viernes, 21 de agosto de 2020

ASWAN QHARI


                                             ASWAN QHARI

                                         (EL MÁS HOMBRE)

                Corría el año 1450 d.c., aproximadamente, en los territorios del antiguo Perú. La meseta del Collao, habitada por Collas y Aymaras, estaba convulsionada. Constantes rumores hablaban de un ejército poderoso que avanzaba, del Cusco hacia el sur, conquistando pueblos y sometiéndolos al dominio de los hijos del sol. Los incas, que así eran conocidos los conquistadores de pueblos, estaban bajo el gobierno del gran Pachacutec que avanzaba victorioso y ufano, después de haber vencido a los orgullosos Chancas y haberlos confinado a destierro y prisión. La fama, del más grande conquistador del Tawantinsuyo, crecía conforme avanzaba hacia el sur.

            —¡Sus estandartes son tan numerosos que cubren los cerros y llenan los valles, mi señor, y su ejército es tan grande que, su sólo paso por un pueblo, hace temblar la tierra! ¡Muchos pueblos han caído en su poder!

            El mensajero enviado por el soberano de Macaya,[1]para comprobar los rumores sobre el ejército invasor, explica detalladamente lo observado, durante su misión, en tierras ocupadas por los quechuas. Cuando hubo terminado el informe, el semblante adusto del noble local, no se alteró. Se limitó a decir:

            —No eran rumores. Los dioses no se equivocan, los ichuyiris,[2]y los sutiyiris,[3]tenían razón. Esta invasión iba a llegar. ¿Qué nos espera? Sólo los dioses lo saben. Convoca a los mallkus[4], y a los sutiyiris, necesito opinión y consejo. Tenemos que prepararnos para resistir la invasión.

            Los Omasuyos, pueblo ancestral, afincado desde tiempos remotos cerca a uno de los ríos tributarios del lago Titicaca, tenían como capital, del reino Colla, la ciudad de Macaya. Sus habitantes tenían fama de altivos e indomables.

            El señor de Macaya habló a los jefes que estaban reunidos.

            —¡Una grave amenaza viene del norte, valientes guerreros. Un gran ejército va a invadir nuestras tierras, robar nuestro ganado y esclavizar a nuestro pueblo. Eso, han hecho en otras comarcas que han encontrado en su camino. No prepararnos, para cuando lleguen, sería el fin para nosotros!.

            El sutiyiri se adelanta un paso destacándose del grupo.

            —¡Mi señor!, estoy seguro que ninguno de los presentes piense en algo distinto que enfrentar a los invasores peleando. ¡También es mi opinión! ¡Muertos antes que esclavos!; pero tenemos que tener más datos: ¿Cuántos hombres tienen los invasores?, ¿cuándo estarán frente a nuestra ciudad?, ¿con cuántas armas contamos?, ¿tenemos el tiempo suficiente para animar a otros pueblos a combatir junto a nosotros?

            —¡Permiso para hablar, gran jefe! —Se escucha una voz entre los presentes.

            —¡Habla!

            —¡Yo fui, sutiyiri, el encargado de espiar a las avanzadas de los invasores que se hacen llamar incas!  ¡Son incontables!, pero eso no me da temor. En la forma que están avanzando, calculo que estarán aquí en tres días. Hay comunidades a su paso; pero no podrán hacerles frente. Son muy débiles militarmente.

            —¡¡¡Guerra!!!, ¡¡¡guerra!!!, ¡¡¡guerra!!! —gritan los guerreros presentes.

            —¡Me siento orgulloso de ser su su Jach´a Mallku[5], grandes guerreros!, sólo pensemos en la batalla que se avecina. ¡A las batallas se va a vencer o morir!

            Gritos de aprobación fueron el corolario de las palabras del rey omasuyo.

            Levantando las manos, buscó el silencio de sus jefes guerreros.

            —¡Ahora, preparémonos! ¡Hay que reforzar los muros y las puertas!, ¡Debemos tener la suficiente cantidad de flechas lanzas y escudos!, ¡debemos recoger material para su fabricación!...  ¡Sutiyiri!

            —¡Sí, mi señor!

            —¡Enviarás emisarios a las aldeas vecinas pidiendo apoyo! ¡Hazles saber que si nos vencen, ellos quedarán en manos de los invasores!

            —¡Iré yo mismo, Jach´a Mallku, si lo cree conveniente.

            —Me parece bien. ¡Todos a sus tareas mis valientes guerreros!

            Los jefes abandonan la reunión. La noticia sobre la proximidad de la inevitable batalla, se difunde en la ciudad inmediatamente. Cada uno de sus habitantes acude a prestar sus servicios para preparar la defensa.

 

            Una mañana, los pututos imperiales rompieron el silencio y la quietud de ese valle altoandino. Incontables estandartes de guerra fueron llenando las laderas de los cerros vecinos, mientras que en la planicie, a lo lejos, empezaba a aparecer la guardia personal del inca resguardando la litera que refulgía al sol, como fría llamarada.

            Los rumores se habían hecho realidad.

