de los hijos del sol. Los
incas, que así eran conocidos los conquistadores de pueblos, estaban bajo el
gobierno del gran Pachacutec que avanzaba victorioso y ufano, después de haber
vencido a los orgullosos Chancas y haberlos confinado a destierro y prisión. La
fama, del más grande conquistador del Tawantinsuyo, crecía conforme avanzaba
hacia el sur.
—¡Sus estandartes son tan numerosos
que cubren los cerros y llenan los valles, mi señor, y su ejército es tan
grande que, su sólo paso por un pueblo, hace temblar la tierra! ¡Muchos pueblos
han caído en su poder!
El mensajero enviado por el soberano
de Macaya,[1]para
comprobar los rumores sobre el ejército invasor, explica detalladamente lo
observado, durante su misión, en tierras ocupadas por los quechuas. Cuando hubo
terminado el informe, el semblante adusto del noble local, no se alteró. Se
limitó a decir:
—No eran rumores. Los dioses no se
equivocan, los ichuyiris,[2]y
los sutiyiris,[3]tenían
razón. Esta invasión iba a llegar. ¿Qué nos espera? Sólo los dioses lo saben.
Convoca a los mallkus[4],
y a los sutiyiris, necesito opinión y consejo. Tenemos que prepararnos para
resistir la invasión.
Los Omasuyos, pueblo ancestral,
afincado desde tiempos remotos cerca a uno de los ríos tributarios del lago
Titicaca, tenían como capital, del reino Colla, la ciudad de Macaya. Sus
habitantes tenían fama de altivos e indomables.
El señor de Macaya habló a los jefes
que estaban reunidos.
—¡Una grave amenaza viene del norte,
valientes guerreros. Un gran ejército va a invadir nuestras tierras, robar
nuestro ganado y esclavizar a nuestro pueblo. Eso, han hecho en otras comarcas
que han encontrado en su camino. No prepararnos, para cuando lleguen, sería el
fin para nosotros!.
El sutiyiri se adelanta un paso
destacándose del grupo.
—¡Mi señor!, estoy seguro que
ninguno de los presentes piense en algo distinto que enfrentar a los invasores
peleando. ¡También es mi opinión! ¡Muertos antes que esclavos!; pero tenemos
que tener más datos: ¿Cuántos hombres tienen los invasores?, ¿cuándo estarán
frente a nuestra ciudad?, ¿con cuántas armas contamos?, ¿tenemos el tiempo
suficiente para animar a otros pueblos a combatir junto a nosotros?
—¡Permiso para hablar, gran jefe!
—Se escucha una voz entre los presentes.
—¡Habla!
—¡Yo fui, sutiyiri, el encargado de
espiar a las avanzadas de los invasores que se hacen llamar incas! ¡Son incontables!, pero eso no me da temor.
En la forma que están avanzando, calculo que estarán aquí en tres días. Hay
comunidades a su paso; pero no podrán hacerles frente. Son muy débiles
militarmente.
—¡¡¡Guerra!!!, ¡¡¡guerra!!!,
¡¡¡guerra!!! —gritan los guerreros presentes.
—¡Me siento orgulloso de ser su su
Jach´a Mallku[5],
grandes guerreros!, sólo pensemos en la batalla que se avecina. ¡A las batallas
se va a vencer o morir!
Gritos de aprobación fueron el
corolario de las palabras del rey omasuyo.
Levantando las manos, buscó el
silencio de sus jefes guerreros.
—¡Ahora, preparémonos! ¡Hay que
reforzar los muros y las puertas!, ¡Debemos tener la suficiente cantidad de
flechas lanzas y escudos!, ¡debemos recoger material para su
fabricación!... ¡Sutiyiri!
—¡Sí, mi señor!
—¡Enviarás emisarios a las aldeas
vecinas pidiendo apoyo! ¡Hazles saber que si nos vencen, ellos quedarán en
manos de los invasores!
—¡Iré yo mismo, Jach´a Mallku, si lo
cree conveniente.
—Me parece bien. ¡Todos a sus tareas
mis valientes guerreros!
Los jefes abandonan la reunión. La
noticia sobre la proximidad de la inevitable batalla, se difunde en la ciudad
inmediatamente. Cada uno de sus habitantes acude a prestar sus servicios para
preparar la defensa.
Una mañana, los pututos imperiales
rompieron el silencio y la quietud de ese valle altoandino. Incontables
estandartes de guerra fueron llenando las laderas de los cerros vecinos,
mientras que en la planicie, a lo lejos, empezaba a aparecer la guardia
personal del inca resguardando la litera que refulgía al sol, como fría
llamarada.
Los rumores se habían hecho
realidad.
El inca no detendría jamás su
ambición de conquista, seguiría incontenible hasta el fin del mundo conocido;
pero, para hacerlo tenía que avasallar a ese pueblo que se encontraba en el
camino, «no será difícil —pensó—, ningún pueblo puede oponerse a tan formidable
ejército, no resistirán ni el primer ataque».