            El inca no detendría jamás su ambición de conquista, seguiría incontenible hasta el fin del mundo conocido; pero, para hacerlo tenía que avasallar a ese pueblo que se encontraba en el camino, «no será difícil —pensó—, ningún pueblo puede oponerse a tan formidable ejército, no resistirán ni el primer ataque».

            —¡Willac Uma!

            —¡Sí, gran señor!

            El sumo sacerdote se acercó a la litera, e hizo una venia.

            —¡Enviarás una embajada a pedir la rendición, el sometimiento a mi autoridad y la adoración al inti, mi divino padre!

            —¡Sí, gran señor!   

El Willac Uma obedece la orden del inca y la comitiva parte. La vista era imponente: una pampa, cubierta de pasto, salvaba la distancia entre el ejército incaico y la ciudad de Macaya; los cerros y el valle estaban cubiertos de guerreros tawantinsuyanos, cuyas armas resplandecían bajo el sol; el inca, rodeado de su guardia personal, y su plana mayor esperaban la respuesta.

Cualquier guerrero, por muy valiente que fuese, temblaría ante la sola idea de tener que enfrentarse a esa maquinaria bélica.

Regresó la comitiva y el Willac Uma se acercó al inca, a informar el resultado de la propuesta de rendición, humildemente se inclinó ante el anda y habló.

Pachacutec, el gran Pachacutec, prácticamente dio un salto para ponerse de pie y lanzando unos gritos terribles dijo:

—¡Generales! ¡Mi padre, el dios inti, es testigo de la desgracia de este pueblo! ¡Preparen el ataque, que no quede ni hombre ni mujer con vida!

¿Qué había sucedido? ¡Sorpresa! Aquel pueblo, semi salvaje según el criterio inca, sin más resguardo que sus primitivas murallas de piedra, se negaba a aceptar la autoridad y el dios del emperador cusqueño. Pachacutec había estallado en ira y haciendo lo que hacen aquellos que se dejan arrastrar por tal emoción, ordenó el aniquilamiento de aquel pueblo.

Nuevamente hubo de verse sorprendido. Jamás pensó encontrar tan porfiada resistencia.

 Los sucesivos ataques eran constantemente rechazados, a costa de grandes bajas de ambos bandos. Cayó la noche y, con ella, la meditación a la mente del inca, ¿Valía la pena aniquilar a hombres tan valientes? ¿Por qué no hacer de ellos aliados valiosos en vez de enemigos muertos? Al amanecer, el inca, convocó a un consejo de guerra.

           

            Se encontraban frente a frente el Willac Uma imperial y el Jach´a Mallku Omasuyo.

            —Hay algo que está bien claro y tú lo sabes, Mallku omasuyo, ¡La ciudad caerá!, hoy, mañana o después, pero… ¡caerá!

            —¡Si los dioses lo permiten, sacerdote!

            Las dos representaciones deliberan, a iniciativa del inca, fuera de los muros de la ciudad sitiada. A un metro de distancia, de cada interlocutor, hay dos lanceros de resguardo.

            —El noble corazón, del Sapa Inca, no quiere ver más derramamiento de sangre…

El Willac Uma se esforzaba por hacer comprender, al señor de Macaya, que el inca había escogido no derramar tanta sangre inútilmente; tampoco podía perdonar al pueblo rebelde. Sería un mal ejemplo que cundiría en todo su imperio. Los mensajeros imperiales proponían una lucha de campeones entre representantes de ambos ejércitos.

—Si no quieren derramamiento de sangre ¿Por qué nos han atacado? ¿Por qué no se retiran?

—¡Sabes, Mallku, que el inca jamás hará eso!

—¿En qué consistiría la lucha de campeones? ¡Si es que aceptamos!

—Se azotarán, alternadamente, los campeones. El último en quedar de pie será el ganador. Si ustedes ganan el inca retirará sus tropas sin condiciones. Si pierden aceptarán la autoridad del inca y el culto al dios sol.

—¿Qué garantía tenemos que el inca cumplirá su promesa?

—¡Es la palabra del hijo del sol! —exclamó el Willac Uma, alterado.

—¡Un dios que no conozco y un rey invasor! —reaccionó con firmeza el jefe omasuyo.

—¿Crees en mí?

—Pareces sincero.

—¡Entonces, yo soy la garantía!

—¿Tú, cómo?

—¡Sí, yo, con mi vida!

El jefe omasuyo, clavó su mirada en los ojos del enviado imperial.

—¡Reconozco el valor en un hombre de honor, sacerdote, dile a tu señor que acepto el duelo de campeones! ¿Será hoy, o mañana?

—¡Queda a tu criterio Malku; pero tienes que decidir ahora, porque tengo que llevar la respuesta al Sapa Inca!

—¡Mañana, después de la salida del sol!

El Willac Uma asiente con la cabeza. Ambos personajes hacen una venia y se alejan en sentido contrario, seguidos de sus resguardos, uno hacia la ciudad y el otro hacia el campamento.