—¡Willac Uma!
—¡Sí, gran señor!
El sumo sacerdote se acercó a la
litera, e hizo una venia.
—¡Enviarás una embajada a pedir la
rendición, el sometimiento a mi autoridad y la adoración al inti, mi divino
padre!
—¡Sí, gran señor!
El Willac Uma obedece la orden del
inca y la comitiva parte. La vista era imponente: una pampa, cubierta de pasto,
salvaba la distancia entre el ejército incaico y la ciudad de Macaya; los
cerros y el valle estaban cubiertos de guerreros tawantinsuyanos, cuyas armas
resplandecían bajo el sol; el inca, rodeado de su guardia personal, y su plana
mayor esperaban la respuesta.
Cualquier guerrero, por muy
valiente que fuese, temblaría ante la sola idea de tener que enfrentarse a esa
maquinaria bélica.
Regresó la comitiva y el Willac
Uma se acercó al inca, a informar el resultado de la propuesta de rendición,
humildemente se inclinó ante el anda y habló.
Pachacutec, el gran Pachacutec,
prácticamente dio un salto para ponerse de pie y lanzando unos gritos terribles
dijo:
—¡Generales! ¡Mi padre, el dios
inti, es testigo de la desgracia de este pueblo! ¡Preparen el ataque, que no
quede ni hombre ni mujer con vida!
¿Qué había sucedido? ¡Sorpresa!
Aquel pueblo, semi salvaje según el criterio inca, sin más resguardo que sus
primitivas murallas de piedra, se negaba a aceptar la autoridad y el dios del
emperador cusqueño. Pachacutec había estallado en ira y haciendo lo que hacen
aquellos que se dejan arrastrar por tal emoción, ordenó el aniquilamiento de
aquel pueblo.
Nuevamente hubo de verse
sorprendido. Jamás pensó encontrar tan porfiada resistencia.
Los sucesivos ataques eran constantemente
rechazados, a costa de grandes bajas de ambos bandos. Cayó la noche y, con ella,
la meditación a la mente del inca, ¿Valía la pena aniquilar a hombres tan
valientes? ¿Por qué no hacer de ellos aliados valiosos en vez de enemigos
muertos? Al amanecer, el inca, convocó a un consejo de guerra.
Se encontraban frente a
frente el Willac Uma imperial y el Jach´a Mallku Omasuyo.
—Hay algo que está bien
claro y tú lo sabes, Mallku omasuyo, ¡La ciudad caerá!, hoy, mañana o después,
pero… ¡caerá!
—¡Si los dioses lo
permiten, sacerdote!
Las dos representaciones
deliberan, a iniciativa del inca, fuera de los muros de la ciudad sitiada. A un
metro de distancia, de cada interlocutor, hay dos lanceros de resguardo.
—El noble corazón, del
Sapa Inca, no quiere ver más derramamiento de sangre…
El Willac Uma se esforzaba por
hacer comprender, al señor de Macaya, que el inca había escogido no derramar
tanta sangre inútilmente; tampoco podía perdonar al pueblo rebelde. Sería un
mal ejemplo que cundiría en todo su imperio. Los mensajeros imperiales
proponían una lucha de campeones entre representantes de ambos ejércitos.
—Si no quieren derramamiento de
sangre ¿Por qué nos han atacado? ¿Por qué no se retiran?
—¡Sabes, Mallku, que el inca jamás
hará eso!
—¿En qué consistiría la lucha de
campeones? ¡Si es que aceptamos!
—Se azotarán, alternadamente, los
campeones. El último en quedar de pie será el ganador. Si ustedes ganan el inca
retirará sus tropas sin condiciones. Si pierden aceptarán la autoridad del inca
y el culto al dios sol.
—¿Qué garantía tenemos que el inca
cumplirá su promesa?
—¡Es la palabra del hijo del sol!
—exclamó el Willac Uma, alterado.
—¡Un dios que no conozco y un rey
invasor! —reaccionó con firmeza el jefe omasuyo.
—¿Crees en mí?
—Pareces sincero.
—¡Entonces, yo soy la garantía!
—¿Tú, cómo?
—¡Sí, yo, con mi vida!
El jefe omasuyo, clavó su mirada
en los ojos del enviado imperial.
—¡Reconozco el valor en un hombre
de honor, sacerdote, dile a tu señor que acepto el duelo de campeones! ¿Será
hoy, o mañana?
—¡Queda a tu criterio Malku; pero
tienes que decidir ahora, porque tengo que llevar la respuesta al Sapa Inca!
—¡Mañana, después de la salida del
sol!
El Willac Uma asiente con la
cabeza. Ambos personajes hacen una venia y se alejan en sentido contrario,
seguidos de sus resguardos, uno hacia la ciudad y el otro hacia el campamento.
—¡Y esa es la situación,
guerreros! ¡De ese duelo depende la suerte de nuestro pueblo y de los pueblos
que nos han dado su apoyo, combatiendo a nuestro lado!