 

—¡Y esa es la situación, guerreros! ¡De ese duelo depende la suerte de nuestro pueblo y de los pueblos que nos han dado su apoyo, combatiendo a nuestro lado!

El Jach´a Mallku, ha explicado a sus hombres lo tratado con el emisario del inca. Cuando hubo terminado, un frío silencio invadió el recinto. Se cruzaron muchas miradas; pero todas eran de aprobación. Movimientos de cabeza, afirmativos, y esbozos de sonrisas, eran clara señal de que aprobaban la decisión de su jefe.

—¡Ahora, bravos guerreros, tenemos que decidir quién será nuestro representante. ¿Tal vez un voluntario?

Al momento  levantaron  las manos, todos los presentes, ofreciéndose como voluntarios. El corazón, del Jach´a Mallku, se llenó de alegría y regocijado dijo:

—¡Me siento orgulloso de ver tanto valor en mis guerreros; pero. Para mí, sería tarea muy difícil elegir a nuestro campeón. ¡Que los dioses decidan quien será nuestro representante! ¡Se harán las pruebas que nuestras leyes dicen y el ganador peleará mañana! —Volviéndose al sacerdote dijo—: ¡Sutiyiri, que se hagan sacrificios a nuestros dioses, para que mañana sea nuestra la victoria!

 

Ha sido un amanecer radiante, con un sol esplendoroso que ya baña la altiplanicie andina. Las chotacabras, tortolitas y chorlos, han levantado el vuelo ante la invasión de sus predios por la soldadesca imperial.

Al centro del campo dos guerreros se embisten, furiosamente, tratando de hacerse daño mutuamente. El destino de un pueblo está en sus manos. El metal de sus quinsa palca[6], lacera, una y otra vez, las carnes de sus cuerpos.

Ha pasado una hora  y ninguno de los rivales da tregua. De pronto, un potente golpe, que cae en el cuerpo del guerrero omasuyo, lo hace, a este, retroceder y caer con una rodilla hincada en el suelo. Una mancha roja, que resalta sobre las demás, aparece en su pecho; con el rostro hacia arriba fija su mirada en el firmamento.

En el campo omasuyo, lágrimas de tristeza, lamentos y puños crispados de impotencia, acompañan la caída de su campeón.

La brutal embestida le ha abierto el pecho al guerrero.

—¡Si lo ataca ahora, todo habrá terminado Jach´a Mallku¡ —dice desesperado el Sacerdote omasuyo.

—No sutiyiri, ¡no puede tocarlo! El turno de golpear le toca a nuestro guerrero. ¡Si no responde habremos perdido el duelo!

Un murmullo creciente llena la pampa; la muchedumbre, agolpada en los muros de Macaya  se agita nerviosamente; el murmullo se vuelve clamor y el clamor en gritos de aliento para su campeón.

El guerrero omasuyo, consciente de la responsabilidad que descansa sobre él, logra ponerse de pie y, tomando nuevos bríos, salta descargando un terrible golpe sobre su adversario; los metales de su quinsa palca se estrellan, con inusitada violencia, sobre el hombro de su rival que lanza un quejido.

Ambos contendientes están al límite de sus fuerzas. La sangre tiñe sus ropas; pero aun así, el látigo va y viene, una y otra vez.

Un ruido de huesos rotos y un quejido; nuevamente el guerrero omasuyo ha descargado un golpe fulminante sobre el brazo herido del guerrero inca; sin embargo éste continúa en la lucha.

Los guerreros caen una y otra vez; otras tantas vuelven a levantarse.

El robusto brazo traza un círculo, con su arma; el látigo corta el aire con un silbido y los metales se incrustan, en la base del cuello del guerrero inca. El potente golpe rompe la clavícula y presiona la tráquea. El hombre se desploma y queda en posición de rodillas, sentado sobre sus talones. Trata de incorporarse, pero es en vano, su cuerpo se ladea y cae estrellando su cabeza sobre el ichu[7] de la pradera andina.

Silencio absoluto. Todos esperan la reacción del inca.

Pachacutec se pone de pie y ante lo irremediable, exclama:

—¡Hawari! ¡Hawari maqanakuy aswan qhari![8] (Miren, miren guerreros, el más hombre)

 A una señal del inca los pututos anunciaron la victoria del guerrero omasuyo.

            Pachacutec cumplió su palabra y, respetuoso del valor de aquellos hombres, casó a algunos de sus generales con las hijas del lugar, quedando todos en paz y regocijo.

            Desde entonces el lugar fue conocido como la tierra de los Aswan qhari. Cuando llegaron los españoles, por razón de pronunciamiento como ocurrió en otros lugares, Awan qhari lo convirtieron en Azangaro, nombre con el que identificaron tanto al pueblo como al río tributario del lago Titicaca.



[1] Capital del reino Colla

[2] Adivinos, en aymara

[3] Sacerdotes, en aymara

[4] Jefes, en aymara

[5] Gran jefe

[6] Latigo de tres puntas con terminales metálicas.

[7] Pasto de las punas

[8] Miren, miren guerreros, el más hombre.

 


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