El Jach´a Mallku, ha explicado a
sus hombres lo tratado con el emisario del inca. Cuando hubo terminado, un frío
silencio invadió el recinto. Se cruzaron muchas miradas; pero todas eran de
aprobación. Movimientos de cabeza, afirmativos, y esbozos de sonrisas, eran
clara señal de que aprobaban la decisión de su jefe.
—¡Ahora, bravos guerreros, tenemos
que decidir quién será nuestro representante. ¿Tal vez un voluntario?
Al momento levantaron
las manos, todos los presentes, ofreciéndose como voluntarios. El
corazón, del Jach´a Mallku, se llenó de alegría y regocijado dijo:
—¡Me siento orgulloso de ver tanto
valor en mis guerreros; pero. Para mí, sería tarea muy difícil elegir a nuestro
campeón. ¡Que los dioses decidan quien será nuestro representante! ¡Se harán
las pruebas que nuestras leyes dicen y el ganador peleará mañana! —Volviéndose
al sacerdote dijo—: ¡Sutiyiri, que se hagan sacrificios a nuestros dioses, para
que mañana sea nuestra la victoria!
Ha sido un amanecer radiante, con
un sol esplendoroso que ya baña la altiplanicie andina. Las chotacabras,
tortolitas y chorlos, han levantado el vuelo ante la invasión de sus predios
por la soldadesca imperial.
Al centro del campo dos guerreros
se embisten, furiosamente, tratando de hacerse daño mutuamente. El destino de
un pueblo está en sus manos. El metal de sus quinsa palca[6], lacera,
una y otra vez, las carnes de sus cuerpos.
Ha pasado una hora y ninguno de los rivales da tregua. De
pronto, un potente golpe, que cae en el cuerpo del guerrero omasuyo, lo hace, a
este, retroceder y caer con una rodilla hincada en el suelo. Una mancha roja,
que resalta sobre las demás, aparece en su pecho; con el rostro hacia arriba
fija su mirada en el firmamento.
En el campo omasuyo, lágrimas de
tristeza, lamentos y puños crispados de impotencia, acompañan la caída de su
campeón.
La brutal embestida le ha abierto
el pecho al guerrero.
—¡Si lo ataca ahora, todo habrá
terminado Jach´a Mallku¡ —dice desesperado el Sacerdote omasuyo.
—No sutiyiri, ¡no puede tocarlo!
El turno de golpear le toca a nuestro guerrero. ¡Si no responde habremos
perdido el duelo!
Un murmullo creciente llena la
pampa; la muchedumbre, agolpada en los muros de Macaya se agita nerviosamente; el murmullo se vuelve
clamor y el clamor en gritos de aliento para su campeón.
El guerrero omasuyo, consciente de
la responsabilidad que descansa sobre él, logra ponerse de pie y, tomando
nuevos bríos, salta descargando un terrible golpe sobre su adversario; los
metales de su quinsa palca se estrellan, con inusitada violencia, sobre el
hombro de su rival que lanza un quejido.
Ambos contendientes están al límite
de sus fuerzas. La sangre tiñe sus ropas; pero aun así, el látigo va y viene,
una y otra vez.
Un ruido de huesos rotos y un
quejido; nuevamente el guerrero omasuyo ha descargado un golpe fulminante sobre
el brazo herido del guerrero inca; sin embargo éste continúa en la lucha.
Los guerreros caen una y otra vez;
otras tantas vuelven a levantarse.
El robusto brazo traza un círculo,
con su arma; el látigo corta el aire con un silbido y los metales se incrustan,
en la base del cuello del guerrero inca. El potente golpe rompe la clavícula y
presiona la tráquea. El hombre se desploma y queda en posición de rodillas,
sentado sobre sus talones. Trata de incorporarse, pero es en vano, su cuerpo se
ladea y cae estrellando su cabeza sobre el ichu[7] de la
pradera andina.
Silencio absoluto. Todos esperan
la reacción del inca.
Pachacutec se pone de pie y ante
lo irremediable, exclama:
—¡Hawari! ¡Hawari maqanakuy aswan
qhari![8] (Miren,
miren guerreros, el más hombre)
A una señal del inca los pututos anunciaron la
victoria del guerrero omasuyo.
Pachacutec cumplió su
palabra y, respetuoso del valor de aquellos hombres, casó a algunos de sus
generales con las hijas del lugar, quedando todos en paz y regocijo.
Desde entonces el lugar
fue conocido como la tierra de los Aswan qhari. Cuando llegaron los españoles,
por razón de pronunciamiento como ocurrió en otros lugares, Awan qhari lo
convirtieron en Azangaro, nombre con el que identificaron tanto al pueblo como
al río tributario del lago Titicaca.
[1]
Capital del reino Colla
[2]
Adivinos, en aymara
[3]
Sacerdotes, en aymara
[4]
Jefes, en aymara
[5]
Gran jefe
[6]
Latigo de tres puntas con terminales metálicas.
[7]
Pasto de las punas
[8]
Miren, miren guerreros, el más hombre.
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